La tenue incandescencia se mantenía constante, Sanders se sintió ahorcado, aunque conservaba la cabeza extrañamente despejada. Sobre el papel estampado de la pared, en el rincón que quedaba detrás de Ferguson, colgaba un dibujo de un aula, hecho por Picasso, si era auténtico. Y, ahora, Sanders sabía por qué Ferguson le había resultado tan curiosamente familiar, y descubrió a qué se parecía. Se parecía a un maestro de escuela un poco rudo, sentado con el puntero sobre sus rodillas. Hasta se veían manchas de tinta en sus dedos.
Pero no era un puntero lo que había sobre las rodillas de Ferguson y sus dedos acariciaban. Se trataba de una pistola de acero plateado y cañón grueso, de un modelo que Sanders no había visto nunca.
Cayó una brasa en el hogar, haciendo un pequeño ruido, y Ferguson habló mientras el índice manchado de tinta se movía sobre el gatillo de su pistola.
—Bueno —dijo con su voz ronca y sensata—. Bueno… Le dije que no se metiera en este asunto —agregó.
Luego, siguió con el tono de un maestro que discute con un alumno disconforme por sus notas en el examen.
—Para empezar, no diga tonterías, jovencito. Su amigo el policía puede quedarse fuera. Pero usted no va a silbar para que venga, jovencito. Si lo hace, le meteré una bala en el cuerpo. Y no crea que el disparo me delatará, porque es una pistola de aire comprimido. Sólo para mostrarle que no pienso aguantar ninguna de sus tonterías, le haré una demostración como primera medida.
Casi no se notó que levantaba la pistola de sus rodillas. Aunque Sanders vio que su mano retrocedía por una sacudida, no oyó más que el ruido del gatillo y un sonido sordo un poco más fuerte que el que produce el disparo de una pistola de aire comprimido de juguete. Junto con ello, como parte de la misma fantasmagoría, Sanders sintió un firme empujón como si alguien le golpeara al pasar el hombro izquierdo, y un rápido pinchazo en el brazo izquierdo, más arriba del codo. Nada más. Tal vez los ruidos se intensificaron en su propio cerebro.
Pero le pareció que la cara de Ferguson se alteraba un poco. Miró hacia abajo. Había un desgarrón en la manga de su chaqueta, que dejaba al descubierto el forro y la crinolina que se habían manchado. Comenzó a sentir el brazo caliente y húmedo, como si le pesara. Posiblemente, unos segundos después del disparo, algo hirió su brazo, y Sanders sintió que le ardía como un fuego y que se le hinchaba.
Pero aún no se había dado cuenta de que tenía incrustada una bala. Sin embargo, comenzó a sentir náuseas.
—Hay un periódico sobre el brazo de la silla que está a su lado —dijo Ferguson—. No, no baje la luz; use su mano izquierda.
Coja el periódico y extiéndalo debajo de usted. Quédese sobre él. No quiero que su sangre manche la alfombra. Haga lo que le digo. ¿Ha entendido bien? —agregó—. ¿Le haré otra demostración a la joven?
—No —dijo Sanders—. Si tiene que despachar a alguien, que sea a mí.
—Bien. Lo haré —declaró Ferguson, y disparó nuevamente.
Esta vez Sanders no supo o no tuvo interés en saber si había sido herido. Lo que no podía relacionar era la tranquilidad petulante y agria de las palabras de Ferguson con los solapados y tranquilos movimientos de su dedo en el gatillo.
—Tendrá que aprender —prosiguió Ferguson— que algunas cosas de este mundo son serias. Le previne. Pero, no, usted lo sabía todo. Usted y esta joven se creían demasiado desarrollados para divertirse con juguetes. Eran dos personas mayores. Muy bien, sufran ahora las consecuencias. Haga lo que le diga. Deme esa redoma de fósforo. Tome el periódico con su mano derecha y póngaselo debajo del brazo. Sí, le dolerá un poco; pero podría haberlo herido en un lugar donde le doliera muchísimo más. Si derrama algo sobre la alfombra, cuidado con ese periódico, le meteré otra bala. Ahora, caminen delante de mí.
Parecía un maestro de escuela que castigaba a un alumno de diez años por haber abusado de su paciencia. Eso fue lo que produjo en Sanders una rabia tremenda y turbadora. Pero no podía hacer nada y lo sabía.
Marcia, aunque estaba muy pálida, caminaba con calma. Al final de la habitación había una puerta que Ferguson hizo abrir a Sanders.
Por ella llegaron a un pasadizo, y luego a una pequeña habitación en donde, evidentemente, Ferguson se encontraba cómodo.
Había una lámpara con un diario como pantalla, encendida sobre una mesa cerca de la chimenea. En la ventana había gruesos postigos y, además, colgaban amplias cortinas rojas para no dejar filtrar ni el menor rayo de luz. El suelo del cuarto estaba cubierto por lajas, y tenía algunas cañerías y una máquina de planchar metidas en un rincón; olía a siglos de ropa lavada. Pero había colocada una silla con almohadones ante un fuego brillante. Sobre una mesa, un vaso de leche caliente; y a un lado, un plato con asado frío, pan y una vinagrera. Ferguson se sentó en la silla con almohadones. Sanders observó que calzaba pantuflas, y tenía una estilográfica en el bolsillo superior.
—Siéntese ahí —le dijo— y salga de la alfombra.
—Cuando le cuelguen —dijo Marcia— bailaré delante de su celda.
Sanders pensó que Marcia iba a empezar a llorar. Ferguson la miró sin animosidad.
—Cállese la boca, joven —dijo—. Nada tengo que decirle. Ha hecho la tonta y aguantará lo que le pasa. Es todo lo que sé —miró luego hacia Sanders—. Pero tengo algo que decirle a usted.
El brazo de Sanders era una masa dolorosa y su cabeza comenzaba a dolerle violentamente. De todas maneras, trató de conservar clara la vista. Con la pistola en su mano izquierda, Ferguson bebió unos sorbos de leche caliente. El olor a ropa lavada era opresivo y denso.
—Venga, tome esto —agregó Ferguson, tirándole una servilleta—, y átesela. Acerque esa tina. No quiero que se desmaye. Está bastante débil. Ahora dígame algunas cosas. Así que sabe quién soy y qué soy, ¿no es cierto?
Sanders trató de calmarse.
—Sí.
—Bueno, ¿quién soy y qué soy?
—Su nombre es Peter Ferguson, y Haye tenía suficientes pruebas en contra de usted para hacerle colgar. Su profesión es la de ladrón nocturno, y está casi en las últimas. Tal vez sea como usted dice, pero también soy médico, y le diré lo siguiente: usted no es tan viejo como parece, tiene unos diez años menos de los que aparenta. Su verdadera edad anda por los cuarenta y cinco.
Nuevamente, trató de afirmarse, y de enfocar bien la vista.
—Parte del juego es su apariencia de viejo y su aspecto de empleado. La mayoría de la gente imagina a los ladrones como tipos jóvenes y rudos. Si se encuentran con usted en una oficina que está saqueando, se encontrarán con un hombre viejo, de gafas, con manguitos de escribiente, una pluma detrás de la oreja, y sin chaqueta. Es uno de los mejores disfraces que se han inventado.
Ferguson no hizo ningún comentario; continuó sorbiendo su leche.
—Y no sospecharían que es un ladrón —prosiguió Sanders lentamente—. No pensarán que tiene suficiente agilidad. Pero sólo con fijarse en su manera de andar pueden darse cuenta. Así fue cómo salió anoche del edificio. El inspector jefe dijo que había una cañería para desagüe sobre la pared posterior del edificio; pero que estaba demasiado alejada de la ventana para que cualquier hombre normal pudiera alcanzarla. Tenía razón, por supuesto. Pero un ladrón pudo hacerlo sin ninguna dificultad. Y usted lo es.
Ferguson miró hacia los lados. Su cara casi no reveló ninguna expresión. Su índice manchado de tinta arañó el vaso que sostenía.
—Eso me sorprende. Tiene razón —reconoció—. Un poco más inteligente de lo que parece, ¿verdad? ¿Sabe esto la policía?
—Claro que lo sabe. Masters y sir Henry Merrivale lo adivinaron esta tarde, cuando se dieron cuenta de que usted y mistress Sinclair estaban relacionados, y que la cal viva y el fósforo, en realidad, le pertenecían a usted. Además, usted fue lo suficientemente burro como para dejarse las gafas cuando se escapó. Eso demostró que su edad y su debilidad general no eran las que representaba. Si realmente hubiera necesitado esas gafas, si estuviera acostumbrado a llevarlas, no las habría olvidado, como no habría dejado sus pantalones. Lo que es más, fue lo suficientemente tonto como para dejar sus huellas digitales sobre las gafas. Si le conocen en Scotland Yard, como sospecho, ahora ya se habrán enterado de todo lo que le concierne.
Habló con calma, enlazando las pruebas con su cuidadoso estilo habitual, aunque se sentía desvanecer y estaba bastante atontado. Las cosas se le presentaban violentamente; colores y sonidos. Lo que más claramente recordaba era el aceitoso sonido de la pistola y el ruido sordo que siguió, como el ruido de alguien que golpea una alfombra; y la pistola seguía apuntando constantemente hacia él desde la silla de Ferguson. Luego, el olor del lavadero se le metió en la nariz, y allí se quedó.
Pero algo de lo que había dicho conmovió a Ferguson. Los ojos de éste despedían un brillo más curioso.
—La policía no me conoce, jovencito. ¿Qué es eso de que estoy relacionado con mistress Sinclair?
Silencio.
—¿Va a contestar cuando le preguntan? ¿O no le he explicado bastante claramente que no voy a aguantarle ninguna tontería?
—No —dijo Sanders—. Ya se ha dado demasiado el gusto. Ya sé que me tiene a mal traer, y supongo que debo de estar bajo los efectos de cierta anestesia, pero me ha disparado dos tiros, y no me duele demasiado, así que ¿por qué tengo que tenerle miedo? Usted no me gusta, ni me gustan sus modales. Lo cierto es esto: ¿qué va a hacer una vez que haya terminado de dar en el blanco de mi cuerpo?
Ferguson, como una deidad, no se molestó en comentar o discutir. Lo único que hizo fue levantar de nuevo la mano.
Aunque se oía ruido de pasos fuera, en el corredor, sus ojos apenas pestañearon. Se movió un poco para cubrir la puerta. Con un profundo y ruidoso suspiro, sir Henry Merrivale abrió la puerta y asomó su vieja chistera por el vano. La cara de sir Henry Merrivale parecía encapotada y obtusa.
—Bueno, hijo, ya se ha divertido bastante con eso —dijo sir Henry.
Hubo un silencio. La mano de Ferguson se movió.
—Vaya para allá, al lado de ése —dijo Ferguson.
Sir Henry Merrivale obedeció las órdenes. Fue pesadamente a colocarse al lado de Marcia y Sanders, cogió una silla de cocina y resopló al sentarse. Su chistera estaba sobre la nuca, y las comisuras de sus labios hacían una mueca descendente como si estuviera oliendo un huevo podrido. Su abrigo estaba abierto; y se veía el cuerpo adornado con la cadena de oro del reloj que colgaba de un bolsillo. Después de una breve mirada de inteligencia dirigida a Sanders, se recostó y se puso a jugar con los pulgares No dijo nada. Parecía aún más siniestro porque no decía nada.
—Oh, sí —dijo Ferguson, como si se acordara de repente—. Ya sé quién es usted. Es el cómico de Whitehall que hace reír a todo el mundo. ¿También tiene la impresión de que no hablo en serio? Supongo que era usted quien andaba corriendo por el jardín del fondo hace un rato.
—Tiene razón, hijo. Pensé que sería prudente atraer la atención de la policía hacia la casa esta noche, especialmente porque pensé que usted andaría por aquí. Créame, si estos dos jovenzuelos hubieran obedecido mis órdenes y se hubieran reunido conmigo en el jardín del fondo, podría haberse ahorrado algunos disparos. Usted es un tipo guapo y valiente. Le admiro.
Ferguson le miró por primera vez con pálida y escéptica sonrisa. Parecía que las venas de la frente se le hinchaban.
—Le atenderemos en un minuto —dijo—. Mientras tanto, hable.
—Seguro —convino sir Henry Merrivale—. Igual que el doctor aquí presente, quiero saber qué terreno piso. No puede seguir metiendo balas a la gente y luego salir a la calle y decir: «Le he dado su merecido, váyanse a su casa». A menos que piense matar a alguien.
—Yo no mato —dijo Ferguson—. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. Esa es una escapatoria estúpida. Todavía no he decidido lo que voy a hacer con ustedes; pero puedo entregarles a la policía, a la cual son tan aficionados. Ustedes son unos ladrones.
—Uh, uh. Puede hacer eso. Pero hay dos razones por las cuales no lo hará.
—Hable —dijo Ferguson.
—Bueno, estaba pensando…
—Hable.
—Muy bien, hijo. La primera razón es que, en teoría, se supone que usted está muerto. Usted es el marido de mistress Sinclair, que murió en Biarritz hace un año. Y ella cobró un fajo de billetes por el seguro, con ese cuento.
—Hable.
—Se nos ha ocurrido esa pequeña idea de que ustedes dos estaban relacionados. El doctor le estaba contando eso hace un rato. Masters y yo nos preguntábamos cuál sería la relación. Luego hemos hablado esta tarde con el sargento Pollard, que hoy ha recogido muchas informaciones respecto a mistress Sinclair. Su último marido fue un tal Peter Sinclair, que murió durante una epidemia de no sé qué en Biarritz, en 1936. Lo único que la gente parecía recordar de él era que había sido una persona de edad madura que dejaba boquiabierto a todo el mundo por su tremenda agilidad en el campo de tenis. Entonces, sabíamos que usted no era tan viejo como parecía. Sabíamos que era un ladrón profesional de gran destreza. Hemos conseguido algunas informaciones por medio de Schumann y la policía francesa. De manera que, con respecto al difunto marido de mistress Sinclair, he mirado a Masters y le he dicho: «¿Podría ser?». Y él me ha mirado y me ha dicho: «Lo averiguaremos…». Y lo hemos averiguado. Hijo, el juego se está poniendo divertido. Sinceramente, se está…
Ferguson se recostó en los almohadones de la silla. Junto a su párpado se notaba una pequeña contracción nerviosa.
—Sería interesante, si tuviera tiempo —prosiguió sir Henry Merrivale con cara de bobo—, resumir de alguna manera su carrera y la de mistress Sinclair. Porque, en distintas épocas, han realizado algunas truhanerías muy inteligentemente preparadas. Pero no sé si trabajaron juntos o separados.
—Puede seguir preguntándoselo —dijo Ferguson—. Mientras tanto, ¿qué más sabe? Quiero más hechos. ¿Si tiene tiempo? ¡Tiempo! ¡Si tiene todo el tiempo del mundo!
—Ya sé, hijo. Pero usted no.
—¿Va a empezar a hablar —dijo Ferguson— o tendré que darle un pequeño remedio? Tal vez no le sentara mal.
—¡Oh, mire! ¡No sea tan burro! ¡So zopenco megalómano! Lo que estoy tratando de decirle…
Ferguson disparó al aire. Como en una pesadilla, Sanders oyó el familiar ruido como si tuviera conciencia de todos los resortes engrasados que se movían dentro de la pistola. Se inclinó a un lado inconscientemente, hacia la tina que comenzaba a mancharse en ese cuartucho lleno de olores. Pero oyó otro ruido que se mezclaba con el primero; y vio que la bala había hecho un agujero a pocos centímetros de la cabeza de sir Henry Merrivale. Marcia Blystone dejó escapar un grito como un susurro. Ella tendría que esperar mucho. La expresión de sir Henry Merrivale no cambió.
—Erró —dijo.
—Malo —dijo Ferguson, con excitación—. Eso quiere decir que debemos intentarlo de nuevo. Si…
—Yo de usted no lo haría —dijo sir Henry Merrivale, moviendo la cabeza—. Puede mandarme al cielo si sigue intentándolo y si su pulso se mantiene firme, lo que no logrará. Pero no sería prudente. Alguien ha jugado sucio con usted, hijo. Había veneno en esa leche caliente que ha estado bebiendo, hijo. Y, a menos que deje de hacerse el gracioso y me deje darle un antídoto, estará muerto dentro de diez minutos.
Hubo una pausa de tal intensidad que hasta el crepitar del fuego pareció intensificarse. El doctor Sanders levantó rápidamente la vista. Vio la mirada de Ferguson, y comprendió, Los síntomas de la atropina se presentaban con tal rapidez que, esta vez, a alguien se le había ido la mano en la dosis.
El tono amargo y divertido a la vez de Ferguson rompió el silencio.
—Qué inteligentes somos todos, ¿verdad? —dijo—. Somos demasiado inteligentes para nuestra edad. No trate de hacerlo, Merrivale. A mí nunca me cogieron con trampas. Ahora, siga hablando.
Los ojos de sir Henry se abrieron.
—No cree que sea una trampa, ¿verdad? —dijo—. ¿No siente acaso sus propios síntomas?
—Estoy muy cómodo, gracias —contestó el otro. Una de sus pantuflas se le había salido y se deslizó por el suelo; la recogió tanteando con el pie—. Pero usted no lo está; estará mucho más incómodo cuando haya terminado. ¿Qué más sabe?
Hada mucho calor en la habitación. La cabeza de sir Henry Merrivale comenzaba a sudar.
—¡Déme esa pistola! Maldito sea, ¿quiere quedarse ahí sentado y suicidarse con dos médicos en la habitación?
—Debo arriesgarme. Le advierto, Merrivale: termine con sus tonterías y conteste a mis preguntas. ¿Cómo sabe que…?
Sir Henry Merrivale se puso de pie.
—Vamos, hijo. Déme esa pistola.
—Está bien. Miren al pajarito —dijo Ferguson. Levantó la pistola de aire comprimido y apoyó la muñeca sobre el brazo de la silla para hacer puntería.