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UN PROBLEMA DE DRAGONES

El sargento Pollard consiguió la información referente a Judith Adams sólo pocos minutos después de entrar en el apartamento de Félix Haye.

La mañana no había sido muy provechosa. El inspector jefe Masters había vuelto de ver a Sanders a las once y, por sugerencia de sir Henry Merrivale, había dado la orden a Pollard de determinar los movimientos que las distintas personas implicadas habían realizado durante el día del asesinato de Haye.

Y Pollard comenzó, por supuesto, por Bonita Sinclair. No podía olvidar el rostro y la figura de esa brillante mujer. Después de entrevistarla en su casa de Cheyne Walk (ella no contuvo el llanto, y llevaba un peligroso negligée), la siguió por un tortuoso itinerario desde la modista al restaurante. Pero pudo dar cuenta satisfactoriamente de todos los minutos de su tiempo hasta las once de la noche del crimen.

Luego vino sir Dennis Blystone. Sir Dennis no estaba en Harley Street. La secretaria informó a Pollard de que había ido a ver al doctor Sanders. Sin embargo, entre la secretaria, lady Blystone y dos doncellas, también pudo trazar los movimientos de sir Dennis hasta la hora en que salió a buscar a mistress Sinclair en Cheyne Walk.

Lady Blystone no le impresionó. Era una mujer alta, de pelo áspero y labios caídos, que le hizo muchas más preguntas que las que Pollard le hizo a ella. Quería saber todo lo referente a él, incluso la escuela a la que había ido. Aunque ofreció menos resistencia después de las respuestas, y le ofreció un bizcocho como si fuera un loro, no quería a la policía. Lady Blystone sentía particular desagrado por cierto inspector de investigaciones, Sanders, quien, dijo, había entrado en la casa bramando y bravuconeando para que todo el mundo le obedeciera. Pollard no la informó al respecto. Solamente dijo algo sobre la suerte de los policías.

«Si estuviera en el lugar del viejo —se dijo a sí mismo cuando salió de la casa—, me parece que…», y se puso a pensar en Bonita Sinclair otra vez. Desde Harley Street no había una distancia muy grande hasta la oficina de Bernard Schumann. Pollard no solamente quería ver a Schumann: también quería interrogar al encargado sobre los posibles visitantes del apartamento de Haye, y recoger la botella de cerveza envenenada antes de que alguien, accidental o deliberadamente la sacara.

Después de comer de prisa en un bar, no tuvo suerte en Great Russell Street. La Compañía Importadora Anglo-Egipcia estaba abierta. Pero un egipcio amable y de voz suave, haciendo gran despliegue de gestos, le comunicó que míster Schumann se quedaría en su casa ese día. Míster Schumann no se sentía bien. Míster Schumann, por cierto, no había ido a la oficina el día del crimen.

Pollard subió al piso superior.

Pronto serían las tres de la tarde, y el sargento se sentía acalorado e irritado, con un principio de fiebre. La luz del sol entraba a chorros en el apartamento de Haye, iluminándolo casi por completo, aunque el vestíbulo con cuadros en las paredes permanecía en penumbra. Como el apartamento estaba en el último piso, hacía mucho calor y había una atmósfera opresiva y tranquila. Podía olerse el polvo.

Después de algunas exploraciones en los armarios de la cocina, encontró la botella de cerveza. Luego, se dirigió al salón. Los ruidos de la ciudad no alcanzaban esas alturas. El ambiente era soporífero.

Pollard se sentó y encendió un cigarrillo.

Contempló nuevamente, con mucho interés, las pinturas murales de colores brillantes que representaban escenas de ninfas, que estaban a ambos lados de la chimenea. Una de las ninfas, pensó Pollard, se parecía un poco a Bonita Sinclair. Cuanto más consideraba el parecido, más le recordaba a Bonita Sinclair, y entonces hizo algunas imaginarias comparaciones anatómicas. La mujer podría no ser recta, en su conducta, se comprende; pero no en otros aspectos. Ahora se sabía que no era una asesina. En absoluto. Él mismo podía probar su coartada. Había estado en Scotland Yard cuando fue envenenado Ferguson. Después de todo, ¿qué había hecho? Usar sus conocimientos especializados para sacar buen provecho de ellos, pero ¿qué tenía eso de malo?

Pollard se levantó y fue hasta el dormitorio, preguntándose en qué términos se habrían desarrollado las relaciones entre Bonita Sinclair y Félix Haye. El dormitorio era muy grande y tenía una sola ventana. Contenía una cama enorme y un gran ropero. En un rincón había un sable de caballería. Aún estaba una de las camisas de Haye colgando sobre el respaldo de una silla, y había un par de calcetines usados debajo de la cama. Una fotografía de un famoso prestidigitador colgaba orgullosamente encima de la chimenea; estaba autografiada: A mi gran amigo Félix Haye, y era la chef d’oeuvre de la habitación.

Una vez de vuelta en el salón, Pollard se encontró mirando los libros de brillantes cubiertas.

Se preguntó ociosamente cuáles habrían sido los gustos literarios de Haye, y comenzó a mirar los títulos. Haye no tenía ni la inteligencia ni la imaginación que requieren los libros difíciles. Cien juegos de manos que usted puede hacer. Chistes y dichos para todas las ocasiones. Cómo animar una reunión, otro libro de chistes. Un volumen de versos jocosos bastante picantes publicados en París. El genio y la figura de Haye parecían emerger de la colección. Barney del bar-X. El sheriff de Whistling Gulch. Alúa, la virgen de los mares del sur. Varias colecciones de memorias íntimas de los grandes hombres, con las páginas alegremente subrayadas cada vez que alguna persona notable había demostrado ser deshonesta o de dudosa moralidad en algún aspecto. Y…

La mirada de Pollard se detuvo.

JUDITH ADAMS.

El nombre resaltó con sus letras blancas sobre el fondo rojo. Era el nombre de la autora de un libro.

Durante varios segundos, en esa cálida y silenciosa habitación, se quedó mirando fijamente el libro. El cuero cabelludo de Pollard sintió el efecto del calor o de la revelación; luego, estiró la mano y cogió el libro.

Tenía por título El cubil del dragón, y a primera vista pensó que era una novela de terror. En la primera página se veía escrito con letra audaz: Puedo utilizarte, Judith. Pollard comparó la escritura con las anotaciones de otros libros. En los libros de memorias, después de algunos párrafos, como por ejemplo: en la época en que el famoso lord Dash Blank realizaba su campaña en pro de la sobriedad, se sabe que se emborrachaba todas las noches; Haye había escrito comentarios como éstos: Ah, oh, o me gustaría haberlo sabido. La escritura era la misma.

Comenzó a hojear el libro. No era una novela, era una colección muy completa de conocimientos mitológicos sobre dragones y monstruos similares. Pollard miró el nombre del editor, y lanzó una exclamación de triunfo. El editor era Goffit. Y conocía muy bien a Tommy Edwards, que trabajaba en Goffit.

El teléfono del apartamento estaba estropeado. Hablando entre dientes, y pensando que la noticia iba a sorprender al inspector jefe, Pollard bajó corriendo las escaleras. Consiguió que el egipcio le dejara usar el teléfono de Schumann y llamó al editor.

—¿Eres tú, Tom? Soy Bob. Oye, Tom: tienes una autora en tu catálogo llamada Judith Adams. Quiero saber algo de ella. ¡Oye, espera! Sé que no debes dar informaciones sobre tus autores, pero éste es un asunto de la policía y tengo que obtenerlo.

—No tengo impedimentos para hablarte sobre esta autora —dijo suavemente Edwards. Parecía interesado—. ¿En qué lío se ha metido la chica?

Pollard, recordando la severa mirada de Masters, fue prudente.

—Bueno, claro, no sabemos todavía que esté, metida en ningún lío, exactamente…

—Apuesto a que no —dijo la voz con convencimiento—. Está muerta.

—¿Qué?

—M-u-e-r-t-a. ¿Comprendes? Y enterrada.

—¿Pero cuándo murió?

—Alrededor de 1893. ¿Has leído el Dragón? Es una nueva edición. El libro ha estado agotado durante años, pero ahora, con este asunto del monstruo del lago Ness, pensé que podía funcionar. Escucha, ¿qué pasa?

Pollard parpadeó ante el teléfono. Se dio cuenta de que el amable egipcio estaba escuchando. Si Judith Adams había muerto en 1893, Félix Haye tendría en esa época seis o siete años.

—¡Espera! ¿Tiene alguna hija que se llame como ella?

—Si la tiene —dijo la voz—, va a ser un escándalo de primera, aun ahora. Judith Adams era una solterona de una clase particularmente puritana y austera. Hija de un clérigo de alguna parte de Cumberland; murió llena de años, buenas obras y todo lo demás. Lee el libro; te darás cuenta por el estilo. La descripción de la lucha de Sigfrido con el dragón está escrita con un estilo tan elevado que tuvimos que eliminar casi la mitad.

—¿Sabes si Judith Adams, o alguien relacionado con ella, estaba de alguna manera en contacto con un hombre llamado Félix Haye?

La voz silbó.

—¡Oh! ¿Te ocupas de ese caso? No sé, pero puedo averiguarlo. Llámame dentro de una hora.

—Bien —dijo Pollard—. Gracias.

Colgó y reflexionó nuevamente. Había ruidos en esta oficina, y en la de delante, a la cual daba, donde otro ayudante de Schumann estaba trabajando. El egipcio caminaba sin hacer ruido, con un libro mayor en la mano. Se detuvo al llegar a la puerta, y habló con voz suave al hombre que estaba en la oficina de delante. Habló en francés, como si leyera del libro.

Il ne comprend pas, ce sale flic. C’est rigolo, hein[2].

Pollard interrumpió el hilo de sus pensamientos con un sobresalto. Pero no se dio la vuelta. Por desgracia, el egipcio no hizo ningún otro comentario de importancia. Todo lo que murmuró, con voz suave y melodiosa, fue: factura, una urna azul de Canopus, porcelana, cabeza de ibis

Pollard se levantó.

—Le agradezco que me haya dejado utilizar el teléfono —dijo en francés—. ¿Qué es lo que el sale flic[3] no comprende, sale[4] hijo del desierto?

La brillante cabeza negra se levantó del libro; el hombre gentil le miró de lado, y concluyó:

—… sesenta y cinco libras, diez chelines y seis peniques —y luego sonrió ampliamente—: Monsieur, no debe interpretar mal —replicó en francés—. Estaba bromeando. Tal vez hago mal al divertirme cuando la policía no puede resolver un caso. Pero no tengo mala intención. En cuanto a ser un hijo del desierto, debo recordarle a monsieur que soy medio español. Por eso sonrío.

Pollard no pudo sacarle nada. El otro se escabullía a cada pregunta; era como tratar de darle una estocada a fondo a un buen esgrimista. Después de algunos minutos de inventar escurridizas contestaciones —parecía un testigo un poco menos difícil si se le atacaba en francés—, obligó a Pollard a emprender la retirada. Pensó melancólicamente que más le valía terminar con ese asunto e ir a Hampstead para ver a Schumann. Averiguó que el encargado del edificio había salido, de manera que no tenía nada que hacer allí.

Mientras viajaba en el Metro, atormentó su cerebro y llenó de garabatos su libreta de notas. Hojeó el libro de Judith Adams, preguntándose alternativamente qué tenía que ver Judith Adams con todo esto y qué tenían que ver los empleados de Schumann con Judith Adams.

Con respecto al propio Schumann, no se sentía inclinado a sospechar de él. El inspector Masters había dicho muy poco sobre ese hombre, aunque había enviado a la policía de El Cairo un cablegrama que Pollard no había podido ver. Con toda probabilidad, Schumann era un delincuente no muy peligroso, o tal vez habría cometido algún desliz de poca gravedad. Pollard estaba seguro de que no tenía ni el coraje ni la malicia necesarios para realizar verdaderos crímenes.

Las sombras se alargaban cuando llegó a la casa que estaba al borde de Hampstead Heath. Pollard, tan sumergido en el caso, había olvidado lo que no se refiriera a él, y se dio cuenta, de pronto, de lo raro que debía ser su aspecto con una media botella de cerveza metida en un bolsillo y un libro en el otro, como Omar Khayyám. Subió hasta la casa de piedra gris y llamó a la puerta. El lugar, pensó, debía de ser desagradablemente húmedo con todos esos árboles que lo rodeaban.

Bernard Schumann en persona abrió la puerta.

—¡Oh, sí! —exclamó, cuando Pollard se hubo presentado.

Los ojos de Schumann se dirigieron primero a la botella de cerveza, y luego al libro. Había en él cierto aire de vigilancia que divirtió un poco al sargento. Los ojos celestes de Schumann parecían hundidos. Pollard notó otra vez el contraste entre sus delicadas manos y la recia contextura de su^ cabello, que parecía que alguien hubiera blanqueado.

—Hoy, yo mismo debo atender a los quehaceres domésticos —le dijo Schumann—. El ama de llaves y la cocinera han salido. ¿Quiere pasar a la sala? —agregó, con grave gentileza, aunque sugiriendo una sonrisa.

La casa estaba muy silenciosa y casi tan mal ventilada como el apartamento de Haye.

La luz vespertina se apagaba; Pollard tropezó con una profusión de muebles en el vestíbulo. Primero encontró unas flores de cera en su camino. Luego, un paragüero. Schumann iba delante, haciendo crujir sus tiesas zapatillas.

—Mi escondite —explicó, abriendo la puerta de una gran habitación a la derecha. Era una sala llena de cosas, con un gran sarcófago en un rincón, y con sillas de crin. Pollard observó el tazón de bronce que se apoyaba sobre un trípode cerca del sarcófago.

El dueño de la casa señaló una silla que estaba a un lado de la chimenea, donde, a pesar del calor del día, ardían algunos carbones.

—Bien, sargento —indicó. Su cara delicada estaba sombría—. He leído en los periódicos que han encontrado a Peter Ferguson en circunstancias inusitadas. No se daban muchos detalles. ¿Puedo preguntar si fue envenenado?

—Me temo que sí, señor.

—Lo siento —Schumann miró de reojo el fuego. No parecía enfermo. Exceptuando sus zapatillas, iba correctamente vestido; y sus ropas ofrecían un aspecto cuidado—. Ferguson era un hombre muy hábil, aunque a veces difícil de tratar. ¿Tiene idea de quién… este…?

—Se ha descubierto una pista, señor.

—Oh. ¿Puedo preguntar qué clase de…?

—Por el momento, señor, prefiero no referirme a ello —dijo Pollard. Hablaba de esa manera tan aparentemente siniestra que Masters le había inculcado. En realidad, sentía más bien lástima por el viejo. Parecía que Schumann no soportaría el esfuerzo de levantar un papel.

Schumann miraba fijamente a Pollard.

—Me gustaría —prosiguió el sargento— hacerle algunas preguntas. ¿Qué estuvo haciendo anteayer, el día que fue asesinado Haye?

—¿Haciendo? Temo no entender. ¿Para qué desea saber eso?

Pollard mismo no lo sabía. Formaba parte de sus instrucciones. De manera que solamente adoptó un aire siniestro.

—Limítese a darme cuenta de sus movimientos, por favor, desde la mañana hasta las once de la noche.

El otro hizo pantalla con su mano sobre los ojos.

—Déjeme pensar. Vamos, es fácil. Con toda la excitación me había olvidado. Estuve atendiendo a unos grandes amigos, lord y lady Thurnley…

—¿No será el historiador? —preguntó Pollard. Aquí tenía, pues, un testigo muy eminente y respetable.

—Sí —dijo Schumann, evidentemente sorprendido de que el otro le conociera—. Viven en Durham, como tal vez sepa, y no vienen a menudo a Londres. Les fui a buscar a su hotel, el Almond, a las diez de la mañana. La pasamos en la Biblioteca del Ayuntamiento y volvimos al hotel para almorzar. Durante el almuerzo, me dieron un mensaje telefónico. Era del pobre Haye, invitándome a una reunión en su apartamento esa noche. Le dije que estaba atendiendo a los Thurnley, que no podría aceptar.

—¿Qué más, señor?

—Haye me dijo que otro invitado, mistress Sinclair, había dado la misma excusa. Por lo tanto, dijo que iba a retrasar el comienzo de la reunión hasta las once y que no me aceptaría tal pretexto.

—Pero, en realidad, no quería ir a la reunión, ¿verdad?

Los ojos de Schumann, aunque permanecieron fijos en el sargento, parecían irse muy lejos.

—La respuesta a su pregunta es que realmente fui. Pero eso es anticiparse. Usted quería saber lo que hice durante el día. Estuve con lord y lady Thurnley todo el día. Por la tarde fuimos a una matinée, y luego a una exposición en Burlington House. Después del té volvimos aquí. Y aquí cené con ellos. Alrededor de las diez y veinte se fueron de casa en taxi hasta su hotel. Poco después de que retiraran, telefoneé para pedir otro taxi, que me llevó directamente al apartamento de Haye, donde llegué, como creo que le he dicho al inspector jefe, a las once menos cuarto. Haye estaba allí, y me recibió. Creo que los Thurnley no tendrán el menor inconveniente en atestiguar todos mis movimientos hasta la hora en que se fueron. Todavía están en el hotel.

—¿Mencionó la reunión de Haye a sus amigos?

—No.

No dio más detalles ni trató de explicar nada.

—¿Contesta eso a sus preguntas, sargento?

Pollard meditó. Se preguntó si debía mencionar a Schumann el hecho de que la policía sabía todo lo referente a las cinco cajas, y que supiera que eran pruebas que Haye guardaba en contra de cada uno de sus invitados. No, mejor era que no; decididamente, no lo mencionaría. Esa pertenecía a la clase de tareas que debía realizar Masters; el inspector jefe le haría observaciones si se apartaba de alguna manera de sus instrucciones. Por otra parte, estaba decidido a encarar un aspecto de la cuestión.

Míster Schumann, ¿conocía bien a Haye?

—Sólo accidentalmente. Le conocí hace algunos años en El Cairo.

—¿En El Cairo?

—Sí, creo que sí. Fue en… este… en una época de apuros y desgracias para mí.

Pollard tuvo la impresión de que el otro le estudiaba con sus pálidos ojos azules cada vez más fijos. Y el sargento recordó. Allí había sido donde un incendio casi había aniquilado las mercaderías no aseguradas de Schumann. Bueno, eso no hablaba en contra del hombre; no podía echar la culpa al viejo por tener ese aspecto un poco descuidado, raro y hastiado.

—Sí, nos enteramos de eso, señor. Usted tuvo muy mala suerte. Personalmente, creo que fue una desgracia que la alarma no sonara antes.

Hubo una pausa. Schumann habló con voz extraña:

—¿Lo cree usted? ¿También piensa lo mismo el inspector jefe?

Pollard sonrió.

—Bueno, a decir verdad, no lo he discutido con él. Pero lo que le quería preguntar era esto: ¿mencionó alguna vez Haye delante de usted a una mujer llamada Judith Adams?

El dueño de casa pareció reflexionar. Al lado de su silla, cerca del fuego agonizante, había una mesita redonda sobre la que estaban una cigarrera, una caja de cerillas, y un cortapapeles. Schumann cogió el cortapapeles y pinchó con su punta el brazo de la silla.

—¿Cómo dice? ¿Judith Adams? ¿Judith Adams? No, que recuerde. Nunca oí ese nombre.

—¿Ni siquiera la mencionó Haye la noche de la reunión?

—No. Me interesaría saber, sargento, por qué dice ni siquiera.

Pollard examinó su libreta.

—Cada cosa a su tiempo, señor. Pero si el nombre de Judith Adams le es desconocido, parece que sus empleados lo conocen.

—¿Mis empleados?

—Sí. Usted tiene dos ayudantes, uno de ellos un egipcio…

—Bueno, sinceramente no le entiendo.

—Judith Adams escribió cierto libro —explicó Pollard— que parece tener relación directa con el caso. Lo he encontrado esta tarde en el apartamento de míster Haye; el inspector jefe todavía no lo ha visto ni conoce su existencia.

—Tiene usted una forma de atacar, amigo, que me resulta singularmente curiosa. ¿Qué ocurre con ese libro? No comprendo. ¿Un libro sobre qué?

—Sobre monstruos —dijo Pollard.

El crepúsculo crecía fuera de las ventanas. Era un crepúsculo sucio y pesado como el cuarto en donde estaban. El fuego apenas ardía, bajo una espesa capa de cenizas, y sólo llegaba al rostro de Schumann una iluminación muy tenue. Sin embargo, a pesar del fuego y del calor que había hecho durante el día, la habitación estaba desapaciblemente fría.

Los pálidos ojos azules de Schumann continuaron fijos. Carraspeó ligeramente.

—¿Monstruos? —repitió—. ¿Quiere decir criminales?

—No, no. Me refiero a monstruos verdaderos, es decir, mitológicos. Dragones y cosas por el estilo. Señor, hay razones para creer que el nombre de Judith Adams está relacionado con alguna de las personas que Haye sospechaba que querían asesinarle.

—¿Míster Haye sospechaba que alguien trataba de asesinarle?

Pollard no soltó prenda.

—Quienquiera que lo haya asesinado, no era un novato —contestó, palpando la botella de cerveza que estaba en su bolsillo—. Pero eso no es el punto que me interesa, por el momento. Cuando he encontrado este libro, El cubil del dragón, he bajado a su oficina y he llamado al editor. Hemos hablado sobre el libro. Cuando he terminado, su ayudante egipcio parecía divertido, y ha dicho en francés, en voz muy baja, que el cochino del policía no comprendía nada. ¿Qué ha querido decir con eso?

—No tengo la más remota idea —dijo Schumann, apoyando con dos dedos el cortapapeles sobre el brazo de la silla—. ¿Es el libro que usted tiene? ¿Puedo verlo?

—Dentro de un minuto, señor. Pero algún significado tenía para sus ayudantes y, en consecuencia, sugiero que tendrá algún significado para usted.

—Espera demasiado joven. ¡Dragones! ¿Qué tiene que ver el tema de los dragones con todo esto?

—Trate de pensar, señor —insistió Pollard—. En alguna parte existe la conexión. Admito que no sé cuál es. Todo lo que sé es que el dragón era un animal mitológico que echaba fuego por la boca. Nada más.