7
UNA SUGERENCIA PARA ENVENENADORES

Sanders pensó que era un espectáculo impresionante. Gordo, con las piernas abiertas en el borde de la zanja como un luchador exhausto, con su cabeza calva que brillaba malignamente y su camisa agitándose, sir Henry Merrivale farfullaba. Parecía, en realidad, un luchador agotado después del fallo que le declaraba vencido, lo que en realidad le había pasado en su encuentro con las naranjas, manzanas, limones, nueces del Brasil, ciruelas y plátanos.

—Bueno, ¿por qué no iba por su lado en la carretera? —gritó Masters—. Contésteme. ¿Por qué no iba…?

—Lo que estaba… —después de una explosión repentina, sir Henry Merrivale abrió los ojos y vociferó con pavor—: ¡Es Masters! ¡No me diga que es usted, Masters!

—¡Le digo que no pude evitarlo, señor! La señorita me molestaba con este dibujo y su pie estaba encima del mío…

Los ojos de Merrivale se abrieron.

—De nuevo anda en las mismas —dijo con voz estrangulada—. Demonios, Masters, eso no es decente. Desde que conoció a mistress Derwent en el caso Keating, ninguna chica está segura con usted. Las asalta a plena luz del día, en un coche de la policía…

Con un poderoso esfuerzo, Masters pudo dominarse.

—Déjele que delire, señorita —dijo torciendo la boca—. Es el viejo. Es sir Henry Merrivale. Y usted, ¿podría decirme qué diablos está haciendo en medio de Hampstead Heath, con pantalón corto y camisa, empujando un maldito carro de fruta cuesta arriba?

—Estoy haciendo mis ejercicios.

—¿Qué?

—Estoy rebajando peso, ¡mal rayo le parta! —dijo Merrivale, ciñéndose la camisa como si fuera una toga romana—. Todo el mundo en Whitehall, desde el ministro hasta mi estenógrafo, no se cansan de decirme que estoy engordando mucho. Pero no tienen razón. ¡Mire esto! ¡Duro como hierro! —y se aporreó—. Pero me estoy cansando. Les voy a enseñar. Ya verán.

Resoplando, miró hacia uno y otro lado de la carretera, como si buscara enemigos.

—Pero ese carro de fruta…

—Tengo un amigo llamado Giovanni —dijo sir Henry Merrivale—, que es dueño de un gimnasio allí abajo. También tengo otro amigo llamado Antonelli, que tiene un carro de fruta. Apostó a que no podía empujarlo cuesta arriba. Hasta dónde he llegado, ¿eh? Sólo veintinueve pasos, y he ahí que viene un policía cometiendo infracciones y me lo manda al infierno. ¡Oh, qué espectáculo! Mire ahora. Nunca vi nada igual desde el terremoto de Bolivia. Esto es una persecución, eso es lo que es. ¡Qué me lleven todos los diablos!, yo…

—No se hizo daño, ¿verdad?

—A buena hora me lo pregunta, ¿no es así? Por supuesto que estoy herido. Bien herido. Probablemente…

—En ese caso —dijo Masters con suavidad—, más vale qué suba al coche con nosotros. No se preocupe por el carro. Tan pronto como lleguemos a una estación del Automóvil Club encargaremos que reparen el daño. Supongo que por hoy no querrá hacer más ejercicios…

—Bueno… ahora… espero haber perdido bastantes centímetros —dijo sir Henry Merrivale, inspeccionando ilusionadamente su cintura—. No quiero hacer más ejercicio. No me asusta levantar pesas ni empujar carros arriba; pero de ahí a tener que andar zambulléndome en zanjas cada vez que quiere atropellarme un coche de la policía… Y si cree que mis averías pueden ser atendidas en una estación del Automóvil Club, entonces no tiene la menor idea respecto a la posición o a la gravedad de los daños. ¡Dios! Podría…

Estirándose la camisa, cruzó hasta el coche, contoneándose como un pato, sobre el suelo sembrado de naranjas, manzanas, limones, etc. Aunque todavía rabiaba, parecía haberse calmado un poco. Después de inspeccionar el desastre, se sentó sobre el estribo del coche, recogió un plátano, lo peló y se puso a comerlo de mala gana.

—¿No tiene miedo de volver a engordar lo que ha perdido? —dijo Marcia.

—Oh, perdón —interpuso Masters, e hizo las presentaciones. Al mencionar el nombre de Sanders, sir Henry Merrivale le miró con interés.

—Conozco a su jefe en la Oficina de Análisis del Ministerio del Interior. Oiga, hijo, ¿es usted quien escribió ese libro, Análisis post mortem del intestino grueso?

—¡Qué romántico! —dijo Marcia, como en un murmullo—. ¿Es verdad, doctor?

Sanders, que era todavía lo bastante joven como para henchirse de placer ante la mención de esa obra, sintió que su entusiasmo se enfriaba. El libro, el hijo literario de sus entrañas, constaba de ochenta páginas, se habían vendido once ejemplares, y probablemente no lo conocía ni el archivero del cielo. Pero él sí, y con frecuencia lo había leído de cabo a rabo. Pensaba que era un buen trabajo. Además, esperaba que impresionara a Marcia Blystone.

—Es un buen libro —dijo sir Henry Merrivale, y consiguió la amistad eterna de Sanders—. Un libro estupendo. Alguien tiene que escribir esas cosas, mujer. Todo no puede ser claros de luna y rosas.

—No en el intestino grueso, por lo menos.

—Tenga más delicadeza —aulló sir Henry Merrivale—. ¿Cómo demonios nos hemos metido en esto, después de todo? ¿Qué iba a decir? ¡Ah! Ahora me acuerdo. Mire, Masters: me parece ver presagios y portentos, y vislumbro una mala jugada en camino. ¿Estaban ustedes ocupados con el caso Haye?

—¿Puedo preguntarle, señor, qué le hace pensar tal cosa?

—¡Oh, oh! —dijo sir Henry Merrivale—. ¿Es cierto?

—Posiblemente, señor. En realidad, había pensado darme una vuelta por su casa esta tarde…

—¡Confiese, Masters! —dijo sir Henry Merrivale—. Usted iba a entrar cacareando como un gallo y pavoneándose con los triunfos de la mano. ¿Es cierto o no? ¿Por qué le dará tanto placer a todo el mundo engañarme en mis propias narices? Bueno, puede ahorrarse el trabajo porque…

—¿Por qué?

—Ya me han consultado sobre el caso —dijo sir Henry Merrivale, con acerba dignidad—. Y apuesto a que sé una o dos cosas más que usted.

—¿Consultado? ¿Quién?

—¿Conoce la firma de Drake, Rogers y Drake?

—Los abogados de Haye —dijo Masters—. Mandé al sargento Pollard por allí.

—Entonces, tendrá un montón terrible de cosas que contarle, hijo. Fue el viejo Drake quien vino a verme. Debe de tener alrededor de noventa años; pero, anoche, sucedió en la oficina de Drake, Rogers y Drake algo que no ha pasado en ciento cincuenta. Tanto escandalizó al viejo que tenía que contármelo o reventar.

—¿Qué pasó, señor?

—Le robaron —dijo sir Henry Merrivale—. Félix Haye dejó allí algunas cosas en custodia, y se las birlaron.

—¿Dinero? ¿Objetos valiosos?

—No, nada de valor. Así es, nada económicamente valioso. Sólo cinco cajas. Cinco cajas lacradas, que tenían que abrir los abogados en caso de que Haye muriera inesperadamente. Los abogados no tuvieron oportunidad de abrirlas. Y me temo, Masters, que contuvieran cinco pequeñas causas de asesinato, todas en fila.

Sir Henry Merrivale tiró la cáscara de plátano, se chupó los dedos, y cogió otro plátano. El jefe del Servicio de Información Militar seguía en el estribo, concentrado en la tarea de tragar plátanos. En cuanto a Masters, adoptó un aire profesional que también le servía de advertencia.

—Ajá, señor. Miss Blystone, aquí presente, es la hija de sir Dennis Blystone.

—Claro, ya lo sé —asintió sir Henry Merrivale, alzando la vista—. Cuando esta mañana he visto la noticia de la muerte de Haye en la última edición del diario, he pensado que era mejor telefonear a Boko y preguntarle qué pasaba. Boko me ha comunicado con su superintendente, Masters, y he sabido los detalles. No me gusta nada. No me huele bien.

—¿No cree que sería mejor discutir el caso en otro momento?

—Masters —dijo sir Henry Merrivale en tono de queja—, por nada del mundo podría ser tan indecentemente suspicaz como usted. Mil rayos, nunca he podido entender esa tendencia a andar con tapujos y con misterios delante de los testigos. Si van a mentir, mentirán. Si van a decir la verdad, la dirán. ¿Por qué no decirlo delante de la chica? Parece buena. Y tal vez pueda ayudarnos.

El inspector jefe sonrió con una mueca.

—Usted podría decir que, precisamente por ayudarnos, fue como destrozó el carro de fruta de su amigo. Miss Blystone iba a decirme quién cometió el asesinato, y cómo se realizó el envenenamiento…

—¡Oh, dejemos eso ahora! —gritó Marcia, saliendo del coche—. Pero ¿qué quiso usted decir con eso de las cinco cajas?

—Pues eso. Haye dejó en depósito cinco cajas de cartón, envueltas en papel de estraza, atadas, y selladas con lacre rojo. Deberían abrirse en caso de que muriera. Cada caja tiene escrito el nombre de cierta persona.

—¿Qué nombres? —preguntó rápidamente la muchacha.

—Bueno… este… Escribí la lista; pero está en los pantalones que dejé en el gimnasio de Giovanni, y no los recuerdo en este momento. Pero su padre era uno de ellos.

—No lo creo.

—¿Por qué no? —preguntó sir Henry Merrivale, con torpe interés.

Ella se había quedado muy quieta.

—Porque sé lo que está pensando. Soy muy sensible a los ambientes. Puedo sentir las cosas, y sé que usted piensa que mi padre es un criminal. Usted cree que hubo algo así como… una reunión de dirigentes de tahúres anoche, en el apartamento de Haye. Pero se equivoca en lo que respecta a mi padre, porque puedo decirle que la única razón por la que estaba allí era acompañar a mistress Sinclair. Mi madre no sabe nada de eso… espero. Yo tampoco lo he sabido hasta esta mañana. Pero he visto a Stella Erskine, que sabe todo lo que hay que saber en Londres. Y la pura verdad es que las relaciones de mi padre con esa mujer son un escándalo público.

Suspiró profundamente. Su cara estaba roja de ira.

—Hum —dijo Masters—. A decir verdad, señorita, no me sorprende en lo más mínimo. ¿Qué más?

—Ella es una celebridad —dijo Marcia—. Es famosa en toda Europa. Parece que realmente es una verdadera autoridad en pintura; pero ésa no es su única profesión. A pesar de sus recatados remilgos, no es nada más que una vulgar…

—¡Vamos, vamos! —gruñó sir Henry Merrivale—. Ven, toma esta manzana. O cualquier otra fruta. Yo digo que no haya motivo para enfadarse…

—No me enfado por eso. No me habría importado si se hubiera dedicado a alguna de esas que tienen ganas de pasar un buen rato, pero que no pierden el juicio. Pero no quiero verle hacer el tonto. Y no quiero que se divorcie de mi madre y se case con esta… esta máquina, para que luego le envenene por su dinero.

Masters silbó.

—Vamos a ver, señorita. Usted dijo que ella era la asesina, y que podría probarlo. Usted no ha querido decir de verdad eso, ¿no?

Marcia se encogió de hombros.

—Oh, en realidad no se ha probado nada en contra de ella; pero esto me lo ha dicho Stella Erskine, y puede hacerle caso a Stella, porque sabe sacar los trapitos al sol como nadie.

»Hace más o menos tres años, mistress Sinclair andaba por ahí con un hombre en Montecarlo, un italiano rico. Tuvo un ataque después de cenar con ella una noche, y se murió. Lo malo fue que habían estado cenando en la terraza del Splendid, a la vista de una docena de personas y dos atentos camareros. Se probó sin lugar a dudas que no había comido nada que ella no hubiera comido; que no había bebido nada que ella no hubiera bebido, porque, con su recato, ella había bebido de la copa del italiano. El asunto se tapó no sé cómo; y nadie se enteró de los detalles.

»Luego fue la muerte de su marido. Nadie sabe, o supo, mucho sobre él. Un día, simplemente, se murió, eso fue todo. Fue en Niza o en Biarritz. Le enterraron rápidamente. El viejo médico, que era amigo de mistress Sinclair, extendió el certificado de defunción, y ella cobró el seguro.

»Esa —admitió Marcia— es la verdad. Ni siquiera Stella, a quien le encanta adornar las cosas, ha podido decir más. Pero parece que ha tenido algunos líos, también ocultos, con un museo de Nueva York, con un marchand de obras de arte de París, y con algunos coleccionistas particulares. La chica se las arregla.

Hubo un silencio. Sir Henry Merrivale se estiró más la camisa y puso mala cara al plátano que tenía en la mano a medio comer.

—¡Uf! —dijo éste, suministrando muy poca información.

—¿Está segura de que no son simples habladurías, miss Blystone? —preguntó Masters—. Porque si no lo son…

—Es lo que se dice; eso es lo que puedo asegurarle. ¿No puede telefonear a la policía de Mónaco y de Francia y averiguarlo?

—Oh, sí. Puedo y lo haré. Pero ese italiano de Montecarlo, ¿se demostró que fue envenenado? Eso tuvo que haber sido fácil.

—No se probó nada. Le he dicho que fue silenciado.

—Sin embargo, en tales circunstancias… si hubiera pruebas de que no pudo haber sido envenenado…

—Ella envenenó al italiano —contestó Marcia—, de la misma manera que envenenó anoche las bebidas. Le he dicho que le he estado siguiendo toda la mañana. Usted ha ido a su casa, ¿verdad? Y mi padre estaba allí. Yo he entrado cuando le he visto salir a usted. Nunca tuve tanto miedo en mi vida; pero estaba tan enloquecida que no me importaba. Me temo que he causado un altercado, pero he descubierto los hechos. ¿Recuerda que le he dicho que cuando estaba cenando con el italiano ella bebió de su copa?

—Sí.

—Y bebió también del vaso de mi padre anoche, ¿no es así?

—Bueno, señorita, eso es lo que nos contó.

—Y, aún más, probó todos los cocktails inmediatamente después de mezclarlos. Pero bebió de la cocktelera, ¿verdad?

—Sí.

—No es natural —dijo Marcia, con otro profundo suspiro—. ¿Ha visto alguna vez en su vida coger una cocktelera y empinarla y beber de ella? ¿Especialmente una mojigata patas largas re-fi-na-da como Bonita Sinclair?

—No bebo cocktails, señorita. Siempre cerveza. Pero…

—Ella tenía una razón, claro está. Yo he hecho el truco con buches y sé que surte efecto. Se pone un poquito del líquido en la boca, en el hueco de debajo de la lengua. No es necesario mantenerlo allí durante largo rato. Pudo habérselo puesto en la boca mientras se daba la vuelta para buscar una botella en la alacena.

»Muy bien. Entonces se toma un vaso o una cocktelera y se finge beber. Pero, en realidad, no se bebe nada. Se agrega algo a su contenido: en este caso, la atropina escondida en la boca. Y en presencia de varios testigos se envenenan las bebidas, de tal forma que todo el mundo juraría que de ninguna manera podría haberse hecho.

Como si le asaltara un pequeño temor, ahora que había terminado su discurso, Marcia se asió firmemente a la puerta del coche. Hubo un silencio durante el holocausto de una fruta.

Sir Henry Merrivale se divertía, si es que cabía una gota de diversión en su cara de zopenco.

—Lo ha hecho añicos —dijo—. Masters está conmovido. No le haga caso. Piensa que es antihigiénico y que no es muy delicada la chica, lo cual parecería indicar que estaba un poquito impresionado por ella. «Cuando de seda mi Julia va…» —trató de canturrear sir Henry.

—No me importa si no es delicada —dijo rápidamente Masters.

—La cuestión es ésa: ¿es práctico? ¿Qué dice usted, doctor?

—Considerando los factores relevantes… —apenas había comenzado a contestar, cuando Marcia le interrumpió de mal humor.

—¡Por todos los santos! —gritó—. Cuando le vi anoche y le pedí que subiera a ojos cerrados a un lugar que no conocía de nada, no dio un solo paso atrás y entró tan fresco como el que más. No hizo ninguna pregunta; se hizo cargo de todo; y pensé que era la persona más simpática que conocía. Luego, empezó a hablar; usted y sus supuestos y sus considerando los factores relevantes. ¡Vaya!, ¿no puede ser humano? ¿Por qué no tiene alguna opinión sobre algo, sí o no, como un ser humano? Ahí está. Cuando alguien le hace una pregunta directa, usted saca el mentón, levanta el dedo y medio bizquea con los ojos entrecerrados como el oráculo de Delfos…

Sanders se puso rojo hasta la raíz del pelo.

—Comienzo a tener una decidida opinión con respecto al tratamiento que debería dársele a usted —dijo entre dientes.

Marcia quedó helada.

—Bueno, realmente… —dijo.

—¿Se callarán la boca los dos? —ordenó sir Henry Merrivale con austeridad. Después de haber echado una feroz y penetrante mirada a todos, prosiguió—: Quiero formular una pregunta. Tengo mi opinión, pero de todas maneras quiero oír la suya, hijo. ¿Cree que esta triquiñuela de hacer gárgaras con la atropina puede ser cierta?

—Sólo remotamente es posible —replicó Masters—. Y eso si tenía suficiente atropina pura para hacerlo, lo que dudo. Y hay dos objeciones humanas que hacer. Primero, si mistress Sinclair hizo semejante cosa, ¿para qué lavó luego la cocktelera y borró los rastros de atropina? Ella misma nos dijo que debieron de poner la droga directamente en la cocktelera; por lo tanto, ¿para qué pasar por mentirosa? En segundo lugar, la gran objeción al método es que es un método cómico. Si alguna vez intentara probarlo ante los tribunales, el jurado sonreiría sarcásticamente y el abogado defensor se moriría de risa.

Masters pensó que ésta era la mejor venganza.

Sir Henry Merrivale se levantó con esfuerzo del estribo y comenzó a subir al coche.

—Quiero unos pantalones —refunfuñó—. ¡Estaría bonito, eh, que pescara una neumonía y me muriera! Entonces, nunca podrían salir de este embrollo. Porque, Masters, hijo mío, ustedes están en un lío terrible. No sé si se dan cuenta de lo peliagudo que es.

—Oh, no diría eso —Masters parecía satisfecho, casi afectadamente satisfecho—. En realidad, podría afirmar que me he hecho la composición de lugar del asunto, con excepción… hum… de algunos pequeños detalles.

Por supuesto, no espero que usted los capte. Están un poco fuera de su línea… No sé si le conté los últimos acontecimientos.

Rápidamente, esbozó los sucesos de la mañana. La expresión de maligna satisfacción de sir Henry Merrivale se ahondó.

—Y ahí tiene, sir Henry. No le echo la culpa de que piense que es un lío, o que ande desconcertado…

—¿Desconcertado? —dijo sir Henry Merrivale—. ¿Quién está desconcertado? Yo no. Si cree que estoy presumiendo, le demostraré que no es cierto. Le diré exactamente lo que puede probar y lo que no puede probar. Puede explicar los cuatro relojes, el mecanismo del despertador, la lupa y el brazo del maniquí. Usted sabe por qué hay un Rossetti inconcluso en el vestíbulo de mistress Sinclair y un Rembrandt en su recibidor. Puede explicar la cal viva y el fósforo; pero no ve cómo se relacionan con ella. Eso lo tiene enardecido. Además, aun suponiendo que exista un Ferguson verdadero, no puede ni por asomo averiguar qué papel juega en el asunto, para no mencionar su misteriosa desaparición.

Sir Henry Merrivale miraba distraídamente el parabrisas del coche.

—¡Hum! Ferguson y mistress Sinclair. Sí, hijo, son dos enredadas piezas del rompecabezas.

»Masters, hay un viejo método para descifrar un acertijo. Supongamos que tiene unas cuantas piezas que encajan bien. Y también tiene un par de piezas que sobran, pero ninguna de las dos tienen relación con el resto. Entonces, ¿qué se hace? Trate de relacionar las piezas que sobran, para ver si de alguna manera se relacionan. Trate de relacionar a Ferguson con mistress Sinclair, sólo por pura especulación.

—¿Relacionarles? ¿Cómo?

Los ojos de sir Merrivale se abrieron en dirección a Sanders.

—Usted, hijo. Según la información que me dio Boko, usted fue el primero que habló con Ferguson después de descubrirse el asesinato.

—Sí, que yo sepa.

—¡Ajá! ¿Dijo algo, hijo? ¿Hizo algún comentario?

Sanders reflexionó.

—Sí. Dijo que podía esperarse una cosa como la que ocurrió y que Bernard Schumann estaba arriba.

—¿Algo más? No sé, pero soy tremendamente curioso.

—Sí, dijo algo más —contestó Sanders, sobrecogido—. Dijo, muy violentamente, «¿cómo está la señora?». Creí que se refería a miss Blystone, pero pareció enloquecer de repente y añadió de manera precisa que se refería a la dama de pelo oscuro, a mistress Sinclair. Luego, salió corriendo hacia arriba.

Sir Henry Merrivale cerró los ojos.

—¡Ajá! Y en consecuencia, Masters, ya tenemos una conexión entre los dos. Me lo esperaba. No es una enlace muy importante, tal vez; pero basta para guiarnos hasta la hipótesis que quería demostrar. Piense en lo que sabe sobre la cal viva y el fósforo. Piense en lo que sabe sobre Ferguson. Piense en lo que sabe sobre mistress Sinclair. Luego, ate todo eso como en una ristra de chorizos y vea si puede decirme quién es este Ferguson y cómo se evaporó del edificio.

Hubo una pausa.

El doctor John Sanders les miró a todos, uno por uno.

—Caramba —resolló Masters—. ¡Dio en el clavo! No hay la menor duda. Es tan claro como el agua.

Sanders miró otra vez a cada uno de ellos. Mentalmente, estaba a punto de estallar.

La separación que había comenzado entre él y Marcia Blystone estaba desapareciendo a causa de la alianza de sir Henry Merrivale con Masters y su misterioso lenguaje. Marcia se colocó a su lado, con una mano apoyada sobre su brazo. ¿Estaba tan desconcertada como parecía? No podía menos que preguntárselo, pues no era capaz de descifrar su expresión. Después de su exabrupto, sus ojos quedaron tan inexpresivos como los ojos pintados en el sarcófago de la casa de Schumann. Pareció evitar mentalmente todo ataque. Pero sus palabras confirmaron su alianza con él.

—No se preocupen por mí —dijo—. ¿Es tan claro como el agua? Ya sé que estoy sólo por su gentileza; pero, ya que han ido tan lejos, podrían ser un poco más explícitos.

—Muy bien —dijo sir Henry Merrivale bruscamente—. Métete en el auto.

Pero luego se quedó silencioso, mirando el parabrisas, mientras avanzaban. Estuvo en silencio, mientras Masters disponía en la estación del Automóvil Club que se ocuparan de los restos del carro. Estuvo en silencio mientras se vestía en el Gimnasio y Escuela de Adaptación Física Garibaldi e, incluso cuando tapó con billetes el torrente de dolor del dueño del carro, estuvo silencioso. En realidad, hasta después que el coche paró frente al edificio de Félix Haye, en Great Russell Street, a las dos de la tarde, no habló.

—Si he hablado de esa manera —le dijo a Marcia, como si no hubiera habido ninguna interrupción—, ha sido porque quiero que me digas la verdad. Eso es, puedes decirme la verdad ahora, ¿no es así?

—¿Yo? —gritó Marcia—. ¿Cree que he estado mintiendo? ¿Por qué?

Sir Henry Merrivale indicó:

—Estabas al lado de ese farol, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo estuviste allí esperando hasta que llegó el doctor?

—Un poco más de una hora, tal vez. Ya se lo he dicho.

—¡Hum! —dijo sir Henry Merrivale, con el mismo aire de huraña paciencia—. Entonces, viste al asesino, ¿verdad? Tienes que haberle visto.