—He venido —comenzó Marcia— para…
Vio a sir Merrivale y se detuvo bruscamente. Detrás de ella, en el vano de la puerta, su padre parecía oscilar como un títere. Luego, mientras los ojos de Marcia se posaban en Sanders, como preguntando con cierto desafío sobre su salud, sir Dennis se hizo dueño de la situación. Aclarándose la voz, se adelantó. Sanders notó nuevamente los ojos sinceros bajo las cejas protuberantes, la pulcritud del cuello y del corte del traje.
—¡Merrivale! —dijo, dando grandes pasos para darle la mano. Su hermosa cara manifestaba verdadero placer, y su paso era ágil—. ¡Hola, Henry! ¡Me alegra volverte a ver! No te he visto desde hace no sé cuántos años. ¿Cómo estás?
—Hola, Denny —dijo sir Henry Merrivale, con cierta timidez, y miró al suelo—. Ando bastante bien, gracias.
—¿A punto como siempre, viejo?
—Uh, uh. Estoy perdiendo peso.
Hubo una larga pausa. Luego, Blystone, después de cierto titubeo, se volvió hacia Sanders. Sus modales eran serenos, pero denotaban la misma sinceridad.
—Doctor Sanders —dijo en voz baja—, espero que perdone mi intromisión. Permítame que sea franco. Creo que fue muy tonto llevar a mi hija a esas disparatadas y peligrosas aventuras que estuvieron corriendo anoche, aunque sospecho que fue Marcia quien le indujo a hacerlo. De cualquier manera, he podido ocultárselo a su madre —sus modales tenían un matiz paternal por debajo de su seriedad—. Pero, gracias a Dios, salieron sanos y salvos, que es lo que nos interesa. Y que usted saliera sano y salvo, lo reconozco, se debió nada más que a su valentía y determinación…
Sanders se sentía turbado, espantosamente turbado, más de lo que hubiera creído posible. Su mano palpitaba como la sangre de su cabeza.
—… al mismo tiempo, debe admitir que su conducta no estuvo a la altura de su profesión y, desde el punto de vista de su carrera, fue completamente alocada. Si esto llega a oídos de algunas personas, debe estar advertido de las consecuencias. No tenía ninguna autoridad para hacer lo que hizo. Por supuesto, usted no practica la medicina; pero si usted me permite aconsejarle…
—Aclaremos las cosas. En un minuto estaremos como las momias de Schumann. Sir Dennis, lo sabemos todo respecto a los cuatro relojes y a las raterías. También pensamos que más vale que miss Blystone le entregue al inspector jefe ese manuscrito que robó anoche de la silla de Ferguson. Después de eso —dijo sin tomar aliento— todo estará bien y no se habrá hecho daño a nadie. Además, hay whisky en ese aparador, así que sírvanos un trago y pongámonos cómodos.
—¡Oh! —exclamó Blystone.
Eso fue todo.
—Qué mal diplomático soy —observó Sanders—. De todas maneras, ya está.
Blystone se acarició la mejilla con sus dos curiosos dedos. Por un momento, Sanders pensó que iba a echar un discurso o que iba a ponerse benévolo y persuasivo. Pero no hizo nada de eso. Habló con voz tranquila, aunque sus ojos parecían haberse hundido un poco en su cara.
—No, gracias —dijo de forma mecánica—. No tengo ganas de beber whisky. Como usted dice, ya está. Yo… me temo que no sirva para nada.
Era el comienzo de una dolorosa perorata. En este caso, sir Henry Merrivale no se condolió.
—¡Oh, vaya, hombre! —rugió—. No hagas tanto cuento. De tanta maldita lástima que te tienes a ti mismo harás llorar a tu hija y te convencerás de que eres una torre caída de magnificencia poética. Bueno, no es nada de eso. Lo que te preocupa es una convención social. «Comen y beben, urden y traman. Van a la iglesia el domingo. Muchos temen a Dios, pero más temen al correveidile». Así eres tú, hijo. ¡Birlando relojes! Caramba. Si eres sensato, robarás el reloj a alguien en la próxima cena a la que asistas, y lo mostrarás en alto, y hablarás sobre el asunto con toda libertad, como si fuera un divertido hobby. ¿Sabes reír? Entonces ríete. Montones de gente respetable son prestidigitadores aficionados.
Blystone, casi fuera de sí, le miró violentamente.
—¿No creerás…? —preguntó.
—¿Por qué no? —dijo sir Henry Merrivale—. ¡Birlando relojes! ¡Caramba!
Durante todo este tiempo, Sanders había estado mirando a Marcia. Era como si surgiera otra chica, con una expresión honesta y humana en el semblante. Tal vez no eran las palabras más precisas para describirla, pero eso fue lo que Sanders pensó de ella.
Marcia miró fijamente a sir Henry Merrivale.
—Sabe —le gritó—. ¡Usted no es tan malo! ¡Es realmente tonificante!
—Yo soy el viejo —dijo Merrivale con dignidad—. Confía en mí y todo saldrá bien, a pesar de lo que te diga Masters.
Ella se volvió hacia su padre.
—¡Tiene toda la razón del mundo! Ríete. ¡Ríete con todas tus ganas! Entonces no importará que andes por ahí con esa buena pieza de Cheyne Walk…
—¡Marcia! —gritó Blystone. Parecía molesto.
—Ahí estás de nuevo —gimió sir Henry Merrivale— defendiendo los sagrados derechos de tus lares y penates, y custodiando el fuego de tu hogar. ¡Pamplinas! Ella tiene veintiún años, ¿verdad? Mírame a mí, por ejemplo. Tengo dos hijas. Las dos piensan que soy la cosa más ridícula que jamás haya pisado el mundo; pero te sorprenderías al ver qué sensación de paz se esparce bajo el techo ancestral.
—Vamos, Henry, sólo dije…
—Sigue mi consejo —insistió sir Henry Merrivale, sin poderse contener—. Vete a ver a un amigo esa tarde, le robas la cartera y se la devuelves. No saldrá corriendo despavorido. Cuando la gente va a ver juegos malabares y le presta al mago un sombrero de copa o un reloj, no creen que el otro vaya a aplastar los huevos en el sombrero ni a destrozar el reloj con un martillo. Si lo creyeran, habría una multitud dando aullidos y corriendo detrás de él en el Alhambra después de cada función.
—Creo —dijo Blystone, dirigiéndose a Sanders—, que, después de todo, aceptaría un trago de whisky.
Sir Henry Merrivale fue inexorable.
—¡No, no, señor! Te sientas ahí y me escuchas. ¿Te das cuenta, con todos tus problemas, de que nos las tenemos que ver con un asesinato? Te podrían colgar por eso.
—Eso es lo que me han dicho —dijo Blystone, lúgubremente.
Se había recuperado un poco, aunque todavía parecía algo confuso. Obedeció el gesto de sir Henry Merrivale y se sentó sobre el borde de la cama.
—¿Te das cuenta, hijo? Te han enredado con criminales de veras esta vez. No están bromeando. Se han cometido dos asesinatos bastante sucios. ¿Los cometiste tú?
—¡Dios santo! ¡No!
—Uh, uh. Tienes algo de atropina.
—Sí, pero puedo explicar por qué, por fortuna.
—¿Qué estuviste haciendo anoche entre las once y las doce?
—Salí a dar una vuelta.
—Sí. Es probable. ¿Puedes probar dónde fuiste?
—No sé. Espero que sí.
—¿Dónde fuiste?
—En dirección a Scotland Yard.
—¿Por qué?
—Oí que iban a detener a mistress Sinclair —parecía hablar sin pensar; después, lanzó una furtiva y severa mirada a Marcia, que estaba muy cerca del respaldo de la silla de Sanders.
—¿Cómo lo supiste?
—Yo… creo que lo dijo mi esposa. Sí. Habló de ello cuando el doctor Sanders fue a casa fingiendo ser un inspector de investigaciones…
—¡No! ¡Qué me cuelguen si lo hice! —interrumpió Sanders—. Todo lo que dije…
—Cállate —le dijo sir Henry Merrivale severamente—. Sus ojos pequeños se fijaron en Blystone. ¿Cómo lo sabía tu esposa?
Blystone pareció confundido.
—Bueno… No se me había ocurrido. Probablemente por su doncella. Su doncella conoce a la de mistress Sinclair. También oí que la doncella de mistress Sinclair había sido citada en Scotland Yard. Me imagino que estaría orgullosa y divulgaría la noticia. ¿No es lo mismo?
—¿Cuál es el nombre de soltera de tu esposa, hijo?
—Vamos —dijo Blystone con voz sofocada—, ¿qué tiene que ver con esto? ¿Su nombre de soltera? Barbara Gore-Reeves.
—Barbara. Es Judith, ¿no es así? Tú siempre la llamabas Judy.
—Sí, pero ella me llamaba Punch —contestó Blystone, tratando de hablar con dignidad. Se estiró el cuello de la camisa—. Eso… data de nuestros primeros años de matrimonio. Yo era joven, estaba lleno de teorías y tenía firmes ideas con respecto a la manera de tratar a los chicos.
—No me estás mintiendo, ¿verdad, Denny? ¿Su nombre no era Judith Adams?
El otro parpadeó.
—¡Judith Adams! No, me parece que no. Será muy fácil comprobarlo, si te molestas en venir conmigo y preguntárselo a ella misma. Pero oye, Merrivale. Un poco de discreción, ¿comprendes? Lady Blystone es una mujer muy estirada, y no anda nada bien. La última vez que estuve en casa, masticando tabaco, ¿te acuerdas? Ella dice que no puede comprender por qué tú, que tienes una de las baronías más antiguas de la nobleza y una serie de títulos académicos, te rebajas a usar vocablos tan descuidados con tanta insistencia. Las mujeres no entienden eso. A veces, yo tampoco, lo admito. A propósito, ¿dónde estabas? Ah, sí. El nombre. También puedo enseñarte su pasaporte. Pero…
Fue interrumpido. Marcia pasó delante de él, abriendo su bolso con mucha compostura. Aunque Sanders no había podido verla, presentía en ella cierta agitación.
Del bolso sacó dos hojas de papel, hechas una bola, escritas con letra menuda, y se las entregó a sir Henry Merrivale.
—Ahí están —dijo—. Léalas.
Sir Henry Merrivale sopesó las hojas en su mano.
—¡Oh! —dijo—. ¿Esto es lo que hurtaste de la silla de Ferguson anoche? ¿Así que confiesas?
—Lea, por favor.
De esa manera, hizo que dejaran de lado el otro asunto. Como consciente de haber cumplido con su deber, se recostó contra el borde de la ventana. Parecía que las preocupaciones la habían abandonado, aunque la reacción de alivio era violenta. Sus ojos castaños brillaban con esa expresión atenta que Sanders había llegado a conocer: significaba que pronto oirían otra historia.
—Tenía absoluta razón —declaró Marcia— al decir que se ha enredado con verdaderos criminales. ¡Brr! Bueno, lo adiviné. Supe que era el peor de todos la primera vez que le puse los ojos encima.
—¿Quién era el peor de todos? —preguntó violentamente Blystone—. ¿De qué estás hablando?
Sir Henry Merrivale desplegó las hojas sobre sus rodillas. Pasó un minuto largo antes de que hablara. La luz del sol se intensificaba detrás de las ventanas. Por primera vez, Marcia se dirigió deliberadamente a Sanders y sonrió.
—Esto lo deshace todo —dijo sir Henry Merrivale—. ¡Narices! Esto lo deshace todo, sin lugar a dudas.
—¿Qué es lo que deshace? ¿Qué es eso?
—La historia completa del asesinato de Haye —dijo Merrivale con voz grave.
Las manos de Blystone se estiraron y luego se cruzaron. Sementó rígidamente sobre el borde de la cama; su mirada recta no vaciló.
—¿Menciona…? —sugirió.
—No, no menciona el nombre del asesino. Comprendes, Ferguson no tuvo tiempo. El encabezamiento está manuscrito con elegancia y fluidez: Declaraciones con respecto al asesinato de Félix Haye, Esq., hechas por Peter Sinclair Ferguson, Licenciado en Ciencia, O.E.M. (Orden Egipcia del Mérito). Ferguson era esa clase de tipo —explicó como si diera excusas—, que se agrega títulos después del nombre. Creo que debía de estar bastante orgulloso de su estilo literario, porque aquí se ha explayado. Tal vez su sombra está sobre nosotros. No podemos escapar de él. ¿Quieres que lo lea?
—Lee —dijo Blystone— y date prisa.
Era verdad. La sombra de Ferguson estaba allí, tan palpable como algo que colgara de la ventana.
Imitando el ejemplo de Félix Haye —leyó sir Henry Merrivale—, deseo poner sobre papel el nombre de la persona que le mató, y también el método altamente ingenioso por medio del cual el crimen fue perpetrado.
A diferencia de Haye, no anticipo ningún peligro. Pero en el caso improbable de que algo me sucediera, quiero que la policía tenga la información de que dispongo.
Primero, unas palabras de historia personal. Durante los años 1926 y 1927, desempeñé el cargo de director artístico de producción en la Compañía Importadora Anglo-Egipcia Ltd., en su oficina y en la barraca situadas en el Bulevar Kasr El Ali, El Cairo. Allí se fabricaban artículos tales como escarabajos hechos de pasta de vidrio y arcilla de sílice, y momias de animales; grandes estatuas hechas con esquisto de Ameres, que imita basalto negro; y papiros de considerable verosimilitud.
Me permito mencionar que mi reproducción de un papiro de la Dinastía Decimonovena, con la que nosotros obsequiamos, como muestra de estimación, a Su Majestad el Rey de Egipto, mereció cálidos elogios de su parte, a consecuencia de lo cual recibí la Orden Egipcia del Mérito. Soy una de las pocas personas que han sido honradas con ella.
La mayor parte de nuestras mercancías estaban en una barraca separada, en donde Bernard Schumann tenía su oficina particular. Bernard Schumann era, y es, el gerente de la Compañía Importadora Anglo-Egipcia. Para evitar complicaciones con respecto al impuesto sobre la renta, se hace llamar gerente general; pero es su único dueño. Estoy en condiciones de acusar a este hombre de incendio delictivo y asesinato.
—¡Incendio y asesinato! —repitió Blystone automáticamente. Estaba bastante pálido. Nadie se movió; no se oían ruidos excepto el crujido de las hojas a medida que sir Henry Merrivale las alisaba.
—¿Incendio y asesinato? —preguntó Sanders—. ¿Schumann?
—Así es —dijo sir Henry Merrivale, sin inflexiones en la voz—. Bob Pollard recogió ayer la noticia de que casi todas las valiosas mercancías de Schumann habían sido barridas por un incendio, y les advierto que no estaban aseguradas. Todo el mundo se condolió por eso, porque se le conoce como un comerciante honesto. El bueno de Ferguson lo explica a continuación:
Schumann planeó y llevó a cabo el incendio para ocultar el asesinato de su único competidor de importancia, un musulmán inteligente y carente de escrúpulos llamado El Hakim, que le estaba desplazando en el negocio. Todo fue premeditado. Schumann dejó de pagar a propósito las primas del seguro, como si se debiera a un mero descuido.
Este fue su razonamiento: el mundo nunca creerá que nadie fuera capaz de destruir deliberadamente sus propios bienes, que valen una fortuna, para cometer un crimen, cualquiera que sea. Y la única manera de cometer un crimen perfecto, dijo Schumann, es haciendo tal sacrificio. Pour faire l’omelette, dijo Schumann, il faut casser les oeufs. Pensó que la tortilla valía la pena. Es de un temperamento muy frío.
Apuñaló a El Hakim (no sé con qué) en el desván de la barraca, la tarde anterior a la noche en que pensaba desatar el fuego. Lo arregló de tal manera que estaba muy lejos cuando comenzó, lo cual le serviría de coartada.
Así es como lo hizo: el suelo de la barraca estaba lleno de viruta, madera en hebras para empaquetar y otras materias combustibles. Compró un despertador común. Su timbre consiste, como se sabe, en una manecilla o badajo que choca violentamente contra una campana hasta que la cuerda se acaba. Sustituyó la campana del reloj por papel de lija. Ató con alambre varias cerillas a la madera de forma que, cuando comenzara a moverse el badajo, las cerillas rasparían la superficie del papel de lija y se encenderían. El cajón fue empapado con nafta, y la máquina infernal llenada de viruta.
Bernard Schumann podía decidir a qué hora comenzaría el fuego: lo único que tenía que hacer era marcar una hora en el despertador. En este caso fueron las diez de la noche, cuando estaba sentado en la terraza de Shepheard. He visto pocas escenas más espectaculares que cuando la pira en llamas se elevó al cielo y Schumann se retorcía las manos rodeado de sus amigos. Naturalmente, se encontrarían restos entre las ruinas. Tarde o temprano se identificarían como pertenecientes a El Hakim, ya que se notaría su ausencia. Se encontraron. Se supuso, como esperaba Schumann, que El Hakim había tratado de arruinar a su rival, que había pegado fuego a la barraca, y que había muerto en el incendio. Esto es lo que se llama justicia poética, y debo decir que lo parecía. Schumann recibió grandes manifestaciones de simpatía y condolencia. Fue una idea muy buena.
—Es un ejemplo clásico —dijo Sanders con voz grave— de sobrentendido. Una idea muy buena.
Sir Henry Merrivale asintió seriamente.
—Siempre que aceptemos —replicó— que el bueno de Ferguson esté diciendo la verdad… Sí. No hay un fallo en el argumento. El asesino no trata de ocultar la identidad del cadáver, que es en donde muchos descarrilan. Nunca trata de esconder nada. Pueden investigar todo lo que quieran, y siempre está a salvo. Psicológicamente, también es firme. Como dice Ferguson, nadie creerá que un hombre destruya su fortuna para cometer un delito.
Se enfurruñó.
—Hum. Estos detalles son nuevos. Si son verdaderos, se acerca mucho al asesinato perfecto. Lo único que antes se sabía, aunque critiquen otra vez a Masters y a la experiencia de la policía, es que el delito de Schumann era incendio intencionado.
—¿Así que lo sabías? —preguntó Blystone.
—Seguro. Esa triquiñuela del despertador es tan vieja como el pecado y Satán. Es algo corriente. Cada vez que te encuentres un individuo sospechoso que lleva mecanismos de despertadores sin la campanilla, como éste, échale el ojo para asegurarte de que no va a hacer el juego del incendio. Cuando, al mismo tiempo, el tipo tiene en el bolsillo un cristal de aumento, hay que tener más cuidado todavía. Porque no es solamente un cristal de aumento. También produce fuego. Y ése es un truco para provocar incendios tan viejo como Egipto.
Sanders reflexionó. Había un dejo de duda en la voz de sir Henry Merrivale.
—¡Sí, pero mire, señor! El mecanismo del despertador que estaba en el bolsillo de Schumann no puede ser el que usó para provocar el incendio en El Cairo. ¿No tenía que haberse derretido por el fuego hasta quedar hecho una masa irreconocible de metal?
—Creo que sí —gruñó sir Henry Merrivale—. Eso es lo que me fastidia. A menos, y es perfectamente posible, que Schumann sea aficionado a los incendios y estuviera planeando otro. No conocemos la información de Félix Haye. No sabemos qué había en las cinco cajas.
Marcia se cruzó de brazos. Miraba a su padre.
—Perdóneme —interpuso con voz suave—. Ferguson tiene cosas muy sabrosas que decir sobre mistress Sinclair, su esposa. Su esposa legal, como le he contado a mi padre. No sabía que era; una estafadora dedicada al arte, hasta que lo leí.
—¡Vamos, Marcia!
—Bueno, ¿lo sabías?
—Esto no es asunto tuyo, Marcia —le replicó Blystone de mal humor—. Ella no ha hecho nada que no fuera completamente legal. ¿No es así, Merrivale? ¿Qué dice Ferguson de ella?
—Ferguson —dijo sir Henry Merrivale, recorriendo con sus ojos las páginas escritas con letra microscópica—, por pura mezquindad, se ha metido con todo el mundo. Si alguien le empujaba, procuraba arrastrar en su caída a tantos como fuera posible. La única persona sobre la cual no murmura eres tú, Denny: porque aparentemente no te conocía. Pero saltaré hasta llegar al asesinato de Haye.
Nunca tuve pruebas reales en contra de Schumann por el incendio de El Cairo, pero sabía que estaba enterado. Cuando deseé regresar a Inglaterra, y le pedí que me hiciera gerente de la oficina de Londres, recibí el nombramiento.
Cada vez que Bernard Schumann tendía a ponerse violento o salirse de su lugar, yo tenía la costumbre de mirarme la nariz y decir: «el gran incendio de Londres, 1666», «el gran incendio de Londres, 1666». Surtía mucho efecto. No creo que pudiese oírlo sin sentir que había sido traicionado.
Pero ahora puedo mencionar que soy un hombre de amplios y variados intereses. No me gustaba permanecer en una oficina, y no me quedé allí mucho tiempo. Me fui al continente, llevándome una suma de dinero. Comprenderán por qué Bernard Schumann no me acusó judicialmente.
—Luego —dijo sir Henry Merrivale con siniestra fruición— tenemos algunos comentarios sobre su boda con mistress Sinclair, y su feliz vida en común. A pesar de su insistencia —miró a Marcia—, los dejaremos de lado. Porque en el resto nos dice lo que queremos saber sobre lo que pasó anteanoche.
Es extraño cómo los viejos amigos se encuentran al cabo de muchos años.
La noche del lunes de la semana pasada fui a casa de mi esposa. No la había visto desde hacía casi un año. No estoy seguro de que de verdad creyera en mi muerte.
No estoy nada seguro. Es una mujer muy inteligente y no creo que se le hubiera escapado esa póliza de seguros, a menos que viera un lazo tendido.
De cualquier manera, me dio la bienvenida con los brazos abiertos y pasamos una noche muy agradable…
—Esa es una maldita mentira —dijo Blystone.
—Bueno, después de todo, hijo —le contestó sir Henry Merrivale, humildemente—, era su esposa.
—Pero no es su esposa ahora. Mejor dicho, es su viuda.
De pronto, se dio cuenta de que estaba hablando delante de su hija, y se corrigió diciendo que no tenía importancia. Pero, por debajo de su enojo, hubo cierta satisfacción y previsión, como si considerara lo que vendría. Sir Henry Merrivale no dejaba de mirarle.
—¿Será de alguna utilidad, hijo, decirte que cuides tus dedos en otro sentido? Esto es fuego. Te estás enredando con algunos de los criminales más listos de Londres. Mistress Bonita Sinclair y míster Peter Sinclair Ferguson no dejaron de jugar sucio ni un segundo. Trataban de echarse tierra el uno al otro con una regularidad y uniformidad que pone carne de gallina —se pasó la mano por su cabezota pelada—. He estado confundiendo terriblemente mis metáforas. Así que puedo terminar diciendo esto: Estás boxeando en una categoría que no te corresponde, Denny. ¡Está bien! ¡Está bien! No grites. Daré esto por terminado.
Era evidente, por lo tanto —continuó leyendo—, que ella me sería de utilidad. Y lo fue.
Permítaseme decir aquí mismo que nunca tuve el honor de conocer a Félix Haye. No sé quién era. No sé por qué tendría interés en mí, por qué pensó que quería matarle, o de dónde sacó la cal viva y el fósforo que una vez utilicé para ciertas actividades mías. Ese hombre era un tonto.
Pero mi esposa me habló de él. Alguien, al parecer, había tratado de matar a Haye con una botella de cerveza envenenada.
En pocas palabras, no sé cómo supo ella esto, Haye quería hacer una reunión con aquellos que podrían ser los responsables. Este tonto presuntuoso había reunido, por ciertas razones, peligrosas pruebas en contra de varias personas. Ella no sabía cuántas. También creía que las tenía escondidas, o que las iba a esconder. Dijo que entre esas personas estaba incluido yo, pero creí que estaba mintiendo. Mi esposa estaba muy asustada.
Esto fue lo que ella me propuso:
Yo debía asistir a la reunión, sin que Haye lo supiera. No sería difícil. Supe con sorpresa que el apartamento de Haye estaba encima de mi antigua oficina. Conozco ese edificio como conozco el Corán, que siempre me ha atraído como el libro religioso más inspirado.
Debía esperar en la oficina de Bernard Schumann. Ella dejaría la puerta del apartamento sin cerrar cuando entrara. Después de dejar pasar un rato para que los invitados se instalaran en una habitación, debía ir al apartamento y escuchar.
Haye, me dijo mi esposa, tenía el extraño talento de alardear y exhibirse. Creía que insinuaría o indicaría directamente el lugar donde había escondido las cosas que preocupaban a mi mujer. Aunque rehusara hablar, ella creía que podría aguijonearle para que lo hiciera.
Terminemos con esta bonita charla. Estoy cansado de escribir. Mi esposa me necesitaba porque puedo abrir cualquier caja, por eso estaba allí. Haye iba a hablar, y yo iba a oír. Tan pronto como oyera lo que había hecho con las cosas (en el caso de mi esposa, dos cartas que había escrito, garantizando la autenticidad de un Rubens y un Van Dick falsos, que podrían haberla mandado a la cárcel por cinco años), debía estar listo para salir y comenzar a actuar. A menos que Haye tuviera las cosas en un lugar como el Banco de Inglaterra, podría apropiarme de ellas mientras él aún seguía hablando. No es mentira. Lo digo de verdad.
Eso es lo que quería que hiciese. Lo haría por mil libras, le dije. Al final, nos pusimos de acuerdo en setecientas cincuenta.
Esperé hasta que todos estuvieron arriba, en el apartamento de Haye, y luego entré en la oficina de Bernard Schumann. Me gustaba eso. Me gustaba fingir, y si alguien entraba iba a hacerle creer que trabajaba allí. No tenía miedo de encontrarme con Schumann. Aunque le encontrara, estaba preparado para salir con «el gran incendio de Londres, 1666».
Pero no encontré a Schumann. Subí al apartamento a las once y diez. Todos estaban en la cocina. Ese tonto de Haye estaba imitando a un niño, a juzgar por los sonidos que se oían.
Entré en el dormitorio, pues podía mirar hacia el salón, y vi a ¡Bernard Schumann! Salió de la cocina llevando una bandeja con una cocktelera, copas y un vaso. La puso en una mesita y volvió a la cocina, donde Haye seguía hablando como una criatura.
Si piensan que alguien puso veneno en la cocktelera, el vaso o las copas mientras estaban allí, sin que nadie los viera, se equivocan. Nadie lo hizo. Yo les estaba observando.
A los pocos momentos, volvieron de la cocina. Haye les pidió que se sentaran alrededor de la mesa. Entonces les hizo pasar las de Caín, de una manera muy delicada. Comenzó: «Amigos romanos, compatriotas», y, en general, estuvo haciendo el tonto. Hablaba en voz tan baja que no podía entender qué estaba diciendo, o qué sabía de cada uno de ellos. Pero dijo que había dejado las cosas en la oficina de sus abogados, Drake, Rogers y Drake. Eso era todo lo que necesitaba saber. Parecían haberse puesto frenéticos y borrachos con sólo una copa. En ese momento, no podía comprender por qué.
Sir Henry Merrivale alzó los ojos y estudió a Blystone.
—Así que —observó categóricamente— Haye les dijo lo que pensaba, ¿eh? ¿No se limitó a contar chistes antes de que la atropina hiciera efecto?
Blystone, que parecía abstraído, se despertó de nuevo. Después de abrir la boca como para decir algo de mucho peso, titubeó y puso cara de tonto.
—Sí. Haye dijo algunas cosas —admitió.
—¿Qué cosas?
—Es difícil decirlo —dijo Blystone pausadamente—. No habló directamente. Dio muchas vueltas. En primer lugar, trató de ser, ¿cuál es la palabra?, elíptico. En segundo lugar, la atropina estaba surtiendo efecto. Entre la atropina y la tendencia a lo Henry James de Haye de no decir nunca una cosa clara e ir al grano, sin hacer retruécanos o bromas o sugerir cosas de doble significado, el resultado era confuso. Me temo que sólo atendía a lo que a mí se refería. Pero…
—¿Pero?
—¿Crees que este cerdo de Ferguson está diciendo la verdad?
—Seguro. Por lo menos en lo que respecta a esta parte.
—Entonces, ¿cómo pusieron la atropina en las bebidas? —preguntó Blystone, inclinándose hacia delante como un conferenciante sobre la tribuna. Parecía concentrarse con alma y cuerpo en esa pregunta—. Juraría que Bonny, mistress Sinclair, no lo hizo. Me ha preocupado mucho. Yo la observaba.
—¿De cerca? —preguntó Marcia, y emitió un resoplido de desprecio. Parecía encendida de fastidio.
—También estuve observando a los otros —dijo Blystone—. Y no lo hicieron. El hecho es absolutamente imposible.
Esperé para ver si Haye decía algo más, pero solamente seguía desvariando. Ese burro cantaba con modales distinguidos: «Rema hasta la playa, marinero». También observé el ropero, lo cual me hizo salir.
Luego bajé a la oficina de Bernard Schumann y busqué en la guía de teléfonos la dirección de Drake, Rogers y Drake. No les conocía. Tardé bastante tiempo, porque hay casi tres columnas de Drake en la guía.
Mientras tanto, arriba se quedaron muy callados. No me gustaba nada. Cuando encontré la dirección, y me preparaba para ir a buscar las cosas, oí un ruido en el piso de encima. Acababa de apagar la luz por fortuna. Alguien bajó desde el apartamento de Haye, pasó por la oficina de Bernard Schumann y siguió bajando las escaleras:
Le seguí. Las escaleras estaban a oscuras. La persona fue hasta la planta baja, quitó el cerrojo y la cadena de la puerta trasera del edificio, la abrió y salió. La seguí. Cuando recorría el callejón y llegaba a la calle, vi claramente quién era.
Se sorprenderán cuando lo diga.
Comenzó a andar, rápidamente, por Great Russell Street en dirección a Southampton Row. Esa era la dirección que yo tenía que tomar, de modo que la seguí. Desde Southampton Row dobló hacia Theobald’s Road, y se me ocurrió que iba en dirección a Gray’s Inn, igual que yo.
Había acertado. Iba a la oficina de los abogados. La persona atravesó un patio, que está detrás del edificio, y subió por una escalera de incendio.
Esto sucedía a las doce y cuarto. Subió hasta cierta ventana, y pareció que trataba de abrirla con un cuchillo. Luego entró, salió dos minutos más tarde, y se fue.
Siempre sé qué debo hacer. Siempre lo he sabido. Pero en este caso, no estaba seguro. Tenía que hacer aquello por lo que mi mujer me pagaba, pero parecía que alguien ya lo había hecho. No me preocupé, porque las cosas estaban en posesión de esta persona y podía aprovecharme de ello, de manera que no traté de detenerla. Pero pensé que era mejor asegurarme de que se había llevado las pruebas de la oficina, especialmente porque podría no habérselas llevado todas.
Y también subí por la escalera de incendio.
Todo estaba bien. Un cajón, con el nombre de Haye pintado encima, yacía en el suelo con la cerradura rota. Un trabajo difícil. Estaba vacío. Recorrí las oficinas para asegurarme de que no se había descuidado nada. Siempre hago bien las cosas. Luego pensé que más valía regresar a Great Russell Street.
Eran las doce y media cuando salí. Un sereno me vio y comenzó a hacer un escándalo, de manera que tuve que esconderme. Esto me retrasó. En ir andando desde Gray’s Inn hasta la casa de Great Russell Street se tardan quince minutos. También esto me atrasó. Cuando regresé era la una menos diez.
La maldita puerta del fondo, por la que yo y esa otra persona habíamos salido del edificio, de nuevo estaba cerrada por dentro.
No me esperaba tal cosa. No lo comprendía.
Aunque no pudiera entrar en el edificio de esta manera, la empresa era fácil para mí. Subí por una cañería para desagüe de lluvia que está en la parte de atrás del edificio, y entré por la ventana de la oficina de Bernard Schumann.
Fue un trabajo sucio, porque al trepar de ese modo me llené de polvo. Cuando llegué a la oficina tuve que cepillarme y lavarme las manos. Lo que me preocupaba era lo que había pasado en el piso superior, lo cual en ese momento ignoraba.
Cuando acabé de lavarme las manos, oí que subía gente por las escaleras. Por entonces intuía que había algo sucio y feo en el asunto. Pensé que era mejor averiguarlo. Por eso representé el papel de oficinista de Bernard Schumann. Salí y me encontré con esa traviesa chica y con el doctor.
—¡Oh! ¡Oh! No hay mucho más —dijo sir Henry Merrivale, examinando la parte posterior de la última página—, y el resto lo conocen ustedes. Sabemos ahora por qué Ferguson no tuvo miedo de dar su nombre y hacerse pasar por empleado de Schumann: pensó que Schumann nunca le delataría. Y tenía que decir algo, y dar alguna explicación de su presencia en esa casa, porque cuando se descubrió el asesinato quiso saber que infiernos había pasado. Fue solamente cuando lo supo, después de inspeccionar los muñecos intoxicados que estaban en el apartamento, cuando decidió desaparecer —le guiñó un ojo a Sanders—. Es algo triste, sabe, pero Ferguson no sabía realmente lo que había sucedido hasta que usted se lo dijo.
—¿Y luego? —preguntó Sanders.
—Su espíritu práctico estaba trastornado. Era lo suficientemente humano como para averiguar qué le había pasado a su esposa. Pero estaba tan desorientado por la sorprendente complejidad de ese birlibirloque que habló con cierta indiscreción ante usted y la chica. Debió de haberse arrepentido de ello más tarde. Pero siempre estaba lamentando cosas. En resumidas cuentas, nunca había tenido un éxito en el crimen.
Sir Henry Merrivale sopesó el manuscrito en su mano. Parecía como si estuviera determinando la calidad del papel.
—Todo eso está muy bien —estalló Blystone—, pero no dice Nada. Parecía prometer grandes revelaciones. Por un segundo, pensé que se iba a revelar la verdad. Ferguson trató de atormentar demasiado con lo del retraso. No dice, ni siquiera indicó, quién es realmente el asesino o cómo se administró la atropina…
—Oh, sí, lo dice —dijo sir Henry.
Nuevamente, la mano de Blystone se posó en su carrillo. Marcia, notó Sanders, mantenía un aire de serenidad.
—No estoy bromeando, hijo —insistió sir Henry Merrivale, levantando las páginas—. Todo está aquí, si lo lees con cuidado. La verdad está entre líneas. No puede dejar de verse.
Miró a su alrededor con aire entre triste y divertido, y continuó:
—¿Qué apuestan? Todas las adivinanzas han sido resueltas, a excepción de los pequeños enigmas de quién mató a Haye y cómo se envenenó a la alegre concurrencia. Tenemos una bonita lista. Peter Ferguson, ladrón. Bonita Sinclair, estafadora de objetos de arte. Dennis Blystone, carterista. Bernard Schumann, incendiario. Bernard Schumann me interesa en particular. «Gran incendio de Londres, 1666». Recordando lo que sé de Ferguson, diría que tenía la costumbre de barajar las palabras para que parecieran una tremenda pesadilla. Pero la reunión no estará completa hasta que esté en claro, a pesar de las mañas de Haye, quién es Judith Adams. Es terriblemente evasiva, hijo. Es real, pero escurridiza. Nadie hasta ahora ha podido aventurar una sospecha sobre ella.
—Tonterías —dijo Blystone.
—¿Eh?
—Tonterías —repitió bruscamente Blystone. Parecía interesado y perplejo—. He empezado a decírtelo antes; pero, como siempre, me has interrumpido. No hay ningún misterio en ello. Sé bien quién es Judith Adams. Es…