Felice caminaba por las ruinas de Finiah.
Cuando la tregua se hallaba ya en su tercer día, la erupción menor de lava del viejo volcán Kaiserstuhl había llegado a su fin. Los riachuelos de roca fundida se habían solidificado en masas de escoria… grasas, redondeadas, y ramificándose como monstruosas raíces allá donde se habían salido del río principal junto a la mina y se habían adentrado por calles y arcadas de la devastada ciudad. Había llovido intensamente. Edificios que habían sido blancos o dorados y rosa, o azul verdoso y plata con los colores del Lord Creativo Velteyn, estaban ahora tiznados y con chorretones de lodosas cenizas. Las cenizas habían asfixiado los jardines y arrancado el follaje de la mayor parte de los árboles ornamentales. La plaza central, por donde merodeaba Felice, era una maraña de tiendas quemadas, toldos desgarrados, carretones y tenderetes destrozados, y cuerpos semienterrados entre cenizas e inmundicias.
Enormes cuervos, tan largos como los brazos de Felice, picoteaban entre los hinchados restos de chalikos, hellads, ramapitecos y gente. Los carroñeros no se asustaban ante el paso de la pequeña mujer vestida de resplandeciente negro. Quizá la tomaban por uno de ellos.
Había ruidos. Los cuervos lanzaban sus llamadas, pruk, pruk. Una conducción de agua rota gorgoteaba y fluía a lo largo de un tramo de escaleras, lavando los cadáveres de los soldados con torques grises e invasores Inferiores. En un callejón sin salida cerca del palacio de Lord Velteyn, casi una docena de ramas incólumes vestidos con arruinados tabardos color aguamarina se apiñaban los unos contra los otros, gimoteando. Un sonido de gruñidos humanos llegó desde la parte baja de una casa adyacente a la parte delantera del palacio. Felice lo ignoró y caminó hacia la entrada de la mansión de Velteyn, con una flecha con punta de hierro dispuesta en su arco. Tenía muchas otras flechas en un carcaj en su hombro, todas ellas con manchadas astas. Había encontrado algunos testarudos grises allá abajo en el río, decididos a seguir luchando pese a que sus señores Tanu habían huido; y en el barrio de los artesanos, una mujer con el cuello desnudo había salido corriendo de una destrozada tienda de vidrio soplado blandiendo un machete de vitredur y gritando venganza contra los saqueadores de Finiah incluso después de que Felice le atravesara la garganta con una flecha.
Los Humanos eran demasiado irreligiosos como para respetar la tregua. Mucho después de que Firvulag y Tanu hubieran abandonado los incendiados restos de la ciudad, los guerreros Inferiores seguían luchando contra sus semejantes Humanos que permanecían fieles a los exóticos. Los grises capturados, junto con los pocos platas que cayeron en manos de los invasores, fueron llevados ante un tribunal guerrillero donde un oficial Inferior les mostraba un corta frío de hierro y un cuchillo de hierro y les dejaba elegir: «Vive libre o muere.» Una sorprendente proporción había optado por morir antes que permitir que le fuera arrancado su collar amplificador mental.
Felice entró en el palacio. Los pájaros carroñeros estaban ausentes ahí, pero había moscas, veloces roedores, y un nauseabundo hedor. Los cuerpos de los guardias y sirvientes estaban amontonados tras improvisadas barricadas de muebles y puertas desmontadas. Muchos de los defensores habían muerto sin una marca en sus cuerpos, los rostros contorsionados por el ataque revientamentes de los Firvulag.
Excepto el zumbido de los insectos, el roce y los chillidos de las ratas, y el suspirante sonido del viento por entre los rotos paneles de cristal coloreado, el palacio de Lord Velteyn estaba tranquilo en su ruina. La pequeña mujer de negro penetró más y más profundo en los apartamentos de los Grandes, saltando sobre los montones de cadáveres de servidores humanos que habían luchado en una desesperada acción de retaguardia mientras el ejército invasor perseguía a sus atrapados amos exóticos.
Felice llegó ante una enorme puerta abierta de bronce, incrustada con piedras verdes. Cuerpos con los atuendos de ante de los Inferiores y ropas hechas en casa se mezclaban con los uniformes de palacio, formando una barricada en el umbral. Y allí, por primera vez, había también cuerpos Firvulag, algunos bajos, otros tan altos como los Humanos o los Tanu y tan fornidos como los gigantes de los cuentos de hadas; todos iban vestidos con la armadura de obsidiana incrustada en oro del cuerpo de élite de Pallol Un-Ojo, y todos habían sido despachados con armas con punta de hierro que la guardia Humana de Velteyn había arrebatado presumiblemente a los Inferiores.
Calmadamente, Felice extrajo una pica de uno de los cadáveres y la utilizó como un bastón de alpinista para trepar por el hediondo montón que bloqueaba el umbral. Dentro de la estancia, que era un hermoso dormitorio reducido a jirones por la lucha, había seis cuerpos vestidos con armaduras de cristal coloreado. Cuatro hombres y una mujer Tanu estaban ensangrentados, traspasados por flechas con punta de hierro. La segunda mujer, una Humana con torque de oro vestida con una armadura azul zafiro, no presentaba ninguna herida y había sucumbido presumiblemente a un ataque mental.
Felice se quitó su casco de hoplita y lo colocó sobre una amplia tarima al lado de la cama. En una estantería baja, incongruente en su impecable limpieza, había un aguamanil y una jofaina. La muchacha llenó la jofaina de agua y la colocó encima de la mesa. Por un momento se quedó contemplando el cadáver de la mujer Humana. En la muerte, sus ojos azules mostraban unas enormes pupilas, extrañamente acentuadas en un rostro tan pálido como la tiza. Un largo pelo castaño se esparcía por la alfombra formando un nimbo en torno a su cabeza descubierta; su casco yacía cerca a su lado. Los delicados dedos envueltos en enjoyados guanteletes azul y plata estaban engarfiados sobre su torque de oro.
Como un acólito efectuando un ritual, Felice se arrodilló. La rigidez había abandonado las muertas manos y fue fácil liberar el torque de ellas. El cierre anterior en forma de nudo hizo un clic. La muchacha hizo girar el collar sobre sus goznes traseros y lo deslizó de la lívida garganta. Alzándose, se dirigió a la jofaina, sumergió el oro varias veces, y lo secó con una suave toalla.
Luego Felice cerró el torque en torno a su propio cuello.
La realidad se abrió a ella. Lanzó un penetrante grito.
Así… de modo que era así. Todo había permanecido oculto dentro de ella, encerrado dentro y negado, tan temido por los más débiles que la habían rodeado. Pero ahora había sido abierto, liberado, y estaba listo para ser utilizado.
Se dirigió al balcón de la muerta estancia. Temblando, con la visión parcialmente enturbiada por las lágrimas de su alegría, miró por encima de las ruinas de Finiah. Allí estaba el amplio Rhin, las alturas de los Vosgos, el Alto Vrazel en el horizonte occidental, donde el Rey Yeochee y Sharn-Mes y los otros Firvulag estaban sin duda celebrando todavía el triunfo sobre su antiguo Enemigo. Allí estaban los altos pasos que había cruzado sola, demasiado tarde para la guerra, cruzándose con el Jefe Burke y Khalid Khan y el resto de las fuerzas Inferiores conduciendo a los recién liberados supervivientes Humanos de Finiah al campamento tierra adentro donde aguardarían el juicio de Madame Guderian.
Con el cálido oro rodeando su garganta, Felice se echó a reír. El sonido se hinchó con el viento hasta que reverberó sobre la destruida ciudad. Los cuervos, asustados ante aquello, alzaron el vuelo.