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EL HOMBRE DE LOS CUATRO RELOJES

—Un momento, por favor —dijo Sanders.

Las oficinas de la Compañía Importadora Anglo-Egipcia estaban oscuras. El empleado de edad —que llevaba sobretodo oscuro y raído sombrero— iba a salir, aunque Sanders observó que no cerraba la puerta con llave. Cuando Sanders le llamó, empezaba a andar tranquilamente por el corredor, con torpes zancadas que sugerían, igual que su aspecto, el aire de un perdonavidas. El otro se dio la vuelta, atisbándole.

—¿Habló usted? —preguntó, como si tuviera alguna duda al respecto.

Sanders le mostró su tarjeta.

—Sí. ¿Puedo usar su teléfono? Mucho me temo que esto sea grave. Ha habido un accidente o un asesinato deliberado en el piso de arriba. Varias personas han ingerido una droga venenosa y Haye está muerto.

El otro se quedó quieto durante un momento, y luego lanzó una maldición que parecía todavía más fuerte e inesperada, por salir de tan estirada persona y en forma tan bien articulada. Pero abrió la puerta sin dudar.

—El teléfono está sobre el escritorio —dijo—. Debería haberme imaginado que sucedería eso, con las tretas que se gasta. Es mejor que suba inmediatamente —y agregó, casi en tono acusatorio—: Schumann está allí.

—¿Schumann?

El hombre hizo un gesto con la cabeza hacia el nombre B. G. Schumann, Gerente General, que estaba impreso sobre las puertas de la Compañía Importadora Anglo-Egipcia. Todavía estaba absorto y dudando, cuando Sanders marcó el número del Hospital Gifford de Gower Street. Luego, el hombre preguntó:

—¿Cómo está la dama?

Sanders habló sin apartar los ojos del disco del teléfono.

—Perfectamente. Lo ha tomado con calma, si se tiene en cuenta que su padre era uno de los…

—¿Su padre? —el hombre pareció desconcertado, y luego hizo un gesto de exasperación—. Oh, no me refiero a ella. No me refiero a la joven que estaba con usted. Me refiero a la señora de pelo oscuro que está arriba, mistress Sinclair.

—También está bien.

Pero el hombre ya se había marchado cuando Sanders llamó a la policía. Tratando de grabar en la memoria el nombre de mistress Sinclair, Sanders recogió el paraguas y subió de nuevo. Encontró a Marcia Blystone sentada sobre un cofre de roble tallado que estaba en el vestíbulo. Sus piernas, cubiertas por medias de color castaño, con algunas salpicaduras de barro, estaban estiradas. Miraba fijamente las puntas de sus zapatos de cabritilla. Cuando levantó la vista, él volvió a notar la peculiar luminosidad del blanco de sus ojos, cuya intensidad parecía invadir lo que decía o hacía.

—Dígame la verdad —dijo de repente—. ¿Morirá?

—No.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Marcia, señalando con la cabeza la puerta cerrada.

—El empleado de abajo dice que es una tal mistress Sinclair. Pero no sé nada acerca de ella. ¿Reconoció a alguien, además de su padre?

—Bueno, está Haye, el que está… —se detuvo—. Así que sólo hay una persona que no conocemos: el viejo de pelo blanco. Pero ¿qué demonios ha pasado? ¿Me lo puede decir? Dice que han sido envenenados con belladona o algo así…

—Atropina, es más probable. Es el alcaloide de la belladona.

—¡Oh, atropina, entonces! Quiere decir que alguien ha tratado de matar a todo el grupo.

—Posiblemente —admitió él, con cautela—. Quizá la usaran solamente como droga para anestesiarles. La atropina produce una especie de delirio. Antes de que la víctima sepa qué le pasa, queda inmovilizada. Pero creo que usted puede ayudarles.

—¿Yo?

—Sí. ¿Qué temía que le sucediera a su padre al venir aquí esta noche?

Ella dio un salto como si esto la sorprendiera y, durante unos segundos, pareció confundida. Sin embargo, sus primeros temores habían sido verdaderos, como era verdadero el miedo que sentía en este momento.

—Yo… Yo no sé.

—Pero… —comenzó Sanders, con cierta exasperación. Casi iba a decir: «Pero, mi estimada jovencita», con su más seco tono de profesor, como cuando una alumna aplicada del Instituto pasaba por alto una premisa lógica y evidente. Sin embargo, no quiso decirlo—. Pero tuvo que haber algo…

—Sí. Sé que mi padre odia a Haye como al veneno —hizo una pausa por la poca feliz elección de las palabras, y pareció retorcerse por dentro—. Sin embargo, insistió en venir. Además, hoy ha llamado a su abogado y ha hecho testamento. También ha estado comportándose de forma extraña. El…

—Sí, siga.

—Esta noche, antes de salir —dijo Marcia, mirándolo fijamente—, se ha puesto cuatro relojes en diferentes bolsillos.

—¿Cuatro qué?

—Relojes. Máquinas para saber la hora. ¡Oh, usted debe de pensar que soy terriblemente tonta, pero no es así! Es absolutamente cierto. Jefferson le ha visto cuando lo hacía. Es su criado. Me ha hablado de ello, pues también estaba preocupado. Después de ponerse el traje de etiqueta, mi padre ha introducido un reloj en cada uno de los bolsillos del chaleco, y uno en cada uno de los bolsillos del pantalón. Ha ido a la habitación de mi madre para buscar uno de los relojes, y le ha pedido otro prestado a Jefferson, porque él no tiene cuatro relojes.

Sanders se detuvo cuando iba a preguntar, con la curiosidad de un hombre de ciencia, si sir Dennis Blystone estaba loco. Pero no había observado nada en él que lo sugiriera: un hombre bien parecido, como había dicho su hija, erguido ante una mesa grotesca.

—Sí, pero ¿qué quería hacer con cuatro relojes?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Si lo supiera, no me preocuparía tanto.

—¿Todavía tiene los relojes encima?

—No sé —contestó precipitadamente Marcia—. Usted me ha dicho que no tocara nada y le he obedecido; sólo he querido asegurarme de que no estaba muerto —nuevamente le miró, quedándose muy quieta—. Además, sabe muy bien que Félix no ha sido envenenado. Ha sido apuñalado, y me parece que con ese estoque que estaba dentro del paraguas, ese que usted cuida tanto.

—Sí —admitió Sanders.

Hubo una pausa.

—Por eso he preguntado qué ha sucedido —insistió ella—. Alguien ha tratado de matarles a todos, o tal vez sólo adormecerles…

—¿Uno de su mismo grupo?

—Tal vez —dijo la joven bruscamente—. Tal vez alguien ha puesto una pequeña dosis de veneno en cada una de las bebidas, menos en la propia, y ha fingido que bebía el veneno. Cuando todos han perdido el conocimiento ha matado a Haye, y luego ha tomado un poco de la droga para que más tarde nadie supiera quién lo hizo; o también, y esto parece mucho más sensato, alguien de fuera ha envenenado las bebidas. Cuando las cuatro personas han quedado inconscientes, el de fuera ha venido y ha apuñalado a Haye; y se ha ido otra vez, sabiendo que se sospecharía de alguna de las personas de la habitación.

Sanders se sentía cómodo cuando tenía que enfrentarse a un problema académico. Era uno de esos jóvenes excelentes a quienes les gusta quedarse toda la noche barajando palabras: cuanto más abstracto y complicado el problema, tanto más de su agrado.

—Hay defectos en el argumento —decidió—. En cualquiera de los dos casos, ¿no habría sido más simple envenenar a Haye directamente? ¿Por qué iba a molestarse el asesino en usar el estoque?

—Bueno, tiene razón.

—Además, si el asesino fuera un extraño que quisiera sugerir sospechas contra alguien de esa habitación, ¿por qué ha salido de la casa y ha dejado el estoque apoyado en un lugar visible en la escalera, dos pisos más abajo? Todo esto —agregó— significa que estamos teorizando sin datos.

—No suena bien —observó Marcia, y sonrió con sarcasmo—. Usted es muy gracioso y más bien sutil. ¿Qué hacemos con los datos?

Sanders estaba desorientado.

—Los obtenemos —dijo—. ¿Quién era este Haye, y por qué alguien querría matarle? —advirtió nuevamente que ella se salía del tema, encubierta por una blanda e inocente máscara, aunque sus ojos miraban tan atentamente como antes—. ¿Sabe algo sobre él? ¿Acaso es amigo de su padre?

Marcia tenía un sagaz instinto para anticiparse a sus pensamientos.

—Si piensa que es un delincuente —dijo—, un chantajista o algo por el estilo, sáqueselo de la cabeza. Es un corredor de bolsa. Tiene muchísimo dinero. Todo el mundo le conoce. Puede que todo su dinero no haya sido obtenido de forma honrada, pero, por lo menos, lo ha ganado en el mercado de valores.

—¿Le conocía?

—Apenas.

—¿Le resultaba simpático?

—Le detestaba —replicó Marcia, como midiendo sus palabras—. No creía que fuera gracioso y no creía que sus bromas lo fueran, aunque la gente siempre decía que era muy jovial y generoso. Y quería saber demasiado. No quería saber con un fin determinado: solamente deseaba saber.

Marcia volvió los ojos hacia la puerta cerrada del salón; y, como en respuesta, la puerta se abrió. Apareció el empleado de la Compañía Importadora Anglo-Egipcia, que dio un portazo enérgico, aunque poco ruidoso.

—Es un buen embrollo —dijo, sacudiéndose. Sanders se dio cuenta, con disgusto, de que había olvidado completamente al hombre—. ¡Bonitas cosas pasan! Digo yo, ¿cómo vamos a explicar todo esto? ¿Eh?

—No tenemos que explicarlo —dijo Sanders—. No ha tocado nada, ¿verdad?

—No me meto en lo que no me importa —replicó el otro, enigmáticamente, y agregó de mala gana—: Mi nombre es Ferguson. Trabajo para Bernard Schumann, abajo, Bernard Schumann está ahí dentro.

—¿Cuál es?

Ferguson empujó y abrió la puerta de nuevo.

Podían ver uno de los bordes de la mesa, sobre la que estaba caído el viejo con cara de erudito y tosco pelo blanquecino.

—Ese. Usted dice que es médico, joven. ¿Está grave?

—¿Quiere saber si vivirá?

—Eso es lo que dije, joven.

—Vivirá —dijo Sanders lacónicamente. Algo de inflexible y de escocés congénito en él, algo que podía vencer una oposición más fuerte que la que pudiera oponer el empleado, se puso en tensión, se irritó ante los modales de Ferguson—. Me preguntaba si podría decirnos algo sobre lo que ha pasado esta noche.

—No. Me voy a casa.

—Bueno, eso es asunto suyo. Váyase a su casa si quiere. Pero la policía tendrá que ir a buscarle si se va.

Ferguson pareció dejar la observación de lado sin molestarse en comentarla, y se alejó cojeando. Pero antes de que hubiera dado muchos pasos, dudó, y se volvió con cierto brillo en la mirada.

—¿Qué puedo saber de esto? Yo me ocupo de mis cosas.

—Sí. Por eso tal vez sepa algo sobre lo que ha sucedido esta noche. Nos ha dicho que ha estado un rato en la oficina. Esa risa de que ha hablado era probablemente la histeria que produjo la droga cuando hizo efecto. Habrá notado, por ejemplo, si alguien ha entrado o salido durante ese lapso.

Ferguson se encogió de hombros.

—Contestaré a la autoridad competente, si me preguntan. No a usted.

—¿Quiere decir que no desea colaborar?

—Quiero decir que no me siento obligado a ayudarle.

—¿Y su patrón?

—Bueno, ¿qué ocurre con mi patrón? —preguntó Ferguson, en voz alta y bien articulada que contrastaba con su aspecto encogido—. Si Bernard Schumann tiene ganas de beber cocktails y hacer el tonto a su edad, puede agradecer que no le haya ido peor.

—Me gustaría que fuese más cortés —dijo Marcia, con cierto temor, sin embargo—. No le perjudicaría ayudarnos. Mi padre está allí y…

Ferguson, entonces, se dignó mostrar hasta un poco de interés.

—¿Su padre? ¿Quién es?

Sir Dennis Blystone. El que está sentado frente a Schumann. Alto, alrededor de los cincuenta años…

—¿El de los relojes? —gruñó Ferguson, mirando la alfombra—. No, no le conozco. ¿A qué debe su fama?

—Es un gran cirujano —dijo Marcia con frialdad.

Sanders recogió varias impresiones nuevas. Ahora sabía por qué el nombre le había parecido vagamente familiar, y por qué Marcia Blystone había supuesto que le conocía. Aunque el asunto no concernía a su especialidad, recordó que para ciertas clases de operaciones del cerebro se reconocía que Blystone era el hombre. Pero esto le interesaba menos que la entonación de la voz de Ferguson; y esa pregunta acuciante: «¿A qué debe su fama?», insinuaba fuerzas más oscuras en movimiento.

—¿Son todos ellos famosos por algo? —preguntó Sanders.

—¿Lo son? —preguntó Ferguson, cambiando el tono—. No podría saberlo, ¿no es así? Soy solamente el caballo de tiro de Bernard Schumann. Y usted debe ser amigo de Félix Haye. De otra manera no hubiera venido a verle esta noche, de modo que lo sabrá mejor que yo. Pero mistress Sinclair, esa hermosa dama que está allí, tiene fama como distinguida critica de arte, y también como coleccionista, si le interesa saberlo. Bernard Schumann ha sido, por lo menos, condecorado por el gobierno egipcio. Es el único que ha podido reproducir el proceso de embalsamamiento de la dinastía decimonovena, o al menos así me lo contaron.

El tono con que dijo esto hizo retroceder a Marcia. Sanders no se impresionó. Mantuvo sus ojos en la puerta entreabierta, más allá de la cual el silencioso cuarteto estaba sentado en la mesa.

—Sí —asintió—. Son personas célebres en diferentes profesiones. Entonces, ¿qué estaban haciendo aquí?

—¿Haciendo aquí? —repitió Ferguson—. Debería usted saberlo, joven. Celebrando una reunión. Haciéndose los tontos.

—¿Cree usted? Yo, no.

La voz de Ferguson subió de tono.

—Me gustaría saber de qué está hablando, joven. Félix Haye estaba ofreciendo siempre reuniones mientras que la gente decente prefería trabajar —dijo Ferguson enfurecido.

—Le voy a decir lo que pienso —dijo Sanders simplemente—. No parece una reunión; ahí está el inconveniente. Mire la manera en que cada uno está sentado en un lugar determinado, espaciados alrededor de la mesa como maniquíes en un escaparate, y cada uno con una copa colocada exactamente delante. No parece una reunión casual: parece una reunión de directivos.

La expresión de Marcia cambió.

—Así es —interpuso quedamente—. Algo de este cuadro me ha preocupado todo el rato, y jamás me hubiera dado cuenta de lo que era. Pero usted lo ha visto. Mi padre nunca fue a una fiesta en su vida. No bebe nada, prácticamente: tiene miedo de beber. Usted sabe que ahí algo anda mal; terriblemente mal.

Y, como su expresión había cambiado, parecía que la atmósfera del vestíbulo cambiaba también. Hasta el ritmo de la lluvia sobre el tejado era más furtivo. Ferguson, con un movimiento rápido, cerró la puerta. Luego, hizo una sencilla pregunta.

—¿Cuánto sabe? —preguntó.

—Nada —dijo Sanders, que odiaba todo alarde, con ese odio del hombre de ciencia—. Pero es evidente que hay algo que averiguar, ¿no es así?

—¡Yo no he dicho eso, joven!

—Bueno, me gustaría que dijera algo —dijo el doctor, pacientemente—. Usted es un viejo canalla sospechoso. No sé qué pensar de usted ni de sus manifestaciones; pero me parece que la policía sí va a tener motivos para interesarse.

El empleado le miró con una extraña sonrisa de pescado. Era un cambio sorprendente comparado con la hosca condescendencia con que había recibido lo demás.

—La policía no me molestará —replicó Ferguson moviendo escépticamente la cabeza—. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. ¿No le he dicho quién soy? Soy solamente el caballo de tiro de Bernard Schumann. No estoy más vivo que uno de sus escarabajos o momias. ¡Por Dios, creo que usted es un hombre honesto! —agregó, como si esta idea hubiese entrado lentamente en su cabeza—. Muy bien; voy a hacerle una advertencia gratis. No vaya con cuentos a la policía. Si aprecia su salud, no lo hará. Quédese con sus bichos y con sus drogas y no se meta en lo que no sabe.

—¿Por qué no?

De pronto, Ferguson perdió la cabeza.

—Muy bien, también le diré esto. Eche una mirada a esos cuatro de ahí dentro. Están en una buena posición económica. Son famosos. Duermen en blandas camas y no sueñan. Resultarían encantadores en una reunión parroquial y lo harían con toda naturalidad. Pero ¿para qué quiere saber la verdad? Todos son criminales y, algunos, asesinos. En cierta medida, tiene razón en eso de la reunión de directivos. Hay más astucia y mentira tras sus máscaras de inocencia, y más maldad dentro de sus cabezas, que en el mundo entero. La dificultad estriba en que no se sabe la clase de crimen del que cada uno es responsable; no se sabe quién es quién. No se sabe quiénes son los asesinos y quiénes tienen, en comparación, las manos un poco más limpias. Y nunca se sabrá hasta que sea demasiado tarde. Por eso le digo: hágase el tonto y manténgase lejos.

Le miró con la más intensa seriedad. Luego, antes de que Sanders pudiera hablar, salió cojeando hacia las escaleras. De nuevo, vibró el silencioso cuarteto al paso de un camión por la calle; y Sanders, que no era un hombre imaginativo, sintió en el estómago una nauseabunda sensación que podría haber sido miedo.