El doctor Sanders había esperado esta pregunta, y se preguntaba cómo la soportarían el candor espiritual de la mujer y la terca positividad de Blystone. Pero el resultado no fue exactamente una victoria para Masters. Ambos le miraron con atención. Por un breve instante, pareció que sus cerebros se podían ver a través de sus ojos abiertos, como cuando se levanta un telón; y lo que se vio, Sanders lo hubiera jurado, fue sincera perplejidad.
Sir Dennis Blystone se levantó de su silla. Su asombro pareció convertirse poco a poco en desconfianza.
—No será necesario —dijo violentamente— que ensaye sus jugarretas policíacas con nosotros. Estamos tratando de ayudarle.
—No es una trampa —le dijo el inspector jefe—. Es tan cierto como el Evangelio. Pregúntele al doctor Sanders que está aquí, si no me cree. No había atropina en la cocktelera.
Blystone le contempló durante un rato, mientras la torva sinceridad de Masters parecía filtrarse en su mente como un veneno. Luego, se volvió hacia la mujer.
—¡Dios santo, Bonny! —dijo en tono diferente—. ¿Qué sucedió?
—Le sugiero que más vale que lo recuerde, señor. Vamos, vamos. Nada de resentimientos: sólo queremos la verdad. Entienda lo que quiero decir. Si hubieran servido los cocktails, antes de que volvieran al salón, si hubiesen quedado allí mientras todos estaban en la cocina… bueno, su historia pasaría. Pero no fue así. Usted ha afirmado (o mejor dicho, la señora ha afirmado) que las bebidas estaban bien cuando las hicieron, porque mistress Sinclair las probó. Muy bien. Lo estuvieron, además, hasta que fueron servidas en las copas, porque no hay atropina en la cocktelera. Pero una vez servidas para brindar, alguien deslizó la droga en cada una de las copas. Todos estaban sentados a la mesa; seguramente vieron quién lo hizo. Vamos, entonces. ¿Tienen algo que contarme? ¿Quieren rectificar el relato?
Blystone levantó las manos y las dejó caer.
—No quiero rectificar lo que dije. Es la simple y pura verdad.
—¡Oh! ¿De qué sirve todo esto, señor? —preguntó Masters, comenzando a mostrar un poco de mal humor—. ¿Niega que los cocktails estuvieran envenenados?
—No.
—Ajá. Pero si sigue así, pronto dirá que fue completamente imposible que los hubieran envenenado.
Blystone le echó una mirada por debajo de sus cejas abultadas.
—Es eso precisamente lo que estoy diciendo. Juro por mi vida que nadie tocó esas bebidas en la mesa. Hombre, ¿cree que yo… que nosotros no tenemos ojos? ¿Cree que sería posible sentarse a una mesa y no ver si se pone veneno en las bebidas?
El inspector jefe, echando chispas, miró a uno y otro. Bonita Sinclair golpeaba suavemente sus zapatos contra la alfombra; con su expresión meditabunda, parecía en ese momento una maestra de escuela.
—Por favor, permítame una palabra —interpuso—. ¿Cómo es esa atropina? Quiero decir, ¿es sólida o líquida? ¿Tiene algún color?
—¿Cómo es, doctor? —preguntó el inspector jefe, volviéndose hacia Sanders.
—Es un líquido incoloro —dijo Sanders a mistress Sinclair—. Probablemente lo haya visto muchas veces sin reconocerlo. Se extrae de la belladona, y hay belladona en la mayoría de los colirios.
Ella pareció alarmarse.
—¿Colirios? Pero yo tengo —hizo una pausa—. ¿Cuánto se necesitaría para adormecer a una persona?
—De atropina pura, sólo unas pocas gotas. De paso le digo que ésta era atropina pura, y no una de las preparaciones medicinales más débiles.
—Entonces, me parece que puedo resolver su problema —dijo Bonita, con cierto aire improvisado de vampiresa que Sanders consideró completamente inoportuno—. Es muy sencillo. Alguien entró de fuera, como pensamos. Pero no puso la atropina en la cocktelera, porque no habría sabido medir la cantidad que debía poner, y podría írsele la mano y matar a todos. De manera que puso un poco en el fondo de cada copa, donde podía medir la cantidad. Usted dice que es incolora. Nadie la notaría. La mayoría de las copas de cocktail están casi siempre húmedas o mojadas; y aunque se notara, la gente simplemente supondría que había quedado un poco de agua al lavarlas, y no le prestaría atención. ¿No piensas que soy inteligente, Denny?
Había volcado todo el poder de su personalidad sobre Blystone, quien se sonrojó un poco. Pero él permaneció mirando hacia delante.
—Debo decirle, señora, que tiene buen ojo para estas cosas —dijo Masters severamente—. Espero que no le dé por envenenar, porque si no…
Ella enrojeció a su vez. Bajó los ojos y respiró más rápidamente.
—Lo siento, míster Masters; pero no creo que sea muy gracioso.
—Yo tampoco —le aseguró él—. ¿Qué le parece, doctor? ¿Pudo haber sucedido tal cosa?
—No —dijo Sanders.
Esto causó una pequeña expectación. Mistress Sinclair y sir Dennis quedaron muy quietos.
—Quiero decir —siguió diciendo Sanders—, que no me parece muy probable. ¿Dónde estaban las copas?
—En el centro de la mesa del comedor —contestó ella, después de una ligera duda—. Haye se inclinó y sirvió las bebidas.
Sanders meditó.
—La cantidad que había en esas copas era casi suficiente como para producir la muerte, si hubieran bebido todo el cocktail. Por lo menos era una cantidad de líquido notable. Tres copas, pequeñas, y todas con tanto líquido incoloro en el fondo… bueno, ¿no lo notaría alguien? ¿Lo advirtieron?
—Creo que yo lo noté —le dijo con seriedad la mujer—. Pero, por supuesto, no podría jurarlo.
Aunque Masters, posiblemente, estaba furioso, trató de no demostrarlo. Después de mirar su rostro plácido, y ante cierta expresión de sir Dennis que se insinuaba siniestramente divertida, abrió de nuevo su libreta de notas.
—Dejaremos esto por el momento —dijo—, hasta que crean que pueden recordar. Mientras tanto, señor, ¿quiere decirme qué hacía con esos cuatro relojes?
Blystone echó atrás su cabeza y rió. Acababa de encender un cigarrillo y la contenida violencia de su risa apagó la cerilla. La risa cambió e iluminó su cara. Parecía saludable para su sistema.
—Perdóneme —se corrigió con gravedad, y dejó el cigarrillo sobre la repisa de la chimenea—. ¡Pero ojalá que todos sus enigmas puedan ser resueltos tan fácilmente como éste! Creo que algo tan sencillo como mis relojes ha dado un gran dolor de cabeza a la policía. Más vale que oiga la explicación. A propósito, mistress Sinclair le dio la clave anoche, aunque no parece que usted la utilizara. ¿No le dijiste, Bonny, que yo vine a buscarte aquí, a tu casa, antes de ir a la de Haye?
—Sí, nos lo dijo —dijo Masters—. ¿Qué pasa con eso?
—Y, además, ella agregó, me parece, que tenía que hacer tres importantes llamadas a distintas ciudades y a horas diferentes: una a Nueva York, otra a París, y la tercera a Roma.
Los ojos de Masters se abrieron, y luego se achicaron.
—Ya lo ha adivinado, amigo —dijo Blystone cordialmente—. Estas ciudades no se rigen por el meridiano de Greenwich. En el caso de Nueva York, por ejemplo, hay una diferencia de cinco horas. La medianoche de aquí corresponde a las siete de la tarde de allá. Pero hay que llamar a la hora indicada en esas ciudades, lo cual es demasiado complicado, con probabilidades de que uno se haga un lío tremendo. Por supuesto, Bonita se hubiera confundido.
»Encontré la solución —explicó divertido—. Uno de los cuatro relojes, el mío, marcaba la hora inglesa; los otros tres, las horas correspondientes a Nueva York, París y Roma. Sólo una mirada a mis cuatro relojes bastaba para conocer la hora en esas cuatro ciudades. Fue una gran ayuda. Todo es tan fácil cuando se sabe la respuesta…
Masters, debemos hacerlo constar, le miró con un aire muy parecido a la admiración.
—¿No diga? —replicó el inspector jefe—. Como usted dice, es muy fácil cuando se conoce la respuesta. ¿Hay alguna respuesta para la cal viva y el fósforo?
Ahora la mujer parecía divertida.
—¿De verdad le preocupó eso? Supongo que sí. Anoche me equivoqué de bolso. Naturalmente, no tengo la costumbre de llevar esas cosas. La cal viva y el fósforo se usan para borrar la pintura de una tela cuando se sospecha que hay debajo otra pintura más valiosa. ¿No lo ha oído? Sí. Ambos son productos del calcio, sabe… Oxido de calcio y fosfato de calcio. Verdaderamente, puedo recomendarle la preparación, míster Masters.
—Parece que sabe bastante de química, señora. Y no me importa confesar que recomendaría su ingenio si lo que dice no resulta verdad.
—¿No dudará de nuestra palabra? —preguntó bruscamente Blystone.
—Bueno, después de todo, ése es mi trabajo, ¿no es así? —dijo Masters, que parecía gozar con esta conversación—. ¿Dónde estaría la policía si nunca dudara de nada? ¿Eh? ¡Oh, sí! Estoy dispuesto a creerles —pareció dudar—. Pero supongo que no podrán decirme qué hacía Schumann con el mecanismo de un despertador.
Blystone vaciló. Se acariciaba suavemente la barbilla con su curiosa mano, cuyos dedos índice y medio eran casi de la misma longitud; a veces, parecían deformes.
—¿Despertador? —repitió—. No comprendo. ¿Qué ocurre con eso?
Masters describió lo que había encontrado.
—De manera que todos teníamos un tesoro escondido —observó el otro, mirando en el vacío—. No, no puedo decirle nada al respecto. Tendrá que preguntarle a Schumann.
—Si me permite —interpuso gentilmente Bonita—, creo que puedo descifrar el terrible misterio. Ustedes dos son tan inteligentes, y a veces tan tontos. Míster Masters, ¿oyó hablar alguna vez de Andrew J. Borden?
—No, que recuerde.
—¿Está seguro? No me gusta mencionar estas cosas, porque creo que es verdaderamente morboso hablar de ellas. Pero Andrew Borden fue una de las víctimas de un gran crimen en Estados Unidos, hace casi cincuenta años. Él y su mujer fueron asesinados con un hacha pequeña, un mediodía de verano, en su propia casa. Su hija Lizzie, Lizzie Borden de Fall River, fue juzgada por ello y absuelta. Como digo, creo que es desagradable hablar de estas cosas…
—Así es. Pero ¿qué tiene que ver?
—En el bolsillo de Borden —continuó, como en un sueño— encontraron un mecanismo de cerradura, viejo, enmohecido e inservible. Nadie podía decir por qué estaba allí, hasta que se enteraron de que Borden tenía el hábito de recoger cosas como ésa; cosas que le interesaban o que podían resultarle útiles. Schumann, según tengo entendido, es algo así. ¿No descifra el carácter de la gente, míster Masters?
—Bueno, sí, podría decirse que ahora lo estoy haciendo —declaró gravemente Masters—. Y me resulta muy interesante. Pero, por el momento, no les molestaré más. Sin embargo, creo que deben saber una cosa. ¿Se han dado cuenta —dijo el inspector jefe, con sus mejores modales— que a ustedes tres se les acusa de haber cometido un crimen?
Bonita Sinclair se incorporó en su asiento, como si, por el susto, hubiera perdido él habla. Sir Dennis Blystone se echó repentinamente las manos a la espalda.
—No creo que esto sea tampoco muy gracioso —dijo la mujer en tono de reproche—. ¿Quién se lo dijo?
—Informaciones recibidas, señora. Muy útiles, ¿verdad?
—Es completamente ridículo. ¿Por qué no también de un asesinato?
—Sí —coincidió Masters—. También eso forma parte de la idea.
—Bueno, por… —Blystone clavó la mirada, y habló en tono despavorido—. Es la peor de las calumnias. Esto le deja a uno sin aliento, tanto que ni se piensa en negarlo —al fin, se rió entre dientes—. Nuestras profesiones le sugerirán cosas siniestras. Puede utilizar las ideas de las novelas. Bonita, por supuesto, vende cuadros falsos…
—No, señor. Realmente, no es asunto para gastar bromas.
—… mientras yo, sin lugar a dudas, vendo drogas o realizo operaciones ilegales. Puede investigarlo. Esto en lo que a nosotros se refiere. Con respecto al pobre Schumann… El novelista que hay en usted llegará inmediatamente a la conclusión de que asesina a personas. Las amortaja, las embalsama y luego las vende como momias. Eso es más espectacular que lo nuestro, pero igual de cierto. No; mire, en serio, ¿quién le ha estado llenando la cabeza con esas patrañas?
—Parece como si le interesara, señor.
—Claro que me interesa —replicó Blystone con impaciencia—. Si alguien entrara en su oficina de Scotland Yard y le dijera que ha estado aceptando sobornos, ¿no le importaría? Si se acusa a un hombre de algo, tiene derecho a saber de qué se le acusa y quién lo hace.
—¿De qué se le acusa, señor?
—Vamos, por Dios, hombre, eso estoy tratando de averiguar. ¿No es llevar la reticencia policíaca demasiado lejos? —la exagerada dignidad de Blystone había caído de nuevo—. Si le divierte tomarnos por… este… por lo que mi hija llamaría probablemente… fabricantes de historias raras…
Masters movió la cabeza.
—Me parece, señor, que he oído algunas historias raras mientras hablaba con usted. Hum. Sin embargo, puede que sí o que no. Tal vez pueda contestar a sus preguntas con otra. Cuando usted y mistress Sinclair fueron al apartamento de míster Haye anoche, ¿ya estaba allí Schumann?
—¿Dónde? ¿En el apartamento de Haye? Sí. Pero no veo…
—¿Estaba cerrada la oficina de Schumann?
—Sí. ¡No! Ahora que lo recuerdo, había alguien en la oficina de atrás. Un empleado, supongo. No le presté atención especial. ¿Por qué?
—El nombre del empleado parece que es Ferguson —observó Masters—. Un tipo muy interesante. Buenos días, y muchas gracias.
Su retirada estuvo llena de siniestra dignidad. Pero cuando salieron al vestíbulo, Masters sonrió con una mueca y habló a Sanders en voz baja.
—Ahora me pregunto —dijo—, cuál de los dos bandos ha salido mejor parado. Tengo mis dudas. Pero apostaría a que les he metido miedo a ambos, que es lo que he tratado de hacer. En seguida tendrán cola de paja. Si conocen a Ferguson; tratarán de ponerse en contacto con él; y eso puede llevarnos directamente hasta el viejo —frunció el ceño, con inconfesada admiración—. Pero recuerde bien lo que ha oído hoy. No me sorprende lo que Ferguson dijo. Su manera de escabullirse de las preguntas con explicaciones, es de un ingenio retorcido; lo mejor que he oído en mi vida. ¡Oh, son muy listos! ¿Oyó la explicación sobre los relojes?
—¿No la creyó?
—¿Creerla? No es probable. El problema es cómo probar lo que pienso.
—¿Quiere decir que hay otra razón para que llevara cuatro relojes? ¿Y también otra explicación para la cal viva y el fósforo?
—Por supuesto que sí —refunfuñó Masters con gran escepticismo—. El hecho es que no puedo sonsacar nada a la mujer. ¡Caramba! —Masters luchó contra una cautela innata que le ordenaba no hablar demasiado—. Me pregunto cómo fueron usados el fósforo y la cal viva, a menos que hayamos descubierto una nueva artimaña para el crimen. No parece ser del tipo de los que la usan. Todo lo que puedo asegurar es que tiene una cabeza y una imaginación de primera para inventar patrañas e historias de duendes y de fantasmas. Tiene muchos recursos, doctor. Sir Dennis Blystone no se le puede comparar en cuanto a inteligencia y, tal vez, en otras cosas. Pero… ¡vaya!
Habló muy suavemente. Habían llegado a la puerta de la calle, y Masters la abría cuando se detuvo. Contra la pared, en el pequeño vestíbulo de la entrada, había un cofre tallado, no muy distinto del que estaba en el vestíbulo del apartamento de Félix Haye. Sanders notó que la tapa estaba abierta y por la rendija se veía, a un lado, algo que parecía el borde de un guante gris.
El vestíbulo se hallaba en penumbras, y los paneles de cristal que había a ambos lados de la puerta estaban cubiertos por visillos fruncidos. Sobre el muro colgaba un curioso boceto sin terminar, el comienzo de un apunte, que firmaba Dante Gabriel Rossetti. Ante la sorpresa de Sanders, el inspector jefe miró cuidadosamente el cuadro antes de inclinarse y levantar la tapa del cofre.
Mistress Sinclair era evidentemente un ama de casa descuidada tras una aliñada compostura exterior. El cofre estaba lleno de trastos viejos retirados de la vista; varios paraguas, una raqueta de tenis hecha pedazos, una blusa sucia y dos impermeables.
Y sobre la pila de cosas yacía el brazo de un hombre.
Antes de comprender que se trataba del brazo de un maniquí, Sanders tuvo un gran sobresalto. Estaba construido con la manga de una chaqueta negra rellena de lana, el borde de un puño blanco y un guante gris relleno, que hacía las veces de mano, tenía una apariencia desagradablemente natural, que evocaba toda clase de imágenes en la penumbra del vestíbulo.
—¡Ah! —exclamó Masters, bajando de nuevo la tapa.
Sanders habló en voz baja, al tiempo que salían de prisa hacia la puerta.
—Por Dios, inspector, ¿qué pasa aquí? ¿Qué hacen? ¿Y para qué guarda un brazo relleno en un…? —
—¡Quieto! —murmuró el inspector jefe, asegurándose que no estaba por allí la doncella—. Pronto lo sabrá, doctor. Además, no creo que el brazo sea suyo. Puede adivinar de dónde procede y por qué está aquí. ¿Eh? Mientras tanto, iremos hasta Hampstead para ver a Schumann.