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A principios de la primavera de ese año, los enviados del rey Casmir llegaron a Miraldra y solicitaron una audiencia con el rey Aillas. Un heraldo anunció sus nombres:

—Majestad, recibid a Nonus Román, sobrino del rey Casmir, y al duque Aldrudin de Twarsbane, y al duque Rubarth de Jong, y al conde Fanishe del castillo Stranlip.

Aillas bajó del trono para recibirlos.

—Caballeros, bienvenidos a Miraldra.

—Gracias, majestad —dijo Nonus Román—. Traigo conmigo un pergamino con las palabras del rey Casmir de Lyonesse. Si me permites, te las leeré.

—Lee, por favor.

El escudero entregó a Nonus Román un tubo tallado en marfil. Nonus Román desplegó un rollo. El escudero se adelantó grácilmente y Nonus Román se lo entregó. Nonus Román se dirigió a Aillas:

—Majestad, las palabras de Casmir, rey de Lyonesse. El escudero leyó con voz vibrante:

Para su majestad el rey Aillas, en su palacio de Miraldra, Dorareis, estas palabras:

Confío en que la ocasión te encuentre gozando de buena salud.

Deploro las condiciones que afectaron adversamente la tradicional amistad entre nuestros dos reinos. El presente recelo y discordia no aporta ventajas a ninguno de los dos, de modo que propongo un inmediato cese de las hostilidades y una tregua de un año durante la cual ninguno de ambos bandos emprenderá esfuerzos armados ni actos militares de ninguna clase sin previa consulta con la otra parte, excepto en el caso de un ataque exterior.

Al cabo de un año la tregua continuará con validez, a menos que una parte notifique lo contrario a la otra. Espero que entretanto se resuelvan nuestras diferencias y que nuestras relaciones futuras se basen en el amor fraternal y la concordia.

De nuevo, con mis respetos y mejores deseos.

Casmir, en Haidion, ciudad de Lyonesse.

Al regresar a la ciudad de Lyonesse, Nonus Román entregó la respuesta del rey Aillas.

A Casmir, rey de Lyonesse, estas palabras de Aillas, rey de Troicinet, Dascinet y Ulflandia del Sur.

Accedo a tu propuesta de una tregua, según las siguientes condiciones:

En Troicinet no tenemos deseos de derrotar, conquistar ni ocupar el reino de Lyonesse. No sólo nos disuade la fuerza superior de tus ejércitos, sino también nuestro repudio por tal empresa.

Ignoramos si Lyonesse utilizará el respiro acordado por una tregua para construir una fuerza naval capaz de desafiar la nuestra.

Por tanto, accedo a la tregua si desistes de toda construcción naval, la cual debemos considerar como un preparativo para invadir Troicinet. Tú reposas en la fuerza de tus ejércitos, nosotros en la fuerza de nuestra flota. Ninguna de ambas es ahora una amenaza para la otra; convirtamos esta mutua seguridad en la base para la tregua.

Aillas.

Una vez la tregua en vigor los reyes de Troicinet y Lyonesse intercambiaron visitas ceremoniales.

Primero fue Casmir a Miraldra.

Al encontrar a Aillas cara a cara, sonrió, frunció el ceño y puso cara de asombro.

—Te he visto antes en alguna parte. Nunca olvido una cara. —Aillas se encogió de hombros.

—Majestad, no discutiré sobre la capacidad de tu memoria. Recuerda que visité Haidion cuando era niño.

—Sí, es posible.

Durante el resto de la visita Aillas sorprendió a menudo a Casmir mirándolo atenta y reflexivamente.

Mientras cruzaban el Lir en su visita recíproca a Lyonesse, Aillas y Dhrun se pararon en la proa de la nave. Adelante, Lyonesse era un perfil oscuro e irregular en el horizonte.

—Nunca te he hablado de tu madre —dijo Aillas—. Tal vez sea hora de que conozcas la historia. —Miró hacia el oeste, hacia el este y nuevamente hacia el norte. Señaló—. Allá, a unos quince o treinta kilómetros, mi cruel primo me empujó al agua del golfo. Las corrientes me arrastraron a la costa, mientras estaba al borde de la muerte. Volví a la vida y creí que había muerto y que mi alma había llegado al paraíso. Estaba en un jardín donde una bella doncella vivía sola por culpa de la crueldad de su padre. El padre era el rey Casmir; la doncella era la princesa Suldrun. Nos enamoramos profundamente y planeamos escapar del jardín. Nos traicionaron; por orden de Casmir me arrojaron a un profundo pozo, y él debe creer que morí allí. Tu madre te dio a luz, y a ti te llevaron lejos de Casmir. Apenada y compungida, tu madre se suicidó, y por esta angustia infligida a alguien tan inocente como la luz de la luna odiaré siempre a Casmir con todo mi corazón. Y así son las cosas.

Dhrun miró hacia el agua.

—¿Cómo era mi madre?

—Es difícil describirla. Era poco sociable y feliz con su soledad. Yo pensaba que nunca había visto una criatura tan bella.

Mientras recorría los salones de Haidion, Aillas evocaba imágenes del pasado, de él mismo y de Suldrun, tan vividas que creía oír el murmullo de sus voces y el susurro de sus vestimentas; las imágenes de los amantes parecían mirar a Aillas de soslayo, sonriendo enigmáticamente con ojos relucientes, como si los dos sólo disfrutaran, con todo inocencia, de un juego peligroso.

En la tarde del tercer día, Aillas y Dhrun salieron de Haidion por el naranjal. Subieron por la arcada, atravesaron el vencido portal de madera y bajaron por las rocas al viejo jardín.

Recorrieron el sendero con lentitud, en un silencio que parecía arraigado en el lugar como el silencio de los sueños. Se detuvieron en las ruinas y Dhrun miró maravillado alrededor. El heliotropo perfumaba el aire; Dhrun nunca volvería a oler ese perfume sin un arrebato de emoción.

Cuando el sol se ponía entre nubes áureas, los dos bajaron a la costa y miraron el oleaje que lamía los guijarros. El crepúsculo llegaría pronto; subieron la colina. Ante el tilo, Aillas aminoró la marcha y se detuvo. Sin que Dhrun pudiera oírlo, susurró:

—¡Suldrun! ¿Estás aquí? ¡Suldrun!

Creyó oír un susurro, tal vez sólo el murmullo del viento entre las hojas.

—Suldrun —dijo Aillas en voz alta.

Dhrun se le acercó y le apretó el brazo. Dhrun ya amaba profundamente a su padre.

—¿Le hablas a mi madre?

—He hablado, pero ella no responde. —Dhrun miró en derredor, hacia el frío mar.

—Vámonos. No me gusta este sitio.

—Ni a mí.

Aillas y Dhrun se marcharon del jardín: dos criaturas vivientes y ágiles; y si alguna cosa había susurrado junto al viejo tilo, ahora callaba y el jardín permanecía en silencio en medio de la noche.

Las naves troicinas habían zarpado. Desde la terraza de Haidion, Casmir miraba las velas que se empequeñecían. El hermano Umphred se le acercó.

—Quisiera hablar contigo.

Casmir lo miró con desdén. Sollace, cada vez más ferviente en su fe, había sugerido la construcción de una catedral cristiana para adorar las tres entidades que ella llamaba «Santísima Trinidad». Casmir sospechaba la influencia del hermano Umphred, a quien detestaba.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Anoche llegué a ver a Aillas cuando vino para el banquete.

—¿Y bien?

—¿Su cara no te resulta familiar? —Una sonrisa taimada y sugestiva tembló en los labios del hermano Umphred.

Casmir lo fulminó con la mirada.

—En efecto. ¿Qué hay con eso?

—¿Recuerdas al joven que insistía en que yo lo desposara con la princesa Suldrun?

Casmir abrió la boca. Miró atónito al hermano Umphred, luego miró hacia el mar.

—Lo arrojé al pozo. Está muerto.

—Escapó. Y recuerda.

—Imposible —resopló Casmir—. El príncipe Dhrun tiene diez años.

—¿Y qué edad le das al rey Aillas?

—Calculo que tiene veintidós o veintitrés, no más.

—¿Y engendró un hijo a los doce o trece años?

Casmir caminó de un lado al otro, las manos a la espalda.

—Es posible. Aquí hay un misterio. —Se detuvo a mirar el mar, donde las velas troicinas ya se habían perdido de vista.

Llamó a Mungo, el senescal.

—¿Recuerdas a la mujer a quien interrogamos con referencia a la princesa Suldrun?

—La recuerdo, majestad.

—Hazla venir.

Al poco tiempo Mungo se presentó ante Casmir.

—Majestad, he intentado cumplir con tu deseo, pero en vano. Ehirme, su esposo y su familia han abandonado su granja y se dice que se mudaron a Troicinet, donde ahora son importantes propietarios.

Casmir no respondió. Se reclinó en la silla, cogió una copa de vino tinto y estudió los reflejos que bailaban a la luz del hogar. Murmuró para sí mismo:

—Aquí hay un misterio.