—No es —prosiguió sir Henry, cruzando las piernas para ponerse cómodo— un secreto muy profundo. Es una cuestión de temperamento, y la mayoría de ustedes lo saben. Piensen en las actividades de Haye. Lean sus libros. Mediten en sus palabras. Y sabrán realmente cómo era el sujeto.
»No era un chantajista. No era un criminal de ninguna especie. No tenía ni un penique que ganar, ni una causa que proteger, ni un entuerto que enderezar. Hasta dudo de si alguna vez actuó de mala fe. Félix Haye era solamente lo que pretendía ser: un hombre de negocios sin tacha, con una mentalidad poco evolucionada, incluyendo su sentido del humor y cierto hobby. Les diré lo que era: era un desenmascarador.
»Por lo general, no pongo objeciones en contra de quienes andan por ahí demostrando enloquecidamente que la gente no es lo que parece ser. Hay que lavar bien los trapos sucios, y la casa del farsante necesita una buena limpieza general. Si se utiliza una mentira solemne para engañar al hombre honrado, o vender un tranvía público, o entonar cánticos de alabanzas de labios afuera por interés, o mantener una criatura como amenaza… entonces, digo yo, hay que proclamarlo a voz en grito.
»Si se hace porque se odia el charlatanismo y la farsa, no se puede hacer mejor cosa. El cielo les premiará con creces y beberán del néctar de los dioses. Pero si se hace por mero placer…
»Por eso, saben, es por lo que a veces la gente no deja en paz a los muertos. Los muertos son bastante inofensivos, por regla general. No corremos peligro de que nos invada Julio César. Gladstone no se presentará a las elecciones parlamentarias otra vez. Dickens no figura en el catálogo de primavera con una nueva novela. Pueden descansar en su grandeza y hacer mucho bien en sus tumbas, siempre que nuestros modernos Juvenales se lo permitan. Pero hay algunas personas que, sobre todas las cosas, por el solo placer que les proporciona, gozan al oír que el general Fulano era un cobarde y que lady Mengana sufría de dipsomanía. Félix Haye era una de esas personas.
»¿La razón? ¿Recuerda alguno de ustedes, siendo pequeño, la primera vez que oyeron blasfemar a un pariente del sexo femenino? ¿O la primera vez que vieron a un imponente tío abuelo besar a la doncella detrás de la puerta? ¿U oír algunos chismes sobre ciertas personas de su familia? Apuesto a que se les helaron las orejas de asombro. A mí me pasó así. A la mayoría nos ha pasado. Nunca creímos que ellos pensaran cosas semejantes. La mayoría de nosotros, por supuesto, hemos superado esa etapa. Las cosas se reajustan y llegamos a aceptar la farsa necesaria lento risu.
»Pero Félix Haye nunca superó ese período. Fue mucho más allá. Se convirtió en una manía, en una fuente de goce y deleite, descubrir el lado flaco de la gente que conocía. Luego, de manera socarrona y taimada, les vilipendiaba, para ver cómo reaccionaban. No creía que con eso les ocasionara daño. No iba a delatarles en público. Era solamente el hobby de niñez del pequeño Félix.
Sir Henry hizo una pausa.
—Lo que quería, claro está, era gente importante o que ocupara posiciones destacadas. Eso era néctar y ambrosía para él. Sólo que, por desgracia, no conocía a nadie semejante. Era solamente un hombre de negocios próspero con un círculo de conocidos más o menos restringido. Me refiero a…
Levantando un dedo, sir Henry Merrivale lo movió en redondo para señalar al silencioso grupo que estaba a su alrededor.
Bernard Schumann habló pensativamente:
—Ahora veo. Eso era lo que no podía comprender. Casi me volví loco tratando de descubrir los motivos de Haye. No podía imaginarme por qué podría interesarse tanto por mí. Apenas me conocía.
—No conocía a Peter Ferguson en absoluto —dijo sir Henry Merrivale—. Sólo sabía que Ferguson era un tipo muy peligroso. Se enteró de la existencia de Peter Ferguson por medio de su mujer, y se interesó tremendamente por él. Ahora —agregó Merrivale de pronto— voy a comenzar con calumnias. Cómo Haye supo lo que sabía, es un secreto que se llevó a la tumba, y que no concierne a nuestro problema actual. Pero sabía en verdad ciertas cosas. Primero, quiero decirles que ahora no hay nada en contra de ustedes por sus pecadillos. De manera que no me salten y me aturdan porque el inspector jefe Masters esté allí con cara siniestra. No puede hacer nada. En consecuencia…
Sir Dennis Blystone se levantó de su silla. Sanders y Marcia le habían estado observando. Permanecía sentado, con la mano sobre el brazo de su esposa, acariciándolo de vez en cuando de manera distraída. Evidentemente, a lady Blystone le producía cierta satisfacción mezclada de disgusto. En su cara se advertía una mirada grave y pensativa cuando se levantó.
Fue en dirección recta hacia Masters.
—Inspector jefe.
—¿Señor?
—Permítame que le devuelva su libreta de notas —dijo Blystone, entregándosela—. Se la saqué del bolsillo mientras dejaba los abrigos en el dormitorio.
—¡Dennis! —chilló Blystone. Luego se reprimió, y permaneció rígida.
—Debo decirle —dijo rápidamente Masters— que ésta no parece ser la mejor oportunidad para practicar ninguna de sus graciosas…
—No es eso —respondió Blystone. Los demás vieron que se reía entre dientes—. Sólo estoy poniendo en práctica un consejo que me recordó mi amigo sir Henry Merrivale. Están contemplando ahora a un experto prestidigitador aficionado que, de ahora en adelante, pasará buenos ratos en los círculos sociales —agregó—: ¡Dios mío, qué alivio! No significa nada en absoluto. No me importa que lo publiquen mañana en el Daily Mail. ¡Eh, Judy!
—¡Dennis, estás loco! Completamente…
—Cállese —dijo sir Henry Merrivale con calma.
Por primera vez, lady Blystone condescendió en mirarle.
—En realidad, sir Henry, ¿no cree que eso es ir más lejos de lo que usted acostumbra?
—¡Cállese! —rugió sir Henry Merrivale.
Por un segundo, Sanders pensó que sir Henry iba a arrojarle a lady Blystone El cubil del dragón. Y comprendió por qué: sir Henry Merrivale se sentía aliviado. Le había visto proceder de la misma manera en los tribunales cuando se había superado la crisis y el veredicto estaba enunciado.
Pero la sensación de escalofrío que comenzaba a recorrer al doctor Sanders tenía otro origen. Todos estaban esperando. Había un asesino en la habitación, y no tenía la más remota idea sobre quién pudiera ser.
Sintió que el brazo de Marcia se cruzaba con el suyo cuando sir Henry Merrivale se dio la vuelta.
—¡Oh! ¡Oh! ¿Nadie más quiere hacer alguna pequeña confesión? Pueden ver que es saludable para el alma.
Merrivale miró de lado a Bonita Sinclair que le contemplaba con los ojos entornados. Mistress Sinclair nunca había parecido más indefinida, ni más inocente, ni más totalmente inexplicable. Como para fastidiar a lady Blystone, había cruzado sus piernas y lucía sus rodillas con mucha más liberalidad de lo que su aire inocente podría sugerir.
—No, gracias —contestó. Y sonrió—. Usted hará que ciertas personas piensen que soy mucho peor de lo que en realidad soy; una asesina, por ejemplo, y me gustaría confesar. ¿Pero qué puedo decir? Trabajo para ganarme el sustento. Vendo cuadros.
Lady Blystone la miró.
—Vendo cuadros —repitió Bonita Sinclair—. Si tengo alguna otra profesión ha sido sancionada en el pasado por muchas grandes damas, y los policías sólo se interesan por ella cuando están libres. La mujer que no tiene éxito en ella como esposa tiene mi conmiseración. Eso es todo. No he cometido ningún delito.
—¡Quieta! —intervino violentamente sir Henry Merrivale, mientras lady Blystone hacía un movimiento. Sir Henry la señaló—. Más vale que aclaremos esto ahora mismo. Cualquier acusación de envenenamiento en contra de esta chica, cualquier rumor sobre posibles tretas o engaños es falsa. La policía francesa se ha expresado con claridad. El italiano de Montecarlo, aquel sobre el cual armó tanto escándalo, murió de apendicitis. Nunca ha habido una verdadera acusación en su contra. Estaba en Scotland Yard cuando murió Ferguson…
—Gracias, sir Henry —dijo la mujer—. Me lo ha contado cuando ha estado esta tarde en casa. ¿Para qué volver a repetirlo?
—No. La única cosa que Haye tenía en contra suya eran dos cartas sobre un Rubens y un Van Dick falsos, garantizando su autenticidad…
—Eso es una calumnia.
—Seguro —asintió humildemente sir Henry Merrivale—. Pero tengo que mencionarlo —se volvió hacia Schumann—. Como usted dice, hijo, no nos hemos visto antes. Pero también sé quién es usted. ¿Quiere que le diga qué tenía Haye en contra de usted como prueba de incendio delictivo?
La habitación se quedó en silencio. Masters restregó sus zapatos en las arenosas piedras de la chimenea, como si se preparara para correr una carrera, mientras Bernard Schumann parecía impaciente.
—¡Mal rayo les parta! —exclamó Schumann, apretando el puño—. Me estoy cansando de esta disparatada acusación. El inspector jefe ha ido a verme esta tarde y la ha repetido, agregando la de asesinato. Se suponía que había incendiado mi propia barraca y matado a Nizam El Hakim…
Fue una sorpresa bastante desconcertante para Sanders, que no estaba al tanto de esta última noticia, cuando Schumann indicó al sonriente egipcio.
—… a quien les presento gozando de muy buena salud, por cierto.
—Enchanté —El Hakim hizo una pequeña reverencia, como si fuera presentado.
—No pido —dijo Schumann— que me presenten excusas. Eso sería esperar demasiado. Pero quiero que tengan la decencia de callarse la boca. Usted no me acusa de incendiar mi propia barraca, supongo.
Sir Henry Merrivale movió la cabeza con desconsuelo. Examinó el cigarro que tenía entre sus dedos.
—No, hijo. En absoluto.
—¿Entonces…?
—En realidad —dijo Merrivale, señalando con el cigarro a Nizam El Hakim— creo que él la incendió.
El doctor Sanders nunca había observado el interesante, y hasta inquietante espectáculo de una persona de tez oscura que palidece. En ese momento lo vio en El Hakim. El egipcio dio un salto y comenzó a verter un falsete de mal francés con tal rapidez que Sanders se perdió después de la primera oración. Tras abarcar con un movimiento de su brazo a todos, se detuvo como un juguete al que se le acaba la cuerda. Finalmente, salió corriendo de la habitación; le oyeron dar un portazo.
Sir Henry Merrivale levantó la mano.
—Recuerde —insistió con cuidado—. No lo puedo probar. Es una pura calumnia. Pero estaba sentado meditando, y pensé que podría haber más verdad de lo que se creía.
Creo que El Hakim pegó fuego a su barraca y se escapó a Port Said. Y creo que usted tenía graves sospechas. Por desgracia, cuando regresó a El Cairo, usted tuvo que tomarle como empleado, como acto de defensa.
»Porque es posible que supiera lo que Haye sabía: que usted es aficionado a los incendios por puro placer. Usted ha pasado un momento terrible, hijo, y siento un poco de lástima. Esos mecanismos de despertadores que estaban en su bolsillo, no dañados por el fuego, no tienen nada que ver con el incendio de El Cairo. Son los restos de una de sus tretas incendiarias sin éxito, o que sólo surtieron efecto parcial. Y Haye tenía pruebas en contra de usted. El hecho es éste. Por el momento no digo qué incendios provocara, en dónde, ni nada que a eso se refiera. Está completamente fuera de nuestra cuestión… que es un asesinato.
Schumann estaba más excitado que antes.
—¿A usted no le interesa?
—Eso es lo que he dicho, hijo.
—Entonces, ¿por qué molestarme a mí, a nosotros, con este juego del ratón y el gato? Usted tiene la respuesta —replicó Schumann, controlándose— a lo que llama su problema. Esta tarde, como había prometido, le he proporcionado al inspector jefe Masters importante información. ¡Importante! Me alegro que se dé cuenta de ello. Le he dicho quién es el asesino.
—¿No querrá decir que lo sabe? —gritó Bonita Sinclair.
—Señora, por supuesto que lo sé. El asesino es…
—Silencio —dijo sir Henry Merrivale.
Una vez, durante un día de feria en el campo, el doctor Sanders se había visto engatusado por un aparato llamado Silla Volante. Una serie de asientos de apariencia endeble, cada uno sujeto a una larga cadena, empezaban a girar cada vez más y más rápidamente hasta que las víctimas se veían lanzadas al aire paralelamente al suelo. Y uno pensaba: «Pardiez, ¿qué pasará si se rompe la cadena?». En ese momento, Sanders tuvo una sensación similar. La silla volante giraba cada vez más de prisa y se preguntó si habría alguien capaz de detenerla.
—¡Al diablo con el silencio! —respondió Schumann con natural desenfado—. Les he dado la información. Entonces, ¿por qué se quedan ahí sentados y nos enloquecen a todos nosotros, menos al verdadero asesino, con preguntas sobre nuestro pasado? Señor, sé lo que sé. Estoy preparado a prestar juramento ante los jueces…
—Seguro —coincidió pacientemente sir Henry Merrivale—. Ese es el caso. Ese es todo el caso. De ahí que les pregunte esas cosas. Ah, cabezas de chorlito, ¿no se dan cuenta de que este caso tendrá que ser ventilado en los tribunales?
Entonces abandonó su mansedumbre y comenzó a rugir.
—Es sencillo, ¿no? Si se pesca al asesino, habrá juicio. Y ustedes son los testigos. ¿No comprenden? ¿Por qué creen que he estado tan preocupado todo el tiempo? Ustedes hablan de tapar las cosas. Supongan que tengo un amigo. Supongan que quiero evitar que se le arranque la verdad en un juicio abierto, siendo la verdad que es un carterista. ¿Y creen que no saldrá a relucir? ¡Oh, no! El defensor se les echará encima. De modo que asegúrense de que no hay verdaderas pruebas…
—¡Vamos, vamos! —le interrumpió Masters, como para prevenirle—. No podemos…
—Cállese, Masters —dijo sir Henry Merrivale. Resopló, y luego se apaciguó un poco—. En realidad, ahora no me preocupa ese punto. Ese amigo mío se ha curado. Ha asustado al espantajo y ha aprendido a reír. No se preocupará por eso. Su hija también asustó al espantajo, al enamorarse. Pero…
Sir Dennis le interrumpió.
—Supongamos —dijo Blystone en tono inmutable— que nunca se cace al asesino.
Un ligero estremecimiento se percibió alrededor de la mesa, como si estuvieran en una sesión de espiritistas.
—Oh, hijo mío —dijo sir Henry Merrivale—, el asesino está metido en un bolsillo. Esa es la parte triste. El asesino estaba metido en un bolsillo antes de que Haye o Ferguson fueran asesinados. ¿Quieres saber por qué? Porque la Agencia de Investigaciones Everwide, esa firma de entrometidos particulares, ha descubierto quién compró la atropina y quién mandó la botella envenenada a Haye. ¡Pruebas! ¡Diantre! No podría haber evitado que se conocieran, aunque me lo hubiera propuesto. Y ahora, respecto a las pruebas de Bernard Schumann…
—¿Qué ridícula estupidez significa esto? —preguntó lady Blystone.
—Todavía —añadió Bonita Sinclair con voz dulce— falta un detalle en el caso, ¿verdad? Pregunto solamente. Yo… conozco algo de derecho, ¿sabe? Para declarar a alguien culpable, tendrá que demostrar cómo se puso la atropina en nuestras bebidas anteanoche en esta casa, ¿no es así?
—Sí —dijo Merrivale.
—Y estamos dispuestos a jurar que fue imposible que ninguno de nosotros envenenara las bebidas, ¿no es así?
—Sí —dijo Merrivale.
—Y estamos dispuestos a jurar que fue imposible que ninguno de nosotros envenenara las bebidas. ¿Se ha demostrado cómo pudo hacerlo el asesino?
—No —dijo sir Henry Merrivale—. Pero voy a demostrarlo inmediatamente.
Se levantó de la mesa.
—Aquí tenemos —prosiguió, arrojando la colilla de su cigarro a la chimenea— a la mayoría de las personas que estuvieron aquí la noche del asesinato, con algunos pocos añadidos. De manera que vamos a proceder a una pequeña reconstrucción. Usted, señora, preparará otros cocktails, mientras los demás la observan. Dennis va a tomar otro highball. Míster Schumann va a traer las bebidas hasta aquí. Yo me encargaré de envenenarlas. Obsérvenme con cuidado, señoras y señores, y vean si pueden decirme cómo lo hago. ¿Les parece razonable?
—Sí, es razonable —dijo Schumann, que parecía ferozmente perplejo—. Pero…
—Hemos oído en este caso —dijo, de pronto, sir Henry Merrivale—, bastantes manieras ingeniosas de cometer un crimen. Veamos ahora, para concluir y acabar con el asunto, una verdadera: y la mejor, después de todo. Pero, antes de hacerlo, hay una pregunta que quiero formular.
Miró fijamente a sir Dennis Blystone.
—Tú, Dennis. Tú solías ser abstemio. Tu hija dice que en la actualidad bebes muy pocas veces. Tú mismo dijiste ayer, en el apartamento del doctor Sanders, que no te gustaba el whisky, por lo cual te compadezco. ¡Oh! ¡Oh! Luego, ¿cómo se te ocurrió pedir un batido de whisky de centeno en la fiesta de Haye?
Blystone le miró vivamente.
—Hay dos razones. Primero, me gusta más el centeno. Segundo, no se sirve habitualmente en las reuniones. Si pido centeno y ginger-ale, como nunca se tiene a mano, no me veo obligado a tomar otras bebidas cuando no tengo ganas de beber.
—¡Oh! ¿Es una maniobra habitual tuya? ¿Y Haye tenía listo el centeno? ¿Conocía tu predilección?
—Creo que sí.
—Muy bien —dijo sir Henry Merrivale—. Comencemos. Masters hará el papel de Haye. Sólo para demostrarles que no hay ninguna jugarreta en la mezcla de bebidas y en las maniobras alrededor del fregadero de la cocina, me quedaré aquí mismo, donde todavía no puedo tocar las bebidas. Ahora, a la cocina.
Los minutos siguientes fueron casi los más largos que Sanders recordaba. Conducidos por la enérgica voz y los enérgicos gestos del inspector jefe, mistress Sinclair, sir Dennis y Schumann llegaron al vestíbulo y, desde allí, a la cocina. Lady Blystone estaba quieta en su silla, con la cabeza erguida; parecía pensar en otra cosa. Marcia dio un tirón a una manga de Sanders cuando éste se disponía a dirigirse a la cocina.
—No, no vayamos —dijo impetuosamente, señalando con la cabeza a sir Henry—. Nosotros nos quedamos aquí y le observamos. No hay que quitarle el ojo de encima.
Desde la cocina llegaba, levemente, el sonido de la voz de Masters, mezclado con el siseo y el chapoteo del agua que corría.
—La cocktelera, por favor. La enjuagará, como lo hizo Haye. Aquí la tiene, mistress Sinclair. Ahora, las copas.
Sanders miró su reloj de pulsera. Hasta el segundero parecía arrastrarse. Los de la cocina estaban exprimiendo limones. Se oían ruidos de botellas y un vivo golpeteo, acompañado del insistente siseo del agua caliente.
Sir Henry Merrivale estaba inmóvil, y se rascó la nariz.
Luego, oyeron batir la cocktelera.
—Listo, señor —gritó Masters, desde el otro cuarto.
—Hagan lo que hicieron la otra noche —dijo sir Henry Merrivale sin moverse—. ¿Los ha probado, mistress Sinclair, directamente de la cocktelera?
Silencio.
—¿Listo?
La voz de mistress Sinclair fue clara, aunque repentinamente trémula.
—Los cocktails están listos, sí. Pero no va, realmente, a poner nada…
—Sigan —dijo Merrivale.
En cualquier otra circunstancia hubiera sido cómico ver a Bernard Schumann entrar en el salón con una bandeja. Tenía el aspecto de un camarero viejo. Casi la deja caer antes de colocarla en una mesita que estaba cerca de la gran mesa del comedor. Sobre la bandeja había una cocktelera niquelada, cuatro copas y un vaso a medio llenar.
Sir Henry Merrivale continuó inmóvil.
—Vuelva a la cocina, hijo —le ordenó a Schumann—, con los demás —miró a Sanders—. Usted controle el tiempo. Caramba, vamos a reconstruir esto exactamente, sin desviarnos un milímetro. Dijeron entre dos y tres minutos. Pongamos dos y medio. ¡Ustedes que están ahí! —gritó—. ¡Hablen! Que alguien imite a un niño llorando. ¿Me oyen?
Después de negativas que ponían los nervios de punta, fue Masters quien obedeció. El ruido resultante fue lo suficientemente espantoso como para parecer gracioso; pero nadie se rió. Masters tenía poderosos pulmones, como debían de haber sido los de Haye. Sin verle, podía imaginarse que era el mismo Haye.
No obstante, los nervios de ese grupo de gente estaban admirablemente controlados.
Un minuto. El llanto del niño se iba apagando, pero a Sanders le parecía que ahogaba los demás ruidos a excepción del tictac de su reloj.
Dos minutos. Sanders nunca había vivido minutos tan largos. Marcia apretaba la mejilla sobre la manga de éste; él podía ver la curva de sus pestañas y sentir su respiración. Una vez creyó que se le había parado el reloj. Durante ese rato, lady Blystone estuvo inmóvil en el asiento, y parecía pensar en otras cosas.
Dos y…
Sanders hizo un gesto.
—Ya está —dijo sir Henry Merrivale.
El intermitente llanto de la criatura cesó. Un grupo silencioso, conducido por un silencioso inspector jefe, volvió al salón. Bonita Sinclair estaba pálida, aunque sonreía de forma mecánica.
—Bien —dijo sir Henry Merrivale—. Estarán de acuerdo en que se han cumplido los requisitos, ¿eh? ¿Es todo igual a la otra noche?
—Todo igual —dijo Blystone, poniéndose la mano en el cuello de la camisa—. Incluso el hecho de que tú has tenido la oportunidad de verter atrop… digo… algo en alguna parte mientras estábamos en la cocina.
—¿Qué dice, doctor? —preguntó sir Henry Merrivale, mirando a Sanders.
—No se acercó a esa bandeja —declaró Sanders, y Marcia asintió con la cabeza—. Ni a dos metros.
Ahora, sir Henry Merrivale fue hasta la bandeja, alzó el vaso y se lo entregó a Blystone. Con una sacudida grotesca y un gesto florido sirvió de la cocktelera una bebida blancuzca en una copa.
—Usted mezcló esto —dijo mistress Sinclair—. Debería estar segura, ¿eh? Bien; pues bébalo.
Silencio.
—Preferiría no hacerlo —dijo Bonita Sinclair—. Ya lo he probado una vez. Míster Schumann los ha traído aquí después que yo los preparara. Que lo beba él.
Schumann inclinó su cabeza cortésmente.
—No me opongo, señora —dijo—, ya sé quién está a cargo de las operaciones —reflexionó, levantando la copa—. Por segunda vez en el día, voy a beber una copa que alguien cree que está envenenada. Al final, estas cosas redundarán en perjuicio de mi salud, y seré… ¡Dios mío! —dijo involuntariamente.
Schumann dio un salto hacia atrás, estirando las manos como si tratara de alejar algo de su lado. La copa se cayó y se rompió con estrépito sobre la bandeja. Luego, se frotó la boca con la mano.
—Sir Henry, ¿qué…?
—No se asuste —le dijo sir Henry Merrivale con gran seguridad—. No tiene veneno, hijo. Sólo algunos gargarismos que no le harán ningún daño. Tenía que darle sabor a algo, porque si no usted no me hubiera creído.
Con grandes escrúpulos, Blystone inclinó su vaso.
—Es verdad. Hay algo ahora que no había antes. Pero, Merrivale, ¿cómo? ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo, en nombre de…?
—Qué diablos —atronó sir Henry Merrivale—. No es tan complicado, ¿verdad? Piensa, hijo. Es desconsoladoramente fácil. Hay dos clases de bebidas. Una con gin, la otra con whisky. Una tiene ginger-ale, la otra cointreau y jugo de limón. ¿Pero qué más tienen? ¿Qué es lo único que tienen, además? ¿Qué es absolutamente necesario para todas las bebidas si se las preparan bien?
—¿Qué?
—Hielo —dijo sir Henry.
Resolló, puso sus manos en los bolsillos y les miró a todos fijamente.
—Me di cuenta de ello —prosiguió— cuando oí repetir a Masters el cuento de mistress Sinclair, que Haye estaba al lado de la nevera eléctrica imitando a un niño. Hielo, hielo, hielo. Hielo de la bandeja de cubitos, de la única bandeja de cubitos que hay en esa pequeña nevera en la cocina. ¿Se dan cuenta ahora?
»Alguien lo había preparado. Un líquido incoloro (la atropina) había sido puesto en el agua de los cubitos de hielo, que luego se congelaron. Bien. Se mezclaron los cocktails, se prepara el highball. Se sacan los cubitos de la bandeja de la nevera y se introduce en cada bebida. Se le da un par de sacudidas; pero todavía no está preparado del todo.
»¿Ven?, mistress Sinclair prueba los cocktails. Pero, en esos escasos segundos, no ha habido tiempo para que el hielo se derrita lo suficiente como para que suelte su carga de atropina. Lo mismo pasa con el batido de Blystone, que mistress Sinclair también prueba. Luego se traen las bebidas aquí, se ponen en la mesa y se las deja dos o tres minutos. Cuando vuelve el grupo a la habitación, el anfitrión toma la cocktelera, le da automáticamente un par de vueltas, que mezclan mejor el veneno, y sirve las copas. La máquina está cargada, y la matanza es terrible.
»El asesino sabía, como me han contado, que Haye bebía sólo cocktails Dama Blanca. Era seguro que sus invitados tomarían lo mismo, con la posible excepción de sir Dennis Blystone. Pero, en ese caso, Blystone bebería su bebida favorita de whisky de centeno y ginger-ale. Tienes suerte, Dennis. Si hubieses tenido la costumbre de beber jerez, o scotch y soda, o cualquiera de esas bebidas que no requieren hielo, el asesino habría tenido que matarte con la espada. Pero un rico highball es bastante repugnante sin hielo. Y se puso hielo.
»Esa es la razón por la cual las dosis individuales de veneno variaban tanto: el asesino, por supuesto, no pudo calcularlas. Por eso tuvo que matar a Haye con una espada: no pudo despachar a la víctima sólo con veneno. Después el asesino simplemente enjuagó la cocktelera y la llenó de nuevo con inofensivos cocktails. Quería desviar nuestra atención del tema del hielo. Quería que pensáramos, como lo hicimos, que las dosis fueron administradas en cada copa individual por uno de los invitados a la reunión.
Blystone le miró.
—¿Por uno de los invitados a…? ¡Pero no es cierto! No podríamos haberlo hecho. Ninguno de nosotros se acercó a la nevera.
¡Ninguno tuvo la oportunidad de echar el veneno en la bandeja de los cubitos de hielo!
—Ya lo sé, hijo —dijo sir Henry sombríamente.
—Entonces, ¿quién es el asesino?
—Judith Adams —dijo Merrivale—. Ya sé que la verdadera Judith Adams está muerta. Me refiero a la desconcertante indirecta que significa ese nombre. Porque el secreto verdadero de Félix Haye es el secreto de su última broma, su broma más feliz, más ingeniosa, mejor pensada; su último retruécano espasmódico, su obra maestra. Ha delatado limpiamente al asesino, como quería Haye. Como ven, el nombre de Judith Adams estaba escrito en la tapa de una de esas cinco cajas. Pero dentro de la caja, cabezones, dentro, había pruebas referentes a un sucio asunto de clase muy diferente.
—¡Ah! —exclamó Schumann.
—Está loco —dijo Blystone con ferocidad—. ¿Qué objeto tiene escribir un nombre fuera y otro dentro? Iba a ser abierta en presencia de tres abogados que descubrirían la diferencia, ¿no?
—Exactamente —dijo sir Henry Merrivale—. Has acertado. Que lo descubrirían. Pero no hasta que los tres miembros de la firma la abrieran en presencia de los tres. De los tres, hijo. La firma más inflexible, horriblemente respetable, de honestidad espartana, de abogados de Londres. Que iban a descubrir…
—¿Quiere decir que el asesino es…?
—Sí —dijo sir Henry Merrivale—. ¡Está bien, Bob!
La puerta del dormitorio se abrió de pronto y rebotó contra la pared. Con el sargento Pollard a un costado y P. C. Wright vestido de paisano al otro, apareció un prisionero, a quien tenían que arrastrar porque se resistía. Los observadores tuvieron la repentina impresión de un andar bamboleante, una nariz abultada y una mirada fija, aumentada detrás de unas temblorosas gafas.
A hombres en buenas condiciones físicas como Pollard y Wright, les estaba causando bastante dificultad el nada atlético asesino, el abogado Charles Drake.