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EL FANTASMA DE LA OFICINA

Poco después de las dos, Sanders se sentó en la sala de espera escasamente iluminada del Gifford Memorial Hospital, mientras hojeaba, sin mirarlas, las páginas de una revista. Su mano temblaba un poco a causa de la fatiga. Todo estaba aclarado. El veneno era atropina, pero, a juzgar por el tratamiento, casi había subestimado peligrosamente la dosis. Ahora, el doctor Neillsen tenía el asunto bajo su responsabilidad, y la policía se había hecho cargo del apartamento de Haye.

Ese error de cálculo, que podía haber sido grave, fue el resultado de querer aparentar demasiada seguridad delante de la muchacha y de pretender confortarla. Dejó la revista sobre la mesa en el momento en que entraba el inspector jefe Humphrey Masters.

Sanders conocía muy bien al inspector Masters —cara rubicunda, taimado como un fullero, con el pelo entrecano cuidadosamente peinado para ocultar la calva—; era tan afable como las circunstancias le permitían, y las circunstancias actuales le habían sacado de la cama a la una y media de la madrugada.

—Hola, doctor —Masters le saludó cordialmente. Dio un empujón a una silla y puso su cartera sobre la mesa—. Asunto peliagudo éste. Pero qué suerte haberle tenido a usted allí al instante. Siempre agradezco que haya alguien de confianza. ¿Eh?

—Gracias.

Masters se volvió confidencial.

—Acabo de echar una ojeada preliminar al apartamento. Y, mientras los muchachos hacían su trabajo, me dije: es mejor que me dé una vuelta y vea cómo siguen los pacientes. Claro, es una lástima que tuvieran que moverles antes de que llegáramos…

—Mejor es un cadáver que cuatro. El viejo, Schumann, estaba bastante mal.

—Eso me dijo el médico de aquí —dijo Masters, mirándole severamente—. Oh, no digo que lo haya hecho mal. Sé que tenía que hacerse. El médico dice que ahora los tres están a salvo; pero es mejor que no se les mueva ni se les perturbe hasta mañana. ¿Puedo contar con eso?

La simple ley de Masters era sospechar de todo el mundo.

—Bueno, Neillsen conoce su trabajo. Aunque tratara de interrogarles, nada de importancia sacaría en limpio esta noche.

—Así es. Por otra parte —dijo Masters en tono imparcial—, el médico me ha asegurado que mistress Sinclair ha salido muy bien del paso. Seguramente, no ha ingerido una dosis tan grande como los demás. De modo que no le produciría mucho daño si le hiciera unas preguntas. Con tacto, claro está, y sin excitarla.

—Si Neillsen dice que está bien…

—¡Ah! Estaba seguro de que coincidiría, doctor. Pero, ante todo, quisiera que me hiciera usted una declaración detallada, si no se opone. Miss Blystone está arriba con su padre y no tiene muchas ganas de hablar. ¿Me dará su propia opinión?

Sanders le habló dándole cuidadosos detalles, mientras el otro tomaba notas. Mucho antes de terminar la declaración, Masters estaba paseando por la habitación con el rostro enrojecido y preocupado.

—¡Caramba! ¡Vuelta a lo mismo! —dijo de repente—. Me pregunto qué dirá sir Henry de este lío —luego se quedó pensativo—. Es un asunto más raro de lo que usted cree, doctor. Aclaremos algo. Ese hombre, Ferguson, le ha dicho que las cuatro personas de la habitación eran delincuentes, de una clase u otra. ¿Eh?

—Sí.

—¿No habrá sido sólo una manera de hablar? ¿Una metáfora o algo así?

—Desde luego que no lo he entendido así. Si le hubiese oído…

—Todos eran delincuentes y, algunos, asesinos —murmuró Masters—. Ya que Haye está muerto, no me sorprende la última parte. ¿Ha dicho algo más?

—No. Ha bajado y se ha encerrado en la oficina.

El inspector jefe se cogió el labio inferior con los dedos.

—Sí, conozco esa clase de sujetos —asintió—. Mudos como una ostra y enconados como un oso por cualquier cosa sin importancia. Y luego, de pronto, salen con lo que no deberían mencionar. Sin embargo, muy útil para nosotros. ¿Le ha dado Ferguson alguna idea sobre lo que podría haber estado haciendo esa gente allí?

—No.

—¿Pero usted cree que lo sabe?

—Creo que lo sabe o lo sospecha.

—¡Oh! ¡Ah! Ahora dígame —prosiguió Masters—. ¿Qué ha dicho miss Blystone de todo esto?

—¿A qué parte se refiere? —preguntó Sanders, poniéndose en guardia.

—¡Vamos, vamos, doctor! —le apremió Masters, y le clavó sus agudos ojos azules de tal manera que le desconcertó un poco—. Es decir: Ferguson ha afirmado que el padre de ella pertenece a un grupo de delincuentes. ¿Y? ¿Esto no la ha sorprendido o la ha puesto furiosa, o algo por el estilo? ¿Qué ha dicho ella?

—Ha dicho que probablemente el mismo Ferguson había cometido el crimen. Cuando hemos encontrado a Ferguson, al subir las escaleras, acababa de lavarse las manos. Ella ha pensado que se estaba quitando las manchas de sangre.

Habló con tono irónico, y Masters se permitió una indulgente sonrisa; pero los ojos del inspector jefe estaban serios.

—Quizá —convino Masters—. Pero ¿tenía ella alguna idea de lo que estaban haciendo allí arriba?

—Lo dudo.

—De todas maneras, ha seguido a su padre hasta allí; y ha debido de esperar en la calle un buen rato, a esas pecaminosas horas de la noche. Y todo porque su padre había hecho testamento y había salido con cuatro relojes en el bolsillo. Dicen que sir Dennis Blystone es un conocido cirujano.

—Sí, es verdad —Sanders se movió con inquietud—. ¿No estamos haciendo demasiadas suposiciones sobre la base de las palabras del empleado de Schumann? Usted es el inspector jefe del Departamento de Investigaciones Criminales. ¿Se les conoce a ellos como tales?

—No doy nada por supuesto, doctor —dijo Masters—. Y no puedo decir que se les conozca de esa manera a ninguno de ellos. Puede estar seguro de que no haré un escándalo sólo por las palabras de ese Ferguson. Pero vamos al caso. Hay una cantidad de cosas sobre las que quisiera conocer su opinión: desde el punto de vista médico y en otros aspectos también. A primera vista —Masters se inclinó hacia delante—, ¿cuál diría que es el rasgo más extraño en este caso, aparte del envenenamiento al por mayor y el de matar con una nueva clase de estoque?

Sir Dennis Blystone y sus cuatro relojes.

—Entonces, se equivocaría. Porque eso es sólo una parte del total —explicó el inspector jefe—. Cuando estaba arriba examinando a los pacientes, me he tomado la libertad de revisar sus ropas. Muy por encima, claro está. Bien, señor: cada uno de los otros, mistress Sinclair y Schumann, tenían algo tan estrafalario como los cuatro relojes de sir Dennis. ¿Quiere saber qué era? En el bolsillo derecho de la chaqueta de su traje de etiqueta. Bernard Schumann tenía el mecanismo de alarma de un despertador…

—¿Qué?

—El mecanismo de alarma de un despertador —repitió Masters con un poco de fruición—. El resorte, el badajo, todo, menos el timbre. Estaba viejo y un poco enmohecido, pero todavía podía funcionar. Además, en el bolsillo superior de su chaqueta llevaba una pieza más bien grande de cristal convexo, como una lupa. ¿Qué le parece?

Sanders meditaba.

—Schumann se ocupa de antigüedades egipcias —señaló—. De manera que no es sorprendente encontrarle una lupa. Pero no veo ninguna razón por la que pueda necesitar las ruedas y los resortes de un despertador. ¿También tenía algo mistress Sinclair?

—También —afirmó Masters—. Lo encontré en su bolso, que estaba sobre su falda cuando se sentó a la mesa. Y en él guardaba dos muestras: un frasco con ciento cincuenta gramos de cal viva y un frasco con ciento cincuenta gramos de fósforo.

Hubo un silencio.

—¡Vamos! —agregó, mientras golpeaba solemnemente con un dedo sobre la mesa—. Usted es químico. ¿Para qué quiere mistress Sinclair, una dama de sociedad como pocas, cal viva y fósforo?

Sinceramente, Sanders se dio por vencido.

—No sé. El fósforo es un veneno, por supuesto. En realidad, a menudo me he preguntado por qué no se ha usado más. Es absolutamente imposible hallar los rastros del asesino, porque todo el mundo puede conseguirlo. Se obtiene de las cabezas de los fósforos comunes; y dieciséis de ellas contienen lo suficiente para despachar a cualquiera. En cuanto a la cal viva…

El inspector jefe se quedó mirando fijamente a este joven de cara seria, cuya cabeza contenía tantos ardides ingeniosos para asesinar.

—Ajá, sí —dijo Masters, aclarando su voz—. Pero ¿no sugerirá que aquí se ha usado fósforo como veneno? No. En consecuencia, ¿para qué querría la cal viva y el fósforo?

—Bueno, si vamos al caso, ¿para qué quiere un importador egipcio el mecanismo de alarma de un despertador, y para qué pide prestado un distinguido cirujano unos cuantos relojes antes de salir de noche?

Masters sintió como un dolor. Al mismo tiempo, Sanders tuvo la impresión de que el inspector jefe escondía algo, y de que le gustaba hacerlo. Su figura irradió una aureola de satisfacción. Sir Henry Merrivale se habría dado cuenta en seguida; pero Sanders, que sólo sospechaba, comenzó a sentirse incómodo.

—Inspector, ¿qué se trae entre manos?

—¿Qué me traigo entre manos? —repitió Masters, con radiante inocencia—. ¿Qué me traigo entre manos? Nada absolutamente. Sólo me estaba preguntando si usted tenía más sugerencias que hacer.

—No por el momento. A menos que crea que todos ellos son asesinos y que esos artículos son, en cierta manera, pruebas de sus asesinatos.

—¡Ah! Puede ser.

—O puede que no. No diría por su aspecto que usted lo cree. El fósforo es un veneno; pero no se puede matar con un reloj o con un pedazo de cristal.

Ante su sorpresa, Masters se rió estentóreamente.

—Parece el equipo de un brujo, ¿verdad? —preguntó—. Sin ofender a nadie. Si es lo que creo que es, admito que no hay por qué reírse; es uno de los peores asuntos con que me he topado. El hombre a quien quiero ver es ese sujeto, Ferguson. Entretanto, ¿le gustarla acompañarme mientras cambio algunas palabras con mistress Sinclair?

Mistress Sinclair había sido instalada en una de las pocas habitaciones particulares del Gifford Hospital. Estaba recostada en una cama barnizada de blanco, y la lámpara de la mesilla brillaba sobre su pelo. El doctor Neillsen le hablaba con dulzura.

La primera impresión de Sanders fue que no parecía una mujer que hubiera pasado por la experiencia de un lavado de estómago, con el agregado de la ipecacuana y el sulfato de cinc. Pensó que se habría estremecido con sólo pensarlo, tal era la impresión de delicadeza que reflejaba.

El desagradable color de las mejillas y la rigidez de su cuerpo habían desaparecido. Aunque en el apartamento de Haye le pareció un poco más vieja, no podía pasar de los treinta años. Mistress Sinclair era dulce, suave y de piernas largas. Su largo pelo, muy oscuro y brillante, estaba recogido detrás de las orejas. Parecía que al retirarse descubría una cara redonda, de gran belleza y sensibilidad, con grandes ojos azul oscuro, boca pequeña y mentón redondeado, pero vigoroso. Se habría dicho que la principal característica de ese rostro era cierta seriedad carente de humor e imaginación. Aunque llevaba una camisa de lana común, la lucía tan pulcramente como si fuera una túnica. En fin, que era una mujer muy atractiva, como evidentemente pensaba el doctor Neillsen.

Masters carraspeó, dudando. Sanders notó más tarde que entre los testigos era la única sobre la que no sabía a qué atenerse.

—Sólo cinco minutos, recuerde —le previno el doctor Neillsen—. Y me quedaré aquí para comprobarlo.

—Por favor, cuénteme. El doctor Neillsen me ha relatado lo sucedido —instó la mujer, en voz baja.

El inspector jefe contuvo sus deseos de blasfemar.

—No hago las triquiñuelas de ustedes, los policías —dijo rápidamente el doctor—. Ustedes hacen su trabajo y yo el mío. Mi tarea es cuidar a mis pacientes.

—Así es —dijo Masters, controlándose y volviendo a ser la persona agradable de siempre—. Como usted sabe, señora, soy un funcionario de la policía y estoy obligado a preguntarle algunas cosas. No se fije en mi libreta de notas. Es sólo una formalidad.

Ella le dio las gracias con una sonrisa atenta, recostándose con natural gracia sobre las almohadas. Las pupilas estaban todavía un poco dilatadas.

—¿Su nombre, señora?

—Bonita Sinclair.

—Casada, ¿verdad?

—Soy viuda.

—¿Cuál es su dirección, señora?

—Vivo en Cheyne Walk 341, Chelsea.

Masters levantó la vista.

—¿Se ocupa… de algo, señora? ¿Tiene alguna profesión?

—Oh, sí, trabajo —dijo, como si éste fuera un punto a su favor—. Soy especialista en pintura; y, a veces, vendo cuadros… Además, escribo bastante para la National Art Review.

El inspector jefe cerró su libreta.

—Bien, señora. ¿Sabe que mister Félix Haye ha sido asesinado esta noche?

Hubo un silencio, durante el cual ella pareció titubear. Luego, los ojos se le llenaron de lágrimas; Sanders los vio brillar a la luz de la mesilla. Y Sanders estaba dispuesto a jurar que eran auténticas lágrimas.

—Eso es lo que el doctor me estaba diciendo. Es horrible. Detesto pensar en cosas horribles.

—Bueno, señora; me temo que tengamos que pensar en ellas por un minuto. Quiero que empiece por el principio, y que me diga todo lo que ha pasado esta noche.

Ella se incorporó lentamente.

—Pues no lo sé. Sincera y honestamente, no lo sé. Lo último que recuerdo es que alguien estaba contando un cuento, un chiste. Me ha parecido maravillosamente gracioso, lo más cómico que jamás había oído. Me he reído y reído hasta que me he sentido avergonzada de mí misma. Pero entonces, las cosas se han salido de su perspectiva, y…

—Comience por el principio, por favor. ¿Por qué estaba en el apartamento de Haye?

—Bueno, era una reunión. No una reunión vulgar ni nada desagradable, por supuesto. Sólo una pequeña reunión.

Había cierto tono melindroso en la voz, que hacía juego con la total ausencia de cosméticos en su cara. Todavía estaba innegablemente débil y trémula; y, cuando sacó una mano de debajo de las mantas, se vio que la tenía vendada.

—¿A qué hora fue allí, mistress Sinclair?

—Alrededor de las once, me parece.

—Ajá. Pero ¿no era un poco tarde para empezar una reunión?

—Yo… me temo que realmente fue culpa mía. Tenía que hacer tres importantes llamadas telefónicas esta noche, a horas determinadas, y advertí a Haye que me sería imposible estar allí antes de las once. Entonces dijo, para no molestarme, que no invitaría a los demás hasta esa hora.

A pesar de su expresión seria e impaciente, Masters se sentía perdido en medio de la niebla.

—Pero ¿no podía haber telefoneado desde el apartamento de míster Haye?

Ella sonrió.

—Me temo que no. Una llamada era a Nueva York, otra a París, la tercera a Roma. Eran llamadas profesionales. Resultaban un fastidio, y soy muy estúpida con esas cosas; pero tenía que hacerlo.

—A lo que quiero llegar es a esto, mistress Sinclair. ¿Era necesario celebrar una reunión?

—No le entiendo.

—¿Haye tenía algún propósito especial para invitarles?

—Pues… realmente, no sé. Era un gran amigo mío, y me invitó, así que he ido.

Masters, aparentemente no muy seguro de lo que perseguía, desvió su ataque. La niebla aumentó.

—¿Conocía a los demás invitados?

—A Haye, por supuesto, y a sir Dennis Blystone. Sir Dennis ha pasado a buscarme —a pesar de su palidez se ruborizó— por casa y me ha llevado al apartamento. Pero nunca había visto a Schumann. Le he encontrado encantador.

—¿A qué hora ha llegado al apartamento?

—Eran cerca de las once, me parece. Alrededor de las once menos cinco. Schumann ya estaba allí.

—¿Y entonces se han puesto a beber?

Sus ojos azul oscuro sonrieron, pero su boca no.

—Casi nada. He empezado a beber un cocktail y no lo he terminado.

—Sólo uno… —Masters se detuvo, carraspeando fuertemente—. ¿Quién ha preparado los cocktails?

—Yo.

—¿Usted admite eso?

—¿Si lo admito? —repitió. Su frente, casi demasiado lisa bajó el cabello oscuro, se frunció como perpleja—. Pero ¿qué hay que admitir? Por supuesto que he mezclado los cocktails. No sé si lo sabe, pero cuando iba allí, míster Haye no quería beber nada excepto cocktails Dama Blanca. Yo… es decir, hacía algún chiste tonto sobre mí. Y siempre insistía en que preparara los cocktails, para poder hacer el chiste. Decía: «¿Han probado mi Dama Blanca?» o algo parecido, sin sentido —se sonrojó.

—Todos han bebido los cocktails, ¿no es así?

—No; sir Dennis ha bebido un highball a la americana. Pero…

—¿Y no había nada más para beber o comer?

—Nada más.

—Bueno, señora, usted ve por qué le pregunto esto. La droga que han ingerido estaba en esas bebidas. De manera que si pudiera decirme…

—Pero ¡es imposible! —gritó débilmente—. Por favor, no diga esas cosas; no sabe lo que está diciendo. Lo he pensado una y mil veces y le digo que lo que hemos podido ingerir no podía estar envenenado. No, estoy en mi sano juicio y no estoy histérica. Si no me cree, pregunte a los demás. Verá que no hemos podido ingerir veneno, y se dará cuenta por qué.

Se oyó un golpe cuando Neillsen cerró su reloj.

—Pasaron los cinco minutos, Masters —dijo.

—¡Vamos, vamos! —rezongó el inspector jefe, moviendo vagamente su mano y prestándole atención—. Usted entiende, señora…

—He dicho que han pasado los cinco minutos —repitió Neillsen. Masters se volvió.

—¡Oiga! No querrá decir que…

—¿Que no? —dijo Neillsen, inflexiblemente—. No voy a arriesgarme a lo que a menudo pasa después de esto. Lo siento, Masters; pero aquí yo doy las órdenes. ¿Se retirará pacíficamente o llamaré a una pareja de enfermeros para que le acompañen?

El inspector jefe se fue pacíficamente. Sanders sabía que estaba ardiendo, que acababa de comenzar, que ni siquiera había podido mencionar la cal viva y el fósforo; pero Masters estaba acostumbrado desde hacía mucho a obedecer al pie de la letra. Sin embargo, esto no le impidió hacer algunos comentarios de tono subido mientras bajaban en el ascensor.

—Está jugando con nosotros —insistió—. ¡Caramba, doctor, cómo desconfío de las mujeres que parecen un poema! Aquí hay gato encerrado, y estoy decidido a descubrirlo. ¡El paciente no debe ser molestado! No vacilan en despertarme a medianoche, para decirme que venga a investigar; y una vez que llego aquí veo que está todo por hacer… Digo…

—Corríjame si me equivoco —dijo Sanders—, pero tengo la impresión de que hay algo más en su cabeza.

Masters bajó la guardia.

—Está bien, doctor. Dio en el clavo. Sí, hay algo más. Es esa palabra imposible. Pero no puede ser imposible. Esperaba, por lo menos, encontrar aquí un caso claro. Ni habitaciones cerradas ni cadáveres abandonados en la nieve ni ninguna patraña: Y la primera palabra que oigo es imposible. Pero no puede ser imposible. ¡Maldición! No hay nada de imposible en que alguien tome una dosis de veneno, ¿no es así? Puede hacerse de mil maneras, ¿verdad? Y si descubro que hay…

Salieron a la sala inferior del hospital, escasamente iluminada, en el momento en que se oía el chirrido de la puerta giratoria del vestíbulo. Tratando de hacer el menor ruido posible sobre el suelo de mármol, un joven, que Sanders reconoció como el sargento de investigaciones Pollard, se acercó de prisa al inspector jefe. El sargento Pollard parecía que se confortaba a sí mismo.

—Más vale, señor, que venga hasta Great Russell Street —dijo—. Ese individuo, Ferguson…, se ha ido.

Masters se encajó el sombrero como un corcho en una botella. Entonces pareció recordar dónde estaba.

—¡Conque se ha ido! —murmuró Masters conteniéndose—. ¡Así que ha volado! Supongo que le han dejado salir por la puerta principal.

—No, señor —dijo Pollard, tranquilamente—. No ha salido por la puerta principal. Y tampoco creo que haya salido por la de atrás.

—Bueno, Bob, no se acalore —murmuró Masters con repentina solicitud—. Tómelo con calma. ¿Dónde está?

—No creía que tuviésemos que apostar un hombre para vigilarle. Y, de todas maneras, Wright guardaba la puerta principal. La última vez que he visto a Ferguson estaba sentado en su oficina, esperando que usted regresara. Dijo que estaría allí cuando se le necesitase. Pero he vuelto a los pocos minutos, he abierto la puerta y… ya no le he encontrado. Sus manguitos blancos, esas cosas que usan los oficinistas, estaban sobre la mesa, y también sus gafas. Pero Ferguson no.

—Le estoy preguntando —dijo Masters—, cómo ha salido de allí…

—Debió de salir por la ventana trasera, señor. Pero no hay forma de descolgarse desde esas viejas ventanas. Resultan muy incómodas en caso de incendio. Seguramente ha saltado.

—¡Santo Dios! —murmuró Masters alzando ambos puños—. Un viejo como ése ha saltado desde doce metros en la oscuridad, y luego se ha levantado y se ha ido.

Sanders, sin conseguirlo, trató de imaginarse mentalmente el cuadro. Más que nunca ese hosco empleado, con sus remilgos de solterona y sus repentinas acusaciones, se convirtió en la enigmática figura alrededor de la cual giraba el caso.

—Admito que también eso es difícil —dijo Pollard—. No podemos encontrar ninguna huella sobre la tierra húmeda donde debería haber aterrizado si hubiese saltado. Pero la puerta trasera tiene cerrojo y cadena por dentro; y Wright ha estado apostando junto a la puerta principal. De manera que lo único que ha podido hacer es saltar.

—¡Cierto, demonios! —dijo Masters—. Hablaremos sobre esto más tarde, chico. Mientras tanto…

—Pero eso no es todo —siguió el sargento, tratando nuevamente de tomar coraje—. Parece que el tal Ferguson no existe.

Masters se quitó el sombrero. Este forzado diálogo llevado a cabo entre dientes en la resonante sala de descanso de un hospital, parecía haber preparado al inspector jefe para cualquier cosa,

—Mientras le buscábamos —continuó Pollard—, despertamos al encargado del edificio, que dormía en el sótano. Es un irlandés llamado Timothy Riordan; tan suspicaz como suelen ser y con más de media botella de whisky dentro. Me parece que el jaleo no le ha despertado antes porque estaba bebido. Pero…

—Mire, Bob, ¿qué demonios trata de decirme?

—Sólo esto, señor. Nos dijo que no hay nadie llamado Ferguson que sea empleado de Schumann. Los únicos empleados de Schumann en la sucursal inglesa, también tiene otra en El Cairo, son dos ayudantes, uno de ellos es un egipcio que está con él hace aproximadamente diez años. Ferguson no existe. Eso es todo.