A la una de la madrugada, el doctor John Sanders cerró su laboratorio. Todavía estaba devanándose los sesos para averiguar cómo habían introducido el arsénico en el helado; se trataba del caso Smith, y tenía que presentar un informe a finales de semana. Estaba cansado y le dolían los ojos por el prolongado esfuerzo. Para despejarse la mente, decidió regresar andando a su casa.
El Instituto Harris de Toxicología está en Bloomsbury Street. Sanders fue el último en abandonar el edificio, que cerró con llave con su acostumbrado esmero. Cuando dobló hacia Great Russell Street, empezaba a caer una fuerte llovizna. La recibió con agrado; era como aire puro. El murmullo de la lluvia constituía el único ruido en la larga callejuela entre aquel lugar y Tottenham Court Road. La serena incandescencia de los faroles de la calle intensificaron la oscuridad de las casas, excepto en un sitio.
Nunca pudo saber por qué reparó en él. Luego recordó solamente que caminaba en ese ocioso estado de letargo en que la mente se fija en bagatelas. Había allí una angosta casa dieciochesca de ladrillos rojos, de tres pisos, con buhardilla, al parecer alquilada para oficinas. Dos de las ventanas de la buhardilla estaban iluminadas, brillando detrás de blancuzcas persianas, que resaltaban, vivas y solitarias, en la calle muerta. Sanders siguió mirándolas distraídamente a medida que se acercaba. Fuera de la casa había un farol, que alumbraba parte del pequeño zaguán.
Entonces vio que alguien le miraba, de pie junto al farol.
—Perdone —dijo la voz de una muchacha.
Sanders se sobresaltó, porque hubiera podido jurar que la calle estaba desierta. Primero pensó en una vagabunda nocturna cualquiera, y apresuró el paso. Pero una mirada le hizo dudar. La muchacha llevaba un abrigo corto de piel color castaño, con las puntas del cuello entrelazadas como una corbata. No llevaba sombrero. La luz de gas brillaba con aire grave sobre el pelo castaño echado a un lado, y daba a su frente un color espectral. Las finas cejas ascendían levemente en los extremos; tenía los ojos pardos, muy bonitos, y la nariz corta y recta. Las gotas de lluvia corrían por la acera y repiqueteaban acompasadamente bajo el farol. La calle se había llenado con su murmullo.
—Usted es el doctor Sanders, ¿verdad? —preguntó.
—Así es.
—Y está relacionado con la policía —se apresuró a decir la voz suave y agradable, más como afirmación que como pregunta.
—¿Con la policía? No, no exactamente, yo…
Ella se acercó.
—¡Oh, por favor, no se desentienda! —dijo, entrelazando las manos—. Usted tiene algo que ver con la policía. Sé que sí. Le oí prestar declaración en el caso Holtby.
—Sí, hago algunos trabajos para la Oficina de Análisis del Ministerio del Interior. ¿Tiene algún problema? ¿Puedo ayudarla?
Dijo esto a pesar de su reserva natural. Ella se acercó aún más. El ruido de la lluvia era cada vez más fuerte; unas pocas gotas brillaron sobre el pelo y sobre las hombreras de la chaqueta de piel. Hasta que salió de las sombras, Sanders no notó cuán atractiva era.
—Ha hecho su testamento esta noche, antes de salir —explicó la joven—. Eso es lo que me asusta.
Sanders la miró con asombro.
—Sé que debo de parecerle horriblemente estúpida —prosiguió—. Pero es importante, realmente importante, y se lo explicaré en un minuto. Pero ¿puede hacerme un favor? ¿Lo hará? Soy Marcia Blystone. Soy dibujante.
Quizá usted conozca a mi padre, sir Dennis Blystone. ¿Ve esas ventanas, allá arriba, las que están encendidas? ¿Vendrá conmigo hasta allí? Será cuestión de uno o dos minutos. ¿Vendrá?
—Sí, por supuesto, si es necesario. Pero ¿por qué?
—Porque tengo miedo de subir sola —respondió, simplemente.
John Sanders, cuya constante preocupación por la medicina legal le impedía mirar la vida, echó un vistazo a ambos lados de la calle. Un hombre más suspicaz hubiera dudado. Pero en él no había suspicacia alguna. Reflexionó con la misma gravedad y cuidado con que hubiera considerado la diferencia entre las semillas del estramonio blanco venenoso y las semillas del inofensivo pimiento.
—En primer lugar, es mejor que entre y se proteja de la lluvia —expresó, mientras hacía un gesto cortés hacia el zaguán.
—No quería llamar a un guardia —dijo ella apresuradamente—. Pero tenía que encontrar a alguien que supiera algo sobre esto. De todas maneras, debía hablar con alguien. Usted me ha parecido simpático y le he abordado.
La entrada daba a un vestíbulo con puertas de cristal que se abrían a un corredor largo y sucio. A la izquierda del vestíbulo había un tablero en el que estaban escritos los nombres de los ocupantes de los diferentes pisos. El doctor Sanders encendió una cerilla y lo inspeccionó. Planta baja, Mason y Wilkins, Contadores Públicos. Primer piso, Charles Dellings’ Sons, Compra y venta de propiedades. Segundo piso, Compañía Importadora Anglo-Egipcia. Tercero y último piso, Félix Haye. Este nombre había sido escrito recientemente con grandes letras.
—Aquí es —murmuró—. Félix Haye. No es una oficina. Es un apartamento. ¿Quiere subir?
Sanders empujó las puertas de cristal y comprobó que no estaban cerradas con llave. Entonces encendió otra cerilla.
—A juzgar por la luz —dijo—. Haye está todavía levantado. No quiero ser curioso, pero ¿qué debo decirle cuando lleguemos?
—Si alguien nos abre la puerta, simule ser un amigo mío, con quien regreso de una reunión. Yo me encargaré del resto. Si no nos abren la puerta…
—¿Qué?
—No sé —admitió la joven, y a él le impresionó su tono de voz: era como si estuviera a punto de gritar.
Las ideas de Sanders eran bastante confusas. Su sentido práctico le decía: «¿En qué diablos me estoy metiendo?». Su sentido conservador le decía: «Nunca he hecho algo semejante». Un sentido inesperado le decía: «Quiero permanecer tanto tiempo como sea posible en compañía de Marcia Blystone».
Trató de encontrar el interruptor de la luz, pero no dio con él y siguió encendiendo cerillas. Había un fuerte olor a oficina y también una atmósfera dieciochesca. Después de pasar delante de las oficinas de Mason y Wilkins, Contadores Públicos, buscaron a tientas una escalera cuyos escalones, cubiertos por el linóleo ordinario, crujían a cada paso como columpios. Estaban a mitad del descansillo del segundo tramo cuando la mano de Sanders tocó algo en la oscuridad.
Encendió otra cerilla mientras estiraba la mano izquierda. A la luz de la llama, vio que sólo se trataba de un paraguas. Alguien lo había dejado en la escalera, apoyado contra la pared interior. Cuando lo tocó, cayó escaleras abajo con un estrépito que arrancó a su compañera un grito ahogado; luego chocó contra la barandilla, rodó varios escalones y pareció romperse.
Con la cerilla levantada, Sanders lo miró fijamente. La empuñadura había quedado separada del resto del paraguas, dejando al descubierto varios centímetros de refulgente metal. Corrió a inspeccionarlo. Era un paraguas-estoque. La empuñadura se prolongaba en una hoja de acero muy fina de unos cincuenta centímetros.
—Es el primero de esta clase —dijo con voz sorprendentemente normal— que jamás…
Pero no sacó la hoja más que hasta la mitad de su vaina, porque observó que tenía manchas de sangre.
El doctor John Sanders, médico asesor del Ministerio del Interior, envainó el estoque en seguida, justo en el momento en que la llama de la cerilla le quemaba los dedos. No sabía si Marcia Blystone había visto lo mismo que él.
—¿Qué pasa? —murmuró ella.
Ya no necesitaban las cerillas. Alguien había encendido una luz en el piso superior. Sanders miró a la joven, que estaba arriba, apoyada en la barandilla.
—No pasa nada —y al decirlo pronunció, probablemente, la mayor mentira de su vida—. Todo está bien. Suba. Nos han alumbrado y…
La persona que había encendido la luz husmeaba desde una puerta entreabierta en el piso de arriba. La puerta de la oficina estaba cubierta por una serie de paneles de cristal esmerilado que ostentaba una inscripción en letras doradas: Compañía Importadora Anglo-Egipcia, Ltda., B. G. Schumann, Gerente General. La misma inscripción aparecía en las puertas del fondo del corredor. De una de ellas salió un hombre de edad, con aspecto de empleado, estirando el cuello. Era evidente que acababa de lavarse las manos y la cara, y aún sostenía la toalla con que se había secado. Su frente descubierta brillaba, la coronilla de pelo grisáceo se le erizaba como si hubiese visto un fantasma. Después de atisbarlos por encima de las gafas, las movió hacia abajo hasta colocarlas casi horizontalmente sobre la nariz, y dijo con toda naturalidad:
—Creo haber oído… ¿Se ha caído alguien?
—Un paraguas —dijo Sanders, alzándolo—. ¿Es suyo? Lo encontramos en la escalera.
Era nuevo, con una empuñadura de madera brillante, de color rojo, y parecía que nunca lo hubieran usado para su fin habitual. El otro lo contempló con expresión a la vez hosca y vagamente contrariada. Su mirada se desvió hacía el otro tramo de la escalera, el último, que conducía a una puerta cerrada, que seria probablemente la del apartamento de Félix Haye.
—¡Oh, un paraguas! —refunfuñó, como si hubiese esperado algo diferente—. No, no es mío. Probablemente pertenece a alguien de arriba —acabó de secarse con energía las manos en la toalla y habló con incisiva dignidad—. Y cuando baje, por favor, recuerde que el interruptor de la escalera está allí, y acuérdese además de apagar cuando salga. Gracias.
Iba a entrar y cerrar la puerta cuando habló Marcia Blystone.
—¿Está míster Haye en casa?
Una pausa.
—Oh, sí, sí, está.
—¿Sabe si tiene invitados?
—Creo que sí —replicó el otro, como si tratara de no soltar prenda. Después de dudar, consiguió vencer un evidente deseo de hablar—. Y muy tranquilos han estado, también, esta noche. Ni un ruido han hecho durante varias horas. No creí que llegara a ser una noche tranquila. Primero comenzaron a reír como una tribu de indios salvajes, y pataleaban sobre el suelo. ¿Risa? Nunca habrá oído semejante risa en su vida. Creí que hundirían el techo. ¿Por qué la gente no podrá…?
Refrenándose, arrojó la toalla sobre un escritorio, como si quisiera subrayar su significado. Entonces, entró tranquilamente y cerró la puerta.
Sanders dirigió la vista hacia el apartamento de Félix Haye. Sin mirar a la muchacha, subió el último tramo de la escalera y llamó al timbre. Este producía un repiqueteo intermitente que resonaba con fuerza y parecía penetrar en todos los rincones del piso. Después de haber llamado durante algunos segundos, trató de mover el picaporte. Entonces se volvió hacia la muchacha, que le miraba desde el descansillo inferior.
—No sé qué ha pasado, pero me temo que haya sucedido algo. La puerta está abierta. Voy a entrar. Pero no quiero que usted entre hasta que se lo indique. Dígame solamente: ¿qué temía encontrar?
—A mi padre —contestó.
Dentro, otras escaleras conducían al vestíbulo del apartamento. Estas escaleras, lo mismo que el vestíbulo, estaban cubiertas por alfombras de color castaño claro. Todas las luces estaban encendidas. Ahora, Sanders miraba hacia la parte delantera del edificio, de manera que la simple distribución del apartamento resultó evidente. Delante de él, al final del espacioso vestíbulo, había una cocina que daba a la calle. A su derecha, tres habitaciones que se comunicaban entre sí: un gran salón que también daba a la calle, un dormitorio y un cuarto de baño.
Las habitaciones eran espaciosas, aunque el techo estaba a poca altura. Al alquilar como oficinas los pisos inferiores, el dueño no había tocado esta pequeña obra maestra de artesonado dieciochesco. Sanders se encontró en medio de un inesperado lujo, mientras el pesado tamborileo de la lluvia golpeaba el tejado.
Probó el efecto de su voz, y se preguntó qué diría si alguien contestaba. Nadie lo hizo. Cuando llegó al salón descubrió por qué.
Su primera impresión fue que estaba en presencia de un grupo de figuras de cera o de cuerpos embalsamados. En una rica cámara dentro de la habitación, con pinturas murales a ambos lados de la chimenea, había cuatro maniquíes sentados, en actitudes distintas y distorsionadas, delante de una larga mesa de comedor. A los pies de la mesa, había una elegante mujer, con vestido de noche, con la cabeza caída sobre el hombro. A un lado, se sentaba un viejo, con las piernas separadas, de pelo blanquecino y tosco. Al otro lado, un hombre de mediana edad, muy erguido. Finalmente, la cabecera estaba ocupada por un hombre inmenso, gordo, de aspecto jovial, con una tonsura en el pelo rojo. Parecía un monje disipado, y dominaba a los demás.
Los marcos de las ventanas retumbaron al paso de un camión por la calle: el silencioso grupo vibró un poco.
¿Muertos?
No del todo. Desde el umbral, Sanders oyó una extraña respiración. Se acercó quedamente hasta la mujer, cuya mano llena de alhajas yacía sobre una copa de cocktail rota y mostraba una herida cortante. El pulso era muy rápido, mucho más de ciento veinte. La piel tenía un descuidado aspecto rojizo. Levantó un párpado y comprendió. La pupila estaba tan dilatada que sólo dejaba un estrecho anillo alrededor del iris.
Moviéndose rápidamente alrededor de la mesa, examinó a cada una de las personas. Aparentemente, ninguna estaba muerta ni corría peligro; pero todas tenían síntomas de haber ingerido un narcótico venenoso. Podía oír el penoso quejido de sus respiraciones bajo el ruido de la lluvia.
El más afectado parecía el viejo de pelo blanco y tosco. Su cara de erudito se apoyaba sobre la mesa, y su aliento movía suavemente las cenizas del cenicero colocado delante de él. El otro se encontraba en estado grave. Sentado casi verticalmente, con gran dignidad, mostraba la fineza y fuerza de sus manos, en las que sus dedos índice y medio tenían las misma longitud. Delante del primer hombre había una copa de cocktail: frente al segundo, un vaso.
Sanders examinó a estos tres, sin encontrar señales de muerte. Pero cuando llegó al cuarto, dio un paso atrás. El hombre gordo de pelo rojo había muerto hacía más de una hora.
Cuando le irguió, encontró la causa de la muerte.
Bueno, así era. En primer lugar, tenía que encontrar un teléfono y conseguir una ambulancia para los narcotizados. Había un teléfono sobre la mesa que estaba entre las dos ventanas con persianas blancas. Tomándolo con ayuda de su pañuelo, no tardó en descubrir que estaba tan muerto como el hombre pelirrojo.
—¡Doctor Sanders! —gritó Marcia Blystone.
Oyó crujir las viejas tablas del suelo del vestíbulo bajo la espesa alfombra. Para que la chica no se enterara de lo sucedido, se apresuró a salir al vestíbulo y a cerrar la puerta del salón. Marcia le esperaba, con las puntas del cuello de su abrigo de pieles anudadas tan fuertemente que parecía haber tratado de hacerse daño.
—No podía aguantar más —dijo—. ¿Está mi padre…?
—Quédese tranquila. Todo está bien. ¿Cómo es su padre? ¿Es grande y un poco calvo, con cabello rojo?
—¡Oh, no, por Dios! Ese es Haye. Pero ¿dónde está mi padre? Y ¿qué ha pasado?
—Si su padre está ahí dentro, está bien. Nadie ha sido gravemente dañado con excepción de Haye. Hay varias personas; están narcotizadas, pero nadie corre peligro. ¿Cómo es su padre?
—Es… bueno, es un hombre bien parecido. Sus manos llaman la atención: los primeros dedos de cada mano tienen la misma longitud. Tengo que entrar.
Sanders extendió el brazo.
—Sí, su padre está ahí. Escúcheme. Esa gente ha sido narcotizada; o envenenada, si prefiere. Creo que con belladona o atropina. Pero el único muerto es ese Haye. De todas maneras, tengo que llevarles a un hospital inmediatamente, por lo tanto, bajo a buscar un teléfono. Puede entrar y ver con sus propios ojos si me promete no tocar nada. ¿Me lo promete?
—Está bien —le contestó después de una pausa—. Sí, se lo prometo. De modo que Haye ha sido envenenado.
Sanders bajó las escaleras. Al pasar, recogió el paraguas de empuñadura roja, que había apoyado mecánicamente contra la pared al entrar. No le dijo a la muchacha, por el momento, que Félix Haye no había muerto envenenado. A Félix Haye le habían matado de una puñalada en la espalda, con una hoja larga y fina como la de un estoque.