Alas nueve en punto de esa noche, cuando se habían encendido de nuevo las farolas de Great Russell Street y se presentía la lluvia en el ambiente, un policía que hacía su ronda meditativa vio un coche de dos asientos parado junto al bordillo de la acera, ante una casa que tenía buenas razones para conocer.
De este coche salían voces que parecían indicar una discusión o una pelea. El policía se acercó.
—¿Qué pasa? —preguntó.
En el coche, sentada ante el volante, había una muchacha extraordinariamente bonita, de cabellos y ojos castaños. Junto a ella estaba un hombre de unos treinta años, aproximadamente, de cara seria, con un impermeable doblado sobre el brazo en cabestrillo, y un sombrero metido hasta la nariz como con disoluta coquetería femenina.
—Está bien, agente —dijo el doctor Sanders—. Solamente estamos poniéndonos de acuerdo.
—Nos vamos a casar —le informó Marcia Blystone—. ¡Uy!
—Ya veo —dijo el agente—. Bueno, no pueden quedarse más de veinte minutos, señor.
Sanders sacó la cabeza por la ventanilla mientras el policía continuaba su ronda.
—Me pregunto —dijo— si no tendrá algún otro significado esa observación.
—No, no, señor —le informó Marcia—. Bien sabes que no te escaparás por la tangente. Te digo que no debes salir de tu casa esta noche. No debes salir con ese brazo como lo tienes. El aire nocturno te sentará mal…
—Eso, querida, es una absurda falacia científica. Si te detienes a considerar los factores relevantes…
—Bueno, no me importa. Yo sé que te sentará mal. Realmente no debería haber salido. No me importa que sir Henry Merrivale quiera o no que estemos aquí. Ni tampoco pienso que esta noche vayas a tener otra oportunidad de ser heroico, porque no será así.
—Quiero —dijo él— que dejes de hablar de una vez por todas de heroísmo. Nunca he sido un héroe. Nunca lo he deseado, excepto —admitió con sinceridad— una vez que quise pertenecer al Servicio Secreto y perseguir a la gente por los hoteles en el extranjero…
—¿De veras? —preguntó ella con vehemencia—. Yo también —habían descubierto una gran cantidad de gustos comunes durante la tarde.
—… cuando tenía dieciocho o diecinueve años, es decir, durante el período más emotivo de mi vida. A veces he pensado que sería hermoso tener heridas de arma blanca y ostentar cicatrices. Nunca he recibido una herida de cuchillo, excepto la que me hicieron durante una operación de apendicitis, cuya cicatriz no es cosa que pueda mostrarse a todo el mundo; pero tengo un par de heridas de bala, y, por el momento, no puedo considerarlas más que un maldito estorbo…
—¡Tesoro! —dijo Marcia—. ¡Eres estupendo!
Él no estaba muy seguro de ello. Pero sabía muy bien que estaba tan contento con el mundo que, si no fuera por su costumbre de razonar con lógica, estaría diciendo desatinos.
—En consecuencia —continuó—, esta charla sobre heroísmos, aunque en el fondo muy halagadora, es completamente inútil. No quiero dar rienda suelta a las disquisiciones sobre heroísmos. Me causan dolor cuando las veo proyectadas en una película. Nunca existió un papel menos apropiado para mí.
—De manera que estás comenzando a desilusionarme, ¿no?
—No estoy tratando de desilusionarte. Ahí tienes un buen ejemplo, ahí tienes un ejemplo muy bueno de tu manía de enfocar un tema oblicuamente y confundir los términos como un malabarista o un escritor teológico…
Ella le quitó el sombrero y lo dobló correctamente, después de haber tratado en vano de darle la forma del bicornio de Napoleón, achatándolo hacia los lados. Luego, se lo colocó de nuevo en una posición casi tan incómoda como si hubiera sido el sombrero del Gran Corso, dándole el aspecto de un periodista disoluto. Siguió estudiando el efecto artístico mientras el doctor Sanders continuaba su disertación. Luego, instintivamente, ambos miraron hacia las ventanas iluminadas del último piso, sobre la oscura fachada del edificio.
—Si tenemos tantas ganas de subir al apartamento de Haye —dijo Marcia bruscamente—, ¿por qué no lo hacemos?
—Porque, probablemente, habrá un emocionante altercado —admitió él— que, lo mismo que a mí, no te causará ningún placer.
Ella aceptó esta respuesta. Esa noche iban a ir cuatro personas y los investigadores, además de ellos dos, al apartamento: Schumann, sir Dennis Blystone, mistress Sinclair y… lady Blystone.
Por lo que Sanders pudo deducir, la última persona de la lista había accedido a asistir sólo después de grandes esfuerzos por parte de los demás. Sus razones eran muy sencillas: No se encontraría con esa mujer en público.
Encaraba las cosas con serenidad. No negaba la existencia de mistress Sinclair y tenía intención de mantener una conversación privada con ella más adelante; pero no iba a encontrarse con esa mujer en público. Los puntos de vista de Bonita Sinclair no se conocían. Sanders se sentía inclinado a meditar sobre esto.
También se esperaba que asistieran otras dos personas. Timothy Riordan, el encargado del edificio, y, para sorpresa de Sanders, un egipcio que trabajaba en la oficina Anglo-Egipcia. Cuando Sanders y Marcia subieron la escalera, descubrieron la razón por la cual se había invitado al encargado.
Brillaban tenues luces en los descansillos de la escalera, para iluminar el camino a la comitiva. Sanders y Marcia fueron los primeros huéspedes que llegaron. Cuando entraron en el apartamento de Haye encontraron, en la sala, una reunión de la policía en pleno desarrollo.
Se percibía un aire tranquilo de definiciones que a Sanders le olió mal. La mesa del comedor estaba repleta de papeles. La gente se movía lentamente y hablaba despacio. En un rincón estaba sentado sir Henry Merrivale, fumando un cigarro y leyendo El cubil del dragón. El sargento Pollard caminaba alrededor de la mesa, con otro hombre —evidentemente, un funcionario de la policía—, a quien Sanders no reconoció. El inspector jefe Masters estaba a la cabecera de la mesa, interrogando a Riordan, el encargado. Sanders pensó que era obvio que los recién llegados habían interrumpido algo.
El inspector jefe les clavó la mirada.
—Perdón —dijo—. ¿Pero no han llegado un poco temprano? No hemos terminado…
—Tonterías —dijo sir Henry Merrivale con voz sorda y sin levantar los ojos del libro—. Déjeles que se queden. Mejor que se preparen para una parte de esto. Quédense por ahí, quietos.
A Sanders le gustaba cada vez menos. Él y Marcia se retiraron hasta la pared, como si esperaran el comienzo de un concurso de acertijos. Masters se dirigió al encargado.
—Ahora quiero que repita, para que el sargento tome nota, lo que le dijo a sir Henry. Ese libro que sir Henry está leyendo, ¿se lo prestó usted a Haye?
Riordan estaba lejos de parecerse al cómico personaje de los music-halls. Tenía aspecto de incapaz y reservado. Su edad podía rayar en los sesenta; tenía pelo castaño, tupido y una cara que parecía curtida por el trabajo… Apoyaba el borde de sus manos parduscas contra el estómago, con los dedos encorvados hacia arriba, como si esperara recibir una pelota. Antes de hablar parecía rumiar en secreto cada idea. Luego, lo hacía en un estilo parlamentario, por no llamarlo délfico, inflexible y retumbante.
Por el momento, solamente hizo un digno, gesto con la cabeza.
—¿Dice que conoció a miss Judith Adams en el Norte?
—Así es. Una educada dama que había viajado mucho, que hablaba idiomas extranjeros, que era un placer oírla, decía mi padre, su cochero —agregó con acento y sintaxis escoceses.
—¿Dónde se enteró de la existencia de este libro?
—En un periódico ilustrado que leí. Sobre la gran escritora que estaba muerta y era la señorita en persona. Muchas cosas del libro se las contó a ella mi propio padre, aunque no en tan fino lenguaje.
—¿Por qué quería comprar el libro?
—Si —dijo Riordan con lentitud— no puedo leer el libro de la señorita…
Comenzó a montar en cólera tan lentamente que pasaron varios segundos antes de que se percibiera el menor enojo. Masters le detuvo.
—¡Nada de eso! ¿Cómo llegó a prestarle el libro a Haye?
—¿Acaso no lo puse en mi mesa para que la gente lo viera? ¿Acaso no lo vio el caballero?
Sanders no veía el objeto de esto. Sir Dennis Blystone hubiera podido decirles que Judith Adams era solamente el nombre de una autora cuyo libro sobre monstruos fabulosos parecía haber embelesado a Haye. Todo el día habían estado discutiendo respecto a su significado. ¿No podría tener una referencia al propio Riordan? ¡Disparates! Sin embargo, recordó las primeras sospechas de Marcia sobre el encargado y no supo qué pensar.
—Ahora, veamos —prosiguió Masters—. Con respecto a la noche de la muerte de Félix Haye, ¿cuándo fue la última vez que le vio vivo?
—¡Jesús! —exclamó con impaciencia el irlandés—. ¿No les he dicho todo eso? Ayer, al sargento…
—Sí, nos lo ha dicho. Todo, excepto una cosa que usted no mencionó antes. Deje esos desplantes. ¿Cuándo vio vivo por última vez a Haye?
—Debían de ser las seis y pico, cuando salió con su traje de etiqueta para cenar.
—¿Le dijo algo a usted, entonces?
—Lo hizo, cuando salía. Me preguntó si sería tan amable de limpiar sus habitaciones, pues iba a recibir gente esa noche.
—¿Lo hizo usted?
—Lo hice. ¿No se lo he dicho?
—¿Tiene usted una llave del apartamento?
—Sí.
—Espere un segundo, hijo —interrumpió sir Henry Merrivale—. Es mejor que me deje este asunto.
Sir Henry Merrivale avanzó pesadamente alrededor de la mesa. Poniendo el cigarro sobre el borde, apoyó sus puños sobre ella y miró a Riordan por encima de sus gafas.
—Te diré, hijo. Si tienes malditas ganas de no hablar, déjame que yo hable, y corrígeme si me equivoco. Con sólo un movimiento de cabeza o un gruñido te comprenderé. Viniste aquí a arreglar la casa. Haye había estado bebiendo antes de salir a cenar, ¿no?
Un gesto afirmativo.
—Sí. ¿Cocktails, hijo?
Otro gesto afirmativo.
—Sí. Tú lavaste la cocktelera, guardaste las botellas y limpiaste el fregadero. Pero no terminaste de limpiar el apartamento. Mira ese dormitorio, por ejemplo: todavía hay ropa sin guardar donde Haye terminó de vestirse. ¿Por qué no acabaste de arreglar el apartamento? No lo quieres decir, pero te lo diré.
»Fue porque viste una serie de bebidas en la cocina, incluso una botella de whisky. Mucha gente ha notado tu capacidad para dormir mientras hacían un barullo de mil diablos la noche del asesinato, y tú seguiste durmiendo hasta que los policías te sacaron de la cama. Esa fue la razón. Tomaste esa botella de whisky, te sentaste aquí y bebiste hasta que te dio miedo de que Haye volviese. Pero, como la botella estaba bastante vacía, te la llevaste contigo al sótano. Eso fue poco después de que Haye volviera, alrededor de las once menos veinte.
Hubo un silencio.
—¿Y qué pasa si lo hice? —dijo acaloradamente el otro.
—Nada de particular —dijo suavemente sir Henry Merrivale—. Es algo que cualquiera de nosotros podría hacer. Pero ahora viene la parte importante, y aquí quiero la verdad. La verdad, ¿entiendes? ¿Subiste del sótano, en cualquier otro momento, recuerda, antes de que los policías te despertaran?
Todos en la habitación parecían indiferentes. Sin embargo, contenían el aliento para escuchar la respuesta. Parecían ver el caso pendiente de un hilo.
—Pero ¿qué es esto? —susurró Marcia muy cerca del oído de Sanders—. ¡Parecen verdugos! ¿Dónde está la diferencia?
El propio encargado parecía impresionado y, por lo tanto, desconfiaba. Dijo:
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Trata de pensar, hijo.
—¿Y por qué iba yo…?
—Está bien, hijo. Por supuesto, si estabas demasiado borracho para poder andar…
—¡Ah!, reniegos de bruja, ¿quién estaba demasiado borracho para poder andar? —gritó de pronto el otro—. Me acuerdo bien. Fue por una puerta que golpeó en mitad de la noche.
—¿Qué puerta, hijo?
—La puerta trasera del edificio, que alguien había dejado completamente abierta. Me levanté y le eché el cerrojo y la cadena. Eran cerca de las doce y cuarto.
En todas las caras hubo un relajamiento de músculos, un suspiro de alivio, indicadores de que habían oído lo que querían.
—Eso es todo, hijo, puedes irte.
Una vez que se fue, dando fuertes taconazos, Masters empezó a reunir los papeles que había sobre la mesa, con una satisfacción casi violenta.
—Cazamos al pillo —susurró Masters—. Tenemos al asesino en el bote, si es que entiendo algo de todo esto. Ahora…
Echó una rápida mirada a Marcia Blystone y al doctor Sanders, y se aclaró levemente la voz.
—¿Le parece, señor, que pasemos a la otra habitación para cambiar algunas opiniones? —dijo Masters, deteniéndose—. ¡Bob! Tú y Wright id a buscar a ese muchacho de la Agencia de Investigaciones Everwide, aquel de quien os he hablado, y seguid las instrucciones de sir Henry. Salid, pero volved rápidos. ¿Puede acompañarme un momento, sir Henry?
El inspector jefe estaba muy activo. Sir Henry Merrivale, que parecía preocupado, apenas tuvo tiempo de expresar una palabra de bienvenida a los dos recién llegados, antes de que Masters le condujera hasta el dormitorio y cerrara la puerta.
Por eso no pudo ver a visitas más interesantes. Bonita Sinclair, lady Blystone y sir Dennis Blystone llegaban al vestíbulo del apartamento.
Parecían una procesión. Más tarde, Sanders lo recordó con esa claridad que a veces parece surgir en medio de la noche.
El suelo del apartamento estaba enteramente cubierto por una alfombra color castaño. La rica concavidad de la habitación, adornada con pinturas murales y candelabros en la pared. El vestíbulo, con cuadros un poco más deslucidos, y los abrigos de pieles de las damas que se movían alrededor. También recordó la innecesaria violencia con que Blystone dejó el paraguas en el paragüero. Hasta el murmullo del tránsito en la calle y el leve zumbido de la nevera eléctrica de la cocina.
—Muy bien —susurró Marcia—. Ahí va.
Sanders siguió observando todavía el orden de la procesión. Primero Bonita Sinclair, a quien seguía lady Blystone. ¿Qué había en eso? Porque quedó azorado ante la completa amistad que parecía existir entre las dos mujeres.
Oyeron decir a lady Blystone, sí, a la madre de Marcia, con alegre entonación:
—¿Qué hacemos con nuestras cosas, querido Punch? Nunca había estado aquí hasta ahora, sabes.
—El dormitorio —dijo Blystone, de prisa y entre dientes—. Yo las llevaré.
Una vez que se hubo quitado el abrigo de pieles, que por error de cálculo arrojó sobre la cara y cabeza de su marido, lady Blystone pasó al salón con firme seguridad y con la brillantez de una dentadura postiza. Mistress Sinclair la siguió más despacio. Cerrando la marcha, Blystone andaba a ciegas con la cabeza metida entre las pieles.
Sanders no sabía si era un grupo alegórico; pero, de todas maneras, se sentía incómodo. Lady Blystone se les acercó. Ella, seguramente, estaba enterada de que no era el inspector de investigaciones Sanders, del Departamento de Investigaciones Criminales, porque le estudió con una mirada comprensiva.
—Arréglate un poco el cabello, Marcia —dijo automáticamente—. El doctor Sanders, ¿verdad? Mi esposo me ha dicho esta tarde quién era usted. ¿Cómo le va? —hablaba sin signos de emoción—. ¡Oh!, mistress Sinclair, ¿quiere venir, por favor? No sé si ustedes se conocen. Esta es mi hija Marcia.
Estiró la mano y acarició a Marcia en la cabeza, procedimiento que casi produjo una explosión.
—¿Cómo está? —dijo Marcia—. Este es mi prometido. Nos vamos a casar.
«Es un momento infernal —pensó Sanders—, para sacar eso a colación». Pero, consciente como siempre, pasó revista mentalmente a cosas tales como las cifras de su renta y sus títulos, en caso de que se discutiera el asunto.
—¿No me digas, querida? —dijo lady Blystone distraídamente. Miró por encima del hombro, pensando en otras cosas—. Dennis, ¡ven! A veces eres tan lerdo. ¿No encuentra lerdo a mi marido, mistress Sinclair?
—En absoluto —respondió la otra.
Aunque concedió una sonrisa a Marcia, estaba mucho más seria que lady Blystone, quien parecía cabalgar sobre un caballo adiestrado para desfiles, especial para revistas, procesiones y otras circunstancias augustas. Sin embargo, daba la impresión de que el caballo se había desbocado. Sanders advirtió por qué. Mistress Blystone se sentía verdaderamente feliz.
—Marcia, casi me olvido de contártelo —prosiguió—. Me temo que tendrás que arreglártelas sin nosotros durante una temporada. Tu padre y yo vamos a hacer un crucero, un hermoso y largo crucero, posiblemente alrededor del mundo. Lo decidimos esta noche.
—¿De veras? —gritó Marcia—. ¡Es maravilloso!
—Desde luego que sí, querida. Tu padre pensó que tal vez a la policía se le ocurriría tratar de impedirlo, o algo por el estilo, a causa de este horrible asunto; pero está seguro de que no lo harán, y de todos modos, tiene poderosas influencias. Zarparemos la semana que viene y estaremos de viaje durante seis meses, aproximadamente.
—¡Qué bien! —dijo Marcia—. En ese caso, estarán de vuelta exactamente para la boda.
—¿Para qué, querida?
—La boda, mi boda. Tal vez no lo oyeras bien: me voy a casar con el doctor Sanders, que está aquí.
—¡Qué disparate!
Sanders sacó su libreta de un bolsillo, donde había hecho algunas anotaciones.
—Esperaba —dijo— hablar de este asunto en un momento más oportuno, pero bien puede enterarse ahora. Marcia y yo vamos a casarnos en la Oficina del Registro Civil de Marylebone Road la primera semana de septiembre. Me temo que no haya nada que hacer al respecto. Sin embargo, creo que debe saber…
Habló durante un minuto y medio, más o menos, cerró la libreta y la colocó en su bolsillo. Luego, se miraron mutuamente a los ojos. Por un momento, pensó que lady Blystone iba a prorrumpir en lamentaciones, a pesar de parecerle que algo del estilo comercial que tenía el asunto le atraía. Volvió a adoptar su aire de recia alegría, ahora un poco más húmeda.
—Bueno, querida —le dijo a Marcia—, si insistes en casarte, supongo que no puedo impedírtelo. Después de que hayamos puesto en claro los hechos, claro está. Lo discutiré contigo más tarde. De todas maneras, tu padre y yo no podemos alterar nuestros planes…
—¡Naturalmente que no! Sólo quería mencionarte el hecho de que voy a casarme, eso es todo.
Pareció que lady Blystone no sabía qué alternativa elegir para afrontar la noticia. Pero sofocó cualquier confusión de sentimientos con su otro problema.
—La semana que viene —repitió. Se volvió con gran cortesía—. ¿Ha hecho alguna vez un crucero alrededor del mundo, mistress Sinclair?
—Nunca —sonrió Bonita.
—Se diría que usted ha estado demasiado ocupada, claro. Estoy segura de que mi marido y yo disfrutaremos de todos los minutos de este viaje.
—Seguro que sí.
Parecía que algo molestaba, que algo no marchaba del todo bien.
—¿Su esposo, mistress Sinclair…? Está casada, ahora, ¿no es así?
—No —dijo Bonita Sinclair con calma—. Mi marido murió anoche. No le haré creer que lamento mucho lo sucedido; pero está muerto y alguien le asesinó. Esa es la verdadera razón por la que estamos aquí, ¿no? Si se siente triunfante por una victoria de ese tipo, diviértase y que le aproveche.
Hubo un silencio. John Sanders sentía simpatía por la mujer. Sentía simpatía a pesar de todas las reglas, a pesar de todas las posibles hipocresías y falsedades, sencillamente, porque había dicho tal cosa y porque en ese momento parecía sincera. Luego, en medio de esa quietud, tuvo conciencia de que la habitación se estaba llenando.
Por la puerta del dormitorio salieron sir Henry Merrivale, Masters y sir Dennis Blystone; por la del vestíbulo, entraron Bernard Schumann y un hombre de cabello brillante, hombros caídos y cara cetrina, que Sanders supuso sería el ayudante egipcio.
—Voici le cadavre[5] —susurró el último, riendo entre dientes y golpeándose el pecho—. La tête de mort, c’est moi. Je prendrai ma place au pied de la table[6].
Schumann, que se había vestido de etiqueta como Blystone, apretó su sombrero contra el pecho e inclinó la cabeza.
—Espero que no lleguemos con retraso —dijo—. Este es mi ayudante. El… es decir, la persona cuyo nombre hemos estado discutiendo algunos de nosotros esta tarde.
—No, hijo, no llegan con retraso —dijo sir Henry Merrivale—. Precisamente íbamos a empezar.
Se dirigió con pesadez hasta la cabecera de la mesa y colocó sobre ella, con un golpe, El cubil del dragón. El único signo de preocupación que se advertía en él era que seguía sacudiendo ligeramente la punta de su cigarro para desprender imaginarias cenizas.
—Siéntense.
Todos obedecieron la orden, excepto Masters, que permaneció apoyado en la chimenea. Fue sir Dennis Blystone quien planteó el tema.
—Bueno, Henry, como ves, aquí estamos. ¿Me equivoco al suponer que has estado haciendo algo más de eso que tú llamas sentarse y pensar, y que éste es el resultado?
—En cierta manera, así es —dijo Merrivale.
Pareció descubrir con desganada sorpresa que se había apagado su cigarro. Schumann, cercano a su derecha, le alcanzó un encendedor y le dio fuego.
—No nos han presentado —observó Schumann—, creo que le conozco. Que esto sirva como presentación.
—Gracias, hijo —dijo sir Henry Merrivale.
El humo subió en espirales por el espléndido salón. Sir Henry Merrivale, inflando sus carrillos con una mueca concentrada y espantosa, exhaló algunos anillos de humo. A ambos lados de su cabeza calva se veían los restos de un cabello grisáceo, rizado sobre sus orejas. El libro colocado sobre la mesa mostraba su título brillantemente impreso en la portada.
—Me preguntaba —dijo sir Henry Merrivale— por dónde empezar. Ahora ya lo sé. En el curso de esté asunto hemos desenterrado unos cuantos secretos referentes a distintas personas. Hemos husmeado dentro de cajas y averiguado historias. Pero hay un secreto que no hemos discutido todavía, aunque está en la base del asunto. Me refiero, amigos y enemigos, al secreto de Félix Haye.