8
LAS CAJAS LACRADAS

Más o menos a la misma hora de esa misma tarde, el sargento de investigaciones Robert Pollard, según las instrucciones recibidas del inspector Masters, entraba en las oficinas de Drake, Rogers y Drake, en la calle Gray’s Inn.

Pollard había dedicado la mañana a reunir la información más completa posible sobre las distintas personas relacionadas con el caso. El resultado le había deprimido y aturdido. Según las informaciones secretas de Fleet Street, sir Dennis Blystone era intachable. Se había hecho mención, por supuesto, de su asunto con mistress Sinclair. Pero sir Dennis realizaba muchas obras de caridad; tenía buena reputación; no era amigo de fanfarronadas; nunca tomaba un taxi cuando un autobús bastaba; y así por el estilo.

Como mistress Sinclair y Bernard Schumann eran conocidos negociantes, Scotland Yard y los amigos periodistas de Pollard pudieron proporcionar información. Los negociantes de obras de arte más suspicaces hablaron de mistress Sinclair en términos tan vehementes que no podía dudarse de su sinceridad. En cuanto a Schumann, no sólo fue descrito como un hombre honesto; era un hombre muy perseguido, a quien, una vez, un desastroso incendio en su barraca de El Cairo destruyó mercaderías no aseguradas por valor de diez mil libras. Hasta Félix Haye despedía olor de santidad en todo Londres.

Los escándalos en la Bolsa no son frecuentes. Esto hizo blasfemar a Pollard. Pollard, que ingresó en la policía después de pasar por Harrow y Cambridge, hallaba con frecuencia sus teorías aplastadas ignominiosamente por el inspector jefe. Pero ahora tenía ciertas ideas precisas que evidentemente no cuadraban con las de Masters.

Le parecía que Masters no prestaba debida atención a dos pistas; primero: el estoque, y segundo: la chica, Marcia Blystone.

Aquella mañana Pollard interrogó al encargado del apartamento de Haye, el retorcido irlandés que había visto la noche anterior. Timothy Riordan todavía apestaba a whisky y a suspicacia, pero por lo menos era coherente. Nada sabía, juró, sobre los acontecimientos de la noche anterior. Nada había visto ni oído durante la noche. La última vez que vio a Haye con vida fue algo después de las seis de la tarde, cuando éste salió a cenar; le había encontrado en las escaleras, y Haye le ordenó que arreglara el apartamento, porque recibiría invitados aquella noche.

¿Había cumplido esas órdenes? Sí, lo había hecho. Sobre este punto, el viejo Timothy parecía aún mucho más arisco y suspicaz. Lo había limpiado inmediatamente y bajó al sótano en seguida. No vio llegar a ninguno de los invitados aquella noche, porque se metió en la cama a las diez y media.

¿Respecto al paraguas-estoque? Claro que lo conocía. Pertenecía al propio míster Haye; y él, Timothy, lo vio en el apartamento, la última noche, cuando estuvo limpiando.

Esto interesó a Pollard. Masters, pensó el sargento, estaba tan obsesionado por el problema de la atropina, que casi no se había detenido a pensar en el arma con la que cometieron el crimen. ¿Por qué un estoque, si el asesino fue capaz de envenenar las copas con atropina? ¿Por qué precisamente ese estoque? ¿Y por qué, después del asesinato, lo dejaron en un lugar tan visible como la escalera?

También había descuidado a Marcia Blystone.

—No es mi tipo —le dijo Pollard después de hablarle. Por lo que había visto, le gustaba mucho más mistress Sinclair. Los chismes de Fleet Street decían que mistress Sinclair había enterrado a dos maridos.

El último fue un hombre de negocios entrado en años, a quien sólo recordaba por su sorprendente agilidad en el campo de tenis. También tuvo un montón de admiradores en la Riviera; uno de ellos, un rico italiano, se había entusiasmado tanto por sus encantos, durante una cena íntima, en Montecarlo, que le había dado un ataque de apendicitis, del cual murió.

En su fuero interno, Pollard comprendía esto muy bien. Marcia Blystone tenía algo de muchacho, y el sargento detestaba las mujeres varoniles. Con sinceridad, no podía negar que Marcia era muy bonita; pero sospechaba que sufría ciertas rabietas, malos humores y languideces. Y estaba convencido de que mentía con gran facilidad.

¿Era Ferguson un testigo, un testigo al cual buscaban frenéticamente? Sí; pero también lo era Marcia Blystone. Ella esperó fuera del edificio donde asesinaron a Haye. ¿Durante cuánto tiempo? Ella había dicho que por lo menos durante una hora. El forense no podía decir con certeza cuándo apuñalaron a Haye, y sólo podía afirmar que fue entre las once y las doce. ¿Habría visto algo la chica? ¿Habría entrado en el edificio? Y en cualquier caso, ¿qué participación tendría en el asunto?

Hasta allí llegó Pollard en sus disquisiciones mientras subía por la empinada escalera de la casa de ladrillo rojo de la calle Gray’s Inn, en donde Drake, Rogers y Drake establecieron su firma antes del nacimiento de la reina Victoria. Pollard conocía muy bien la casi terrible integridad de Drake, Rogers y Drake, quienes siempre actuaban y hablaban en consonancia, como trillizos siameses. Olió la atmósfera tan pronto como entró. Un viejo secretario le llevó a la presencia de Charles Drake, el socio más joven. Este parecía preocupado. Era un hombre de cincuenta años y pico, activo, agresivo, que no perdía el tiempo en tonterías, que se bamboleaba como un marinero al andar y que llevaba unas gafas que le arrugaban el caballete de la nariz, produciéndole una joroba. Parecía que quisiera intimidar a sus clientes con sus modales; pero, por debajo de ellos, Pollard percibía ahora cierta incertidumbre respecto a la primera catástrofe que afectaba a la firma después de la Revolución francesa.

—Esto es delicado —dijo, saludando a Pollard en una oficina tan pequeña que apenas podía darse la vuelta—. Supongo que mi padre conoce mejor el asunto; pero no creí que avisara a la policía. Este… todavía, en todo caso. ¡Espere!

Los ojos de Charles Drake, que se veían a través de las gafas, eran grandes y grises, e irradiaban tanta simpatía como dos ostras. Pero, por lo menos, eran lo suficientemente humanos como para revelar su consternación. Drake alzó una mano como si fuera un agente de tráfico que quisiera detener a Pollard.

—¿Quiere decir que usted ha venido por la muerte de Haye?

—Sí, señor, por supuesto. ¿Por qué, si no, habría venido?

—Ladrones —dijo brevemente Drake—. Pero lo supuse. ¡Espere!

Nada podía hacerse si no había quorum de directores. Por medio de una serie de embajadores, Charles Drake requirió la presencia de Wilbert Rogers, quien le seguía en importancia. Rogers era un hombre delgado y digno, que habló una o dos veces, pero con gran solidez.

—Sí, lo suponía —continuó Drake—. Vi en los periódicos de esta mañana que se referían a ello. Pero todavía no le he comunicado nada a mi padre. No es prudente molestarle antes del almuerzo. ¿Podría saber si Haye fue asesinado?

—Así es, señor.

—También me lo suponía. Muy bien; usted está aquí. Tendremos que discutirlo. Saque su libreta, y le diré los hechos.

Tenía el aspecto de alguien que se dispone a dictar, y sus manos nudosas se abrían y cerraban mientras Hablaba. Después de cambiar un gesto de asentimiento con Rogers, se recostó en su silla y habló como una ametralladora.

—Félix Haye —dijo— era un corredor de Bolsa y sus oficinas estaban en el 614 de Leadenhall Street. Ha sido nuestro cliente durante once años. Por favor, míster Rogers, ¿me corregirá si me equivoco? Gracias. Era soltero, y su único pariente superviviente es una tía que vive en Cumberland. Hace exactamente una semana, el siete de abril. Haye vino aquí y declaró que alguien había tratado de asesinarle.

Pollard dio un salto en la silla. El tono de Drake era meramente profesional.

—¿Dijo quién había intentado matarle?

—No —dijo el otro, acercando un bloc de papel—. Trajo media botella de cerveza Ewkeshaw para que nosotros la examináramos. Además, tenía la caja de cartón y el papel con que la había envuelto y una carta explicativa. La carta estaba redactada en una hoja con el sello de Ewkeshaw, en la cual se veían escritas a máquina las palabras: «Obsequio de Horace Ewkeshaw amp; Co. Ltd.». Haye afirmó que tenía razones para creer que la carta era falsa, y que el contenido de la botella estaba envenenado.

—Ya veo. Una vieja treta —comentó Pollard, como si fuera un detective de larga experiencia.

—Como usted dice, una vieja treta —asintió Drake con el aire cínico de un envenenador de más larga experiencia aún—. Nos pidió consejo. Mi padre le sugirió que acudiera a la policía, aunque no estuve de acuerdo con ese punto de vista, como tampoco Haye. Nos pidió que mandáramos la botella a un químico para que hiciera un análisis y, en caso de estar envenenada, que pusiéramos el asunto en manos de una empresa particular de investigaciones, digna de confianza. ¿Ha anotado eso?

—Sí, señor.

—Bien. Cumplí sus órdenes. Dos días más tarde, el nueve de abril, recibimos el informe del químico. La botella contenía diez gramos de un veneno narcótico llamado atropina.

—¿Atropina?

—A-t-r-o-p-i-n-a —deletreó Drake, concienzudamente.

—Muchas gracias. ¿Qué ocurrió con la botella?

—Un momento —dijo el abogado con aspereza—. Debemos anotar los hechos en orden, o no le serán de ninguna utilidad. Haye vino a vernos esa misma tarde, y le comunicamos los resultados del análisis del químico. Quedó turbado. Luego se fue, diciendo que volvería después de meditar sobre el asunto.

»Lo hizo a la mañana siguiente, el diez. Por lo general, mi padre no viene a la oficina los sábados por la mañana; pero míster Haye insistió tanto, que nos vimos obligados a traerle desde nuestra casa de Bloomsbury Square, para que estuviéramos todos presentes.

»Entonces, míster Haye nos mostró cinco paquetes que colocó sobre el escritorio… este… como un brujo. Cada paquete era una caja de cartón de más o menos quince centímetros de largo por diez de ancho. Cada caja estaba envuelta en grueso papel de estraza, atada con una fuerte cuerda y sellada en dos lugares distintos con lacre rojo que llevaba la marca de su propio sello. En cada caja había escrito un nombre con tinta. Aquí está la lista de los nombres.

Sacando una carpeta forrada en azul del cajón de su escritorio, copió unas palabras en una hoja del bloc y se la alcanzó al sargento. Pollard leyó:

  1. Bonita Sinclair
  2. Dennis Blystone
  3. Bernard Schumann
  4. Peter Ferguson
  5. Judith Adams

Pollard puso con inseguridad la hoja en su libreta. ¿Peter Ferguson? ¿Peter Ferguson? Entonces, ¿existía un verdadero Ferguson? Pero esto no le preocupaba tanto como el quinto nombre de la lista.

—Este último nombre, señor. ¿Quién es Judith Adams?

—No lo sé. Probablemente alguna amiga, quiero decir, alguna persona con la que se relacionaba. Si busca lo suficiente, indudablemente la encontrará; yo no sé quién es.

—No importa, por el momento. ¿Qué le dijo Haye?

—Dijo que deseaba depositar las cajas en nuestra casa, para que fueran abiertas, si algo le sucedía. Nosotros aceptamos el encargo. Y, anoche, alguien entró en la oficina y robó las cajas. Ahí tiene. Esa es la historia completa. Por desgracia.

Los grandes ojos de Drake, aumentados por las gafas, dejaban ver una congestión sanguínea que revelaba gran impaciencia y curiosidad. Pero no hizo ninguna pregunta. Por el contrario, cogió un lápiz y comenzó a golpear el escritorio.

—Sí, pero ¿qué dijo Haye sobre las cajas?

—Dijo —contestó cuidadosamente el otro—, que contenían pruebas sobre ciertas personas que deseaban su muerte.

—¿Pruebas en contra, quiere decir?

—Él dijo pruebas sobre. Pudo haber querido decir pruebas en contra. Yo no sé.

—¿Sabe qué había en las cajas?

—Claro que no. Espere. Excepto en una de ellas. ¿Eh, Rogers?

—Sí —asintió Rogers ásperamente—. Se oía un tictac.

—¿Qué se oía?

—Sargento —dijo Charles Drake, dejando el lápiz—, ¿conocía usted a Haye? No le digo esto para alejarle del tema; se lo digo para subrayar un punto. Se decía que Haye tenía sentido del humor. Yo no tengo sentido del humor; y podría decir que me las arreglo muy bien sin él. Pero Haye tenía sentido del humor. ¡Requiescat in pace! Digamos, como me dijo una dama, que era solamente un niño crecido —en la cara de Drake hubo una contracción de disgusto—, y conformémonos con eso.

—¡Joven Charles! —dijo violentamente Rogers—. ¡No!

Charles Drake siguió adelante al oír la corrección.

—De todas maneras, miss Rawlings, mi secretaria, recogió las cajas para guardarlas en el cajón de documentos de míster Haye que tenemos aquí. En una de las cajas empezó a oírse un tictac. Miss Rawlings casi la dejó caer. Me parece que la pobre mujer pensó que llevaba una bomba. Míster Haye estaba muy divertido. Dijo algo así: «Debe de haber hecho funcionar uno de los relojes. Hay cuatro ahí dentro. Hace rato que debería habérsele acabado la cuerda».

—¿Recuerda qué caja era?

—Sí. Era la caja que llevaba el nombre de Dennis Blystone.

—Sí. Prosiga.

—Eso, repito, fue el sábado nueve. El lunes siguiente recibí la botella de cerveza Ewkeshaw que me mandaba el químico. Le mandé unas líneas a míster Haye, preguntándole qué hacíamos con ella. El martes, es decir, ayer, el día del asesinato, me llamó por teléfono. Me pidió que le llevara la botella a su apartamento por la tarde. Así lo hice, llegando allí hacia las seis.

—¿Qué más, señor?

—Habló de un gran designio que pensaba realizar; pero no quiso decirme en qué consistía. Haye estaba en el peor estado de ánimo: o en el mejor, como le parezca. Cuando llegué al apartamento estaba vistiéndose para la cena y bebiendo una copa. Le encontré de pie, en el vestíbulo, vestido con los pantalones del traje de etiqueta y una camiseta, agitando una cocktelera con una mano y sosteniendo, con la otra, un sable de caballería. Sí, he dicho un sable de caballería. Hacía pases en el aire, poniéndose en guardia y batiéndose en duelos imaginarios.

»Le dije que había traído la botella. Me indicó que la pusiera en alguna parte de la cocina. Le pedí que tuviera cuidado con la botella, y pregunté si quería envenenar a alguien. Dijo que tal vez fuera así. Para asegurarme de que nadie tomara la botella por error, escribí en un pedazo de papel: Veneno, no beber. La puse en un lugar visible en uno de los estantes inferiores de la despensa, con el papel alrededor del cuello.

Pollard tomó nota, y comenzó a pensar en lo que había pasado. Tenía que encontrar esa botella. Porque era el propio Félix Haye quien había conseguido los diez granos de atropina la noche anterior. Claro está que no era atropina suelta; estaba contenida en la botella de cerveza Ewkeshaw; pero de todas maneras…

—¿Usted dice, señor, que esto fue alrededor de las seis?

—Así es.

—¿Y luego?

—Le pregunté por qué tenía tanta prisa en conseguir la botella de cerveza. No garantizo que sean sus palabras exactas, pero ésta es la idea. Dijo: «Quiero exhibirla en una pequeña reunión que voy a dar esta noche». Se estaba vistiendo, y me gritaba desde el dormitorio.

—¿Dijo algo más sobre la reunión?

—No, nada más. No quiso. Acabó de vestirse, y juntos salimos del apartamento. Dijo que cenaría en cualquier parte, y que luego iría a un music-hall, pero que volvería antes de las once. Lo siento, sargento, es todo lo que puedo decirle.

—¿Pero no hubo nada más, señor? ¿Nada más, en absoluto? ¿Se da cuenta de lo importante que sería alguna referencia sobre los invitados…?

Drake frunció el ceño más bien con enojo.

—Espere. Lo sabrá, después de todo. Cuando pasamos por la Compañía Importadora Anglo-Egipcia, al bajar las escaleras (¿conoce a míster Bernard Schumann, el dueño?), encontramos a uno de los ayudantes de Schumann que se iba a su casa. Es un egipcio; no puedo recordar su nombre. Pero no puedo decir que me guste el aspecto del individuo. Es todo ojos, dientes y pelo aplastado. Haye le preguntó si Schumann estaba en la oficina. El egipcio dijo que. Schumann no había estado allí en todo el día; que estaba atendiendo, si mal no recuerdo, a algunos amigos que no eran de la ciudad.

—¿Haye contestó algo?

—Sólo que más bien esperaba ver a Schumann esa noche —replicó Charles Drake, mirándole severamente—. Acentuó la expresión más bien. Esto fue todo.

—¿Nada más, señor? ¿Absolutamente nada más?

—Creo que no. ¿Por qué?

—Por ejemplo, cuando iban a salir del edificio, ¿se encontraron con el encargado y Haye le habló? El encargado es un hombre pequeño, viejo, llamado Timothy Riordan.

La actitud de Drake denotaba una fría impaciencia y un deseo aún más frío de colaborar.

—¿Estoy omitiendo hechos de importancia vital, joven? Ahora que pienso en ello, encontramos al encargado. Por lo menos —se corrigió prudentemente— tengo razones para creer que era el encargado. Llevaba un estropajo, de cualquier manera. Haye le pidió que subiera y arreglara el apartamento.

—¿Y lo hizo?

—No puedo decirlo. De todos modos, subió.

—¿Estaba bebido?

Drake quedó tan desconcertado que su pelo color ratón se erizó; pero no preguntó nada.

—No lo noté. Este… hizo referencia —dijo Drake con esfuerzo— a un libro que seguramente había prestado a Haye, y le preguntó si lo había terminado. Solamente le digo esto porque, probablemente, él se lo ha contado; y no quiero que se me acuse de retener información de importancia vital. Haye no dijo nada.

—¿Un libro, señor? ¿Qué libro? Riordan no dijo nada referente a un libro.

—No tengo la más remota idea. Algo pornográfico, me atrevería a decir.

Pollard gruñó:

—Para terminar, señor, si usted fuera tan amable de hablarme sobre este robo que se cometió anoche en su oficina…

—Ah, eso es mejor. Bueno, el robo tuvo lugar a las doce y media. A las doce y media, el sereno de aquí, Beasley, me telefoneó a casa, a casa de mi padre, mejor dicho. Me levanté y contesté el teléfono, y luego desperté a mi padre. Beasley acababa de ver a alguien descolgarse de la ventana de nuestra oficina posterior, y bajar por la escalera de incendios.

—A las doce y media —dijo Pollard para .

—Beasley trató de alcanzar a esa persona, quienquiera que fuese, sin éxito. Luego vino hasta la oficina. No habían tocado nada, excepto el gran cajón de documentos que lleva el nombre de míster Haye. Tenemos varios iguales en nuestros estantes. El cajón había sido forzado, y estaba en el suelo. Me vestí y vine tan pronto como pude. Faltaban las cinco cajas.

»Nunca se me había ocurrido lo fácil que sería robar en una oficina como ésta. Las ventanas tienen doscientos años. Con un cuchillo se pueden abrir los pestillos como…, como si fueran de queso. Pero ¿quién roba oficinas de abogados? Todos los documentos valiosos, quiero decir la clase de documentos que robaría un ladrón, están en nuestra caja fuerte, que no fue tocada —miró rápidamente a Rogers—. Espero que no haya sido tocada. Debemos averiguarlo. Ahora mismo. Me imagino lo que ha sucedido. Pero eso es asunto nuestro. ¿Tal vez quiera usted ver el escenario del robo?

Se levantó.

Pollard también se levantó. Pero no miraba el semblante algo suspicaz del abogado. Consideraba que en el contorno del caso decididamente se aclaraba la solución de las contradicciones. No eran teorías: Pollard sabía que eran hechos.

Félix Haye había convocado una reunión de dirigentes con propósito de burla. Quería mostrar la botella de cerveza envenenada a sus invitados y anunciar que las pruebas en contra de cada uno de ellos, las cuales podrían significar desde una condena a prisión hasta la horca, estaban guardadas en cinco cajas; y, finalmente, que esas cajas serían abiertas si se atentaba alguna otra vez contra su vida.

Pero alguien estaba preparado para todo esto. Alguien no había agotado su provisión de atropina, y envenenó las bebidas de los invitados de Haye. Pudo ser cualquiera de los tres o el escurridizo Ferguson, o la completamente desconocida Judith Adams, cuyo nombre acababa de oír por primera vez.

Entonces alguien mató a Haye con el estoque, o dejó a un grupo de personas inconscientes sentadas a la mesa, alguien —él o ella— salió silenciosamente de la casa de Great Russell Street y corrió hasta Gray’s Inn, que no queda muy lejos. Esta persona irrumpió en la oficina de los abogados y robó las cajas acusadoras. Pero, evidentemente, tenía que llevarse todas las cajas. Si el asesino sacaba sólo una, la que tenía escrito su nombre, esto le delataría indefectiblemente. Por lo tanto, era necesario llevarse las cinco para que no descubrieran el ladrón. ¿Y luego?

Pollard no pudo reprimir un silbido al sentirse iluminado. Ahora veía. La clave esencial estaba en esos cuatro relojes.

En la caja que llevaba el nombre de Dennis Blystone, Haye depositó cuatro relojes. En consecuencia, a menos que se quisiera creer en una coincidencia, esos cuatro relojes eran los mismos que habían encontrado en los bolsillos de Blystone la noche del asesinato. Por lo tanto, Marcia mintió al decir que él mismo los había llevado al apartamento de Haye. Por el contrario, fueron colocados allí por el asesino mientras Blystone estaba inconsciente.

Los pasos del asesino se hacían evidentes. Después de entrar en la oficina de los abogados, volvió a Great Russell Street con el contenido de las cinco cajas. Puso los cuatro relojes que estaban en la caja de Blystone en los bolsillos de éste; el mecanismo del despertador, en el bolsillo de Schumann. La cal viva y el fósforo, como prueba contra mistress Sinclair, los puso en su bolso. Con toda probabilidad, Haye había escrito alguna carta que explicara el significado de estos curiosos artículos. Pero el asesino, aunque deseaba que se sospechara de los tres, no quería ir tan lejos como para dejarlo todo al descubierto.

Y, ahora, los movimientos del asesino podían ser rastreados.

Según el informe del médico, Haye murió entre las once y las doce. Durante este tiempo, el asesino estuvo en el edificio, ya que envenenó las bebidas y mató a Haye con el estoque. Luego, salió y fue a Gray’s Inn para robar las cajas; la hora del robo había sido determinada a las doce y media. En consecuencia, como el asesino retornó luego a Great Russell Street para poner las curiosas claves en los bolsillos de los huéspedes narcotizados, seguramente lo hizo entre las doce y media y la una.

Por lo tanto, la clave de todo el caso era Marcia Blystone.

El sargento Pollard puso rápidamente estas ideas en orden, y se sorprendió un poco por la facilidad con que podía tejer una red. De acuerdo con su propia confesión, Marcia Blystone esperó fuera del edificio durante más de una hora: es decir, entre las doce y la una. En ese lapso, el asesino salió del edificio para ir a Gray’s Inn, y volvió después del robo. Había una sola manera de entrar en el edificio: la puerta principal. Como se había demostrado las ventanas eran inaccesibles y la puerta posterior tenía cerrojo y cadena por dentro. Por lo tanto, era necesario que Marcia Blystone le hubiera visto.

La chica mintió, de la misma manera que había mentido anteriormente con respecto a los relojes.

Encendido de entusiasmo, Pollard quería volar hasta Marcia Blystone y someterla a un interrogatorio. No sabía que no era necesario. No sabía que sir Henry Merrivale, sentado en un coche de la policía frente a la casa de Great Russell Street, traspasaba con la mirada a Marcia y le hacía exactamente la misma pregunta.