En su propia cama, en su casa, fugaces sueños perseguían al doctor Sanders. No le alarmaban ni perturbaban indebidamente. La mitad de las veces parecía estar analizando algo o tratando de descifrar un rompecabezas, y, consideraba cuidadosamente los pasos que debían seguirse.
En el fondo, sabía que en la cama de su casa estaba seguro. A veces se despertaba con apagadas palpitaciones en el brazo, principalmente cuando sentía la fresca brisa que penetraba por las ventanas abiertas y oía el tictac de su reloj que yacía sobre la mesilla de noche, al lado de la cama. Pero estas cosas le llegaban mezcladas con las figuras del sueño. Sus sueños tenían cierta relación con una cocina o un lavadero. Él, o alguna otra persona, se agachaba y se movía sobre un suelo de lajas. También por allí le parecía ver un pegajoso pedazo de papel cazamoscas.
Además, ardía un fuego. Alguien estaba tendido al pie de una silla con almohadones, cuyo asiento se había aflojado. Debajo de la silla había periódicos viejos, y Marcia Blystone se inclinaba por encima de su respaldo, mientras Sanders y sir Henry Merrivale se agachaban sobre el cuerpo que yacía en el suelo. La mayor parte de sus sueños se refería al final de la noche, cuando se convirtieron en realidad. Un cirujano de Cheyne Walk le extrajo dos balas del brazo izquierdo. El hueso estaba roto, pero era una rotura sencilla. Ahora lo tenía entablillado. Más tarde, había visto que Marcia Blystone se iba en un taxi, y recordaba, fuera sueño o realidad, que los brazos de ella habían estado alrededor de su cuello.
De manera clara y sin ningún romanticismo, también recordó una voz. Era la voz de sir Henry Merrivale. Estaba irritado. Los amenazó a ambos con un puntapié en el trasero si no se callaban la boca y se marchaban a casa.
Se durmió cómodamente.
Cuando Sanders abrió de nuevo los ojos, se encontró iluminado por el sol de una clara mañana de primavera. Los árboles que se veían a través de las ventanas de su apartamento parecían haber reverdecido de la noche a la mañana. A pesar del estado de su brazo, tenía una extraordinaria sensación de bienestar, una sensación que nada tenía que ver con la presencia de sir Henry Merrivale y el inspector jefe Masters, que estaban al pie de la cama.
—Buenas, hijo —gruñó sir Henry Merrivale—. ¿Cómo se siente ahora? Nosotros pasábamos por aquí… —por alguna razón, sir Henry Merrivale parecía turbado y confuso. Le miró fijamente—. ¡Tome un cigarro! —agregó como presa de súbita inspiración.
Tal vez no fuera una sugerencia muy apropiada. Pero Sanders aceptó el cigarro, mientras trataba de ordenar sus ideas.
—Ferguson —dijo. Y los acontecimientos de la noche se le presentaron nuevamente.
—¡Ah, señor! —le saludó cordialmente el inspector jefe—. Buenos días. ¿Todo anda bien?
—Un poco aturdido. Por lo demás, perfectamente.
Examinó el cigarro, cambiando su postura sobre las almohadas.
—Lo que sir Henry Merrivale está tratando de decir —prosiguió Masters— y lo que no llega a articular, es… gracias. Usted burló a ese Ferguson justo a tiempo, doctor. Sí, fue una bonita idea. Si hubiera tratado de atacarle abiertamente, podría haberle hecho perder pie, para no hablar de su revólver. ¡Pero atacarle por un lado y pegarle ese pedazo de papel cazamoscas en la cara! ¡No estuvo mal, doctor!
—No estuvo mal —repitió sir Henry Merrivale.
Sanders miró las ventanas cuyas cortinas hacía ondular una tibia brisa. De manera que, en cierto sentido, era él. El papel cazamoscas había sido útil para algo después de todo, aunque no lo hubiera usado para entrar subrepticiamente en la casa. Recordaba a Ferguson retorciéndose en el suelo embaldosado al pie de la silla, con su cara adherida a ese pegajoso papel, como si fuera una gran mosca, y la pistola tirada en la habitación mientras Ferguson no podía ver.
No, no había sido parte de un sueño. La silla estaba allí, con el asiento salido en el momento de caer Ferguson. Marcia se sentaba acurrucada en ella, cuando Merrivale fue en busca de un teléfono.
—Sir Henry —continuó el inspector jefe— insiste en llamar a ese individuo un megalómano. No importa lo que eso signifique. Yo tengo una palabra mejor. Esa pistola de aire comprimido Dreuger tiene una carga de ocho balas, y sólo se habían disparado cuatro cuando usted le asió. Sir Henry también desea decirle…
—Puedo hablar por mí mismo, ¿no es así? —preguntó sir Henry Merrivale.
—Bueno, señor, solamente…
—Puedo hablar por mí mismo —repitió sir Henry Merrivale—. Lo que quiero decir, hijo, es esto. Anoche, excitado por el desenlace obtenido, me parece recordar que en algún momento, introduje el tema, con respecto a usted y a la chica, de un puntapié en el trasero. Ahora, sinceramente, tengo que admitir que quizá hablé un poco demasiado apresuradamente. Pero ¡narices!, de todas las tonterías sentimentales que jamás haya oído, las expresiones de afecto y estimación que la hija de sir Dennis Blystone derramó sobre usted fueron, sin lugar a dudas, las más tontamente sensibleras y asquerosas. Además, deseo decir…
Era el estilo parlamentario de sir Henry Merrivale. Sanders articuló unos sonidos.
—Yo… este… no lo recuerdo —dijo—. ¿Llegó a casa sin dificultad miss Blystone?
—Sí. Que yo sepa.
—¿Y Ferguson? ¿Encontró a su testigo?
La expresión de sir Henry Merrivale se puso sombría.
—No, hijo —contestó—. Ferguson está muerto.
Sacó un cigarro.
—Si el estúpido monigote nos hubiera dejado atenderle, habría seguido viviendo. Pero era demasiado tarde. Y él hablaba de gente que quería aparentar ser mayor. Es tan seguro que se suicidio como que alguien trató de cometer un asesinato al verter una gran dosis de atropina en su vaso. Su patrona le trae el desayuno, hijo. Sí, puede levantarse si insiste, siempre que se quede en su habitación y no se mueva en todo el día. Mientras tanto, debemos sentarnos y ponernos a pensar seriamente.
Durante el desayuno, mientras sir Henry Merrivale fumaba furiosamente, y Masters se paseaba por el cuarto, el inspector jefe les informó sobre los acontecimientos que habían tenido lugar en Scotland Yard la noche anterior.
—Pero eso puede ser o no —concluyó—. Lo que quiero saber es qué demonios pasó en casa de mistress Sinclair anoche —se volvió hacia sir Henry Merrivale—. Al parecer, señor, usted preparó el asalto a la casa sin decirme nada. Muy bien: no diremos nada más al respecto…
—Gracias —gruñó sir Henry Merrivale.
—… ¿pero qué hacían ustedes? ¿Qué vieron o encontraron cuando entraron allí? Ferguson era nuestro principal testigo. Y en cuanto le encontramos, alguien le despachaba. ¿Qué pasó?
Sir Henry Merrivale se quedó pensativo.
—Bueno… Se me ocurrió que Ferguson podría estar escondido en casa de mistress Sinclair. Era el lugar lógico en donde buscarlo. Pero si se lo hubiera dicho, usted habría ido con un batallón de policías, como creo que ha hecho otras veces, y Ferguson se habría escapado como un acróbata en un trapecio. Así que pensé echar una mano personalmente. ¿Por qué no? ¡Vaya! ¡Nadie va a decir que tengo un corpachón! Mire esto. Fuerte como…
Masters le miró y se le iluminó el rostro.
—Ya veo, señor. Esa fue la verdadera razón, ¿no es cierto? Sólo para probar que estaba muy ágil —el inspector jefe se enojó—, y tiene un corpachón que, si me perdona, le diré es tan grande como la cúpula de la catedral de San Pablo. Deliberadamente…
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo sir Henry Merrivale, como quejándose—. Yo tengo la culpa. Siempre tengo la culpa, excepto al final de un caso. Entonces me abruma con sus malditos elogios y, según él, sabía que durante todo el tiempo el triunfo estaba en mis manos. Mire, Masters, dos de nuestros amigos, el doctor aquí presente y la hija de sir Dennis Blystone, insistieron en inspeccionar la casa. Pensé que sería interesante ver qué pasaba. Pero no quería hacerles correr el posible riesgo de encontrarse allí con Ferguson. Sería mejor que yo llegara primero y husmeara un poco y viera si realmente estaba Ferguson dentro. Por eso les hice jurar que nos encontraríamos en el jardín del fondo a una hora determinada. No habría habido problemas si uno de sus policías no me hubiera echado el ojo.
—Y usted le tiró una maceta. ¡Qué bonito, señor! ¿Por qué meterse a tirar macetas por ahí?
—Estaba actuando con astucia —dijo sir Henry Merrivale.
—¡Con astucia! Sencillamente, se puso furioso porque el policía le observó, y…
—Le digo que estaba actuando con astucia —rugió sir Henry Merrivale—. No es muy complicado, ¿verdad? El mejor método para descubrir si Ferguson estaba en la casa, y hacerle manifestar algunos síntomas de su presencia, era provocar un bochinche de primera. Como ya lo creo que fue el que organicé. El policía y yo anduvimos por encima del sembrado de pepinos como un par de bailarines, con corpachón o no. Lo malo fue que el canalla insistió en seguirme las huellas. No podía deshacerme de él. No tuve más remedio que refugiarme.
—¿En la casa?
—En la casa. Claro. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mi compañero Shrimp Callowey me había dado un excelente manojo de llaves maestras. Y yo iba a dárselas al doctor Sanders, porque —dijo sir Henry Merrivale, excusándose— no estaba seguro de que él conociera bien la técnica. No iba a mezclarme en el asunto. Pero repito: ¿qué otra cosa podía hacer? Me metí en la casa. Por eso la puerta principal no estaba cerrada con llave cuando mis dos aficionados llegaron.
Masters parecía triste.
—Bueno, señor, quizá sepa lo que está haciendo. Digo que quizá. Pero la cuestión es ésta: ¿qué significa la leche envenenada? ¿Qué pasaba en la casa?
—Envenenador en acción —dijo, lacónicamente, sir Henry Merrivale.
El inspector jefe dio un silbido. Sacó su libreta de apuntes.
—¿No querrá usted decir que vio…?
—Me temo que sí —gruñó sir Henry Merrivale—. A riesgo de atraer sobre mí nuevos rayos y centellas por tener la cabeza llena de serrín, me temo que sí. Déjeme que le cuente. Tan pronto como entré en la casa, fui derecho a la puerta del fondo. Quería ocupar una posición que me permitiera salir al jardín del fondo antes de que llegaran mis aficionados. La casa estaba a oscuras. Y aún no sabía si Ferguson andaba escondido por allí. En realidad, estaba allí. Pasaba por delante de la puerta del pasillo de ese cuarto del fondo, cuando se encendió una luz dentro.
—¿Y luego? ¿Qué hizo?
—Me metí en el armario que hay debajo de la escalera. Y si alguno hace comentarios ingeniosos… ¿No? Bueno. De todas maneras, podía ver la puerta del cuarto. Estaba abierta algunos centímetros; podía ver la silla y la mesa al lado del fuego, con la lámpara encima. Había ruido de movimientos, y oí que Ferguson hablaba con alguien.
—¿Cómo supo que era Ferguson?
—Le vi, por eso lo sé. Sacó la cabeza por la abertura de la puerta y miró a su alrededor. Recuerdo bien sus fotografías, hijo. Él y su compañero, quienquiera que fuese, evidentemente habían estado allí en la oscuridad, mirando a través de la ventana y observando mi pequeña representación en el jardín. Bueno, sacó la cabeza al pasillo, con la pistola de aire comprimido en la mano. Recorrió el pasillo en ambos sentidos, olfateando, y se aseguró con respecto a las puertas de atrás y de delante. Podría haberle agarrado por el pescuezo y habérselo retorcido; pero había alguien más en el cuarto. Y esa persona desplegó una inusitada actividad mientras Ferguson estuvo fuera.
—¿No vio a la otra persona?
—Solamente vi su mano —respondió sir Henry Merrivale—. En una especie de guante color castaño. Ya le dije, si tiene oídos, que la puerta estaba abierta algunos centímetros. Podía ver la mesa al lado del fuego, la lámpara con el periódico como pantalla, el plato de asado frío y el vaso de leche. Creo que la leche caliente acababa de ser preparada. Todavía estaba humeando. La gracia de todo esto, es que mis gafas no son para ver de lejos. Vi unos borrosos guantes marrones saltar y bailar una especie de danza guerrera encima de la leche. Parecían bastante nerviosos. Y estaban manipulando un cuentagotas. Echaron un chorro en el vaso, y casi yerran el tiro. Luego, se pusieron a cepillar y a moverse por allí, como si fuera un camarero que pone la mesa.
—¿Pero no vio siquiera una manga?
—No. La luz era demasiado tenue, y apenas se podía ver. Guantes marrones. Me ponían los pelos de punta, Masters. Le juro que sí. Como si tuvieran vida propia.
Su cigarro se había apagado. Lo hizo girar entre los dedos, y le guiñó un ojo.
—Bueno. Tan pronto como oyeron los pasos de Ferguson que volvían, uno de los guantes dio un salto hacia atrás y desapareció de mi vista. El otro revoloteó sobre el vaso por un segundo, como si se asegurara de no haber olvidado nada. Dudó hasta el último minuto. El cuadro de un envenenador en acción. Justo en el momento en que Ferguson llegaba a la puerta, retrocedió. Oí que Ferguson decía: «Parece que se ha ido, quienquiera que fuese; pero más vale que te vayas de aquí».
—¿No contestó nada la otra persona?
—No. Entonces Ferguson apagó la luz. Ese lugar estaba más oscuro que los infiernos. Oí más ruidos de pasos. Pensé: «Está listo. Ya los tengo, a Ferguson y al asesino». Me estaba preguntando qué debía hacer y cuál era el mejor método de hacerlo, cuando oí otro ruido. Cuando me di cuenta qué era, casi salgo corriendo de mi encierro. ¿Sabe qué era? Eran las persianas que se cerraban. Ese hijo de vampiro, Ferguson, había ayudado al asesino a salir por una de esas grandes ventanas…
—¡Pero usted debía haberse dado cuenta, sir Henry…!
—Claro. Cacaree. Pavonéese como qué sé yo. Así era. Me di cuenta al instante, porque Ferguson encendió la luz. Pareció pasearse durante un minuto, contento como un gallo. Luego, tanteó bajo el asiento de la silla y sacó algunas hojas de papel. Se sentó al lado de la lámpara y sacó una estilográfica. Comenzó a escribir. Era evidente que había estado escribiendo antes. Cuando pasó por mi lado en el pasillo, con su pistola de aire comprimido, había tinta fresca en sus dedos.
Sanders asintió con la cabeza, recordando vívidamente ese índice manchado de tinta que se curvaba sobre el gatillo de la pistola, o que rascaba el vaso de leche envenenada.
—Siga, señor —le urgió Masters.
—No hay mucho más. ¡Bah! No escribió mucho. No acababa de coger su estilográfica cuando hubo otro alboroto en la parte delantera de la casa, fuera —sir Henry Merrivale hizo un gesto con la cabeza hacia el herido—. Eran mis dos aficionados discutiendo con el persistente policía. Deben de habérselo encontrado justo frente a la puerta de la casa de mistress Sinclair.
—Así fue —dijo Sanders, vivamente.
Ferguson se levantó, y de nuevo escondió su escrito, y apagó la luz. Creí que era el momento de salir por la puerta de atrás y encontrar a mis aficionados en el jardín, como habíamos convenido. Maldición, ¿cómo iba a saber que se las iban a arreglar para entrar en la casa por la puerta principal? Sólo me di cuenta de ello cuando estuve en el jardín y oí voces que venían a través de las ventanas del cuarto. De manera que volví nuevamente y entré. Usted sabe lo que sucedió. No supe qué hacer cuando descubrí que Ferguson había engullido más de la mitad de su vaso. ¡Qué noche!
Masters se levantó. Se acercó cojeando un poco hasta la ventana, y se quedó mirando a la calle.
—Dispare —gruñó sir Henry Merrivale—. Dígalo. Diga que perdí a Ferguson y al asesino.
—Así es, señor. Es la verdad. De todas maneras…
—¿Usted concibe alguna esperanza?
—No. Es decir, no exactamente. Pero hay algunos hechos —Masters sonrió sarcásticamente cuando se dio la vuelta—. Ese par de guantes eran del asesino. Muy bien. Encontramos el cuentagotas que usted mencionó. Estaba tirado detrás de las cañerías y tenía atropina. También había cinco gramos en la leche. ¿Ve dónde nos lleva esto? ¿A qué hora vio al visitante?
—Hum. Sí. El par de guantes salió de la casa a medianoche, exactamente antes de que mis aficionados llegaran…
—Lo que elimina a mistress Sinclair —dijo Masters. Su cara divertida se marchitó, y puso mal talante—. Estoy llegando al punto donde no me importan mucho estos contratiempos. ¡Eliminada! ¡Nuestra sospechosa número uno! Tenía muy buenas razones para desear que se muriera su marido. Le corresponde una póliza de seguros de quince mil libras…
—Lo dudo, hijo. Considerando los enredos relacionados con la historia de ese seguro, me atrevo a dudar de que jamás llegue a cobrar un penique.
—En cualquier caso, estaba sentada en mi oficina anoche a las doce. Y ahí tiene, señor. No puede ser su par de guantes. Tiene una coartada tan grande como una casa.
Se quedaron pensando esto durante un momento. Sir Henry Merrivale continuó haciendo girar el cigarro apagado entre sus dedos.
—Entonces, ¿cuál es la próxima jugada? —preguntó—. ¿Tiene usted otras pistas, nuevas o no?
—Me parece que está bien claro, señor. ¿Eh? Me interesará saber —dijo Masters en su estilo más pontificio— dónde estaban los demás a medianoche, exceptuando a mistress Sinclair. Y en cuanto a Félix Haye… Ah, sí. Lo primero: los agentes de la compañía particular de investigaciones…
Sir Henry Merrivale se irguió en su asiento.
—¿Agentes de investigaciones? ¿Qué agentes de investigaciones?
—Usted ya sabe. Cuando mandaron a Haye la botella de cerveza, Ewkeshaw, con otra dosis del veneno de nuestro amigo, dijo a los abogados que pusieran el asunto en manos de una empresa de detectives privados. Así lo hicieron. Esta mañana, Drake me ha mandado un mensaje. Y habían elegido una buena empresa: Everwide. Drake, Rogers y Drake tienen ahora otra opinión. Además de robarles las cinco cajas, nuestro asesino robó algunos valores que pertenecían a Haye. De cualquier manera, los de Everwide les han dicho que han recogido alguna información con respecto a la botella de cerveza. Eso me interesa especialmente en este momento. Ese es el punto número uno.
—Uh, uh. ¿Y cuál es el punto número dos?
—Judith Adams.
—¿Judith Adams?
Masters exhaló un profundo suspiro por la nariz.
—Algo muy extraño, sir Henry. Muy extraño. En la lista de Haye es el quinto nombre de las personas que podrían matarle. ¿Pero quién demonios es? Nadie jamás ha oído su nombre. He telegrafiado a la tía de Haye que vive en Cumberland; la tía no sabe nada. He hecho que Bob Pollard entrevistara a la mitad de la gente que conocía a Haye; no saben nada. Debe de estar muy cerca, si no Haye no la habría incluido como un peligro en potencia. Espero encontrarla. Le digo, señor, que hay gato encerrado en ese nombre. Si hay una tal Judith Adams, ¿por qué nadie la conoce? No hay ninguna Judith Adams relacionada con el caso.
Por lo general, Sanders tenía absoluto control sobre sus músculos faciales. En otra ocasión, no hubiera movido ni siquiera un párpado al recordar dónde había oído ese nombre. Pero esta vez tiró su taza de café sobre el plato.
Masters le miró.
—Ahí tiene —dijo sir Henry Merrivale, con un fuerte suspiro—. Me estaba preguntando cuánto tiempo pasaría antes de que alguien diera con eso. Sí, hijo, hay una Judith Adams relacionada con el caso. La esposa de sir Dennis.