—¡Paso! ¡Paso a la muy Exaltada Lady Phyllis-Morigel! —canturreó el capitán.
La multitud de cuellos desnudos y grises y bien vestidos Firvulag que atestaban la plaza central de Muriah se apartaron lo mínimo para dejar pasar al grupo montado. Incluso en las primeras horas de la madrugada el lugar era un tumulto de comercio y diversión y despliegue de carnaval. La Pequeña Gente era desde antiguo de hábitos nocturnos; y allá en el sur, donde las temperaturas diurnas de la cuenca del Mediterráneo alcanzaban niveles que apenas eran tolerables a los Humanos especialmente adaptados, sin hablar de una raza que había evolucionado en frías tierras altas, los Firvulag se mostraban activos exclusivamente entre la puesta y la salida del sol. Aquellos que deseaban proveerse de los artículos que llevaban para vender seguían un horario similar.
El lugar también estaba lleno de Tanu y de Humanos con torques de oro… la mayoría de ellos, como Lady Phyllis-Morigel y su comitiva, acabados de llegar a la capital y buscando alojamiento. Algunos de los Grandes se hospedaban en el palacio; otros eran acomodados con familiares; los más ansiosos luchadores se encaminaban a los pabellones que habían sido erigidos en el césped de la pista de carreras al noroeste de la ciudad, donde podían practicar sus especialidades marciales. Pero los visitantes que no disponían de acomodo especial previsto de antemano hacían normalmente lo que estaba haciendo ahora Lady Phyllis: pedían, era su derecho, la hospitalidad de su Liga.
Ella y sus ocho asistentes penetraron sin que nadie les impidiera el paso en el gran patio del complejo Coercedor. Los palafreneros se hicieron cargo de sus monturas. Un mayordomo vestido de plata, tranquilo en medio del tumulto general, asignó a la dama y a sus sirvientas una suite en una de las mansiones dormitorio; los guardias fueron encaminados a los barracones.
El poder coercitivo de Felice se asentó sin dejar ninguna huella en la voluntad del mayordomo.
—Presentaremos nuestros respetos a la Alta Facultad de la Liga, tal como corresponde, antes de retirarnos. Viniendo como venimos de la afligida Finiah, tenemos necesidad de apoyo fraterno y simpatía. Te agradeceremos que nos conduzcas personalmente al interior de la sede.
—Será un placer —repitió mecánicamente el hombre— conduciros personalmente al interior de la sede.
Los condujo desde el patio exterior, a través de los jardines y cruzando la plaza que daba frente al impresionante bloque de la fortaleza. El edificio había sido adornado con luces decorativas extra y era una verdadera ascua de azul y ámbar. Ninguno de los Tanu ni los Humanos con torques de oro fuera del edificio prestaron la menor atención a los recién llegados. La mente de Felice estaba aparentemente abrumada por el dolor. Su estandarte negro, llevado por el Jefe Burke, tenía largas banderolas plata con florones negros en sus puntas, el símbolo Tanu de la aflicción.
Llegaron junto a los guardias de la entrada principal. El mayordomo dijo:
—Esta Exaltada Lady conferenciará con la Alta Facultad.
El jefe del pelotón alzó su gran espada desenvainada de vitredur azul en un saludo formal.
—La Exaltada Lady conferenciará con la Alta Facultad.
—Te seguiremos —le dijo Felice.
—Me seguiréis —dijo el guardia.
El mayordomo hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Felice y los demás caminaron entre hileras de torques grises armados vestidos de azul y oro que permanecían firmes como maniquíes de ojos vacíos a ambos lados del vestíbulo. No había nadie más a la vista. El bronce de los atuendos militares de los saboteadores tintineaba ligeramente. A cada paso que daba Felice, los enjoyados escarpes de sus pies resonaban contra el suelo de mármol. Bajó el visor de su crestado casco color zafiro. Los demás, como si oyeran su orden mental, prepararon sus armas de hierro que habían sido metidas en fundas de madera chapada en oro. Arcos plegables brotaron de debajo de las capas; dos de los hombres pasaron arcos de reserva a las «sirvientas», que ahora soltaron sus ropas exteriores revelando las medias armaduras que llevaban debajo.
Ascendieron una gran escalinata, sin percibir todavía ningún signo de miembros de la Liga Tanu o Humanos. Felice conjuró la imagen del mapa de Aiken, luego intentó verificar su posición con su visión a distancia. Pero el esfuerzo era aún superior a ella, y tan sólo el sentido espacial de Khalid les impidió sentirse perdidos en aquel dédalo de corredores. La búsqueda y localización a distancia, como la creatividad, eran cosas sutiles que requerían experiencia; mientras que la coerción y la PC habían brotado en la atleta con el torque de oro como plantas en una jungla, ansiosas desde hacía tiempo de luz y humedad, y que de pronto inician su rápido crecimiento bajo el sol y la lluvia tropicales. Felice podía controlar fácilmente al guardia que los conducía, del mismo modo que había blanqueado las mentes de los otros treinta grises junto a los que habían pasado desde que penetraran en el edificio. Pero ahora…
Una puerta de bronce se abrió. Una mujer Tanu con una túnica azul marino salió al corredor y se detuvo a la vista de la procesión, lanzando un saludo telepático.
Holaatodos Hermana Coercitiva de parte de Ninelva permíteme ayudaros en vuestra búsqueda…
—¡Peo! —exclamó Felice—. ¡Sólo puedo retenerla durante un segundo!
El gran nativo americano dio un paso adelante, su rostro impasible bajo el marco broncíneo de su emplumado casco. Extrajo una corta espada de hierro, atrajo a la mujer hacia sí como si la abrazara, y clavó por detrás la punta del arma en su caja torácica hasta alcanzar su corazón.
El guardia que había estado conduciéndolos se detuvo tranquilamente, un robot azul y oro aguardando órdenes.
—¿Llegó a emitir alguna advertencia? —preguntó Burke.
—No —dijo Felice—. Métela tras la puerta por la que ha salido, y sigamos. Queda aún mucho camino por recorrer.
Siguieron corredor adelante, doblando a derecha e izquierda y cruzando puertas ornamentadas y arcos hasta que nadie excepto Khalid retuvo la orientación. Las luces se iban haciendo cada vez menos intensas. Se cruzaron con ocasionales grupos de descuidados guardias, a los que ignoraron… y finalmente se hallaron ante un enorme par de macizas puertas de más de diez metros de alto, con el rostro masculino heráldico incrustado en ellas y flanqueadas por seis grises en armaduras completas de cristal azul.
—Tiene que ser esto —murmuró Felice. Envió a su abstraído guardia de escolta una orden coercitiva: Abrirás la entrada a esta fábrica de torques.
Soy incapaz de hacerlo. Ningún gris puede.
—¡Mierda! —silbó la pequeña mujer—. ¡Sigamos, y veremos lo que ocurre!
Los seis guardias junto a la puerta giraron a derecha e izquierda y echaron a andar como enjoyados muñecos mecánicos, seguidos por el gris que los había conducido hasta allí. Felice se detuvo frente a las enormes hojas de bronce, con la cabeza recubierta por el casco echada hacia atrás y los dos puños apretados contra sus caderas. El pulido metal amarillo a lo largo de la unión de las dos hojas se volvió verdoso, azul, púrpura sucio… y luego empezó a resplandecer cuando el poder de su facultad psicocinética hizo vibrar las moléculas del metal, transformándolas de sólido a fundido en treinta lentos segundos.
Los no metas observaban absortos, sus armas de hierro preparadas. El calor del bronce fundido y su acre olor les golpearon, haciéndoles retroceder de la pequeña figura que ahora alzaba unos resplandecientes brazos azules y hacía que la arruinada puerta se abriera de par en par.
Tras las puertas no había más que oscuridad. Felice dio un paso adelante, ignorando el charco de aún líquido metal que humeaba en el suelo.
Una explosión de fuego azul pareció estallar en la enorme negrura más allá de la puerta abierta. Y luego otra rojo estroncio, y otra violeta… resplandecientes imágenes con forma humana de casi dos veces la altura de la pequeña Felice. Hubo relámpagos de luz verde y rosa dorado y malsano escarlata, todos ellos flotando en la oscuridad. Multitud de siluetas tomaron forma. Cincuenta o sesenta o más, todas reunidas en mitad del aire, con espadas y escudos alzados pero con los visores abiertos de modo que los saboteadores pudieran ver el desdeñoso triunfo en los ojos exóticos de la Casa de Nontusvel.
—Soy Imidol —retumbó la voz del líder azul—. Vuestra muerte.
Felice lanzó una bola de llamas de tres metros rodando hacia él.
—¡Hierro! —aulló—. ¡Hierro! ¡Haré desplomarse el techo!
Cuatro explosiones estremecieron el corredor. Los Tanu, con sus enjoyadas armaduras, avanzaron flotando desde la enorme cámara interna como ángeles vengadores. Los invasores soltaron las cuerdas de sus arcos. Hubo gritos agónicos, meteoros caídos, rayos en bola, el profundo estruendo de mampostería derrumbándose, un olor a ozono, polvo, cascotes, carne abrasada.
Amerie, apoyada contra la pared opuesta del corredor y cegada por el humo y las emanaciones metálicas, disparó locamente sus flechas contra las altas y resplandecientes fisuras. Pulsaciones de energía emocional se estrellaron contra su no protegida mente. Hubo a la vez una lucha metapsíquica y física, pero ella, afortunadamente normal, solamente pudo percibir sus armónicos. Cuando su carcaj estuvo vacío aferró su jabalina de mango corto con ambas manos, encomendó su alma a Jesús, y se dispuso a morir.
Resonó un terrible estrépito cuando una pared se desmoronó… cayendo afortunadamente hacia la fábrica de torques y no hacia el corredor. Las lámparas-joya metaaccionadas a lo largo de las paredes se habían apagado en su totalidad, y la única luz procedía ahora de las resplandecientes armaduras de los Tanu, los estallidos de llamas astrales, y los ocasionales charcos de escoria fundida. El lugar estaba lleno de un denso humo. Amerie cayó de rodillas y buscó aire junto al suelo. Había cosas allí… rotos trozos de piedra caliza, carcasas metálicas de lámparas, enjoyadas piezas de armaduras de bronce, y blandas masas oscuras que brillaban y rezumaban.
Amerie se arrastró lentamente por aquel humeante infierno. El rostro barbudo de Uwe Guldenzopf brilló momentáneamente con un resplandor espectral. Su cabeza yacía junto a la pared. No había cuerpo.
Sollozando, sujetando aún su lanza corta con punta de hierro, siguió la pared. Hubo más detonaciones a sus espaldas, y un ruido como el de una avalancha. Una voz femenina lanzó horribles gritos como una sirena de alarma. Una enorme forma resplandeciente de color rosado avanzó flotando sobre su cabeza hacia el centro del tumulto… luego otra que brillaba verde y blanca. El bombardeo mental se incrementó. Se aplastó contra el suelo, más allá de las plegarias. Uno de sus pies estaba completamente entumecido. El corredor estaba lleno con una pulsación capaz de hacer estallar el cerebro y que hacía que sus dientes e incluso sus ojos respondieran en un armónico de dolor simpático. Los humos y el fuego disminuyeron, como si repentinamente toda la escena se retirara a una gran distancia. Ella flotaba por encima de su cuerpo, una pobre cosa, y vio que una de sus botas de piel estaba completamente ennegrecida por el fuego, humeando aún, y que el tiznado bronce de la parte baja de su coraza mostraba una profunda indentación a la altura de sus riñones. Su brazo derecho estaba desgarrado desde el codo hasta la muñeca, y se veía la blancura del hueso.
—¿A qué estás aguardando, ángel? —dijo irritadamente.
Pero no murió. Volviendo a ocupar la maltratada cosa que yacía en el suelo, abrió los ojos. Vio una baja figura humana con una resplandeciente armadura azul de pie sobre ella.
—¡Bien, me alegra verte! —exclamó, con un alegre alivio—. ¿Hemos vencido, después de todo?
Un enjoyado guantelete alzó el visor azul. Un hombre con una larga nariz y unos ocurrentes ojos la miraron desde arriba, sonriendo con unos pequeños y perfectos dientes. Nunca antes lo había visto.
—No, no habéis vencido —dijo Gomnol.
Amerie sintió que su dañado cuerpo era alzado del suelo, sostenido por el poder psicocinético del Lord Coercedor. El hombre caminó de vuelta al infierno con ella flotando tras él como una grotesca muñeca hinchable. El humo fue apartado a un lado ante él, y las pequeñas llamas se extinguieron por sí mismas a su paso. Una especie de radiación brotaba del rostro de Gomnol, iluminando las ruinas. Había enormes formas inmóviles enfundadas en apagado cristal aquí y allá, y formas más pequeñas. Vio a Vanda-Jo, con su boca aún abierta en su último y silencioso grito; Gert y Hansi, unidos en la muerte como en la vida, estaban aplastados bajo un dintel de piedra. Khalid Khan permanecía sentado contra una pared, con aspecto de parodia de una pietà, con un guerrero Tanu ensartado en una lanza de hierro sujeta aún entre sus muertos brazos.
—Shalaam aleikoum, bhai —murmuró, y Khalid se perdió en la oscuridad.
—Sólo daños superficiales en la fábrica en sí —observó Gomnol con un tono complacido—. Fue estúpido por mi parte no haber previsto esta contingencia. Va a ser tremendamente irritante tener que expresar mi gratitud a la Casa por haber salvado mi sanctasanctórum, especialmente teniendo en cuenta que tu gente parece haber matado a un cierto número de ellos. Oh, bueno. Pero no se ha producido ningún daño importante.
Un estallido de luz multicolor brilló en la oscuridad al frente. Amerie oyó entonar a una voz ensordecedora:
—¡Bienvenido, Lord Coercedor! Mejor tarde que nunca.
Gomnol llegó a la zona donde habían estado las puertas de bronce. Los últimos jirones de humo y vapor estaban disipándose. Docenas de resplandecientes caballeros se hallaban de pie en actitudes negligentes, apoyados en enormes espadas o picas de cristal. El Jefe Burke y Basil, chamuscados y sangrantes, envueltos en cadenas de cristal desde los tobillos al cuello, estaban doblados de rodillas a los pies de un semidiós con armadura color rubí. Y Felice estaba allí también, tendida en el suelo, sin casco, los ojos cerrados, el rosto y el cuello sin color excepto el suave brillo del torque de oro y el resplandor de su pelo.
Gomnol envió a Amerie flotando hacia los otros prisioneros, y la hizo descender suavemente. Dirigiéndose al titán azul que le había hablado, dijo:
—Mis agradecimientos hacia ti, Hermano Imidol, a Lord Culluket, y a todos los miembros de tu Casa. Una intervención a tiempo, en efecto. Veo que la fábrica de torques no ha sufrido ningún daño serio.
—Está completamente a salvo.
—¡Espléndido! —Un pequeño contenedor dorado en la cintura de Gomnol se abrió con un pop, y emergió un cigarro. El Lord Coercedor mordió la punta, prendió el tabaco con psicoenergía, y lanzó una fragante bocanada de humo hacia el arruinado techo con un delicado aire de savoir vivre.
—Mis propias fuentes e información me habían hecho saber la posibilidad de un intento de sabotaje esta noche —dijo—. Desgraciadamente, fallamos al creer que los invasores tratarían de penetrar por la parte de atrás de la fortaleza. Mis fuerzas estaban emboscadas allí. Lord Bormol y el Lord de las Espadas se prestaron graciosamente voluntarios para vigilar con nosotros. Tienen que llegar aquí en cualquier momento.
Gomnol barrió a la apiñada fuerza de la Casa con unos ojos confiados.
—Si me permitís, os ahorraré el tedio de la operación de limpieza. Hay redactores en camino para ocuparse de nuestros hermanos caídos. Aquellos que no estén muy gravemente heridos seguramente podrán salir de la Piel a tiempo para el Combate.
El duro rostro de Imidol parecía tallado en cristal de roca.
—Hemos perdido a quince de nuestro sagrado número por culpa del hierro. Descansan en la paz de Tana, más allá del auxilio de la Piel.
Gomnol frunció el ceño, estudiando la punta de su cigarro.
—¡Terrible! ¡Monstruoso! —Hizo un gesto hacia Felice—. Pero veo que os habéis vengado en la mujer Inferior.
—No está muerta —dijo Culluket en su armadura color rubí—. La tengo bajo sujeción mental. Nuestra venganza será tomada a su debido tiempo.
—Sí —dijeron todos los demás—. Nuestra venganza contra todos los traidores.
Gomnol permaneció completamente inmóvil. El humo del cigarro ascendía juguetonamente en las corrientes de aire que penetraban por el roto techo.
—Esta mujer mostró una formidable psicoenergía —dijo Imidol.
—Mucho mayor que la que cualquiera de nosotros podía haber anticipado —añadió Culluket—. Mató a tres de nuestra compañía tan sólo con el poder de su mente.
—Pudimos dominarla únicamente tras grandes dificultades con todas nuestras fuerzas combinadas —llegaron las voces conjuntas de los gemelos rosa y oro, Kuhal y Fian.
—Pero no —terminó Imidol— antes de que hubiera perpetrado un crimen final… ya sabes lo que queremos decir.
La Casa resplandeció más y más brillante. Una insinuación del Segundo Coercedor tomó inconfundible forma dentro de las apiñadas mentes.
—¡Alto! —gritó Gomnol. Toda la fuerza de su poder metapsíquico rugió para impedírselo, para apartarlos mientras escudaba su alma contra el golpe combinado de cuarenta y siete mentes exóticas enfocadas a través del odio y los celos de Imidol, hijo de Nontusvel y del Thagdal, que seguramente sería nombrado Lord Coercedor por aclamación una vez el usurpador Humano estuviera muerto.
—No podéis… —llegó el agónico jadeo de Eusebio Gómez-Nolan—. No podéis… aliaros contra un hermano. ¡Tana lo prohíbe!
No eres un hermano sino un HUMANO y un traidor y un conspirador con el monstruo Aiken Drum lo sabemos estamos seguros así que muere… muere…
—¡No hay ninguna prueba! ¡No hay ninguna… prueba! —El cuerpo de Gomnol se retorció, su columna vertebral se arqueó tetánicamente. Se derrumbó en su armadura tan pesadamente como si se hubiera convertido en piedra.
—¡Nosotros la Casa tenemos nuestra prueba! —exclamó Imidol—. Nuestra prueba para los otros que llegarán luego. ¡Porque hemos visto morir a un héroe, la última víctima del monstruo Felice… hasta que nos interese revelar toda la trama de tu traición! Muere, Manipulador. Muere.
Un último sonido brotó de la boca de Gomnol. Los contorsionados labios se relajaron. El rostro dentro del extraño globo color zafiro de su casco se volvió gris, luego blanco. Una calavera con unos perfectos dientes sonrió a la Casa de Nontusvel. El cigarro en el suelo, a su lado, se consumió solo con fragante paciencia.
Culluket el Interrogador colocó torques grises en torno a los cuellos de Amerie, el Jefe Burke y Basil. Y entonces el alpinista, que de los tres gravemente heridos prisioneros era quien conservaba más fuerzas, fue obligado a tomar una hoja de hierro y aserrar el torque de oro de Felice.
—¿Ningún torque gris para ella? —inquirió Imidol.
—Más tarde —dijo el Interrogador—. El hacer las cosas demasiado fáciles empaña el placer.