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SIR DENNIS BLYSTONE VIAJÓ EN SUBTERRANEO

—¿Cómo? —dijo Masters, manteniendo su tranquilidad. Su mirada suspicaz fue desde Sanders hasta sir Henry Merrivale—. Recuerdo que sir Dennis es amigo suyo, y que la jovencita es, por cierto, amiga del doctor Sanders. ¿Cuánto tiempo ha estado ocultando esto?

—¡Disparates! —explotó Sanders—. ¿No creerá que lady Blystone…?

—Creí que se podía confiar en usted. ¿Cuánto tiempo ha estado ocultando esto?

Sanders se puso a considerar el pasado con tanta concentración que casi se olvidó de contestar.

—¡Disparates! —repitió—. No he estado ocultando nada. Solamente oí su nombre, y la conocí anoche por primera vez. No recuerdo exactamente cuál es su nombre, de todos modos. Ella y sir Dennis estaban en la sala cuando fui a buscar a Marcia a su casa. La madre estaba bastante molesta…

—¡Ah!, ¿sí? —dijo Masters, sacando de nuevo su libreta.

—… ¡espere! Porque llevaban a Marcia a Scotland Yard. En realidad, los dos estaban molestos. Eso quizá no quiera decir nada. No me gustaría que siguiese una pista falsa por una coincidencia de nombres. Debe averiguar si realmente su nombre de soltera es Judith Adams.

El inspector jefe se volvió hacia sir Henry Merrivale con una severa mirada interrogante.

—¡Oh, oh! —exclamó—. ¿De manera que nuevamente soy el villano de la obra? Por lo general tengo serrín en la cabeza y soy un pillo. Arrojo macetas de flores a sus policías. Pierdo a su asesino y mando al otro mundo a su testigo principal. Cuando no puedo impedir que se haga justicia en cualquier otra forma, obstruyo el funcionamiento de la máquina judicial ocultando informaciones. Bueno, no sé cuál era su nombre de soltera. No hay caso, aunque me traspase con la mirada, Masters. No lo sé. Pero debe de ser fácil averiguarlo.

—Debe de ser —convino Masters con hosco ceño—. ¿Era lady Blystone amiga de Haye?

—¡Le digo, hijo, que no lo sé!

El inspector jefe miró rápidamente a Sanders.

—Una cosa, sin embargo, podemos establecer ahora —señaló—. Una cuestión de coartadas. Usted, doctor, dice que encontró a miss Blystone en su casa anoche; y que luego los dos fueron a casa de mistress Sinclair. Sir Henry dice que llegaron allí justo a la medianoche. Mientras tanto, el visitante con guantes castaños, el asesino, había estado hablando con Ferguson en el cuarto del fondo de la casa de mistress Sinclair. ¿No es así?

Sir Henry Merrivale dio un gruñido en señal de aprobación.

—Y presumo —agregó— que el visitante había estado allí durante un rato o, por lo menos, durante algunos minutos, ¿no?

—Sí, creo que podemos decir eso —admitió sir Henry Merrivale, espiando por encima de sus gafas.

—¡Bien! Pero el doctor Sanders acababa de llegar de casa de sir Dennis, en donde había visto a éste y a lady Blystone. Si ése es el caso, bueno, no es probable que lady Blystone, digamos, se lanzara a casa de mistress Sinclair para llegar antes, y fuera el visitante enguantado que salía de allí en el momento en que Sanders llegaba. De esa manera, podemos eliminar a los dos Blystone, ¿verdad?

Sanders no se engañó con la urbanidad del planteamiento del inspector jefe. Estaba fastidiado, lo mismo que sir Henry Merrivale, por lo engorroso de las circunstancias.

—Me temo que no —dijo—. Llegué a casa de los Blystone exactamente después de las once. Pero no debíamos encontrar a sir Henry hasta las doce. Marcia y yo pasamos ese tiempo dando vueltas en un taxi.

—Hum. De manera que queda una hora. Una hora —consideró el inspector jefe. Cerró su libreta de notas, y se puso de nuevo animado y cordial—. Bueno, doctor, sir Henry y yo debemos irnos. Solamente vinimos para ver cómo estaba. Le interesará saber que tengo dos hombres sobre la pista de esa atropina… quién la compró, y dónde. Eso es lo que siempre delata al envenenador. ¿Listo, sir Henry?

Sentado, sir Henry Merrivale parecía de madera, y miraba los barrotes de la cama del mismo material.

—Vaya usted por delante, Masters —dijo—. Me reuniré con usted en seguida. Tengo que decirle algo al doctor.

Masters titubeó. Miró al otro con tremenda suspicacia.

—¡Oiga! De hombre a hombre, sir Henry, ¿usted está tratando de pasarme por alto otra vez?

—Pongo a Dios por testigo que no. Hijo, no.

—Entonces, ¿puede darme una sola indicación positiva respecto a lo que debo hacer? Sí, sí, ya sé: además de esa primera sutileza que se le ocurra decir.

Sir Henry Merrivale meditó.

—Sí, le diré dos cosas. Primero, con respecto al asesinato de Haye, que es el trabajo rutinario que a usted le gusta, encargue a varios de sus mejores hombres que comprueben los movimientos de mistress Sinclair, Blystone y Schumann durante todo el día hasta las once de la noche, hora en que llegaron al apartamento de Haye. ¿Se da cuenta, hijo? Todo el día. Quiero saber, de cada uno de ellos, hasta sus más íntimos movimientos.

—Pero ¿por qué? ¿Qué importan sus movimientos antes de las once de la noche?

—Oh, Masters, hijo mío —dijo sir Henry Merrivale con desaliento—. Si usted no ve el porqué de lo que le digo, no tiene razón al llamarme zopenco… En segundo lugar, respecto al asesinato de Ferguson: descubra qué estuvo escribiendo Ferguson antes de morir.

El inspector jefe esbozó una sonrisa forzada.

—Sí, señor. Ya había pensado en eso. Usted me ha dicho que Ferguson sacó algunas hojas de papel de debajo del asiento de la silla y las puso allí de nuevo. Por desgracia, como le he dicho, hemos revisado la habitación, inclusive el asiento de la silla. Recuerdo que había una hoja de papel allí, lo mismo que algunos periódicos colocados fuera de la vista. Pero no había nada escrito en el papel. De manera que no encontramos nada.

—Ya sé —asintió sir Henry Merrivale—. Yo tampoco. Eso es todo, hijo. Póngase en marcha. Le veré esta noche para la cena.

Cuando el inspector jefe se fue, Sanders empujó hacia un lado la bandeja del desayuno y se arrastró fuera de la cama. Aunque se sintió repentinamente débil y mareado, se puso una bata sobre los hombros y se calzó las zapatillas. Después, se sentó en una butaca que estaba al lado de la ventana.

Abajo se veía la amplia y bonita extensión de Marylebone Road, relumbrante con la luz del sol. Hasta los automóviles brillaban, y el ruido del tráfico parecía más apagado en el aire tibio. Luego, sir Henry Merrivale y Sanders se miraron mutuamente.

—¿Para qué quería verme? —preguntó este último.

—¿No se lo imagina, hijo?

—No.

—No quería verle a usted exactamente —dijo sir Henry Merrivale—. Pero quería ver a Marcia Blystone. Vendrá esta mañana. Por lo menos, anoche lo prometió solemnemente. Es algo raro en una mujer —añadió, y pareció caer de repente en una modorra—. Puede pasarse una semana inactiva y medio desmayada. Sin embargo, en el fondo de su cabeza, siempre hay algo despierto que piensa cosas prácticas, aunque esté saltando de témpano en témpano como un pingüino al cruzar el río.

»Ahora, un hombre no es así. Si está en peligro o en dificultades es todo ojos y oídos para lo que le preocupa. Lo demás no cuenta. El bandido más tacaño, en medio de un tiroteo con la policía, no perdería dos segundos para agacharse y recoger un billete de cincuenta libras. Pero una mujer lo haría. Así es su vida. Todo esto —agregó sir Henry Merrivale— viene como prólogo. Masters ha hablado de la gente que obstruye el camino a la justicia. Pero de todas las personas que de manera más persistente, encantadora y formal, y en cualquier ocasión, ponen zancadillas a la justicia, su amiga Marcia Blystone es la peor.

—¿Cómo es eso?

—Ella robó esas hojas de papel que Ferguson había estado escribiendo —dijo sir Henry Merrivale—. Las robó de la silla. ¿No la vio?

—¡Diantre! —dijo el otro, incorporándose—. No, estaba pensando en otras cosas. Pero…

—Seguro. Yo también. Esa es la cuestión. Sin embargo, sucede que es así. Pase por alto la batahola y dígame qué pasó con la silla una vez que Ferguson se cayó de ella.

—Se aflojó el asiento. Se salió la mitad hacia delante.

—Ajá. ¿Y qué hizo la chica?

—Primero se inclinó por encima del respaldo de la silla mientras sujetábamos a Ferguson, y luego se sentó…

Se miraron nuevamente.

—Hay que hacer algo respecto a ello, hijo —señaló seriamente sir Henry Merrivale.

—Pero ¿cómo podría saber ella que las hojas de papel estaban debajo del asiento de la silla?

—No creo que lo supiera. Debe de haberlas visto cuando se deslizó el almohadón hacia delante. ¡A eso le llamo presencia de ánimo!

Sanders reflexionó.

—Hay sólo una cosa en este asunto que me gustaría saber por ahora más que cualquier otra. Si sir Dennis Blystone es un criminal, ¿cuál es su crimen?

»Veamos —prosiguió—, hemos eliminado algunos de los trastos viejos que molestaban. Estamos aprendiendo a localizar a la persona en el crimen, aunque usted y el inspector jefe parece que siempre lo supieron. Por medio de nuestras propias aventuras y por la entrevista de Masters con mistress Sinclair en Scotland Yard, sabemos dos cosas: Ferguson era un ladrón; mistress Sinclair es una estafadora. Luego quedan Bernard Schumann y sir Dennis Blystone.

»No tengo la menor idea sobre la especialidad de Schumann. Masters le ha absuelto de la acusación de vender antigüedades egipcias falsas. Sir Dennis hizo algunas bromas sobre Schumann diciendo que mataba gente y vendía sus cadáveres como momias, pero, además de no ser práctico, no dejaba de ser una broma. De otra manera, Blystone no lo hubiera dicho. Schumann parece, en el mejor sentido de la palabra, un caballero. Creo que hay gato encerrado en los despertadores y la lupa. Pero cualquiera que sea su crimen, no puede ser muy grave. Es el más tranquilo, calmado y servicial de todos.

»Sir Dennis Blystone es diferente. El… ¿estoy hablando demasiado?

Sir Henry Merrivale respondió sin abrir los ojos:

—En absoluto, hijo. Siga adelante.

—Blystone, como decía, es diferente. La gente relacionada con él da mucho que pensar. Lady Blystone es casi una histérica. Marcia dice que se matará o se irá a Buenos Aires si todo esto trasciende. El mismo viejo, en momentos de incertidumbre, cuando pierde su dignidad y fluidez en el habla, es quien más incómodo está. Parece que hay algo muy sucio detrás de todo eso. Es una tumba. La atmósfera de esa casa es siniestra. Me recordó una ocasión en que fui a buscar a una chica para ir a un baile, y su padre estaba borracho, y… de todas maneras, ¿qué clase de actividades turbias desempeña?

Sanders se detuvo, porque la cara de sir Henry Merrivale reflejaba una fantástica alegría. Se rió, meciéndose, y emitió un sonido sordo como si se estuviera ahogando.

—Exactamente —dijo.

—¿Qué quiere decir con exactamente?

—Que es en si interesante —observó sir Henry Merrivale, más juiciosamente—. Cuando las mujeres sienten verdadera culpa y angustia en su conciencia, no hablan de ello. Cuando oyen que el vigilante les sigue los pasos, no se les ocurre qué harán en caso de que se descubra la verdad. No, hijo: guardan bien dentro su crimen, con orgullo y en silencio. ¿Pero qué clase de crimen pone histéricas a dignas matronas, e impele a hijas adolescentes a hacer cualquier cosa con tal de que no sea revelado?

—¿Cuál?

—Un crimen cómico —dijo sir Henry Merrivale—. Una desgracia social. Ese gran cirujano, ese hombre merecidamente respetado en la ciudad, no ha sido en el pasado más que un carterista con bastante éxito.

Decir que esto sonó como una bomba en los oídos de Sanders, decir que el mundo estaba patas arriba y que Marylebone Road se le escapaba de la vista, sería decir muy poco. Miró a su compañero, que parecía estar muy serio. Emitió un sonido débil. Acabó por seguir escuchando.

Sir Henry Merrivale se puso el cigarro en un lado de la boca, y habló en tono de alegato:

—Vea, hijo, es un error pensar que un carterista, y la mayoría de la gente lo concibe de esta manera, es un canalla andrajoso que pasa furtivamente con el cuello de la camisa sucio. ¡Oh, no! Generalmente, el carterista es el hombre más distinguido y mejor vestido del autobús o del Metro. Tiene que serlo. Forma parte de su profesión. Porque, en ese caso, usted no sospecha cuando le empujan encima de él, mientras que trataría de esquivar instintivamente al tipo andrajoso. De la misma manera, nunca mira de reojo dos veces al señor bien vestido que lee el diario a su lado en el vagón. Prefiere sentarse o colocarse junto a él más que al lado de un harapiento. Esto puede que no sea más de una penosa coincidencia de clase; pero así es. ¿No es bien sabido, dicho sea de paso, que Blystone nunca utiliza un taxi cuando puede viajar en autobús o en Metro?

»Todos los policías conocen estas costumbres de los carteristas. Masters, por supuesto, descubrió el pequeño hobby de Blystone tan pronto como vio sus manos…

Sanders empezaba a salir de su ofuscación.

—¿Sus manos? Pero si tiene unas manos muy bonitas.

—Seguro, a su modo. Se dice una serie tremenda de tonterías sobre las manos, hijo. Por ejemplo, usted ha oído a la gente hablar de las delicadas y sensitivas manos de un músico, queriendo decir con ello manos largas, delgadas, delicadas. Usted comprobará el error sólo con usar sus propios ojos. La mayoría de los músicos tienen manos anchas y vigorosas, con dedos cuadrados. Igual que la mayoría de los cirujanos.

»La enciclopedia de Hans Gross sobre criminología señala que el mejor carterista tiene los dos primeros dedos de su mano profesional de la misma longitud. Por ejemplo, Blystone. ¿La razón? El carterista no tantea a través las ropas del vecino con los cinco dedos. Le pescarían con las manos en la masa si así lo hiciera. Usa sus manos como las hojas de una tijera: el índice y el cordial juntos, el anular y el meñique juntos: los meten y pescan como si fueran unas pinzas. Así.

Sir Henry Merrivale ilustró lo que decía moviendo los dedos como una criatura que delineara la silueta de un asno sobre la pared. Nuevamente, Sanders trató de poner sus ideas en orden.

—Por Cristo —dijo entre dientes—, antes de acabar con este asunto me hará sospechar de todos y de todo sobre la tierra. Primero son ventanas escarchadas. Luego son cuadros en galerías de arte. Ahora es la gente bien vestida de los autobuses. Si alguna vez alguien relata este caso, tendrá que llamarlo El manual del criminal. Entonces, esos cuatro relojes eran solamente…

Sir Henry Merrivale asintió con la cabeza.

—Restos, hijo, restos de Blystone, de viejos saqueos. De alguna manera, Félix Haye se apoderó de ellos, probablemente junto con el número del reloj, el nombre del dueño, y el lugar y fecha en que fueron robados. Esos cuatro relojes tienen la explicación más tremendamente sencilla, tan sencilla que nadie parece haber pensado en ella. En cuanto al brazo del maniquí que hace mucho tiempo le dije que pertenecía a Blystone…

—¿Qué, señor?

Sir Henry Merrivale puso cara huraña.

—Copiado. Gross habla de un individuo que obtenía grandes rentas con uno de esos brazos de maniquí. Lo usa el tipo bien vestido que se sienta a su lado para desviar toda sospecha que pueda recaer sobre él. Está sosteniendo el diario con dos manos y leyéndolo. El pulcro brazo y la mano enguantada que están a su lado son de trapo, mientras que la mano verdadera está utilizando a su gusto sus dedos como tijera.

La verdadera causa de incomodidad quedó al descubierto.

—Pero ¿ese hombre está completamente chiflado? —preguntó Sanders—. ¿Por qué tiene que hacer tales cosas? Es uno de los mejores cirujanos de Londres…

—Uh, uh. La mayoría de la gente también pensaba eso de Jack el Destripador.

—Sí, pero…

—No puede remediarlo, hijo. Es una forma de cleptomanía bien conocida. Consulte de nuevo a Gross. Dennis Blystone ahora tiene un buen trabajo. No necesita ni relojes ni dinero. Me parece que ha dominado esa manía; la ha reprimido y casi hasta se ríe cuando piensa en lo que solía hacer cuando necesitaba dinero. Cómo empezó, no lo sé, pero me acuerdo que, en nuestros días de muchachos, era aficionado a practicar juegos de manos y ya se revelaba terriblemente hábil con sus dedos. Supongo que había veces en que realmente necesitaba el dinero… como todo el mundo. ¿Se atrevería a afirmar que no le pasaría nunca a usted?

Hubo un silencio.

—Pero usted ve ahora —refunfuñó sir Henry Merrivale— por qué estaba la atmósfera tan cargada: el padre que se recupera de una borrachera. Y si la pequeña Marcia se ha portado de manera rara, tunante y artificial respecto a ciertas cosas, puede comprenderlo. ¡Hijo, le confieso que he estado infernalmente preocupado! Si este asunto se descubre…

—Le destruiría.

—¿Le destruiría? Demontre, todo el mundo se le reiría en la cara. No creo que corra peligro de que se le enjuicie. En este aspecto, su delito es mucho más inocente que el de los otros. Es solamente diabólico. Considere únicamente lo que deben de haber sufrido en la casa, lo que él y su familia pensaron cuando supieron lo que Félix Haye había descubierto, y dígame si no es, probablemente, el caso más endemoniadamente serio de todos.

—¿De todos?

—Seguro. Lo tiene todo que perder en el mundo. ¿Se suicidaría, o trataría de destruir las pruebas?

Sanders no lo sabía. En su mente se levantó la alta e imponente figura de Blystone, como si fuera a comenzar una conferencia. Siempre se notaba en él ese aire extraño de debilidad o duda. Pero Sanders pensaba principalmente en Marcia.

—Y ella —dijo— robó, o usted cree que robó, lo que Ferguson estaba escribiendo anoche. La verdadera historia del asesinato.

—No sé, hijo. Parece muy probable.

Por alguna razón, Sanders tenía una sensación de náuseas en el estómago, mucho mayor que la que había sentido la noche anterior.

—Sé lo que piensa —dijo, cuando sir Henry Merrivale quedó callado por un rato. No podía menos que considerar y afrontar los hechos, aunque no tuviera ganas—. En este caso, se ha usado atropina en grandes cantidades. No es un veneno común. Por el contrario, es el veneno de un hombre relacionado con la medicina: especialmente, un hombre como Blystone, que practica operaciones de ojo y de cabeza. Por otra parte…

Sir Henry Merrivale abrió un ojo.

—¡Se está recuperando…! ¿Por otra parte, qué?

—Sería fácil para cualquiera, aun sin saber nada de química, ir derecho a la fuente y obtener la cantidad que deseara. Quiero decir que la hierba original, a trepa belladona, se encuentra en abundancia en los setos vivos ingleses. Cualquier libro de botánica podría haber proporcionado al asesino una descripción completa; no pueden confundirse esas bayas negras del tamaño de una cereza. Si el asesino hierve las hojas y las raíces, puede extraer tanta atropina como necesite. La confiada charla de Masters referente a seguirle las huellas al veneno no tiene bases sólidas. Además, hasta que pueda demostrar que el veneno fue introducido en las bebidas en casa de Haye…

—¡Oh! ¿Eso? —dijo sir Henry Merrivale con desconsuelo—. Ya lo sé.

—¿La atropina no fue puesta por alguien que se coló de fuera mientras nadie observaba las bebidas?

—Así es, hijo. Así es.

Mistress Bartlemy, la patrona de Sanders, estaba fuera. La oyeron resoplar en el corredor y golpear en la puerta como un martinete de vapor. Cuando asomó la cabeza por la abertura de la puerta, estaba, evidentemente, impresionada.

—Una dama y un caballero, señor —anunció, como si afirmara un hecho nuevo—. Sir Dennis Blystone y miss Blystone.

Sanders se arregló.

—Dígale a sir Dennis y a miss Blystone que pasen —dijo.