17
LA CURIOSA UTILIDAD DE UNA MOMIA

La mano de Schumann apretó el cortapapeles.

—Así es —asintió, carraspeando una vez más—. Pero no puedo ayudarle. Puedo suponer que quizá fuera una de las bromas pesadas de Haye.

Pollard guardó su libreta con pesar y se puso de pie.

—Entonces, eso es todo, míster Schumann. Lamento haberle hecho perder tanto tiempo. Si me perdona…

—No, no, no —interrumpió Schumann—. El asunto es demasiado interesante. No debe irse todavía. Todavía no. Tiene que sentarse y aceptarme una copa. Realmente tiene que hacerlo.

—Lo lamento, señor, pero…

—Es posible que le proporcione alguna información.

Pollard le miró rápidamente.

—¿Sobre…?

—¿Sobre qué si no es sobre las oportunidades de hablar con un joven tan inteligente? Un joven que conoce a lord Thurnley como historiador más que como nuestro representante en Egipto hace algunos años; que probablemente conozca muy bien su obra sobre los Tudor, y…

—Señor, ¿tiene algo que decirme?

—Tiene razón —dijo Schumann—. Siéntese otra vez —suspiró larga y silenciosamente; su cara, como la de un clérigo ascético, quedó otra vez, descolorida y como ausente—. Si no he parecido tener gran disposición para colaborar en este asunto, debe recordar que no me siento bien y que estas cosas me causan mucha angustia. Si alguna vez sufre de diabetes, como espero que nunca le suceda, podrá comprenderme. No soy tan sutil como ustedes los jóvenes. Estas persistentes referencias a conflagraciones pueden ser muy divertidas para usted; pero me resulta difícil aceptarlas como ejercicio literario.

—Confla… —dijo Pollard—. ¿Usted no se refería al libro de lord Thurnley sobre el gran incendio de Londres de 1666?

Las ventanas de la nariz de Schumann parecieron ensancharse, produciendo el efecto de una sonrisa.

—Realmente, tiene que aceptar una copa —dijo. Estiró su mano hasta una campanilla que estaba al lado de la chimenea, y luego la retiró—. Me había olvidado. No hay nadie a quien llamar; estamos completamente solos.

Sus zapatillas crujieron cuando cruzó la habitación. El aparador estaba bajo el alféizar de la ventana; Schumann daba la espalda a su visitante, y movía botellas y abría cajones. Las cortinas de encaje, las sillas de crin, las mesitas diseminadas por la habitación, todo se borraba como el sarcófago de la momia en la oscuridad. Si alguna vez allí se declaraba un incendio, pensó Pollard, acabaría con toda esa basura en diez minutos.

Las zapatillas crujieron otra vez. Schumann volvió con dos copas de jerez, una de las cuales entregó a su huésped. Luego, volvió a sentarse, frente a la chimenea.

Sí. Decididamente había algo que no marchaba bien. Pollard frunció el entrecejo.

—Mire, señor, ¿tiene, de verdad, algo que decirme?

—Muchísimo, sobre incendios y dragones. Pero, antes de hacerlo, insisto en obtener alguna información a mi vez.

—Lo lamento —dijo Pollard, y se levantó.

El dueño de la casa no se movió.

—Sargento, está perdiendo el tiempo tontamente. Si reflexiona durante un segundo se dará cuenta. Lo que le ofrezco puede ser la solución de todo lo que desea saber. ¿Qué arriesga usted en cambio? Dos minutos de su valioso tiempo y uno o dos hechos que dentro de veinticuatro horas se publicarán en los periódicos para que todo el mundo los lea. No sabe hacer negocios, amigo, si rehúsa hacer un trato en esos términos.

Pollard movió la cabeza. Poniendo su vaso de jerez sobre la repisa de la chimenea, esperó.

—Bien —dijo Schumann—. Tengo solamente una pregunta. Cuando el inspector jefe estuvo aquí ayer, insinuó que los de nuestro grupo, nuestro ahora famoso grupo, estábamos acusados de criminales. ¿De qué crimen se me acusa?

Se oyó por toda la casa silenciosa un violento y repetido aldabonazo en la puerta principal.

Aunque Bernard Schumann no se movió de su asiento, su expresión se alteró un poco. Pollard pensó que le pasaba un escalofrío por el cuerpo.

—Supongo —dijo lentamente— que tendré que contestar.

—Sería mejor, señor.

El aldabón golpeó de nuevo la puerta.

Volvieron a crujir las zapatillas de Schumann al levantarse e ir hasta el vestíbulo. Cuando volvió, Pollard comprendió parte de la razón de ese instante y desazonador golpeteo. El hombre que acompañaba a Schumann era el inspector jefe Humphrey Masters.

—Ah, señor —saludó afablemente a Schumann. Su mirada erró por la habitación con la mayor naturalidad—. Pasaba por aquí y… oh, hola, Bob.

Saludó a Pollard con una expresión de sorpresa que el sargento tomó por demasiado exagerada. Mientras tanto, Schumann se había quedado muy quieto al lado de la puerta. Parecía haberse puesto repentinamente alerta, como si de pronto una especie de inspiración tensa y nerviosa se mezclara con los motivos y emociones intranquilizadores de la habitación.

—Sí, señor —dijo Pollard—. Siguiendo sus instrucciones, yo…

Masters le interrumpió.

—Ajá. ¿No le importa que me siente? —preguntó cordialmente a Schumann.

—¡Qué esperanza! Póngase cómodo.

El inspector jefe se acercó a la chimenea. Extendiendo sus manos delante del fuego, echó una rápida mirada a la copa de jerez que estaba sobre la repisa.

—Espero no interrumpir —continuó—. Sabía que estaba con un invitado. A través de la ventana le vi servir dos copas. Pero… oiga, ¡no me diga que le ha ofrecido un trago al sargento!

Miró a su alrededor con ojos inquisitivos.

—¿Está prohibido, amigo?

—Lo está, señor. Absolutamente prohibido —mintió alegremente Masters— a cualquiera que esté por debajo del grado de inspector. Sin embargo, si me permite, yo podría calentarme un poco a estas horas. ¿No le importa que beba de esta copa?

—Déjeme que le sirva un poco de cognac.

Master estiró su mano y la puso sobre el frágil brazo de Schumann cuando éste se volvió.

—Ni pensarlo, señor. ¿Desperdiciar una buena copa de jerez? Si usted tuviera mi sueldo no lo haría. Beberé ésta.

Cogió la copa y se acomodó confortablemente en el sofá. La levantó.

—A su salud, señor.

Schumann no se movió.

—A la suya, inspector —dijo.

Acordándose de otra idea, Masters frunció el ceño y puso la copa sobre la mesa que estaba su lado.

—Oye, Bob, después de todo, ¿qué estás haciendo aquí? Has venido a espaldas mías, muchacho. ¿Sobre qué has estado hablando con míster Schumann?

Fue Schumann el que contestó.

—Especialmente sobre dragones —dijo. Volvió a su sitio junto al fuego y esperó con aire de solícita, aunque tensa, cortesía—. ¿Puede explicar algo sobre ellos, inspector?

—¿Dragones? —repitió Masters. No pareció sorprendido.

—Es Judith Adams —dijo Pollard—. He descubierto quién es… o era, mejor dicho. He encontrado su libro en el apartamento de Haye.

—¡Oh, ah! —dijo Masters, comprendiendo—. ¿Quieres decir la vieja señora que escribió el libro sobre los monstruos con aliento de fuego? Lamento desinflarte las velas, Bob, pero sospecho que lo sé todo. Sir Henry me telefoneó. Sir Henry tenía un montón de información. Sí, un montón. Sir Dennis Blystone le contó lo referente al libro. Y también había otras cosas.

Miró de reojo a Schumann.

—¿Sabía usted, míster Schumann, que Peter Ferguson dejó unas declaraciones antes de morir?

—No lo sabía. Pero no me sorprende en lo más mínimo.

—¿Le interesaría saber, señor, que se han hecho acusaciones muy graves contra usted? Por supuesto, me atrevería a decir que me ofrecerá explicaciones satisfactorias sobre el caso. Pero…

Schumann se llevó una mano a la frente; pero habló con gran claridad:

—Sí. Pacientemente he estado esperando oírlas desde hace algún tiempo. Esta tarde se ha jugado conmigo de forma muy ingeniosa al ratón y al gato. El sargento juega aún mejor que usted, aunque insinuó ser el único que conocía los hechos.

Masters echó una rápida mirada a su subordinado. Pollard trató de hacer una elaborada parodia de un encogimiento de hombros hebraico; pero logró comunicar su perplejidad al inspector jefe. Entonces adivinó el significado de esa maldita copa de jerez que estaba al lado del codo de Masters. Pensó que debería haberlo sospechado mucho antes, ¿pero quién habría supuesto que el viejo le jugaría esa mala pasada? Aun sintiendo que podría haber tenido muerte parecida a la de Haye, todavía Schumann ocupaba un lugar elevado en la escala de la estimación.

Masters jugaba con el pie de la copa de jerez; los brazos de Schumann comenzaron a temblar sobre los del sillón.

—¿Decía, señor? —preguntó Masters.

—Estaba diciendo que más valdría que no perdiese su tiempo. Suéltelo, hombre. Precisamente antes de que entrase estaba en tratos con el sargento Pollard para proporcionarle alguna información importante sobre el caso si se decidía, de una vez por todas, a decirme de qué se me acusa.

El inspector jefe abandonó sus modales fingidamente amables.

—¿Qué diría, señor, si le dijera que de asesinato?

—Esa es la contestación, cien por cien, de un policía. Hice el trato sobre la base de obtener una respuesta directa. No podemos llegar a ninguna parte hasta que lo sepa.

—Sí, señor. Afirmo que se le acusa de asesinato.

—¡Asesinato! —Schumann retiró la mano de sus ojos y miró perplejo a Masters—. ¿Y es eso todo?

—¿Ha cometido peores crímenes?

—¡Tonterías! ¿Algo más?

—Sí, señor.

—¿O sea?

—Específicamente, que cierta noche de 1927 usted incendió con premeditación la barraca de la Compañía Importadora Anglo-Egipcia de El Cairo, valiéndose del mecanismo de un despertador para provocar el fuego; y que al destruir la barraca con todo lo que contenía también destruyó el cuerpo de un hombre llamado El Hakim, a quien usted había matado. Ahora seré sincero con usted. Adiviné lo del incendio. Cuando supe lo del gran fuego en El Cairo, telegrafié a la policía egipcia. Cuando me he enterado del asesinato de El Hakim esta tarde, he mandado otro cable. Muy pronto tendré la respuesta. Mientras tanto…

—¿Mientras tanto?

—¿Beberé este jerez? —preguntó Masters, señalando la copa.

—Bébalo, creí que le apetecía.

—Le confesaré, míster Schumann, que usted resulta frío sin duda alguna. ¿Cree que no me hará daño tomar veneno?

El dueño de la casa se recostó, como si alguien le empujara la cabeza. Apartado de alguna oscura meditación, parecía tratar de asimilar una nueva y extraña idea.

Luego levantó la mano y golpeó su frente con los nudillos.

—¡Cielo santo! —dijo—. ¡Pero zopenco! ¿Quiere decir que hay veneno en ese jerez?

—Lo único que puedo decirle es que lo haré analizar tan pronto como sea posible. Y me sorprenderé mucho, míster Schumann, si no lo encuentran cargado de atropina. ¿Qué me dice de eso?

—Esta es mi respuesta —dijo cortésmente Schumann.

Su movimiento fue tan rápido, tan distinto a sus gestos habituales, que Masters no tuvo tiempo de intervenir, ni siquiera de pensar. Estiró el brazo, arrebató la copa y bebió su contenido de un trago.

Luego, Schumann volvió a su asiento, tosiendo y pidiendo disculpas al mismo tiempo.

—Ese —explicó con un destello de desconfianza en su mirada— es un insulto a mi hospitalidad que no puedo permitir.

Sacó un pañuelo y tosió de nuevo. Masters, con el semblante menos rojo, estaba de pie.

—Así que ése es el juego —dijo Masters con un gruñido—. Está bien, Bob. Hay un teléfono en el vestíbulo. Ve volando hasta allí. Llama al hospital más cercano. Caso de emergencia. Ese mejunje no hace efecto rápidamente. Ahora le tenemos. Le tenemos por completo…

Schumann alzó la mano.

—Inspector Masters —dijo con seriedad—. ¿Podría rogarle que trate de dejar de hablar como un tonto y me escuche por un momento? Sargento Pollard, quédese donde está.

»Usted cree que es un caso de suicidio. El escorpión, cercado, se destruye a sí mismo. Ahora se propone llamar a una ambulancia. Un procedimiento que, lo admito, será familiar para usted. Movilizar un hospital; y por segunda vez en tres días hacerme un lavado de estómago. No, muchas gracias. He pasado por esa agradable experiencia. Siempre me opongo a ella, y, particularmente, cuando es innecesaria. Si se trata de poner en marcha una medida tan alocada como ésa, haré abrir un sumario en su contra, hará el ridículo y toda Inglaterra se reirá de usted. Y me iré de aquí luchando, para que las cosas sean peores cuando abra el sumario. Se lo advierto.

Masters le miró.

—Haz lo que te digo, Bob —dijo—. Es de nuevo lo de Ferguson, sólo con cierta peculiaridad, que me hace… ¡uf!

—Quédese donde está, sargento —le ordenó Schumann fríamente—. Antes de hacer el ridículo, Masters, permítame que sugiera una alternativa. El doctor Burns, mi médico particular, vive dos casas más allá de la esquina. Si le telefonea, con el pretexto de que me examine antes, puede estar aquí diez veces antes que cualquier ambulancia. Déjele que me examine. Si hay el menor rastro de veneno dentro de mí, me salvará más rápido para que vaya al patíbulo. Si no, usted se ahorrará el papelón más grande de su carrera, porque le prevengo que puedo ser temible cuando quiero.

—¿Qué hago, señor? —preguntó Pollard—. Creo que está diciendo la verdad. ¿Qué hago?

—¡Demontre! —dijo Masters—. ¡Me gustaría saberlo! Sócrates nunca bebió la cicuta tan fácilmente como él se empinó el jerez. Nadie lo ha hecho. Pero no podemos correr el ries… no, espera un momento. ¿Cuál es el nombre, dirección y número de teléfono de ese doctor Burns?

Schumann se lo dijo.

—Vuela, Bob. Si existe tal persona y si es que va a venir, llámala. Será un infierno si agarramos a este tipo, nos lo llevamos y luego resulta que no tiene nada. Pero si no puedes encontrar a ese médico o a algún otro por allí, ya sabes lo que tienes que hacer.

Dio unos pasos por el salón, mirando a Schumann de mala gana. Schumann cogió el otro vaso de jerez, el que se había servido, y se lo bebió también.

—Para terminar con todo —explicó.

Masters se permitió usar algunas palabras.

—Tengo ganas —prosiguió Schumann— de beberme toda la botella que está en el aparador y también de probar el contenido de las restantes botellas. Me han hecho pasar muy mal rato esta tarde, uno de los peores momentos de mi vida. Para ser franco, siento ganas de ponerle el cuchillo en las tripas y revolverlo.

Dio vueltas a su puño, con aire meditabundo.

—Pero, aparte de que no quiero estar borracho perdido cuando llegue el doctor Burns, quisiera explicarle el asunto. Mientras tanto, amigo…

—¿Sí, señor?

—¿Me dirá de dónde sacó esa idea alocada? ¿Me explicará por qué iba a matarme o matar a cualquier otra persona?

—No podemos dar vueltas a los hechos, ¿sabe?

—No trato de hacerlo, sino de descubrir cuáles son. ¿Qué se supone que he hecho?

Masters se acercó a él y le miró significativamente.

—Primero está el asunto del incendio…

—Perdón, no hay tal cosa. Aun suponiendo que esta disparatada acusación fuera cierta; aun suponiendo que tuviera pruebas para demostrarla, ¿dónde está el delito? Delito es el incendio premeditado y avieso del patrimonio público o de bienes particulares que pertenezcan a un tercero. En El Cairo, los artículos destruidos fueron una barraca y algunas mercancías cuyo único propietario era yo. No se dañó ningún otro edificio o propiedad. Esta silla, por ejemplo, me pertenece. No debo tocar ninguna silla que le pertenezca a usted. Pero puedo coger mi silla y prenderle fuego o destruirla como me plazca. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Masters con semblante huraño—. Pero también está el asunto del asesinato…

El sargento Pollard volvió a la habitación.

—El doctor Burns viene inmediatamente —informó.

Miró con curiosidad a Schumann, que parecía estar algo débil, aunque divertido.

—Se me acusa, creo, de asesinar a un tal Nizam El Hakim antes o durante el incendio. Puedo ofrecerle la mejor de las pruebas por la cual no pude haber matado a Nizam El Hakim.

—¿Y cuál es, señor?

—Porque —dijo Schumann— Nizam El Hakim no está muerto. El sargento Pollard habló con él esta tarde.

Masters hizo más tarde varias observaciones sobre este caso: entre otras dijo que pocas veces se había enfrentado antes a un asunto en el que al abrir una puerta, formular una pregunta o simplemente al darse la vuelta, hubiera recibido un golpe más doloroso en las costillas inferiores.

Pero el inspector jefe no lo valoró como lo hizo Pollard.

—¿No querrá decir ese egipcio que estaba en su oficina?

—Él mismo —respondió Schumann con calma—. ¿Le preguntó algo sobre él? ¿Por lo menos su nombre? Me arriesgo a decir que no. Para ser más preciso, es mitad egipcio y mitad español; pero…

—Sí, ¿pero por qué se reía tanto? —insistió Pollard.

—Supongo que eso depende de lo que haya dicho en su presencia.

—Nada sobre usted, se lo aseguro.

—Eso no importa —interpuso el exasperante inspector jefe—. ¿Qué hay con El Hakim?

—Es hora —dijo Schumann— de aclarar un rumor desagradable y completamente disparatado que circuló en la época del incendio. Admito lo del incendio: es decir, admito el hecho de que haya ocurrido —una sombra de incomodidad volvió a perturbar su semblante—. En esos tiempos, El Hakim trabajaba en el mismo ramo que yo, aunque en mucha menor escala, y tenía apuros económicos.

»Bueno, señores, la noche del incendio, El Hakim desapareció. En realidad, se había escapado a Port Said para huir de sus acreedores. Pero, después del incendio, se murmuró que se había encontrado entre las ruinas un esqueleto o, por lo menos, unos cuantos huesos. El primer rumor fue que El Hakim había incendiado el lugar y encontrado la muerte durante el fuego. El segundo rumor, más descabellado todavía —apretó el puño—, fue que yo estaba complicado en el asunto. Supongo que usted obtuvo esta información por medio de Ferguson…

—No importa decir que así es.

—Sí —asintió Schumann, con inusitada malignidad en sus ojos—. Ferguson insistió en hacerse el detective hasta el punto que tuve que mandarle a mi oficina de Inglaterra…

—¿Por qué le molestaba que se hiciera el detective?

—Era tremendamente molesto, como creo que admitirá.

—Pero —dijo Masters—, le hubiera metido en vereda.

—¿Quiere oír mi historia? Por supuesto que se encontraron huesos entre los escombros. Eran huesos que se encontraban en un perfecto estado de conservación, a pesar de sus dos mil años; es decir, eran los huesos de una momia de la dinastía —vigésimo primera. Las momias del período tebano, como puede que sepa, son tan perfectas que, cuando se las desenvuelve, se les puede apretar la carne con la mano y mover los miembros sin que se rompan.

»Si alguna vez cometo un asesinato, caballeros, lo cual es muy improbable, lo haré en una casa donde se sepa que hay una momia de ese tipo. Luego, si después se quema la casa, pocos peritos podrán asegurar que los despojos de mi víctima no pueden ser también los de un inofensivo rey de Egipto… ¿Decía, inspector jefe?

Masters puso mala cara.

—Decía —dijo, conteniéndose con esfuerzo—, que si antes de que se termine este caso oigo otro método ingenioso para cometer un crimen, sólo uno más, iré y cometeré uno yo mismo. ¡Hum! ¿Se demostró todo eso?

—Completamente. La policía probó sin lugar a dudas que los despojos eran los de una momia. Se hicieron las declaraciones respectivas. Pero, por desgracia, en ese lugar no hay un servicio de prensa que llegue a todas partes. Aun la aparición en El Cairo del pretendido cadáver, seis meses más tarde, sin un cuarto y arrepentido, no pudo sofocar del todo el rumor. Sólo por autodefensa me vi obligado a emplear a Nizam El Hakim en mi casa, y exhibirlo. Pero es un buen hombre; desde entonces ha estado conmigo. Por supuesto, Ferguson conocía muy bien los hechos. El engreído idiota estaba molestando, como de costumbre. No necesita aceptar mi declaración. Si ha mandado un cable a El Cairo, conocerá muy pronto la respuesta. Me parecen que esos golpes en la puerta deben ser del doctor Burns.

Masters y Pollard se miraron mutuamente.

Cinco minutos más tarde, un hombre un poco fastidiado, que había abandonado de prisa su té para atender un caso totalmente imaginario de envenenamiento por atropina, le hacía algunas observaciones de tipo realista a Schumann sobre la inteligencia de la policía.

Y Masters y Pollard, que estaban en el vestíbulo en penumbras, se miraron mutuamente otra vez.

—Está bien, muchacho —dijo el primero—. No necesitas refregármelo. Pero hubiera jurado que le vi echando drogas en ese jerez, ¿qué otra cosa iba a pensar? Si dice la verdad sobre ese asunto de El Cairo…

—Creo que sabemos que dice la verdad, señor.

—Entonces, ¿qué culpa tiene el individuo? ¿Qué pruebas tenía Haye en contra de él? —Masters reflexionó—. Es incendio premeditado en alguna forma. No hay dudas al respecto. Es un… ¿cómo se llama…?

—¿Pirómano? ¿Incendiario? —indicó Pollard—. Sí, señor, creo que es eso. ¿Pero hace un pirómano una fogata con todas sus posesiones y luego danza en torno a ella? En cualquier caso, creo que no encaja en el cuadro del asesinato. Porque parece que tiene alguna información que darnos. A propósito, ¿qué vino a hacer aquí esta tarde?

Masters se enfurruñó.

—Preguntarle justamente eso. También decirle que sir Henry Merrivale quiere que los implicados en el caso vayan al apartamento de Haye esta noche a una pequeña demostración.

—¿Significa que…? —Pollard silbó.

—No importa lo que significa, muchacho —dijo el inspector jefe como presagiando algún mal—. Yo me encargaré del significado. Dime lo que has averiguado hoy —escuchó con rigurosa atención mientras Pollard se lo contaba a grandes rasgos—. Así que te has comunicado con los editores, ¿eh? ¿Son los de Goffit de Bloomsbury Street, a la vuelta de la casa de Haye?

—Sí, señor. Lo cierto es que no veo cómo ese libro de Judith Adams puede tener, en las circunstancias presentes, alguna relación con Schumann. Esa es la dificultad. Si se refiriera a Schumann, ¿por qué habría incluido Haye en la lista de los sospechosos los dos nombres de Bernard Schumann y de Judith Adams? Debe de referirse a alguna otra persona. Tiene que ser así.

—No importan tus teorías. ¿Qué más te han dicho los editores?

Pollard blasfemó.

—¡Espere! Tommy Edwards iba a ver si podía averiguarme algo. Le he prometido volver a llamarle al cabo de una hora, y me he olvidado por completo. Ahora habrán pasado casi dos. Espero que todavía esté en la oficina.

Nuevamente, se apresuró a ir al teléfono, y fue, entonces, Masters quien hizo algunas punzantes y realistas observaciones sobre el servicio. Masters dijo que no podía tolerar a un subordinado que cometiera errores semejantes. Masters dijo que un buen funcionario de policía nunca comete errores. Masters dijo que si no llegaba a encontrar a Edwards en su oficina…

Por fortuna, Pollard encontró a Edwards en la oficina.

—Compañero —dijo amargamente Edwards, con no mejor humor que el inspector jefe—. He estado sentado al lado de este teléfono para darte la verdadera, la verídica información, directamente de su fuente…

—Perdona, Tom, ¿cuáles son las noticias?

La voz del teléfono se suavizó.

—Bueno, para empezar, no se sabe mucho más sobre Judith Adams de lo que te dije. Su albacea literario es un sobrino, un clérigo de Stockton-on-Tees, que no puede estar mezclado en el asunto. Pero he comprobado una relación entre Judith Adams y alguien que puede estar implicado en el caso.

—¿Qué? ¿Quién es?

—Calma. La obtuve del viejo Grotius Goffit en persona. Hace más o menos un mes vino un tipo a la oficina, con aspecto muy misterioso y secreto, y pidió ver al director de la firma para un asunto importante que concernía a uno de nuestros autores. El mismo Grotius Goffit le atendió. El viejo estaba echando chispas, preguntándose a cuál de ellos habrían metido otra vez en la cárcel… El…

—Eso no importa; continúa.

—¿Sigo? Bueno, el misterioso asunto era que este tipo quería comprar un libro. Dijo que vivía cerca, que había visto el anuncio del libro de Judith Adams, y que quería comprar un ejemplar. Dijo que su padre había trabajado para miss Judith en el Norte y que él la había conocido mucho en su juventud, y cosas así… Grotius Goffit se sintió tan aliviado que le dio al tipo un ejemplar y le despidió. El sujeto se fue dando las gracias, por Dios y todos los santos.

—¿Por qué por Dios y todos los santos?

—Ahí está la cosa. Porque el tipo es un irlandés, llamado Riley o Riordan, según recuerda el viejo. De cualquier manera, dijo que era el encargado de la casa de Russell Street número 12; y allí es donde asesinaron a tu amigo Haye. Ahora, como te decía…

Durante un tiempo, que pareció muy largo, Pollard miró fijamente un aparato que todavía seguía hablando.

—¿Me estás escuchando? —preguntó la voz.

—¿Eh?

—Bob —dijo la voz, con aplomo—. Tengo una teoría.