Después de las empinadas calles de Hampstead, la carretera seguía su interminable curva ascendente hasta las alturas que dominan Hampstead Heath. El coche de la policía dio la vuelta alrededor de un amplio lago ornamental y se dirigió hacia una entrada que da a los senderos que cruzan el parque.
En contraste con la ondulada extensión del parque, las casas de la izquierda parecían grises y chatas. Los árboles, que apenas tenían un toque de verdor, surgían a distancia, espinosos y azulados, con depresiones y huecos en los lugares por donde serpenteaban los pardos senderos. Soplaba un viento cortante que perseguía un viejo periódico por uno de los senderos. Parecía que aquí se estaba en la parte más alta del mundo, bajo un cielo quebradizo y una luminosidad y un aire extraños a Londres.
Masters condujo el automóvil por la carretera de la izquierda, en dirección a la casa de Schumann. Su compañero todavía estaba debatiendo el tema.
—No quiero que se moleste —insistió Sanders—, pero apreciaría mucho alguna sugerencia. Cuatro relojes, cal viva y fósforo, un mecanismo de despertador, y ahora el brazo de un maniquí. Sinceramente, de hombre a hombre: ¿tiene alguna idea de lo que significa todo eso?
El inspector jefe se rió para sí.
—Que quede entre nosotros, doctor… sí —admitió—. Lo que es más, tengo muchas ganas de darme hoy una vuelta por casa de sir Henry Merrivale. ¿Le conoce?
—Le he visto. Estaba en los tribunales cuando defendió a Answell de la acusación de asesinato. ¿Pero por qué desea verle?
—¡Ah! No fue mal trabajo, ese caso Answell —admitió Masters—, aunque nos ganó la partida. Pero me dará mucho gusto verle, porque éste es un caso que le pondrá furioso. No es de su especialidad. No podrá entender nada, y en cambio yo sí. Me gustaría. ¡Sí, señor, ya lo creo!
—Una cosa más. ¿Por qué se interesó tanto por ese dibujo que colgaba en el vestíbulo de mistress Sinclair?
Masters se puso serio.
—Bueno, no soy lo que se llama un conocedor. Los objetos de arte, como declaré en el caso de las diez tazas de té, no son mi especialidad. Pero sé lo que concierne a la tarea de la policía, y mi mujer me ha llevado una o dos veces a la National Gallery para educarme un poco. No sé si vio, en el recibidor de mistress Sinclair, otro cuadro colgado en la pared opuesta a la chimenea. El dibujo de una chica con una cofia holandesa.
—No puedo decir que lo haya visto. Estaba algo oscuro.
—¡Hum! Tal vez deliberadamente —dijo el inspector jefe—. De todas maneras, juraría que vi el original en la National Gallery. Es de Rembrandt. Siempre recuerdo a ese hombre, porque es el único artista qué me parece extraordinariamente bueno y que es admitido por todo el mundo como tal. Cada vez que me gusta un cuadro —confesó Masters—, se puede apostar hasta la camisa a que todos dirán que es horrible y que es un ejemplo de mi gusto burgués. Por eso lo recuerdo.
Sanders le miró con atención.
—Debe de haber muchas buenas copias de Rembrandt —señaló—. ¡Espere! ¿Es verdad, después de todo, que mistress Sinclair se ocupa del negocio de cuadros falsos?
—¡Oh, no, Dios santo, no! —dijo el inspector jefe, cordialmente—. Si mistress Bonita Ruddy Sinclair es la mitad de inteligente de lo que me parece, nunca haría tal cosa. Es una nueva trampa, doctor. Usted se divertirá. Esta es nuestra casa, creo.
Detuvo el coche frente a una pared baja, al lado de la carretera. Bernard Schumann vivía en una casa un poco apartada, de sólida y victoriana respetabilidad. Estaba construida con ladrillos grises, con esquinas de piedra blanca y paramentos en las ventanas; alguien les observaba desde una de ellas, cuando se acercaron al portal.
Una vieja de cara huraña, que vestía como un ama de llaves, les introdujo al mal ventilado vestíbulo, y se llevó la tarjeta de Masters.
—Sé quiénes son ustedes —dijo—. Y si quieren mi opinión, no deberían entrar. Es lo que dice el doctor Burns. Pero él insiste en verles. Por aquí.
En la sala, ante un brillante fuego, míster Schumann, cubierto con un edredón y arropado con una bata, se hallaba recostado sobre un sofá de crin, tan cerca del fuego como lo permitía la comodidad.
Era una figura apropiada para esa habitación de alto ventanal saliente, en donde las chucherías acumuladas durante sesenta años formaban una especie de jungla. El camisón de lana de Schumann estaba abotonado hasta el cuello. Su cara de erudito, con sus oscuras cejas apretadas y las suaves arrugas que iban desde la nariz hasta la comisura de los labios, semejaba la de un clérigo o la de un estadista no muy importante; y este efecto no era muy disminuido por la tosca textura de su pelo blanquecino. Parecía una falla de alfarería, pero no más. Sus ojos eran cándidos y de color azul claro, aunque parecían inquietos. Las manos, muy delicadas, estaban cruzadas sobre un libro que yacía sobre su falda. Pero en esta habitación, Sanders halló una atmósfera, hasta una cultura, más antigua que la victoriana. Entre los adornos vulgares se encontraba una gran vitrina que contenía ornamentos que no eran vulgares: urnas azules de Canopus, estatuillas cuyos colores se habían atenuado hasta quedar grisáceas, un sello de arcilla, escarabajos satinados para hacer anillos timbrados o pendientes. Y en el rincón, al lado de la ventana, un sarcófago de unos dos metros de alto.
—Por favor, siéntense, caballeros —dijo Schumann con un gesto que fue casi cortés. Su voz correspondía a su aspecto; pero, al principio, tuvo cierta dificultad en aclararla—. Les he estado esperando. Creo que quieren hacerme algunas preguntas sobre el despertador.
Habló sin ninguna sorpresa o aparente sentido de incongruencia, aunque siguió carraspeando.
—Así es, míster Schumann —asintió Masters, también sin demostrar sorpresa—. ¿Cómo lo sabía?
—Sir Dennis Blystone acaba de telefonearme —luego se incorporó a medias sobre el sofá—. Permítame que sea franco, y que aclare nuestra posición. Sé que usted quiere evitar que nos comuniquemos entre nosotros; y supongo que tiene razón, según su criterio. Pero considere nuestro punto de vista. Queremos saber qué sucedió, aun mucho más que ustedes. Es natural. De nuevo quiero ser franco; supongo que ustedes sospechan que hemos fraguado alguna historia entre nosotros, algún cuento sobre el que nos pondríamos de acuerdo y que sería lo contrario de la verdad. Creo que sospechan que diremos: «Eso es todo, y lo seguiremos afirmando».
Masters movió la cabeza.
—Si no tiene inconveniente, señor, yo haré las preguntas.
—Como desee —dijo Schumann, cortésmente—. Pero puedo decirle de antemano que no tengo nada que añadir a lo que han dicho mis amigos. Le han contado la verdad, y nada más que la verdad.
—¿Qué le parece si empezamos por orden? —sugirió Masters—. En primer lugar, ya que lo ha mencionado, ¿qué es eso del despertador? ¿Puede explicar qué estaba haciendo con él?
—No estaba haciendo nada.
—¿No hacía nada?
—En mi vida lo había visto.
De nuevo, Schumann pareció luchar contra su garganta seca y cosquilleante; pero sus manos apretaron el libro.
—Vamos, eso sí que no, señor —dijo Masters—. Esperaba que tuviera alguna buena razón para llevarlo. Mistress Sinclair y sir Dennis tenían buenas razones.
—Sin duda. Yo sólo puedo hablar por mí mismo.
—Entonces, ¿ya no hablará en nombre nuestro?
—Ahora me pregunto qué debo contestar a eso —dijo Schumann con todas las apariencias de ser sincero—. Le doy mi palabra de que no ha habido ningún cuento premeditado. Si lo hubiera, probablemente tendría alguna mentira preparada para decirle.
—¿Cómo cree que se metió el despertador en su bolsillo?
—No sé. Me imagino que alguien debió de meterlo allí.
—¿Mientras usted estaba inconsciente? Entonces, ¿sugiere que las otras cosas que se encontraron en los bolsillos de sir Dennis y en el bolso de mistress Sinclair, también fueron puestas allí mientras estaban inconscientes?
—En absoluto. No tengo la menor duda de que le dijeron la verdad.
Durante largo tiempo, Masters le condujo cuidadosamente por los incidentes sucedidos la noche anterior. Su historia no varió en ningún detalle de la narración dada por los otros dos testigos. Y mientras fluía la suave voz de Schumann, Sanders se dio cuenta de que su atención vagaba de un objeto a otro.
Se detenía frecuentemente en el gran sarcófago que estaba en el rincón al lado de la ventana. Desteñido por el tiempo hasta dejar indistintos los colores, la pintura del sarcófago se mezclaba con las sombras de la habitación a medida que el cielo se nublaba. El fondo del sarcófago era negro, con bandas rojas transversales cubiertas de jeroglíficos; la máscara de la cara era dorada, y sobre el pecho estaba representado un buitre, en el sitio donde se cruzaban los brazos. Enfrente, un poco a la derecha, había un trípode con una bandeja de bronce.
Con el rabillo del ojo, Bernard Schumann pareció notar ese interés. Parpadeó como si algo le hubiera divertido.
Pero volvió su atención nuevamente a Masters.
—… y sólo puedo repetir —continuó Schumann, sin ningún asomo de impaciencia— que no hubo ningún motivo ulterior en nuestra reunión en el apartamento de Haye; por lo menos, que nosotros supiéramos.
—¿Que nosotros supiéramos?
—Si prefiere, que yo supiera; ni siquiera sabía quiénes serían los otros invitados.
—¿A qué hora llegó al apartamento?
—Alrededor de las once menos cuarto.
—¿Estaba Haye?
—Sí; me dijo que acababa de llegar.
—¿Cómo se… comportó? ¿Cómo fueron sus modales?
—Bueno, pareció fastidiado porque el encargado de nuestro edificio, Timothy Riordan, no limpió bien su apartamento. Le había ordenado que lo hiciera temprano, poco antes de anochecer, según parece —Schumann sonrió, y cambió su expresión—. Hizo una o dos bromas sobre dragones.
Masters miró con los ojos entreabiertos.
—¿Eh? ¿Dragones?
Fue como un cambio en la atmósfera, como un patinazo; sin embargo, durante un segundo, el doctor Sanders hubiera jurado que el dueño de la casa trataba de decirles algo. Pero Schumann en seguida dio marcha atrás.
—Quizá —dijo con poco convencimiento— Timothy pueda ser considerado algo así; como un dragón. Pero… ¿qué quería preguntarme? Estoy esperando.
—Cuando usted pasó por delante de su oficina, anoche, míster Schumann, ¿estaba la puerta abierta? ¿Había alguien trabajando allí?
—No, por cierto.
Masters se echó hacia delante.
—De todas maneras, sabrá que había un hombre en su oficina. Dijo que su nombre era Ferguson, y que trabajaba para usted. Sabía desenvolverse; sabía su nombre y apellido, le identificó a usted; estaba como en su casa, hasta el punto de lavarse las manos…
Mientras decía esto, los cambios de expresión en la cara de Schumann parecían reflejar el cielo que se oscurecía en el exterior. Se incorporó en el sofá, mostrando el contorno de sus frágiles brazos bajo la bata victoriana. Pero habló muy tranquilamente.
—Señor, ¿se está volviendo loco?
—Por supuesto —dijo Masters—, sabemos que tal persona no existe.
—Me parece que no entiendo lo que está diciendo —interpuso Schumann—. Ya lo creo que tal persona existe.
Por primera vez, Masters quedó francamente desconcertado. Si exactamente no saltó de su silla, su postura indicó que estuvo a punto de hacerlo. Era el único acontecimiento para el que no estaba preparado.
—Oiga. ¿No querrá decir que tiene un empleado llamado Ferguson?
—No ahora; eso es lo que hace que las cosas sean tan extraordinarias. Pero él, o el hombre que describe, trabajó en mi oficina hace ocho o diez años. Estaba en lo que llamo mi departamento artístico en El Cairo; un hombre extraordinario por la habilidad de sus manos, y por la imitación de papiro que sabía hacer. Más tarde, se convirtió en mi principal ayudante aquí en Londres. Pero me dejó hace algunos años; hubo ciertas dificultades. Creí que había muerto. ¿De veras habla usted en serio?
Masters estaba, evidentemente, ordenando de nuevo sus ideas.
—Eso explicaría bastante… —murmuró el inspector jefe—, porque se encontraba en su ambiente, cómo lo conocía, hasta la manera de entrar en la oficina cuando estaba cerrada… Pero no explica cómo pudo salir.
—¿Salir?
—También puede saberlo, señor. Después que llegamos allí, Ferguson desapareció del edificio que estaba vigilado por delante y por detrás. ¿Cómo lo pudo hacer?
Por los tranquilos ojos de Schumann pasó como una sombra de confusión aún más apacible; los párpados casi no pestañearon. Era la cara de un líder parlamentario preparándose para no comprometerse.
—Mucho me temo que no pueda decírselo —dijo—. Le aseguro que el Ferguson que conocí no era un mago.
Masters advirtió que se escapaba por la tangente, y se lanzó tras ella como un terrier.
—¡Ah! Posiblemente no, como usted dice. Pero me dijo que hubo algunas dificultades en la oficina, y que Ferguson se fue. ¿Por qué le dejó?
—No creo que le interese.
—Cualquier cosa que se refiera a Ferguson me interesa —replicó Masters en tono áspero—. Si pudiera averiguar quién es Ferguson, qué quería y qué papel representa en este asunto, me encontraría mucho más cerca de la solución. Vamos a oír su historia, señor, si le parece.
—Me abandonó llevándose algún dinero —contestó Schumann, recogiendo un cortapapeles de una mesa que estaba al lado del sofá.
—¿Usted no le denunció?
—No. Se fue al extranjero. Qué estaba haciendo allí anoche, qué propósitos tenía o qué quería, no tengo la más remota idea —los ojos de Schumann se achicaron—. Sé que no ha habido robo ni disturbios, porque hablé con mi ayudante principal esta mañana. Todo el asunto es irracional. Es una locura. Piense otra vez en ello. Un grupo de nosotros se reúne para… para celebrar una reunión social cualquiera —las palabras parecieron atragantársele, pero tal vez sólo fuera la sequedad de su garganta—. Se nos narcotiza. Al pobre Haye le apuñalan. Nos colocan ciertos artículos extraños en nuestros… en mi bolsillo. Abajo, en mi oficina, se encuentra un antiguo empleado mió; no hace nada, no roba nada; no representa nada, salvo una mascarada sin sentido. Luego, este hombre, según usted, se esfuma a través de puertas cerradas. Debo creerlo, ya que tengo que creer la evidencia que me brindan mis ojos y mis oídos. Pero me interesará escuchar su opinión. Por ejemplo, ¿dijo Ferguson algo sobre mí?
Masters le miró con ojos hipnotizadores.
—Sí, dijo dos cosas. Dijo que usted había sido condecorado por el gobierno egipcio por reproducir el proceso de embalsamamiento de la Dinastía Decimonona, y dijo que usted era un criminal.
—La primera afirmación es correcta. La segunda, no.
Hubo una pausa.
—Pero ¿no tiene nada más que añadir? —preguntó Masters—. ¿Algo para mostrar…?
—Tengo toda mi vida para mostrar —dijo Schumann, tranquilamente—. Creo que saldrá muy bien parada en la comparación con la de un ladrón prófugo a quien no pude demandar y que no se atreve a quedarse para decirme esto en la cara.
Muy pocas veces en su vida, pensó el doctor Sanders, había oído unas palabras más convincentes o dichas con más poder de convicción. Pero también había algo más. Cuando Schumann bajó la cabeza, se advirtió un afán silencioso por decirles algo.
Y Masters demostró una intuición que sir Henry Merrivale nunca le hubiera reconocido.
—Míster Schumann, ¿quién mató a Haye?
—La atropina es una droga curiosa —prosiguió Schumann, sin escucharle—. He estado averiguando sus propiedades esta mañana. La de anoche fue una experiencia con todas las alucinaciones que lleva consigo. Estuve sentado junto a aquella mesa, delante de algunos murales y algunos libros de cubiertas brillantes y títulos espeluznantes, colocados sobre un estante encima de la chimenea. Me parecía tremendamente cómica la manera en que los murales adquirían vida y los títulos de los libros se convertían en signos eléctricos. Parecía que salían y entraban personas, personas que no existían…
—Míster Schumann —dijo Masters—, ¿quién mató a Haye?
—No sé —casi gruñó el dueño de la casa.
El tono de Masters perdió todo color.
—Muy bien. Ahora, pasemos a la droga de las distintas bebidas. Me veo obligado a decirle que su historia concuerda con la de los otros. Pero se ha sugerido que un extraño pudo verter la atropina en los vasos mientras quedaron solos en el salón. ¿Está de acuerdo con esto?
—No, señor. Los vasos estaban completamente limpios. Lo noté cuando Haye sirvió los cocktails.
—¡Ah! Pero coincide en que antes no hubo ninguna manipulación en la cocina. Entonces, ¿cómo apareció la atropina en las bebidas?
Por primera vez, un relámpago de incomodidad cruzó la cara de Schumann. Levantó una mano e hizo pantalla con ella sobre sus ojos.
—Amigo mío, no soy una persona sutil. No puedo proporcionarle explicaciones ingeniosas para que usted no las crea. Pero, para mi entendimiento prosaico, la respuesta parece tan simple que no puedo comprenderle. Ahora niega que durante ese intervalo de tres o cuatro minutos pueda haberse hecho el trabajo. ¿Por qué? Única y sencillamente, si le interpreto bien, porque más tarde encontró que no había atropina en la cocktelera. Pero piense de nuevo.
»Suponga que un extraño haya entrado y envenenado el contenido de la cocktelera y la bebida de sir Dennis Blystone. Lo bebemos luego y quedamos inconscientes. El extraño, entonces, tiene vía libre para hacer lo que quiera en el apartamento. No se puede negar, puesto que sacó el estoque del perchero y apuñaló a Haye. ¿Qué demonios le impediría lavar la cocktelera, llenarla sin droga hasta la mitad y dejarla donde la encontró?
»Entonces habría que suponer, como usted hizo, que la atropina fue vertida en cada uno de los vasos, lo que nos hace sospechosos a nosotros. Y si no llega a ser por la afortunada casualidad de que estábamos allí mientras se preparaban las bebidas, y pudimos creerlo nosotros mismos.
Schumann tosió a causa del esfuerzo por articular con claridad y dar peso a cada palabra. Pero pareció preocupado.
—¿No es cierto que pensó lo mismo? —preguntó.
—Oh. Sí. Sí, realmente: ya había pensado eso. Aunque lo crea o no. Luego, ¿acusa a Ferguson de ser el asesino?
—En absoluto. Soy más caritativo que Ferguson.
El cielo se había puesto más pesado y más oscuro sobre el parque que se veía a través de las ventanas. Casi era imposible discernir los colores del sarcófago del rincón. Masters hizo la última anotación en su libreta.
—Sólo una cosa más —dijo—, y nos plantaremos aquí… por ahora. Me gustaría obtener una descripción completa de Ferguson tal como era en la última época en que le trató: su manera de hablar, sus hábitos, de dónde procedía; todo lo que se relacione con él… Supongo que puede proporcionarme estos datos.
—No de memoria, amigo mío. Sucedió hace mucho tiempo, y no lo recuerdo bien. Pero creo que encontrará los detalles en mi archivo. Ahora que me acuerdo, me parece que hay una fotografía en alguna parte. ¡Ferguson! ¿Sabe? Creía que había muerto.
—¿Muerto?
—Sabe, a veces usaba otro nombre —dijo Schumann, mirando con dureza al inspector jefe—. Y me parece, vagamente, que vi un periódico del continente… no importa. No me pida detalles ahora; no los recuerdo. Pero le prometo mandarle una descripción completa, sin falta, esta tarde. Mientras tanto, debo pedirle que me excuse.
Se levantó del sofá, con algún esfuerzo, y se quedó de pie. Estaba un poco más pálido que cuando entraron. Así, envuelto en el edredón, era más pequeño y hasta más elegante de lo que habían imaginado; era imposible dejar de ver la mano que ofrecía. Los ojos de Schumann y los ojos pintados de negro del cajón de la momia les miraron cuando Masters y Sanders salieron.
—¡Uf! —dijo Masters en el vestíbulo.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Sanders.
—¡Uf! —repitió Masters, abriendo la puerta exterior—. Todo el mundo tiene una teoría, ¿no es así? Todo el mundo menos yo está seguro de cómo sucedieron las cosas y en dónde deberíamos buscar a nuestro hombre. ¡Explicaciones! ¡Y más explicaciones! Si oigo más malditas explicaciones…
Todavía tenía la mano en la puerta cuando otra persona, que esperaba fuera, fumando un cigarrillo, cruzó delante de él con aire preocupado.
—Por favor, no diga eso —le pidió Marcia Blystone—. Le he seguido toda la mañana, y ahora tiene que escucharme. Sé quién mató a míster Haye, y estoy bastante segura de las razones. También sé que el veneno fue puesto en las bebidas.
Masters se detuvo y le clavó la mirada. El doctor Sanders se puso contento. Marcia parecía más robusta, más sonriente que la muchacha estirada que viera la noche anterior. Sus ojos brillaban con triunfante agitación; sus mejillas estaban coloreadas, y llevaba una chalina brillante alrededor de su cabeza.
—¿También usted, señorita? —preguntó el inspector jefe—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Tomé un taxi —explicó—. Y lo despedí. Sinceramente, me parece que tendrán que llevarme a casa en su Black Maria[1], o como se llame. Hola, doctor Sanders.
—Vamos, señorita, me temo que…
—No me dejará desamparada, ¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo Sanders bruscamente—. Dios santo, ¿dónde está su caballerosidad? Miss Blystone no puede ir andando hasta su casa. Y si tiene alguna información de valor…
Masters ensayó un paternal tono de razonamiento.
—Bueno, señorita, aceptamos de buen grado que vaya en la parte trasera del coche, por supuesto. Pero, en cuanto a más teorías…
—No son teorías —dijo con calma—. Son hechos. O por lo menos, algunos de ellos —se corrigió, recapacitando—. ¿No le molesta que me siente delante con usted? Es para poder explicarle mejor.
Arrojando su cigarrillo y tomando un gran bloc de papel que llevaba bajo el brazo, se sentó en el coche junto al inspector jefe. Sanders lo hizo atrás, esperando que Masters no viera su sonrisa burlona. El policía arrancó con bastante fuerza y siguió a lo largo de la curva que bajaba por el empinado borde del parque.
—Muy bien, señorita —dijo—. La escuchamos. ¿Va a decir que la atropina fue vertida en la cocktelera y que luego el asesino la lavó?
—No, claro que no —Marcia parecía evidentemente sorprendida—. Es algo mucho más ingenioso que eso. El asesino…
—¡Ajá! —dijo Masters—. A decir verdad, me lo temía. Pero vayamos por orden. ¿Quién es el asesino?
Con mucho cuidado, ella abrió el bloc de papel y lo colocó junto al volante, con gran incomodidad para Masters, que conducía deprisa y necesitaba ambas manos. Pero se arriesgó a echar una ojeada. Ella había esbozado un apunte realmente notable de Bonita Sinclair. Mirando por encima de los hombros de sus acompañantes, Sanders vio que resaltaban precisamente los rasgos que él había notado: las largas y suaves líneas del cuerpo y las dulces facciones espirituales de la cara. Tenía una mirada anhelante que la artista había caricaturizado con gran vida.
Marcia agregó en un tono familiar:
—He aquí a la bribona.
—Señorita —rugió el inspector jefe—, podría, por favor, retirar eso de mí… Bueno, ¿qué le hace pensar que haya sido ella?
—Asesinó a su marido, y tengo las pruebas —dijo Marcia.
Masters sostiene hasta el día de hoy, con respecto a lo que sucedió inmediatamente después, que la chica, en su agitación triunfal, puso el boceto sobre el volante y al mismo tiempo le pisó un pie. Lo cierto es que el coche de la policía salió como un proyectil por la curva de la carretera, cuesta abajo. Pero Marcia, a su vez, sostiene que no habría sucedido nada si el otro vehículo —vehículo, por cortesía— hubiera circulado por su mano.
Crujiendo majestuosamente, subía la colina por el centro de la carretera un carro de frutas. Se veía con dificultad al hombre que lo empujaba detrás de las pirámides de naranjas, manzanas, limones, nueces del Brasil, ciruelas y plátanos. Y su desesperado alarido se oyó un instante antes de la colisión.
Con un rápido viraje, Masters evitó el choque de frente. No pudo hacer una carambola mejor. Con un majestuoso estampido, el carro giró, se alzó e hizo piruetas como un bailarín, al mismo tiempo que proyectaba naranjas, manzanas, limones, nueces del Brasil, ciruelas y plátanos. No sólo saltaron por el aire, sino que se desparramaron por todas partes. El hombre que lo empujaba esquivó los proyectiles; pero le vieron rodar hasta la zanja, bajo un alud de naranjas, manzanas, nueces del Brasil, ciruelas y plátanos.
Cojeando sobre una rueda rota, el carro volcó coquetamente patas arriba y se detuvo. No pasó así con el hombre de la zanja. Este hizo un esfuerzo y se levantó, hecho una furia. Entonces, se alarmaron al ver que era corpulento, y que llevabas gafa y una camisa de colores chillones.
—¿Qué demonios creen que están haciendo, condenados? —vociferó una voz familiar, espantando a los pájaros de los árboles—. ¡Han tratado de asesinarme, eso es lo que querían! ¡Oh, Señor, dame aliento, dame fuerza! ¡Dame suficiente fuerza para poner mis manos alrededor del cuello de…!
Tartamudeando, desfigurada por una rabia rayana en la apoplejía, les atisbó desde la zanja la cara malévola de sir Henry Merrivale.