En la desnuda sala de espera de New Scotland Yard, mistress Bonita Sinclair esperaba sentada con señales de correcta paciencia. Pero miraba a intervalos su reloj de pulsera y luego el reloj de pared, como si de vez en cuando se preguntara si había alguna diferencia en la hora que marcaban: En los dos faltaban cinco minutos para la medianoche.
Al otro lado de la sala, el sargento de investigaciones Pollard la observaba. La admiración personal de Pollard por ella no había disminuido, si bien ahora se mezclaba con una admiración de otro tipo.
Mistress Sinclair iba vestida de negro, desde el abrigo de lana hasta el sombrero con el ala levantada hacia delante.
Cuando cruzaba las piernas y se recostaba en la silla, su largo cuerpo tenía una gracia de reina. Su cara, con la boca pequeña y el mentón redondeado, permanecía en completo reposo. Los ojos azul oscuro, nunca se encontraban con los de Pollard; se movían por la habitación, de arriba abajo y por los rincones, con una mirada vacía e indiferente.
Pero esto iba a acabar. Ella sonrió a Pollard con la mirada. Y Pollard, que no estaba en guardia, fue lo suficientemente indiscreto como para contestar la sonrisa. Luego, mistress Sinclair habló:
—Puedo…, ¿se permite fumar aquí?
—Por supuesto, mistress Sinclair. Acepte uno de éstos.
El gran edificio estaba poblado de ecos, y las voces de ambos parecían retumbar con cierta sonoridad a esas horas. Pollard se preguntó si Masters, que estaba en la habitación contigua, podría oírles. Se apresuró a ofrecerle un cigarrillo. Hasta se lo encendió: acto que Masters no aprobaría.
—Muchísimas gracias —dijo mistress Sinclair, con una sonrisa y una leve sacudida de cabeza.
Pollard apagó la cerilla y no supo qué hacer con ella. Finalmente, halló una solución intermedia tirándola hacia atrás, en dirección a las rejas de la chimenea que estaban detrás de él; pero sólo consiguió hacerla aterrizar sobre el chaleco del inspector jefe Masters, quien en ese momento abría la puerta.
—Puede pasar, señora —dijo Masters. Con los ojos le dijo a Pollard que tendrían que hablar; pero que eso sería más tarde. Sobre el escritorio de Masters había una lámpara encendida. Bajo el papel secante, había tres mensajes de la policía francesa. Señalándole una silla, Masters contempló a la dama con cortesía.
—Casualmente, le estaba diciendo al sargento —dijo mistress Sinclair, improvisando un aire de mutua amistad—, que no puedo comprender por qué me ha pedido venir aquí a semejante hora —se sacudió un poco al recostarse en la silla—. Me he enterado de que también está aquí mi pobre doncella. Realmente estoy aterrorizada. No va a tenerme toda la noche levantada, o torturarme para que confiese, o algo por el estilo, ¿verdad?
—No, señora.
—¿Y entonces?
—En primer lugar, señora, debo comunicarle que tiene el derecho, si lo desea, de que la acompañe un abogado cuando la someta al interrogatorio.
Ante tan mal presagio, dudó primero al llevarse el cigarrillo a la boca y luego le miró con perplejidad.
—Pero, verdaderamente, míster Masters, ¿cómo voy a conseguir un abogado a estas horas de la noche? ¿No sería más sencillo esperar hasta mañana y entonces reunimos todos?
Masters parecía de madera.
—Si insiste, señora. También le comunico que tengo noticias muy graves para usted, y que tal vez prefiera oírlas ahora mismo.
Esperó.
—¿Qué noticias? —preguntó con voz ligeramente distinta.
—¿Sabe, mistress Sinclair, que si ciertas personas se encargaran de acusarla, usted podría sufrir una larga condena por chantaje?
Chantaje es una palabra desagradable. Ella mantuvo en alto su cigarrillo, y dudó en quitar con un dedo la ceniza; su pecho se elevó y descendió como si estuviera dormida.
—Pero…, la verdad, no comprendo.
—Seré franco, mistress Sinclair —dijo Masters, echándose hacia adelante como alguien que está proponiendo una ganga—. Sé que su juego se ha acabado; Cualquier policía con experiencia sabe en qué se basa. Aunque le diré que nadie, hasta ahora, lo ha desarrollado tanto, llevado a tal extremo, ni ha hecho tantos añadidos como usted.
Se recostó con satisfacción.
—Es un nuevo aspecto de la profesión de marchand d’art, conocida por poquísimas personas —continuó—. Se trata de cuadros famosos. No sé nada de ello; pero he averiguado por medio de gente que entiende. Omitiremos los nombres verdaderos, señora, aunque aquí tengo la lista de ellos.
Esta vez, Masters golpeó ligeramente sus notas, espaciando cada palabra que pronunciaba.
—Digamos, por ejemplo, que en 1600 y pico el artista italiano Fulano de Tal pinta un cuadro que a todo el mundo le gusta. Es un éxito. Se hace famoso junto con su obra y también con ese cuadro. Bueno, entonces, todo el mundo lo quiere tener. Su ciudad natal lo quiere. Las galerías nacionales de arte de toda Europa lo quieren. El duque Mengano lo quiere para su casa particular. Y así sucesivamente. Todos son buenos clientes, ¿eh? Así que, ¿quién lo va a obtener?
»Bueno, sir Edward Lytle me dice —prosiguió Masters, con satisfacción—, que hasta estos grandes artistas no se andaban con rodeos si se trataba de embolsarse algunos florines de más, o la moneda que se usara en aquella época. Andaban en algo bueno y lo sabían. Tampoco querían ofender a nadie. Así que, entre el duque de Tal y el príncipe de Cual, ¿qué hace el artista? Pinta el mismo cuadro dos veces, y a veces tres o cuatro. Los vende a todos como si fueran originales, y el duque y el príncipe los pueden exhibir ante sus vecinos. En cierta medida, no hay engaño, porque, en realidad, el cuadro es legítimo, pintado por el mismo individuo. Dice sir Edward que ha sucedido miles de veces: sólo que se mantiene en secreto.
Caso curioso, mistress Sinclair pareció respirar más fácilmente. Sus ojos cándidos se abrieron.
—¿Pero qué tiene que ver esto conmigo? —exclamó.
El inspector jefe la detuvo.
—Escuche, por favor. ¿Qué pasa entonces? Pasan cien, doscientos años —señaló Masters de manera amplia, como quien controla el trueno—. Los cuadros de Fulano comienzan a escasear. Generalmente queda uno, por lo general en una galería pública, y se lo conoce como el original. Todo el mundo lo acepta. Nadie sospecha de él. Con todos los millones de copias que pululan alrededor, a nadie se le ocurre buscar otro original, aunque lo encuentre. De la misma manera que no se me puede ocurrir que El despertar del alma que tenemos en la pared de casa…
Mistress Sinclair se estremeció.
—… sea El despertar del alma original, pintado no sé por quién. Pero, según sir Edward, el mundo está inundado de esos originales escondidos. Entonces…
Masters fue al grano.
—Suponga que alguien se ocupa de buscar estos originales, y los encuentra. Digamos usted, por ejemplo. Muy bien, ¿qué es lo que hace? Varias cosas. Va a ver a un coleccionista particular millonario. Le dice: «¿Le gustaría comprar el original de Venus en el baño?». El coleccionista dice: «Señora, la Venus en el baño original está en la Galería Nacional de Leipzig», pongamos por caso. Estoy inventando nombres, ¿comprende?
—Sí. Me he dado cuenta.
Masters arrimó más la silla.
—Así es, señora. Bueno, entonces usted agrega: «Créame, ésta es la Venus en el baño original. Si lo duda, consulte a un experto y verá». Por supuesto, usted no tiene nada que perder con el examen más minucioso. Se dictamina que es auténtico. El coleccionista está loco por comprarla. «Lo vendo —añade—, pero mantenga el secreto o habrá dificultades con los del museo de Leipzig cuando descubran lo que realmente tienen». Lo que se deduce es que a los de la galería de Leipzig les han vendido un cuadro falso, pero usted no dice eso. Sir Edward sostiene que el tipo, como es coleccionista, se frota las manos por lo general, se queda tan contento y mantiene el secreto. Ha conseguido lo que deseaba. Tal vez usted pagó diez libras por esa Venus. La vende por un par de miles. Y, aunque tenga dificultades, lo que ha hecho es legal.
En su fuero interno, el sargento Pollard pensó que nunca más entraría en un museo sin sentirse incómodamente inseguro cuando mirara los cuadros. Qué pensaba mistress Sinclair, no podía imaginarlo.
—No estoy segura de entenderle —observó ella—. Si esto es legal, ¿por qué habló de chantajes?
—Eso no es todo, señora —dijo Masters—. Falta mucho todavía. Si me detuviera aquí, sólo sería una pequeña farsa, siempre que usted se mantuviera dentro de la ley del fraude.
»Donde se pone feo es cuando se las tiene que ver con los grandes museos públicos o privados. Ellos tienen un cuadro famoso. Algo grande, que cuesta, quizá, veinte mil libras, y que medio mundo va a ver. Es la atracción de la ciudad, como la iluminación de Blackpool. Ahora, ¿qué pasaría si alguien descubriera que hay otros originales?
»Es una cuestión de negocios, señora. Una cosa vale porque es única, como una curiosidad. De otra manera no interesa al mercado, lo que es razonable. De modo que, supongamos, usted va al museo tal, les muestra el duplicado de una de sus piezas premiadas. Por ese entonces se encuentran en una posición incómoda. Han gastado demasiado dinero en esa pieza, tal vez más de lo que los directores querían pagar o de lo que el público valoró. “Ahora, dice usted, ¿les gustaría comprar este duplicado para guardarlo en alguna parte, como lo haría cualquiera con sentido común, o lo ofreceré en otro lugar?”. Eso, mistress Sinclair, es lo que llamo chantaje.
»Además, está el pequeño asunto de los cuadros sin terminar. Da algunos chelines entre las grandes entradas. Sir Edward Lytle me lo contó hace mucho tiempo. Cuando muere algún pintor famoso, generalmente deja un montón de bocetos y telas sin terminar. El estafador listo llega allí antes que nadie y compra todo lo que se le antoja. Si tiene un falsificador hábil, el cuadro puede ser completado tan bien que los expertos podrían jurar que es auténtico. Y es auténtico, en su mayoría. Ese es su juego, mistress Sinclair; usted nunca vende nada que no sea auténtico.
Con sus modales más corteses, Masters se recostó. Pero la miró con ceño adusto.
Durante un breve momento, ella no contestó. La habitación estaba a oscuras, excepto la luz que, desde el escritorio del inspector, destacaba cada movimiento de su cara. Miraba hacia abajo, hacia sus manos entrelazadas, de manera que sus párpados parecían de cera y se la podía ver respirar. Por un momento tuvo el aspecto de una mujer que iba a entregarse confiadamente a la misericordia de Masters.
—Todo eso —dijo— es tan terriblemente difícil de probar…
Luego, levantó la vista.
—Perdone mi estupidez con respecto a estas cosas. Pero para probar el fraude en el caso de los cuadros sin terminar tendrá que demostrar que el cuadro tiene la garantía escrita de ser un original. Con respecto al otro asunto, ¿no pertenece realmente al campo de los conocimientos especializados? ¿No son los conocimientos especializados valiosos y recomendables por sí mismos?
—Puede ser. Donde quiero llegar…
—Una galería de arte —le interrumpió mistress Sinclair— no puede entablar un pleito sin publicidad. ¿Y no es la publicidad exactamente lo que tratan de evitar? Luego tendrán que probar en qué términos les fue ofrecido el cuadro, ¿verdad? Solamente estoy preguntando. Creo que lo peor que usted puede decir de mí, lo último, es que todo lo que vendo es auténtico.
—No, no lo peor…
Ella estaba impaciente.
—Supongo que realmente son lisonjas. Debo apreciar que piense que tengo la suficiente inteligencia para inventar esos métodos de…
—No es todo suyo, señora —interpuso Masters, con rapidez, pero al mismo tiempo con calma—. Diría qué buena parte de ella viene de su difunto marido, míster Peter Ferguson.
Sinclair se puso blanca. Era un giro abrupto y alarmante; el sargento Pollard nunca habría imaginado que su cara pudiera adquirir tal expresión.
—Sólo me gustaría darle algunos datos sobre él —siguió, cómodamente, Masters—. Esta noche he recibido una carta que me ha traído un mensajero especial de míster Bernard Schumann, su antiguo jefe. También he recibido un cable de la policía francesa.
»Su verdadero nombre es Peter Ferguson. Tiene solamente cuarenta y dos años de edad, como probablemente usted sabe. Es hijo de un clérigo escocés. Terminó sus estudios científicos en Aberdeen. Es hábil para fabricar toda clase de artefactos, cualquier cosa que requiera habilidad manual. Es un experto gimnasta. Ha desempeñado toda clase de trabajos, incluyendo el de actor: representaba papeles de viejo a los veinticinco años. Empleado de míster Schumann, primero en una oficina de El Cairo que se encargaba de fabricar imitaciones de papiro, donde no había fraude, puesto que se ofrece el material como imitación; luego, en la oficina de Londres. Robó a su jefe. Escapó al continente. Eso es lo que afirma míster Schumann.
»Ahora, lo que dice la policía francesa: Se sabe que Ferguson ha estado en tratos con condenados por robo. Ferguson, alias Peter Sinclair y Peter Macdonald, en este caso con acento escocés. Sospechoso de estar relacionado en una serie de robos, en el mejor estilo científico continental, en los que se usó cal viva para tapar ventanas. Desapareció. Se le creyó en el extranjero o muerto. Pero el 11 de junio de 1935, en Niza, cierto Peter Sinclair se casó con cierta Bonita Fisher, que es usted. Dirección: 314, Boulevard des Cygnes.
»La carta de Schumann remitía adjunta una fotografía de Ferguson. La mandamos a la policía francesa. La fotografía fue identificada por madame Du… no importa, por el portero de esa casa, como correspondiente a Ferguson. En otras palabras, como su marido. ¡Información final! Se supone que Sinclair murió en Biarritz en mayo de 1936, durante la epidemia de viruela que las autoridades silenciaron tan cuidadosamente. Por eso nadie sabe mucho sobre su muerte. No se desea que esas cosas se sepan en los lugares de veraneo. El cadáver fue enterrado con más o menos secreto, por un viejo servidor. El médico extendió el certificado de defunción sin ver el cadáver. ¡Ah! Pero Ferguson no murió. Ahora está en Londres. Justo en este momento, señora, la policía francesa va a obtener una orden de exhumación. Encontrarán que el ataúd está vacío. Y usted cobró el seguro. Eso es fraude, y un fraude que puede ser probado.
Masters agitó su libreta de notas que estaba sobre el escritorio.
Pollard no sabía qué efecto esperaba el inspector. Pero no imaginó ni remotamente que fuera el que surtieron sus palabras. Mistress Sinclair se recostó en la silla y dejó escapar un suspiro de desahogo. Parecía demasiado sincero para ser fingido. El alivio que reflejaba su rostro la hizo palidecer.
—Gracias a Dios —dijo.
Masters dio un brinco.
—¿Puedo preguntarle, mistress Sinclair, por qué dice eso?
Ella mantuvo cerrados los ojos.
—¿Me creerá —preguntó— si le digo la verdad?
—Bueno, señora, puede intentarlo. La obtendré, tarde o temprano.
—Por favor, no diga eso. Ya sé que siempre piensa que no le digo la verdad, y no puedo imaginarme por qué. ¡Sí, sí, sí! Es mi marido. Y no está muerto. Pero le juro —dijo con tranquilidad— que no lo supe hasta la semana pasada. Yo… la verdad es que, cuando creí que había muerto, me alegré.
—La libreta de notas —dijo brevemente Masters.
Ella se irguió en el asiento y movió su cabeza con curiosidad, con la mirada fija. Pollard pensó que había visto esa expresión en la cara de una mujer que iba a contar alguna confidencia en una mesa de bridge.
—No. Permítame que le diga. Lo que no puedo imaginar es por qué o cómo llegué a casarme con él. Pero él… tanto fanfarroneó que llegó a convencerme.
—Oh, ah. Ya veo.
—Usted no ve nada. Lo que no parece entender es que tenía cierto modo de obrar al principio. Lo que más me impresionó, creo, fue su completa seguridad en sí mismo: parecía saber exactamente lo que quería, y estaba decidido a conseguirlo. El problema fue que, a pesar de su fuerza de voluntad y conversación, nunca lo consiguió. Eso le puso furioso. Luego descubrí que, a pesar de sus alardes, no era rico. Tenía un conocimiento superficial de todo, pero en realidad, no sobresalía en nada, con excepción tal vez de tenis y gimnasia. Pero eso hacía únicamente reír a mis amigos. Lo que es más, ese… ese hombre quería que le mantuviera.
Una voz tan clara y musical como la de Bonita Sinclair era imposible que emitiera algo parecido a un gañido. Pero las tres últimas palabras lo sugirieron, mientras sus ojos redondos se fijaban en Masters y ella parecía estar, por fin, de que el inspector jefe estaba reprimiendo una sonrisa.
—Qué inusitado, señora —dijo Masters, ásperamente—. ¿Le sirvieron a usted de algo esos conocimientos en el arte de falsificar, ese oficio que aprendió en casa de Schumann?
Por el momento, las confidencias se acabaron.
—Por favor, no pretenderá decir tal cosa —le contestó sin vacilar—. No es cierto y es una estúpida calumnia. Tengo que hacer cierto trabajo que requiere conocimientos especiales, como ya le dije. Así es.
—¿Así?
—Pero comencé a sospechar que Peter Ferguson era… sí, lo diré, probablemente un criminal. ¡Y, en realidad, eso fue lo último! Cualquier clase de gente es aceptada en la Riviera; pero, como marido, esa momia acróbata resultaba imposible. Le mantuve oculto tanto como me fue posible. Si no, se las hubiera arreglado para insultar a mis amigos…
Masters estaba impaciente.
—¡Vamos! ¡Vamos! Volvamos a la cuestión, mistress Ferguson, y encaremos los hechos. Usted pensó que era una buena adquisición la que hacía. Pero se equivocó. De manera que ambos descubrieron la mejor salida y usted le ayudó a morir a cambio del seguro.
Ella extendió las manos.
—No es cierto. Sigo repitiendo lo mismo. No sabía absolutamente nada de ello. Sólo me alegré cuando supe que había muerto. Ni siquiera estaba allí en esa época. Estaba viajando por Italia con algunos amigos. Usted podrá determinar los hechos. Cuando fui requerida a comparecer, el asunto se había acabado. Él y el sirviente debieron de arreglarse entre ellos con la muerte y el entierro.
Después de atreverse a mirarla fijamente, Masters adoptó un aire persuasivo.
—Ahora, escúcheme. No podemos adelantar nada si insiste en hablar de esa manera. Usted no supone que él fingió su muerte y entierro para divertirse, ¿verdad? Pardiez.
¿No cree que después fue tranquilamente y recogió el dinero de su propio seguro en la compañía?
—No.
—Entonces, ¿qué beneficio iba a sacar con eso? Me temo, mistress Sinclair, que no convencería a nadie si dice que no trabajaban juntos en esa época. Si no hizo ninguna investigación, y, simplemente, se limitó a iniciar la demanda por el seguro…
—Pero eso es lo que estoy tratando pacientemente de decirle. No cobré el seguro. Ni siquiera inicié la demanda.
De nuevo, Masters se levantó lentamente de la silla. Sus ojos parecían congestionados. Hizo un movimiento en el aire como si estuviera tratando de calmar a otra persona que no fuera él.
—Así que, ¿cómo me beneficié? —agregó Bonita Sinclair.
—Me han informado autoridades dignas de crédito —dijo Masters, con una pomposidad que indicaba un peligroso estado mental— de que Ferguson, o Sinclair, hizo una gran póliza de seguro a favor suyo.
—¿No será un chisme? No puede haber obtenido eso en la policía.
—Me dijeron que todo el mundo lo sabía en Biarritz.
Ahora, mistress Sinclair parecía cansada. Levantó la mano y apeló a Masters.
—Por favor, por favor. Más vale que oiga lo que sucedió en realidad —insistió—. Y, luego, me gustaría irme a casa. Sí; por supuesto que él dijo a todo el mundo que tenía una gran póliza de seguro, y que solía pagar las primas con un año de adelanto. Pero, naturalmente, nunca le creí. Pensé simplemente que era parte de su charlatanería habitual. Nunca más pensé en ello.
—¿Y?
—La semana pasada —contestó ella sencillamente—, volví a casa de la Opera, el lunes por la noche, y me encontré a Peter Sinclair sentado en mi sala con sus pantuflas puestas.
Hubo una pausa.
—Esa es la simple, pura y horrible verdad. Todo había sido tan bonito, míster Masters. Creí que me había deshecho de él. En general, he tenido una vida más bien feliz; y ésa era la única parte en que no lo había sido. Pero allí estaba él. Dijo que había venido por su participación en el dinero.
»Luego descubrí la verdad. No me había mentido. Se había realmente asegurado, por quince mil libras, en la oficina de París de la London Pari-Annual. Había dejado la póliza en una caja fuerte en Biarritz, pues creía que yo sabía todo eso. Y aún está allí. Realmente, había pagado las primas con anticipación; de manera que nadie en la compañía hizo averiguaciones y nadie recibió la notificación de su muerte.
»¿No ve la maldad, la maldad —Pollard deseó que no siguiera acentuando la palabra— que ha cometido? No se atrevió a mezclarme en su plan, porque yo no hubiera consentido tal cosa. Me tendió un lazo porque rehusé mantenerle. Aseguró su vida y fraguó una muerte falsa. Creyó que trataría de cobrar el seguro, como, por cierto, habría hecho. Si la compañía rehusaba pagar, o si ponía dificultades, se habría desvanecido y yo tendría que haber soportado la vergüenza. Si la compañía pagaba, él aparecía después de un tiempo conveniente para… para hacerme víctima de un chantaje. Y no me habría atrevido a delatarle.
Hizo una pausa, moviendo sombríamente la cabeza, y agregó dos cosas:
—Ese es Peter Ferguson. No me hizo mucha gracia. Había demasiado dinero en el asunto. Pero casi me reí de la cara que puso cuando supo que se había perdido. Como no hubo escándalo, pensó que había cobrado el dinero. Pero mientras comía bellotas y soñaba con el dinero, la póliza estaba allá en Biarritz sin que nadie la reclamara. Sentados, nos mirábamos solamente el uno al otro… la momia siniestra…
Sus propias palabras parecían haberla inducido a una especie de hipnosis. Se sacudió como para quitársela de encima. Pareció iluminarse por un lado y sentir miedo por otro.
—¡Uf! —exclamó Masters.
Pero su cara se mantuvo impasible.
—Así es, mistress Sinclair. El mismo Ferguson dijo que nos la tendríamos que ver con el grupo de pillos más inteligente de Europa.
Y es cierto.
—Le he contado todo —murmuró ella, no prestando atención a las palabras de Masters y levantando nuevamente los ojos—. Puede ver ahora que no gané nada en esta horrible muerte fraudulenta; puede ver que no estuve metida en ningún fraude.
—Pero, tal vez, en cosas peores. ¿Dónde está Ferguson ahora?
—En mi casa.
—Oh, ah. Ha estado allí todo el tiempo, ¿verdad?
—Pero ¿qué podía hacer? ¿Qué podía decirle? Me ha estado amenazando con toda clase de cosas. Realmente, nada que pudiera decir sobre mí —dudó cuando el teléfono que estaba sobre el escritorio de Masters sonó, y su voz se arrastró cuando éste contestó. Todavía siguió murmurando palabras incoherentes que Pollard no pudo oír; pero los ojos de Masters no la dejaron mientras hablaba por teléfono—. ¿Es para mí? —gritó ella—. Es para mí, ¿no es verdad?
Con gran deliberación, Masters colgó.
—Dígame —dijo suavemente—. ¿El seguro de vida de su marido había sido pagado con un año de adelanto?
—Sí.
—Ajá. ¿Y sabe cuándo expira la póliza?
—Eh…, en mayo de este año; creo que me dijo Peter.
—Quince mil libras —dijo Masters—, y un mes por delante. Por fin puede cobrar esa póliza. Ferguson está muerto, y esta vez para siempre.