El rey Casmir de Lyonesse, que nunca se conformaba con medidas a medias, había introducido espías en toda Troicinet, incluido el palacio Miraldra. Presumía, correctamente, que los espías troicinos también estaban por todas partes, y antes de recibir información de sus agentes secretos utilizaba cuidadosos procedimientos para salvaguardar la identidad del agente.
La información le llegaba por varios métodos. Una mañana en el desayuno encontraba una piedra blanca junto al plato. Sin hacer comentarios, Casmir se guardaba la piedra en el bolsillo; sabía que Mungo, el senescal, la había puesto allí, tras haberla recibido de un mensajero.
Después de desayunar, Casmir se ponía una capa de fustán pardo y se marchaba de Haidion por un camino secreto que atravesaba la vieja armería y salía al Sfer Arct. Tras asegurarse de que nadie lo seguía, Casmir iba por caminos y callejas hasta el depósito de un mercader de vinos. Introducía una llave en la cerradura de una gruesa puerta de roble y entraba en un polvoriento cuarto de degustación que apestaba a vino. Un hombre robusto y canoso de piernas arqueadas y nariz rota lo saludaba sin mayor ceremonia. Casmir conocía al hombre sólo como Valdez, y él utilizaba el nombre de Evan.
Valdez podía saber o no que era Casmir; su actitud era totalmente impersonal, lo cual convenía a Casmir.
Valdez señaló una de las sillas, y se sentó en otra. Sirvió vino de una jarra de arcilla en un par de picheles.
—Tengo información importante. El nuevo rey troicino intenta una operación naval. Ha reunido sus naves en el Garfio de Hob, y se están embarcando tropas en Cabo Bruma. Es inminente un ataque.
—¿Un ataque dónde?
Valdez, que tenía la cara de un hombre astuto y reservado, implacable y saturnino, se encogió de hombros con indiferencia.
—Nadie se molestó en decírmelo. Los capitanes deben zarpar cuando el viento sople del sur… con lo cual podrían navegar hacia el oeste, el este o el norte.
—Apuesto a que volverán a probar suerte con Cabo Despedida.
—Es posible, si se han reducido las defensas. —Casmir asintió reflexivamente.
—En efecto.
—Otra posibilidad. Cada nave está provista con un arpón y un grueso cable.
Casmir se reclinó en la silla.
—¿Con qué propósito? No pueden esperar una batalla naval.
—Tal vez esperen impedirla. Están cargando calderos a bordo. Y recuerda que el viento sur los impulsa río arriba por el Sime.
—¿Hacia los astilleros? —Casmir se alteró—. ¿Hacia los nuevos barcos? —Valdez se llevó la jarra de vino a la boca curva.
—Sólo puedo darte datos. Los troicinos se disponen a atacar con cien naves y por lo menos cinco mil hombres bien armados.
—Bahía Balt está bien resguardada, pero no tanto —murmuró Casmir—. Podrían causar un desastre si nos tomaran por sorpresa. ¿Cómo puedo saber cuándo zarpará la flota?
—Las señales luminosas son inseguras. Si una falla por culpa de la niebla o la lluvia, falla todo el sistema. En todo caso, no hay tiempo para establecer la cadena. Las palomas no pueden volar ciento sesenta kilómetros sobre el agua. No conozco otro sistema, salvo uno que funcione mediante la magia.
Casmir se levantó bruscamente. Arrojó un bolso de cuero a la mesa.
—Regresa a Troicinet. Envíame noticias con tanta frecuencia como lo consideres oportuno.
Valdez alzó la bolsa y pareció satisfecho con su peso.
—Lo haré.
Casmir regresó a Haidion, y pronto los correos abandonaban la ciudad de Lyonesse con gran celeridad. Se ordenó a los duques de Jong y Twarsbane que llevaran ejércitos, caballeros y jinetes acorazados a Cabo Despedida, para reforzar la guarnición que ya estaba en la zona. Otras tropas, unos ocho mil hombres, se enviaron deprisa a los astilleros del río Sime, y se apostaron vigías a lo largo de la costa. Los puertos fueron cerrados y todas las naves amarradas (excepto la que llevaría a Valdez de regreso a Troicinet) para que los espías no pudieran avisar a los troicinos que las fuerzas de Lyonesse se habían movilizado contra el ataque secreto.
Los vientos soplaron del sur y ochenta naves zarparon con seis mil soldados. Maniobrando a babor, navegaron hacia el oeste. Después de atravesar el estrecho de Palisidra, la flota se mantuvo al sur, lejos de la visión de las atentas guarniciones de Casmir, y luego viró hacia el norte, para bordear la costa a sotavento, hendiendo las azules aguas con las proas y trazando una estela burbujeante.
Entretanto, los emisarios troicinos recorrían toda Ulflandia del Sur. Llevaron hasta los fríos castillos de los brezales, las ciudades amuralladas y las fortalezas de montaña, la noticia de que ahora debían obedecer al nuevo rey y sus ordenanzas. A menudo ganaban un reconocimiento inmediato y agradecido; con la misma frecuencia, debían superar odios fomentados por los asesinatos, traiciones y tormentos de siglos. Eran emociones tan amargas que dominaban todo otro pensamiento: riñas que para los participantes eran como el agua para los peces, desquites y venganzas imaginarias tan dulces que obsesionaban la mente. En tales casos la lógica no tenía poder. «¿Paz en Ulflandia? ¡No habrá paz para mí hasta que la fortaleza de Keghorn caiga piedra sobre piedra y la sangre de Melidot empape los escombros!». En esos casos, los enviados utilizaban tácticas más directas.
—Debes renunciar a tu odio, por tu propia seguridad. Una mano rigurosa gobierna Ulflandia, y si no te sometes al orden, encontrarás a tus enemigos a favor de él, con el poder del reino como respaldo, y pagarás un alto precio por algo que no vale la pena.
—Ajá. ¿Y quién gobernará Ulflandia?
—El rey Aillas gobierna ya, por derecho y por poder, y los malos tiempos han terminado. ¡Elige! Únete a tus iguales y trae paz a esta tierra, o te considerarán un renegado. Tu castillo será tomado y quemado; si sobrevives, vivirás el resto de tu vida como un cautivo, así como tus hijos e hijas. Une tu suerte a la nuestra: sólo puedes salir ganando.
La persona así interpelada podía intentar postergar la decisión, o declararse interesada sólo en su propio dominio, no en el resto de la comarca. Si era de temperamento cauteloso, podía afirmar que debía esperar a ver cómo reaccionaban los demás. En cada caso el enviado respondía:
—¡Elige ahora! ¡O estás con nosotros dentro de la ley, o contra nosotros, fuera de la ley! ¡No hay opción intermedia!
Al final, casi todos los nobles de Ulflandia del Sur aceptaron las exigencias, al menos por odio a Faude. Se ataviaron con su antigua armadura, reunieron sus tropas, y salieron de sus viejas fortalezas bajo las banderas flameantes, para reunirse cerca del castillo de Cleadstone.
En su cuarto de trabajo, Faude estaba absorto en el movimiento de los maniquíes del mapa. ¿Qué presagiaba semejante cónclave? Con certeza nada favorable. Reunió a sus capitanes y los envió por el valle para que movilizaran su ejército.
Dos horas antes del alba el viento amainó y la calma reinó en el mar. Con Ys en las cercanías, se recogieron las velas y los remeros se arquearon sobre los remos. Punta Istaie y el Templo de Atlante se distinguían contra el cielo de la aurora mientras las naves se deslizaban sobre aguas de color peltre, cerca de la escalinata que bajaba del templo al mar. Giraron donde la playa se curvaba al entrar en el estuario del Evander y descargaron tropas en la arena; luego, los transportes se acercaron a los muelles para bajar el cargamento.
Desde las terrazas de sus jardines, los terratenientes de Ys observaban el desembarco con interés distante, y la gente de la ciudad continuaba con sus tareas, como si las incursiones desde el mar fueran un hecho cotidiano.
En la balaustrada de su palacio, Melancthe miraba el arribo de las naves. Pronto dio media vuelta y entró en la penumbra del palacio.
Glide de Fairsted, con un solo acompañante, montó a caballo y cabalgó valle arriba, entre campos y huertos, con montañas abruptas a ambos lados. Los dos hombres atravesaron villas y villorrios sin despertar siquiera curiosidad.
Las montañas convergieron en el valle que finalmente culminaba bajo esa altura llana conocida como Cerro Tac, con Tintzin Fyral al costado. Había en el aire un hedor cada vez más fuerte, y los dos jinetes pronto descubrieron su origen: seis estacas de gran altura, con seis cadáveres empalados.
El camino que pasaba bajo las estacas atravesaba un prado que exhibía nuevas muestras de la severidad de Carfilhiot hacia sus enemigos: un caballete de seis metros de altura donde colgaban cuatro hombres con pesadas piedras sujetas a los pies. Al lado de cada uno había un marcador que indicaba una medida en centímetros.
Un garito custodiaba la entrada. Un par de soldados con el traje negro y púrpura de Tintzin Fyral les salió al paso cruzando alabardas. Un capitán los siguió y habló con Glide.
—Señor, ¿para qué te acercas a Tintzin Fyral?
—Somos una delegación al servicio del rey Aillas —dijo el caballero—. Solicitamos una reunión con Faude Carfilhiot, y también su protección antes, durante y después de dicha reunión, con el propósito de expresarnos con toda libertad.
El capitán les saludó sin mayor ceremonia.
—Señores, comunicaré de inmediato vuestro mensaje. —Montó a caballo y trepó por un camino angosto que atravesaba el peñasco. Los dos soldados aún les cerraban el paso con las alabardas cruzadas.
—¿Has servido mucho tiempo a Faude Carfilhiot? —preguntó Glide a uno de los guardias.
—Sólo un año, señor.
—¿Eres ulflandés?
—Ulflandés del Norte, señor. —Glide señaló el caballete.
—¿Cuál es la razón para estas prácticas? &mdsah; el guardia se encogió de hombros.
—Faude es acosado por los nobles de la región, que se niegan a someterse a él. Recorremos la comarca, alertas como lobos, y cuando salen para cazar o inspeccionar sus tierras los capturamos. Y luego Faude da un ejemplo para disuadir e intimidar a los demás.
—Sus castigos revelan ingenio.
De nuevo el guardia se encogió de hombros.
—Lo mismo da. De un modo u otro, es la muerte. Y los ahorcamientos, incluso los empalamientos, terminan por aburrir a todos.
—¿Por qué miden a esos hombres con marcadores?
—Son grandes enemigos. Allí ves a Jehan de Femus, sus hijos Waldrop y Hambol, y su primo Basil. Fueron capturados y Faude los sentenció a una exhibición punitiva, pero también demostró clemencia. Ordenó: «Que se pongan marcadores, y cuando estos malhechores hayan crecido hasta alcanzar el doble de su estatura, que los suelten y se les permita regresar libremente al castillo de Femus».
—¿Y cómo están?
El guardia ladeó la cabeza.
—Están débiles y angustiados, y todavía tienen que crecer por lo menos sesenta centímetros más.
Glide echó un vistazo al valle y las laderas.
—No parece difícil cabalgar valle arriba con treinta hombres para efectuar un rescate.
El guardia sonrió mostrando sus dientes rotos.
—Eso parecería. Pero no olvides que Faude es un maestro en estratagemas. Nadie invade su valle y escapa libre e indemne.
Glide examinó de nuevo las montañas que se elevaban abruptamente desde el suelo del valle. Sin duda estaban llenas de túneles, puestos de observación y refugios.
—Sospecho que el duque Faude consigue más enemigos de los que puede matar.
—Es posible —dijo el guardia—. ¡Qué Mitra nos proteja! —La conversación, a su entender, estaba concluida; ya había demostrado demasiada afabilidad.
Glide se reunió con su compañero, un hombre alto vestido con una capa negra y un sombrero de alas anchas calado sobre la frente para ocultar una cara enjuta de nariz larga. La persona, aunque armada sólo con una espada y carente de armadura, se comportaba con el aplomo de un noble, y Glide lo trataba como a un igual.
El capitán bajó del castillo e interpeló a Glide.
—Señor, he comunicado fielmente tu mensaje a Faude Carfilhiot. Os permite entrar en Tintzin Fyral y garantiza vuestra seguridad. Seguidme, por favor. Os recibirá de inmediato. —Así diciendo, volvió grupas y se alejó al galope. Los delegados lo siguieron al trote. Subieron por el peñasco, por un camino serpenteante, y en cada etapa descubrían instrumentos defensivos: troneras, trampas, piedras, maderas tensadas para arrojar al intruso al vacío, poternas y fosas.
Subieron por el camino zigzagueante, que al final se ensanchó. Los dos hombres desmontaron y entregaron sus caballos a los palafreneros.
El capitán los llevó al salón más bajo de Tintzin Fyral, donde aguardaba Carfilhiot.
—Caballeros, ¿sois dignatarios de Troicinet? Glide asintió.
—Correcto. Yo soy el caballero Glide de Fairsted y porto credenciales del rey Aillas de Troicinet, que ahora te entrego. —Le alcanzó un pergamino. Carfilhiot le echó una ojeada y se lo pasó a un chambelán menudo y gordo.
—Lee —le ordenó.
El chambelán leyó con voz aguda:
A Faude Carfilhiot de Tintzin Fyral:
Por la ley de Ulflandia del Sur, por poder y por derecho, me he convertido en rey de Ulflandia del Sur, y por tanto te solicito la lealtad debida al soberano reinante. Te presento al caballero Glide de Fairsted y a otro, ambos consejeros de confianza. Glide te explicará mis requerimientos y hablará en mi nombre. Puedes confiarle cualquier mensaje que desees, aun los más confidenciales, si los tienes.
Confío en que responderás rápidamente a mis exigencias, tal como las expresará Glide de Fairsted. Añado mi firma y el sello del reino.
Aillas, rey de Ulflandia del Sur y Troicinet.
El chambelán devolvió el pergamino a Carfilhiot, quien lo estudió con el ceño fruncido, mientras organizaba sus pensamientos.
—Desde luego, me interesan los conceptos del rey Aillas —dijo al fin con tono grave—. Hablemos de esto en mi pequeño salón.
Carfilhiot condujo a Glide y su compañero escalera arriba. Pasaron ante una pajarera de diez metros de altura y cinco de diámetro, equipada con perchas, nidos, cuencos y columpios. Los habitantes humanos de la pajarera ejemplificaban los antojos de Carfilhiot en su expresión más implacable; había amputado los miembros de varios cautivos, tanto varones como mujeres, y los había sustituido por garras y garfios de hierro, con los que se aferraban de las perchas. Cada cual estaba adornado con diversos plumajes; todos gorjeaban, silbaban y trinaban. Como jefe del grupo, espléndido en sus brillantes plumas verdes, estaba el loco rey Deuel. Ahora se acurrucaba en su percha con expresión compungida. Al ver a Carfilhiot se puso alerta y saltó sobre la percha.
—¡Un momento! ¡Tengo una sena queja! Carfilhiot se detuvo.
—¿Qué te ocurre ahora? Últimamente has estado quisquilloso.
—¿Por qué no? Hoy me prometieron gusanos, pero sólo me sirvieron cebada.
—Paciencia —dijo Carfilhiot—. Mañana tendrás tus gusanos.
El loco rey Deuel masculló con rencor, saltó a otra percha y se quedó cavilando. Carfilhiot condujo a sus huéspedes a una habitación alfombrada de verde, con paneles de madera clara y ventanas que daban al valle. Señaló una mesa.
—Sentaos, por favor. ¿Habéis cenado?
Glide se sentó. Su acompañante permaneció de pie en el fondo del salón.
—Ya hemos comido —dijo Glide—. Si deseas, podemos ir directamente al grano.
—Adelante. —Carfilhiot se reclinó en la silla y estiró sus largas y fuertes piernas.
—Mi mensaje es simple. El nuevo rey de Ulflandia del Sur ha llegado con sus fuerzas a Ys. El rey Aillas se propone gobernar con severidad y debes obedecerle.
Carfilhiot soltó una risa metálica.
—No sé nada sobre eso. Por lo que sé, Quilcy no dejó herederos; su linaje está muerto. ¿De dónde saca su derecho Aillas?
—Es rey de Ulflandia del Sur por linaje colateral y por ley de la comarca. Ya viene por el valle, y te exhorta a bajar para saludarlo, y a desistir de toda idea de resistirte a su dominio por la fuerza de tu castillo, Tintzin Fyral, pues en tal caso lo someterá.
—Eso ya se ha intentado —dijo Carfilhiot con una sonrisa—. Los atacantes se han ido y Tintzin1 Fyral sigue en pie. En todo caso, el rey Casmir de Lyonesse no permitirá aquí una presencia troicina.
—No tiene opción. Ya hemos enviado una fuerza para que tome Kaul Bocach y así cierre el paso a Casmir.
Carfilhiot reflexionó. Chasqueó los dedos desdeñosamente.
—Debo actuar con determinación. Las circunstancias aún son inciertas.
—Te ruego que te retractes. Aillas domina Ulflandia del Sur. Los barones han aceptado su presencia con gratitud, y han reunido a sus tropas en el castillo de Cleadstone, por si se necesitan para sitiar Tintzin Fyral.
Carfilhiot se levantó, sorprendido e irritado. ¡Ese era el mensaje del mapa mágico!
—¡Los habéis incitado contra mí! ¡Pero en vano! ¡La conspiración fracasará! ¡Tengo amigos poderosos!
El compañero de Glide habló por primera vez.
—Tienes un solo amigo, tu amante Tamurello. El no te ayudará. —Carfilhiot se volvió hacia él.
—¿Quién eres tú? ¡Ven aquí! Te he visto en alguna parte.
—Me conoces bien, porque me has causado mucho daño. Soy Shimrod.
—¡Shimrod! —exclamó Carfilhiot.
—Tienes a los dos niños, Glyneth y Dhrun, que me son muy queridos. Ahora me los entregarás. Asaltaste mi mansión Trilda y tomaste mis pertenencias. Tráelas.
Carfilhiot torció los labios en una siniestra sonrisa.
—¿Qué ofreces a cambio?
Shimrod habló con voz suave y opaca.
—Juré que los canallas que saquearon Trilda morirían tras sufrir parte del tormento que infligieron a mi amigo Grofinet. Capturé a Rughalt gracias a sus rodillas. Murió en medio de grandes dolores, pero antes te nombró como su cómplice. Devuélveme mis cosas y a los dos niños, y de mala gana retiraré mi juramento: no morirás por mi mano ni por el dolor que quisiera infligirte. No tengo más que ofrecer, pero es mucho.
Carfilhiot expresó su disgusto enarcando las cejas y entornando los ojos. Habló pacientemente, como quien explica verdades evidentes a un retardado.
—Para mí no eres nada. Me apoderé de tus cosas porque las quería. Y podría hacerlo de nuevo. ¡Cuídate de mí, Shimrod!
—Señor —intervino Glide—, cito nuevamente las órdenes de tu señor el rey Aillas. Te pide que bajes de tu palacio y te sometas a su justicia. No es un hombre cruel y prefiere no derramar sangre.
—¡Ja! ¡Conque ésas tenemos! ¿Y qué me ofrece por este piadoso servicio?
—Los beneficios son muy reales. El noble Shimrod ha hecho requerimientos. Si lo complaces, se compromete a no tomar tu vida. Acepta su propuesta. Por silogismo, te ofrecemos la vida misma: el bien más valioso y concreto que se puede ofrecer.
Carfilhiot se repantigó en la silla. Al cabo de un momento rió.
—Caballero Glide, hablas con habilidad. Alguien menos tolerante que yo podría considerarte insolente; incluso yo estoy pasmado. Vienes aquí sin más protección que un salvoconducto que depende de la propiedad y el decoro. Luego me solicitas amplias concesiones a través de insinuaciones y amenazas que suenan ofensivas. En mi pajarera pronto aprenderás a cantar canciones más agradables.
—Señor, no me propongo irritarte sino persuadirte. Esperaba apelar a tu razón antes que a tus emociones.
Carfilhiot volvió a levantarse.
—Estoy perdiendo la paciencia con tu descaro.
—De acuerdo, no hablaré más. ¿Qué respuesta llevaré al rey Aillas?
—Puedes decirle que Faude Carfilhiot, duque de Valle Evander, reacciona negativamente ante sus propuestas. En su inminente guerra con el rey Casmir, me consideraré neutral.
—Le comunicaré esas exactas palabras.
—¿Y mis requerimientos? —preguntó Shimrod.
Los ojos de Carfilhiot parecieron emitir una luz amarilla.
—Al igual que el caballero Glide, no me ofreces nada y lo deseas todo. No puedo complacerte.
Glide ejecutó la mínima reverencia requerida por el protocolo caballeresco.
—Nuestra gratitud por tu atención.
—Si esperabais despertar mi profunda animadversión, lo habéis lo grado —dijo Carfilhiot—. De lo contrario, sólo habéis perdido el tiempo. Por aquí. —Pasaron frente a la pajarera, donde el rey Deuel dio un brinco para presentar una nueva queja, y fueron al salón de abajo, donde Carfilhiot llamó a su chambelán—. Conduce a estos caballeros hasta sus caballos. —Se volvió hacia ambos—. Me despido de vosotros. Mi palabra os protegerá mientras bajéis por el valle. Si regresáis, os consideraré intrusos hostiles.
—Una última palabra —dijo Shimrod.
—Como desees.
—Salgamos. Lo que tengo que decir resultará enfermizo y sofocante dentro de tu sala.
Carfilhiot lo condujo a la terraza.
—Habla —dijo. Ambos estaban bajo la brillante luz de la tarde.
—Soy un mago del undécimo nivel —dijo Shimrod—. Cuando me robaste en Trilda me distrajiste de mis estudios. Ahora los reanudaré. ¿Cómo te protegerás contra mí?
—¿Te atreverías a enfrentarte a Tamurello?
—Él no te protegerá contra mí. Tiene miedo de Murgen.
—Estoy a salvo.
—No creas. En Trilda me provocaste. Se me permite la venganza. Así es la ley.
Carfilhiot abrió la boca.
—No es aplicable.
—¿No? ¿Quién protegió a Rughalt cuando su cuerpo ardió? ¿Quién te protegerá a ti? ¿Tamurello? Pregúntale. Te hará promesas, pero su falsedad será fácil de detectar. Por última vez: entrégame mis pertenencias y mis dos niños.
—No me someto a las órdenes de nadie.
Shimrod se alejó, cruzó la terraza y montó a caballo. Los dos emisarios descendieron por el camino serpenteante, dejaron atrás el caballete y los cuatro hombres del castillo de Femus, y así bajaron hacia Ys.
Un grupo de quince mendigos harapientos caminaba al sur por el Pasaje de Ulf. Algunos iban encorvados; otros brincaban sobre sus piernas mutiladas; otros llevaban vendajes manchados por heridas purulentas. Al acercarse a la fortaleza de Kaul Bocach, vieron a los soldados de guardia y avanzaron deprisa, gimiendo lastimeramente y pidiendo limosna. Los soldados se retiraron con disgusto y el grupo pasó con rapidez.
Más allá de la fortaleza los mendigos recobraron la salud. Se enderezaron, arrojaron las vendas y dejaron de cojear. En un bosque a kilómetro y medio de la fortaleza extrajeron hachas de entre las ropas, cortaron troncos y construyeron cuatro largas escaleras.
Pasó la tarde. Al anochecer otro grupo se acercó a Kaul Bocach: esta vez una compañía de artistas trashumantes. Acamparon frente a la fortaleza, abrieron un pequeño barril de vino, se pusieron a asar carne en espetones y luego a tocar música mientras seis atractivas doncellas bailaban jigas a la luz del fuego.
Los soldados del fuerte observaban la diversión y piropeaban a las doncellas. Entretanto el primer grupo regresó sigilosamente. Apoyaron las escaleras y treparon a los parapetos sin ser vistos ni oídos.
Pronta y silenciosamente acuchillaron a un par de infortunados guardias que estaban mirando las danzas. Bajaron al cuarto de oficiales, donde mataron a varios soldados que descansaban en sus jergones, luego brincaron a las espaldas de los que observaban la celebración. La actuación se interrumpió en el acto. Los actores se unieron a la lucha y en tres minutos las fuerzas de Ulflandia del Sur volvieron a controlar la fortaleza de Kaul Bocach.
El comandante y cuatro supervivientes fueron enviados al sur con un mensaje:
Casmir, rey de Lyonesse: ¡presta atención!
La fortaleza de Kaul Bocacb está nuevamente en nuestras manos, y los intrusos de Lyonesse han sido muertos y expulsados.
Ni las estratagemas ni todo el coraje de Lyonesse volverán a arrebatarnos Kaul Bocach. ¡Entra en Ulflandia del Sur a tu propio riesgo!
¿Deseas probar tus ejércitos contra el poderío ulflandés? Ven por Poélitetz. Te resultará más fácil y seguro.
Firma:
Goles, del Castillo de Cleadstone, capitán de los ejércitos ulflandeses de Kaul Bocacb.
Era una noche oscura y sin luna; alrededor de Tintzin Fyral las montañas se perfilaban como negras moles contra las estrellas. Carfilhiot cavilaba en su alta torre. Su actitud sugería impaciencia, como si estuviera aguardando una señal o acontecimiento que no se había producido. Al fin se levantó y fue a su cuarto de trabajo. De la pared colgaba un marco singular de poco menos de treinta centímetros de diámetro, que rodeaba una membrana gris. Carfilhiot tiró del centro de la membrana y extrajo un fragmento que creció rápidamente bajo su mano para convertirse en una nariz de tamaño vulgar, luego enorme: un gran órgano rojo y curvo con fosas velludas y resoplantes.
Carfilhiot soltó una protesta; esa noche el sandestin estaba inquieto y jocoso. Tomó la gran nariz roja, la retorció y le dio forma de tosca y abultada oreja, la cual se le escurrió entre los dedos para convertirse en un pie verde y flaco. Utilizó las dos manos para dominar el objeto y de nuevo moldeó una oreja, a la cual dio una brusca orden:
—¡Oye! ¡Escucha y oye! Comunica mis palabras a Tamurello, en Faroli. Tamurello, ¿me oyes? ¡Tamurello, responde!
La oreja se alteró para convertirse en una de configuración común. En un extremo una protuberancia se torció y se curvó cobrando la forma de la boca de Tamurello. El órgano dijo, con voz de Tamurello:
—Faude, estoy aquí. Sandestin, muestra una cara.
La membrana vibró y se contorsionó transformándose en la cara de Tamurello, excepto la nariz, donde el sandestin, por descuido o por capricho, colocó la oreja que ya había creado.
—¡Los acontecimientos se precipitan! —dijo Carfilhiot—. Ejércitos troicinos han desembarcado en Ys y el rey troicino ahora se considera rey de Ulflandia del Sur. Los barones no lo han detenido, y estoy aislado.
Tamurello emitió un sonido reflexivo.
—Interesante.
—¡Más que interesante! —exclamó Carfilhiot—. Hoy vinieron a mí dos emisarios. El primero ordenó que me someta al nuevo rey. No presentó cumplidos ni garantías, lo cual me parece un mal signo. Desde luego, me negué a aceptar.
—¡Imprudente! Tendrías que haberte declarado un leal vasallo, aunque demasiado enfermo para recibir visitantes o para salir del castillo, con lo cual no presentabas un desafío ni tampoco un pretexto.
—No obedezco las órdenes de nadie —dijo Carfilhiot. Tamurello no hizo comentarios.
—El segundo emisario era Shimrod —continuó Carfilhiot.
—¡Shimrod!
—Nada menos. Vino con el primero, ocultándose en las sombras como un fantasma, y luego me exigió sus dos niños y sus artefactos mágicos. De nuevo rehusé.
—¡Imprudente, imprudente! Debes aprender el arte de la concesión grácil, cuando resulta útil. Los niños no te sirven de nada, y tampoco los artefactos de Shimrod. ¡Podrías haberte asegurado su neutralidad!
—Bah —dijo Carfilhiot—. Él no es nadie comparado contigo… a quien, de paso, despreció y calumnió.
—¿Cómo?
—Dijo que eras inconstante, que tus palabras no eran ciertas y que no me protegerías. Me reí de él.
—Sí, entiendo —murmuró Tamurello—. Aun así, ¿qué puede hacer Shimrod contra ti?
—Puede atacarme con su magia.
—¿Y violar el edicto? Jamás. ¿No eres una criatura de Desmëi? ¿No dispones de artefactos mágicos? Conviértete en mago.
—¡La magia está encerrada en un acertijo! ¡Es inservible! Quizá Murgen no se convenza. Después de todo, los artefactos fueron robados a Shimrod, lo cual es una provocación de un mago a otro.
Tamurello rió.
—Pero recuerda que en ese momento tú no tenías implementos mágicos, de modo que eras un lego.
—El argumento parece rebuscado.
—Es lógico. Ni más, ni menos &mdsah; Carfilhiot aún titubeaba.
—Secuestré a sus niños, lo cual también puede interpretarse como provocación.
La respuesta de Tamurello, aún transmitida por los labios del sandestin resultó bastante seca.
—En tal caso, devuelve a Shimrod sus niños y sus pertenencias.
—Ahora considero a esos niños como rehenes que garantizan mi propia seguridad —dijo fríamente Carfilhiot—. En cuanto a los artefactos mágicos, ¿preferirías que yo los use en colaboración contigo, o que Shimrod los use para respaldar a Murgen? Recuerda que ésa fue tu idea original.
—Un verdadero dilema —admitió Tamurello con un suspiro—. Desde ese punto de vista, tendría que apoyarte. Aun así, los niños no deben sufrir daño en ninguna circunstancia, pues la concatenación de los hechos me llevaría inevitablemente a enfrentarme con la furia de Murgen.
—Sospecho que exageras su importancia —declaró Carfilhiot con su habitual arrogancia.
—No obstante, debes obedecer. —Carfilhiot se encogió de hombros.
—Está bien, complaceré tus caprichos.
El sandestin reprodujo con precisión la risa trémula de Tamurello:
—Llámalo como quieras.