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Junto con otros muchos visitantes de Muriah, Katlinel la Ojos Oscuros bajó a lomos de chaliko al frescor del atardecer para pasear por la Llanura de Plata Blanca y satisfacer su perenne curiosidad acerca de las actividades cotidianas del antiguo Enemigo, acampado ahora en inofensivo esplendor a todo lo largo del extremo nordoriental del campo de batalla.

Cabalgó cruzando el amplio puente que se extendía sobre el canal. El lecho del curso de agua estaba pavimentado con bloques de piedra caliza, y contenía una profundidad de tres metros de agua corriente salpicada por la luz de las estrellas. La corriente procedía de aquel enorme manantial, el Pozo del Mar, cuyas aguas eran el motivo principal de la instalación allí del campo de combates tras la llegada de los primeros Tanu a Aven. Aquí y allá la Pequeña Gente llenaba cubos y pellejos. Más abajo, algunas mujeres Firvulag estaban lavando ropa; y más lejos aún, donde las aguas del canal se hacían menos profundas mientras giraban al este para encontrarse con el Gran Lago, estaban las pintorescas tiendas de baños de la gente modesta.

Katlinel dejó que su chaliko eligiera su rumbo. Trotó a paso corto por la larga avenida central de la ciudad de tiendas, donde los fuegos ardían sobre amontonamientos de piedras. Los grandes pabellones color tierra de la nobleza Firvulag estaban allí, toldos y lonas orlados de plata y oro, y con dibujos bordados adornando los paneles de paredes y techos. Cada una de las tiendas de los Grandes tenía enfrente una larga pértiga en la que ondeaba el enjoyado estandarte de su ocupante, todo él decorado con cabelleras y cráneos chapados en oro de los enemigos vencidos. Cada estandarte estaba rematado con la efigie de una cabeza monstruosa distinta, que representaba el aspecto ilusorio favorito del guerrero Firvulag.

La Pequeña Gente estaba por todas partes. Algunos llevaban sus preciosamente talladas armaduras de obsidiana; pero la mayoría iban vestidos más sencillamente con pantalones y chaquetillas con gemas incrustadas y orladas de piel (que debían ser más bien incómodas en el bochornoso atardecer). Los sombreros puntiagudos eran la prenda de cabeza más común tanto en hombres como en mujeres. Las grandes damas llevaban velos flotando colgados de los suyos, o decoradas alas acolchadas, o cuernos ornamentales, o largos dobleces que colgaban por delante o por detrás de sus orejas. Era costumbre que los Tanu de alto rango se refirieran a sus parientes sombríos como «pequeños». Pero la mayoría de aquellos junto a los cuales pasó Katlinel eran al menos iguales a los Humanos en estatura; y de tanto en tanto tenía algún atisbo de un fornido campeón que sobrepasaba con mucho a cualquier Tanu en altura y corpulencia. Se decía en la capital que habían acudido más Firvulag que nunca antes al Gran Combate de este año, animados por su triunfo en Finiah. Se rumoreaba que el ejército incluía a algunos orgullosos luchadores que habían desdeñado combatir otros años debido a la contaminación de los juegos por la participación de los Humanos. Medor había salido de su escondrijo, y el horrible Nukalavee que luchaba bajo el disfraz de un centauro desollado con todos los músculos y tendones y vasos sanguíneos expuestos para despertar el horror en sus oponentes; e incluso el viejo Pallol Un-Ojo, el Maestro de Batalla Firvulag, había regresado, rompiendo su aislamiento de veinte años.

Se suponía que se acercaba a los 50.000 el número de miembros de la Pequeña Gente acampados ya en la Llanura… cerca de dos terceras partes de toda la población Firvulag. Casi la mitad de este número eran luchadores, y superaban a los caballeros Tanu y a sus auxiliares Humanos casi en la proporción de dos a uno. En última instancia, tendría que ser alineada casi toda la caballería de la Tierra Multicolor contra esta concentración del Enemigo.

Los buhoneros Firvulag importunaron a Katlinel mientras cabalgaba por entre los fuegos de campaña y los alegres grupos de bailarines y celebrantes. Le ofrecieron joyas y preciosas chucherías por todas partes, puesto que ésta era la artesanía en que los Firvulag eran maestros; también había vendedores de golosinas y fruta seca salada y sidra y extraños vinos de gran cuerpo. Pero ella se resistió a todos los ofrecimientos. Solamente cuando llegó al final de la gran avenida y dio media vuelta entre las achaparradas tiendas negras de los humildes sucumbió al fin a la tentación en la forma de una pequeña doncella parecida a un enanito, con gruesas trenzas doradas y un gracioso y colorado rostro de muñeca, que ofrecía frascos de madera de mirto primorosamente tallada con un maravilloso perfume destilado de las flores del bosque.

—Gracias, Lady. —La diminuta vendedora inclinó cortésmente la cabeza mientras aceptaba el dinero—. Se dice entre nosotros que el Perfume de las Ninfas desprende un aroma que incluso el enamorado más reluctante halla imposible resistir.

Katlinel se echó a reír.

—Lo recordaré para ponérmelo con precaución.

—Bueno —fue la picante respuesta—, he oído que algunos de tus caballeros Tanu necesitan toda la ayuda que se les pueda proporcionar.

—Veremos eso en los juegos —dijo Katlinel, y siguió adelante, sonriendo.

Otro chaliko se situó por azar junto al suyo cuando cruzaba una zona llena de tiendas de comidas y bebidas. Cuando un ogro borracho apareció vociferando alegremente y sujetó las riendas de su montura, el jinete del otro animal se le cruzó antes incluso de que el individuo pudiera erigir una ilusión defensiva. Un golpe mental envió al palurdo Firvulag trastabillando hasta los brazos de sus alborotadores compañeros, que lo arrastraron fuera del camino con una difusa disculpa a Katlinel por haberla importunado.

—Estoy en deuda contigo, Exaltado Lord —dijo la mujer, con una inclinación de cabeza hacia su salvador.

Era una apuesta figura, alta y de anchos hombros, con un ajustado gorro largo bajo un casco con visera adornado con una pequeña corona dorada. El gorro ocultaba su pelo y su garganta y caía sobre sus hombros formando como una capa muy corta, llena de conchas y joyas en sus bordes. Sus calzas y su casaca eran de un profundo color violeta.

—Ha sido un placer, Exaltada Lady. Me temo que algunos de mis compatriotas se toman esta celebración demasiado en serio demasiado por anticipado.

Ella lo estudió con franca sorpresa, mientras cabalgaban el uno al lado del otro.

—Me sorprendes, Lord. Con tu cuello cubierto, te confundí con uno de los míos.

—¿Y quiénes son los tuyos? —inquirió el otro, con un levísimo asomo de ironía en su delicada voz.

Katlinel enrojeció y aferró sus riendas, dispuesta a espolear el chaliko y alejarse. Pero el hombre tendió una mano, y el animal se inmovilizó.

—Disculpa mi impertinencia, Lady. Fue imperdonable. Pero es obvio que tu belleza deriva tanto de la sangre Humana como de la Tanu. Y observo por tu atuendo verde y plata que eres, como yo, una creadora de ilusiones, y una de raro poder. Si quieres olvidar tu justa irritación por mi tosca burla y pensar en cambio en el pequeño servicio que te he prestado, quizá podamos seguir cabalgando juntos por unos instantes y hablar un poco. Tengo una gran curiosidad hacia tu gente.

—Y una lengua hábil también, Lord Firvulag… Muy bien, puedes cabalgar a mi lado por unos momentos. Soy Katlinel, llamada la Ojos Oscuros, y me siento en la Alta Mesa en el sillón más bajo, puesto que soy la menor entre los Grandes Tanu.

—¡Seguro que no por mucho tiempo! —Se quitó el coronado casco; el gorro púrpura cubría su cráneo—. Soy conocido como el soberano de la Montaña del Prado. Mi dominio se extiende muy lejos al norte, en los límites del reino Firvulag. Nunca antes de ahora había asistido al Gran Combate. Mi gente está tan ocupada con los problemas diarios de la supervivencia que sienten escaso interés hacia los juegos religiosos.

—Una opinión herética, a buen seguro. Pero una opinión con la que puedo simpatizar.

—¿Hay acaso entre los tuyos algunos que no son ardientes miembros de la compañía de batalla?

—Muchos —admitió ella—, especialmente entre los híbridos como yo. Pero la fuerza de la tradición sigue siendo fuerte.

—Ah. La tradición. Pero últimamente las viejas costumbres parecen haberse visto sacudidas. La Humanidad, en un tiempo tan dócil y útil, se alza en rebeldía contra tu Rey Soberano.

—¡En alianza con vosotros los Firvulag!

—Los Tanu fueron los primeros en utilizar a los Humanos. ¿Por qué no podemos hacerlo también nosotros? Nosotros los Firvulag somos, es cierto, más tercos y obstinados que vosotros. Por ejemplo… la mayor parte de los míos jamás montarían en un animal como éste, prefiriendo andar sobre sus torpes piernas.

—¿Pero tú no tienes esos escrúpulos?

—Me he visto obligado a ser realista, Lady. Dime… ¿es cierto que los científicos Humanos son honrados y adoptados entre los Tanu? ¿Que habéis utilizado su conocimiento especializado para mejorar vuestra propia tecnoeconomía?

—Pertenezco a la Alta Facultad de la Liga de Creadores. La mayor parte de las ciencias, excepto las sanadoras y la psicobiología, entran dentro de nuestras competencias. Tenemos a muchos científicos Humanos trabajando en nuestro Colegio, educando a nuestros jóvenes y dedicados a aplicaciones prácticas de sus conocimientos. Agrónomos, científicos del suelo, ingenieros de todos tipos, incluso especialistas en ciencias sociales… todos han puesto sus talentos al servicio de la Tierra Multicolor.

—¿Y genetistas? —preguntó suavemente el Lord de la Montaña del Prado.

—Evidentemente.

—Si tan sólo no fuéramos Enemigos —murmuró el hombre—. Si tan sólo fuéramos libres de cooperar, de tener un intercambio libre de ideas y recursos. Sé que nosotros los Firvulag tendríamos mucho que ofreceros. Y vosotros… podríais hacer mucho por nosotros.

—Pero ésta no es la forma —dijo ella.

—Todavía no. No mientras esta severa compañía de batalla gobierne vuestro Reino Soberano.

—Tengo que marcharme —dijo Katlinel.

—¿Vendrás otra vez y hablaremos? Falta aún más de una semana para que empiece el Combate y nos convirtamos oficialmente en Enemigos una vez más.

Ella tendió una mano, y él la tomó y saludó a la manera clásica. Sus labios eran fríos. Un destello de percepción metapsíquica le dijo a Katlinel que aquello también era ilusorio. Pero la mente que se abrió a ella en una momentánea esperanza… aquello no era frío en absoluto.

—Volveré de nuevo mañana por la noche —dijo Katlinel—. ¿Debo preguntar por ti entre tus amigos?

—Pocos aquí me llaman de este modo. —Su sonrisa era a la vez pesarosa y premonitoria—. Cabalga hasta aquí y yo te encontraré. Será mejor que nadie de tu gente sepa que condesciendes a conversar con Sugoll, Señor de la Montaña del Prado… que los humanos de la Vieja Tierra llaman el Feldberg.

—Nosotros los de la Alta Mesa hacemos lo que nos place —dijo Katlinel. Espoleó al chaliko sendero arriba, en dirección a la planicie de sal de Aven.