27

El río Camber, al acercarse al mar, se unía al Murmeil y se convertía en un estuario de aproximadamente cincuenta kilómetros de largo: el Cambermouth. Entrar y salir de la bahía de Avallen era inseguro a causa de las mareas, las corrientes arremolinadas, las nieblas estacionales y los bancos de arena que se modificaban con los cambios de tiempo.

El viajero que llegaba a Avallon desde el sur por el Camino de Icnield debía cruzar el estuario, que en ese punto tenía unos doscientos metros de ancho, en una barcaza, sujeta a un cable por una cadena que colgaba de una maciza polea. En el sur, el cable estaba sujeto a la cima de Piedra Dentada junto al faro. En el norte, terminaba en un contrafuerte de piedra apisonada sobre el río Escarpa. El cable cruzaba el estuario en ángulo; cuando la barcaza zarpaba de Piedra Dentada, la marea la impulsaba por el estuario hasta el muelle de Slange, bajo el río Escarpa. Seis horas después, la marea baja impulsaba la barcaza de vuelta hacia la costa sur.

Aillas y sus compañeros, que cabalgaban hacia el norte por el Camino de Icnield, llegaron a Piedra Dentada a media tarde. Al cruzar el puente de Piedra Dentada se detuvieron a mirar el extenso paisaje que de pronto se presentaba ante ellos: el Cambermouth se extendía en una curva hacia el oeste, donde parecía volcarse en el horizonte; hacia el este se ensanchaba hasta unirse con el Golfo Cantábrico.

La marea estaba cambiando; la barcaza se encontraba en la costa de Piedra Dentada. Las naves que encontraban viento favorable se internaban en el estuario con las velas desplegadas, y entre ellas había un gran falucho de dos mástiles que exhibía la bandera de Troicinet, que se acercó a la costa norte y atracó en Slange.

Los tres cabalgaron camino abajo hasta el puerto donde la barcaza esperaba la marea alta para zarpar.

Aillas pagó el peaje y los tres abordaron la barcaza, una pesada chalana de quince metros de largo y seis de ancho, cargada de carros, ganado, buhoneros y mendicantes que se dirigían a la feria; también varias monjas del convento de la isla Whanish, en peregrinación hacia la Piedra Sagrada que San Cohiba había traído de Irlanda.

En Slange, Aillas fue hacia el falucho troicino en busca de noticias, mientras sus amigos esperaban. Regresó abatido. Extrajo el Nuncafalla. El diente señalaba hacia el norte.

—En verdad no sé qué hacer —exclamó con semblante frustrado.

—¿Qué noticias tienes de Troicinet? —preguntó Yane.

—Dicen que el rey Ospero yace enfermo en su cama. Si muere y yo no estoy allí, Trewan será coronado… tal como lo planeó. Debería dirigirme deprisa hacia el sur, pero no puedo hacerlo con mi hijo Dhrun en el norte.

Cargus, tras un momento de reflexión, dijo:

—De todos modos no puedes viajar hacia el sur hasta que la barcaza regrese a Piedra Dentada. Entretanto, Avallon está a una hora de viaje hacia el norte, y quién sabe qué encontraremos.

—¡Quién sabe! ¡Pongámonos en marcha!

Los tres apuraron el paso; recorrieron los últimos kilómetros del Camino de Icnield, entre Slange y Avallon, y llegaron por una carretera que bordeaba el parque. Descubrieron una gran feria que ya entraba en su etapa final. Junto al parque, Aillas consultó el Nuncafalla. El diente señalaba al norte, hacia un blanco que tal vez estaba en el parque o tal vez más allá.

—Podría estar en este parque o a cien kilómetros al norte, o en cualquier parte intermedia —protestó Aillas—. Esta noche revisaremos toda la ciudad, y mañana, me guste o no, regresaré al sur con la barcaza del mediodía.

Buena estrategia —dijo Yane—, y aún mejor si podemos encontrar alojamiento para esta noche.

—El Toro Negro parece un sitio atractivo —dijo Cargus—. Una o dos jarras de cerveza amarga no nos vendrán mal.

—Vamos pues al Toro Negro. Si la suerte nos acompaña, habrá lugar para descansar.

Cuando pidieron alojamiento, el posadero alzó las manos desesperado. Luego uno de los mozos de cordel le hizo una seña.

—Cuarto del Duque está abierto, señor. El grupo no ha llegado.

—¡El Cuarto del Duque! ¿Por qué no? No puedo mantener un alojamiento selecto toda la noche. —El posadero se frotó las manos—. Lo llamamos el «Cuarto del Duque» porque el duque Snel de Sneldyke nos honro con su visita no hace más de doce años. Debéis pagar con monedas de plata. Durante la Gran Feria, y por el Cuarto del Duque, pedimos una tarifa adicional.

Aillas pagó con un florín de plata.

—Llévanos cerveza afuera, bajo el árbol.

Los tres se sentaron a una mesa y disfrutaron de la fresca brisa del atardecer. Las multitudes se habían reducido a un grupo de visitantes tardíos que esperaban conseguir alguna ganga, y a pordioseros. La música había perdido intensidad; los vendedores empacaban sus mercancías; los acróbatas, contorsionistas, mimos y malabaristas se habían marchado. La Gran Feria terminaba formalmente al día siguiente, pero ya estaban desarmando pabellones y tiendas. Las carretas y carromatos se iban del parque para dirigirse a todos los rumbos: norte, este, sur y oeste. Frente al Toro Negro pasó el colorido carromato del doctor Fidelius, tirado por un par de caballos negros bicéfalos y conducido por un apuesto y joven caballero de notable apariencia.

Yane señaló los caballos con asombro.

—¡Ved esa maravilla! ¿Son monstruos, u obra de la magia?

—Personalmente —dijo Cargus—, preferiría algo menos ostentoso. —Aillas se levantó de un brinco para mirar el carromato. Se volvió a sus compañeros.

—¿Habéis visto al conductor?

—Claro: un joven noble bromista.

—O un joven advenedizo con pretensiones de nobleza. —Aillas se sentó reflexivamente.

—Lo he visto antes… en extrañas circunstancias. —Alzó la jarra y la encontró vacía—. ¡Muchacho, trae más cerveza! Beberemos, y luego seguiremos al Nunca-falla por lo menos hasta el linde de la ciudad.

Los tres guardaron silencio, observando el tráfico de la calle y del parque. El camarero les sirvió cerveza; en ese mismo instante un hombre alto con pelo de color arena y aspecto desencajado se les acercó. Se detuvo para hacerle una pregunta al camarero.

—Soy el doctor Fidelius. ¿No ha pasado por aquí mi carromato? Va tirado por un par de caballos negros bicéfalos.

—No he visto tu carromato, señor. Estaba ocupado sirviendo cerveza a estos caballeros.

—Señor —dijo Aillas—, tu carromato pasó hace sólo unos minutos.

—¿Y viste al conductor?

—Me fijé especialmente en él: un hombre de tu edad, de pelo oscuro, rasgos armoniosos y una actitud entre arrogante y temeraria. Creo que lo he visto antes, aunque no recuerdo dónde.

Yane señaló.

—Fue hacia el sur por el Camino de Icnield.

—Entonces tendrá que detenerse en Cambermouth. —Se volvió hacia Aillas—. Si yo nombrara a Faude Carfilhiot, ¿eso te refrescaría la memoria?

—Por supuesto. —Aillas evocó un período de afanes, fugas y vagabundeos—. Lo vi una vez en su castillo.

—Has confirmado mis peores temores. Muchacho, ¿puedes conseguirme un caballo?

—Debo ir a ver al establero, señor. Cuanto mejor sea el caballo, más dinero pedirá.

Shimrod le arrojó una corona de oro.

—Tráeme el mejor, y deprisa.

El muchacho se fue a la carrera. Shimrod se sentó a esperar. Aillas lo miró de soslayo.

—¿Qué harás cuando lo alcances en Slange?

—Haré lo que deba hacerse.

—Tendrás las manos ocupadas. Él es fuerte y sin duda está bien armado.

—No tengo alternativa. Ha secuestrado a dos niños que quiero mucho, y podría hacerles daño.

—Creería cualquier cosa de Carfilhiot —dijo Aillas. Reflexionó sobre sus propias circunstancias y tomó una decisión. Se puso de pie—. Cabalgaré contigo hasta Slange. Mi propia misión puede aguardar un par de horas. —El Nunca-falla aún le colgaba de la muñeca. Aillas lo miró incrédulamente—. ¡Mirad el diente! —exclamó.

—¡Ahora apunta al sur!

Aillas se volvió despacio hacia Shimrod.

—Carfilhiot se dirigía hacia el sur con dos niños. ¿Cómo se llaman?

—Glyneth y Dhrun.

Los cuatro hombres cabalgaron hacia el sur a la luz del atardecer, y la gente que iba por el camino, al oír el trepidar de los cascos, se apartaba para dejarlos pasar y luego se volvía intrigada, preguntándose por qué esos jinetes cabalgaban con tanta prisa por el Camino de Icnield.

Los cuatro atravesaron el brezal y subieron a las Alturas Ribereñas, donde frenaron los caballos. El Cambermouth refulgía a la luz del crepúsculo. La barcaza no había esperado la marea baja. Para aprovechar la luz del día había zarpado de Slange con el cambio de marea y ya estaba en medio del río. El carromato del doctor Fidelius había sido el último en abordarla. Había un hombre de pie junto al carromato, presumiblemente Faude Carfilhiot.

Los cuatro bajaron la colina hasta Slange, donde se enteraron de que la barcaza viraría hacia el norte poco después de medianoche, cuando la marea subiera nuevamente, y no cruzaría a Piedra Dentada hasta el amanecer.

—¿No hay otro camino a través del agua? —preguntó Aillas al empleado del puerto.

—Con vuestros caballos no.

—¿Pero podemos cruzar sin ellos?

—Tampoco, mi señor. No hay viento para hinchar las velas, y nadie se atrevería a cruzar a remo con la corriente en plena bajamar, aunque ofrecieras oro y plata. Terminaría en la isla de Whanish, o más allá. Regresa al amanecer y viaja cómodamente.

De vuelta en la cima, vieron cómo la barcaza atracaba en Piedra Dentada. El carromato bajó a la costa, tomó por la carretera y se perdió de vista.

—Allá van —dijo Shimrod—. No podremos alcanzarlos ahora, pues los caballos correrán toda la noche. Pero conozco su destino.

—¿Tintzin Fyral?

—Primero se detendrá en Pároli para visitar al mago Tamurello.

—¿Dónde queda Pároli?

—En el bosque, a poca distancia. Puedo comunicarme con Tamurello desde Avallon, por intermedio de un tal Triptomologius. Al menos velará por la seguridad de Glyneth y Dhrun si Carfilhiot los lleva a Pároli.

—Mientras tanto están a su merced.

—Así es.

El Camino de Icnield, pálido como pergamino a la luz de la luna, atravesaba una tierra oscura y silenciosa donde no se veía un solo destello de luz. Los dos caballos bicéfalos arrastraban el carromato del doctor Fidelius hacia el sur, con ojos desorbitados y narices resoplantes, locos de odio por esa criatura que los conducía como nadie lo había hecho.

A medianoche Carfilhiot hizo un alto junto a un arroyo.

Mientras los caballos bebían y pastaban junto al camino, fue a la parte trasera del carromato y abrió la puerta.

—¿Cómo anda todo ahí?

Después de una pausa, Dhrun respondió desde la oscuridad:

—Bien.

—Si queréis beber o aliviar el vientre, bajad, pero no intentéis nada, pues no tengo paciencia.

Glyneth y Dhrun hablaron en susurros, y convinieron en que no había razones para viajar incómodamente. Bajaron cautelosamente del carromato.

Carfilhiot les concedió diez minutos, luego les ordenó que subieran de nuevo al carromato. Dhrun entró primero, callado y tenso de furia. Glyneth se detuvo con un pie en el escalón inferior de la escalerilla. Carfilhiot daba la espalda a la luna.

—¿Por qué nos has secuestrado? —preguntó Glyneth.

—Para que Shimrod, a quien vosotros conocéis como el doctor Fidelius, no use su magia contra mí.

—¿Piensas liberarnos? —preguntó Glyneth, tratando de que no le temblara la voz.

—No enseguida. Sube al carromato.

—¿Adónde vamos?

—Nos internaremos en el bosque y viajaremos hacia el oeste.

—¡Por favor, déjanos ir!

Carfilhiot la estudió a la luz de la luna. Una bonita criatura, pensó, lozana como una flor silvestre.

—Si te portas bien —repuso—, te ocurrirán cosas agradables. Por ahora entra en el carromato.

Glyneth entró, y Carfilhiot cerró la puerta.

Una vez más, el carromato se puso en marcha por el Camino de Icnield. Glyneth habló a Dhrun al oído:

—Ese hombre me asusta. Estoy segura de que es enemigo de Shimrod.

—Si pudiera ver —masculló Dhrun—, lo atravesaría con mi espada.

—Yo no sé si podría hacerlo —dijo Glyneth con voz vacilante—. A menos que intentara hacernos daño.

—Entonces sería demasiado tarde. Supongamos que te apostas junto a la puerta. Cuando él abra, ¿podrás atravesarle el cuello?

—No.

Dhrun guardó silencio. Al cabo de un momento cogió su gaita y comenzó a tocar suaves notas y melodías para poder pensar.

—Es raro —dijo al cabo de un momento—. Aquí está oscuro, ¿verdad?

—Muy oscuro.

—Tal vez nunca toqué en la oscuridad. O tal vez nunca lo noté. Pero cuando toco, las abejas doradas revolotean como si estuvieran molestas.

—Tal vez les impides dormir.

Dhrun se puso a tocar con más entusiasmo. Tocó una jiga, y luego otras danzas.

Carfilhiot gritó por la ventanilla:

—¡Deja de soplar ese instrumento! Me pone los nervios de punta.

—¡Asombroso! —le murmuró Dhrun a Glyneth—. Las abejas se irritan. Al igual que él —señaló con el pulgar—, no tienen oído para la música.

Se llevó la gaita a los labios, pero Glyneth lo detuvo.

—¡No, Dhrun! ¡Nos va a hacer daño!

Los caballos corrieron toda la noche sin fatigarse, pero aun así enfurecidos contra el demonio que los sometía a ese esfuerzo. Una hora después del alba, Carfilhiot hizo otro alto de diez minutos. Ni Dhrun ni Glyneth quisieron comer; Carfilhiot encontró pan y pescado seco en la despensa del fondo del carromato; comió unos bocados y nuevamente reanudó la marcha.

El carromato avanzó todo el día por los gratos paisajes del sur de Dahaut: una comarca llana de vasta extensión bajo un cielo ventoso.

Al caer el día, el carromato cruzó el río Tam por un puente de piedra de siete arcadas, y así entró en Pomperol, sin objeciones del único oficial de fronteras de Dahaut ni de su corpulento colega pomperano, ambos preocupados por su partida de ajedrez, en una mesa situada precisamente sobre la frontera, en el centro del puente.

El paisaje cambió; bosques y colinas aisladas y redondas, cada cual coronada por un castillo, redujeron las vastas perspectivas de Dahaut a una escala humana.

Al anochecer los caballos empezaron a perder el resuello; Carfilhiot supo que no podría hacerlos andar otra noche entera. Viró hacia el bosque y se detuvo junto a un manantial. Mientras desenganchaba los caballos y los ataba donde pudieran beber y pastar, Glyneth preparó una fogata, colgó la olla de hierro del trípode e improvisó una sopa con lo que había a mano. Sacó los gatos del cesto y les permitió corretear por una zona bien delimitada. Mientras comían la modesta cena, Dhrun y Glyneth hablaban en voz baja. Carfilhiot, del otro lado de la fogata, los observaba con ojos entornados, sin decir nada.

La actitud de Carfilhiot inquietaba cada vez más a Glyneth. Cuando el crepúsculo oscureció el cielo, llamó a sus gatos y los guardó en sus cestos. Carfilhiot, con aparente pasividad, contemplaba sus curvas tenues pero insinuantes, las gracias y los elegantes ademanes que volvían a Glyneth tan singular y atractiva.

Glyneth lavó la olla de hierro, la guardó en el armario con el trípode. Carfilhiot se puso de pie, se desperezó. Glyneth lo miró de reojo mientras él se dirigía a la parte trasera del carromato para sacar un jergón que tendió junto al fuego.

Glyneth susurró algo al oído de Dhrun. Ambos fueron al carromato.

—¿Adónde vais? —preguntó Carfilhiot.

—A acostarnos —dijo Glyneth—. ¿A qué otro sitio podríamos ir? —Carfilhiot aferró a Dhrun y lo metió en el carromato, luego cerró y atrancó la puerta.

—Esta noche —le dijo a Glyneth— te acostarás conmigo junto al fuego, y mañana tendrás mucho en qué pensar.

Glyneth trató de escabullirse, pero Carfilhiot le aferró el brazo.

—Ahorra tu energía —le dijo—. Pronto te sentirás cansada, pero no querrás parar.

Dentro del carromato, Dhrun tomó la gaita y se puso a tocar, con furia e impotente pesar por lo que le sucedía a Glyneth. Las abejas doradas, que estaban a punto de descansar, con sólo un zumbido ocasional para recordar a Dhrun su presencia, revolotearon con rencor, pero Dhrun no dejaba de tocar.

Carfilhiot se levantó y caminó hacia el carromato.

—¡Termina con ese ruido! ¡Me altera los nervios!

Dhrun tocó con un entusiasmo aún mayor que casi lo elevó del asiento. Las abejas doradas revoloteaban en zigzag por todas partes. Al fin, desesperadas, huyeron de los ojos de Dhrun. Dhrun tocó con más fuerza.

Carfilhiot fue hasta la puerta.

—Voy a entrar. Te romperé la gaita y te daré una zurra que te hará callar. —Dhrun siguió tocando, y la música excitaba tanto a las abejas que seguían revoloteando frenéticamente dentro del carromato.

Carfilhiot quitó la tranca, Dhrun dejó la gaita y exclamó:

—¡Dassenach, a mí!

Carfilhiot abrió la puerta de par en par. Las abejas salieron y le pegaron en la cara; Carfilhiot retrocedió, lo cual le salvó la vida, pues la hoja le pasó silbando junto al cuello. Soltó una sorprendida maldición, arrebató la espada a Dhrun y la tiró en la maleza. Dhrun le pateó la cara; Carfilhiot le aferró el pie y arrojó a Dhrun en el carromato.

—¡Basta de ruido! —jadeó Carfilhiot—. Basta de golpes y de música, o te haré daño.

Cerró la puerta y la atrancó. Se volvió a Glyneth, que se había encaramado a las ramas de un viejo y macizo roble. Corrió a través del claro pero ella ya estaba fuera de su alcance. Trepó detrás de ella, pero Glyneth subió a mayor altura y llegó hasta la punta de una rama que se encorvó bajo su peso. Carfilhiot no se atrevió a seguirla.

Habló con voz seductora, primero implorante, luego amenazadora, pero ella no respondió, y se quedó en silencio entre las hojas. Carfilhiot soltó una última amenaza que congeló la sangre de Glyneth. Luego Carfilhiot bajó del árbol. De haber tenido un hacha, habría cortado la rama que la sostenía, o el árbol mismo, y la habría dejado morir.

Glyneth permaneció en el árbol toda la noche, acurrucada y tiritando. Carfilhiot, tendido en el jergón junto al fuego, parecía dormir, aunque de cuando en cuando se movía para arrojar leña a la fogata, y Glyneth tenía miedo de bajar.

Dentro del carromato, Dhrun estaba tendido en su cama, eufórico por haber recobrado la vista, pero horrorizado por lo que imaginaba que sucedía afuera junto al fuego.

El alba iluminó lentamente el carromato. Carfilhiot se levantó del jergón y miró hacia el árbol.

—Baja. Es hora de partir.

—No quiero bajar.

—Como quieras. De un modo u otro, me iré.

Carfilhiot enganchó los caballos y los condujo hacia el camino, donde se quedaron temblando y pateando el suelo, enfurecidos contra su nuevo amo.

Glyneth veía los preparativos con creciente preocupación. Carfilhiot la miraba por el rabillo del ojo. Al fin gritó:

—Baja y entra en el carromato. De lo contrario sacaré a Dhrun y lo estrangularé ante tus ojos. Luego subiré al árbol, echaré una cuerda sobre la rama y tiraré hasta partirla. Te atraparé, o tal vez no, y saldrás lastimada. En cualquiera de ambos casos haré contigo lo que desee.

—Si bajo, harás lo mismo.

—En verdad —dijo Carfilhiot—, ya no estoy de ánimo para tu pobre cuerpo dolorido, así que baja.

—Que primero salga Dhrun del carromato.

—¿Por qué?

—Porque te tengo miedo.

—¿Cómo te puede ayudar?

—Encontraría algún modo. No conoces a Dhrun.

Carfilhiot abrió la puerta.

—Sal, pequeño lagarto.

Dhrun había oído la conversación con gran alegría. Aparentemente Glyneth se había zafado de Carfilhiot. Fingiendo ceguera, tanteó la puerta y bajó al suelo, aunque le costaba dominar su exaltación. ¡Qué bello era el mundo! ¡Qué verdes los árboles, qué nobles los caballos! Nunca había visto el carromato del doctor Fidelms: colorido, alto y enorme. Y allí estaba Glyneth, tan entrañable y bonita como siempre, aunque pálida y demacrada, con ramas secas y hojas de roble en los rizos rubios.

Dhrun se quedó junto al carromato, mirando el vacío, Carfilhiot guardó el jergón en el carromato. Dhrun lo observaba furtivamente. ¡Conque éste era el enemigo! Dhrun lo había imaginado mayor, con rasgos borrosos y nariz manchada, pero Carfilhiot tenía ojos claros y era muy apuesto.

—Al carromato —dijo Carfilhiot—. Pronto, los dos.

—¡Primero mis gatos deben correr! —exclamó Glyneth—. Y deben comer algo. Les daré un poco de queso.

—Si hay queso, tráelo aquí —dijo Carfilhiot—. Los gatos pueden comer hierba, y esta noche todos nosotros podemos comer gato.

Glyneth no respondió, y dio el queso a Carfilhiot sin hacer comentarios. Los gatos corretearon, y habrían querido quedarse más. Glyneth tuvo que hablarles con severidad para que regresaran a sus cestos. Y una vez más el carromato se encaminó al sur. Dentro del carromato, Dhrun exclamó:

—¡Puedo ver! ¡Anoche las abejas se fueron de mis ojos! ¡Mi vista es más aguda que nunca!

—Cállate —dijo Glyneth—. Es una maravillosa noticia, pero Carfilhiot no debe enterarse. Es tan astuto como terrible.

—Nunca más estaré triste —dijo Dhrun—. Pase lo que pase. Recordaré la época en que el mundo era oscuro.

—Yo me sentiría mejor si estuviéramos viajando con otra persona —se lamentó Glyneth—. Pasé la noche en un árbol.

—Si se atreve a tocarte, lo cortaré en pedazos —declaró Dhrun—. No olvides que ahora puedo ver.

—Tal vez no sea necesario. Quizás esta noche piense en otras cosas… Me pregunto si Shimrod intentará encontrarnos.

—No puede estar demasiado lejos.

El carromato se dirigió al sur, y una hora después del mediodía llegó a la ciudad de Honriot, donde Carfilhiot compró pan, queso, manzanas y una jarra de vino.

En el centro de Honriot, el Camino de Icnield se cruzaba con el Camino Este-Oeste. Carfilhiot se dirigió hacia el oeste fustigando los caballos cada vez más, como si también él temiera la llegada de Shimrod. Resoplando y agitando las crines, las cabezas casi contra el suelo o a veces bien erguidas, los grandes caballos negros galopaban, devorando distancias con sus blandas patas de tigres. Detrás iba el carromato, bamboleándose, meciéndose sobre sus largos elásticos laminados. A veces Carfilhiot usaba el látigo para azotar las ancas negras y relucientes, y los caballos volvían las cabezas con furia.

—¡Cuidado, cuidado! —gritaban—. Obedecemos las instrucciones de tus riendas porque así es como debe ser. Pero no abuses, pues podríamos volver grupas corcoveando, para derribarte y pisotearte. ¡Cuidado, cuidado!

Carfilhiot no entendía su lenguaje y usaba el látigo a gusto; los caballos agitaban las cabezas con creciente furia.

Al caer la tarde el carromato pasó frente al palacio de verano del rey Deuel. Ese día el rey Deuel había preparado un espectáculo titulado «Aves de fantasía». Sus cortesanos se habían ataviado artesanalmente con plumas negras y blancas, para simular aves marinas imaginarias. Sus damas gozaban de mayor libertad y se paseaban por el césped en plena extravagancia avícola, llevando penachos de avestruz, airón, pájarolira y pavos reales. Algunas vestían de color verde, otras de color cereza, malva u ocre dorado: un espectáculo de deslumbrante complejidad que el loco rey Deuel disfrutaba plenamente, sentado en un alto trono y vestido de cardenal, el único pájaro rojo del espectáculo. Sus alabanzas eran entusiastas y halagaba a sus cortesanos señalando con la punta de su ala roja.

Carfilhiot, recordando su anterior encuentro con el rey Deuel, detuvo el carromato. Reflexionó un instante, luego bajó y llamó a Glyneth.

Le dio instrucciones en términos que no admitían discusiones ni flexibilidad. Ella bajó el panel lateral para usarlo como plataforma, extrajo el cesto, y mientras Dhrun tocaba la gaita, hizo bailar a sus gatos.

Las damas y caballeros de extravagante atuendo fueron a mirar; rieron y aplaudieron, y algunos de ellos fueron a contarle al rey.

El rey Deuel bajó del trono y cruzó el césped para observar el espectáculo. Sonrió y cabeceó, pero hizo ciertas críticas.

—Veo aquí un ingenioso esfuerzo, la verdad, y el número es bastante atractivo. ¡Vaya, excelente cabriola! ¡Ese gato negro es ágil! Aun así, se debe recordar que el orden de los felinos es inferior, a pesar de todo. ¿Por qué no tenemos pájaros danzarines?

—Majestad —dijo Carfilhiot—, hay aves danzarinas adentro. Las consideramos demasiado exquisitas para las miradas vulgares.

—¿Calificas mi augusta visión de vulgar —preguntó altivamente el rey Deuel—, o de menos que sublime?

—Claro que no, majestad. Con todo gusto te permitiré presenciar, sólo a ti, el extraordinario espectáculo que hay dentro del carromato.

El rey Deuel, aplacado, se dirigió a la puerta trasera del carromato.

—¡Un momento, majestad! —Carfilhiot cerró el panel lateral, con gatos y todo, y fue a la parte trasera—. ¡Glyneth, adentro! ¡Dhrun, adentro! Preparad los pájaros para nuestro visitante. Majestad, sólo tienes que subir esta escalerilla.

Cerró y atrancó la puerta, subió al pescante y se marchó a todo galope. Las damas emplumadas se quedaron mudas de asombro; algunos de los hombres corrieron unos pasos por el camino pero el plumaje blanco y negro les impedía andar, así que, arrastrando las alas, regresaron hacia el palacio de verano, donde trataron de hallar una explicación lógica a lo ocurrido.

Dentro del carromato el rey Deuel gritaba órdenes:

—¡Detened este vehículo al instante! ¡Aquí no veo ningún pájaro! ¡Esta es una travesura insípida!

—A su debido tiempo detendré el carromato, majestad —gritó Carfilhiot por la ventanilla—. Entonces hablaremos de las plumas que decretaste para mi trasero.

El rey Deuel calló, y durante el resto del día sólo emitió temerosos cloqueos.

El día tocaba a su fin. En el sur se perfiló una hilera de colinas grises y bajas; un brazo del Bosque de Tantrevalles se extendió oscuro al norte. Las chozas de campesinos escaseaban y la tierra se tornó agreste y melancólica.

Al caer el sol, Carfilhiot condujo el carromato hasta un bosquecillo de olmos y hayas.

Como antes, Carfilhiot desenganchó los caballos y los sujetó para que pastaran, mientras Glyneth cocinaba la cena. El rey Deuel se negó a salir del carromato, y Dhrun, aún fingiendo ceguera, se sentó en un tronco caído.

Glyneth le llevó sopa al rey Deuel y le sirvió también pan y queso. Luego se sentó junto a Dhrun. Hablaron en voz baja.

—Él finge no mirarte —dijo Dhrun—, pero te sigue con los ojos dondequiera que vas.

—Dhrun, no cometas una imprudencia. Puede matarnos, pero eso es lo peor que puede hacer.

—No permitiré que te toque —dijo Dhrun apretando los dientes—. Antes moriré.

—He pensado en algo, así que no te preocupes —susurró Glyneth—. Recuerda, todavía eres ciego.

Carfilhiot se puso de pie.

—Dhrun, entra en el carromato.

—Quiero quedarme con Glyneth —dijo hurañamente Dhrun. Carfilhiot lo aferró y, a pesar de sus patadas y forcejeos, lo llevó al carromato, lo arrojó dentro y atrancó la puerta. Se volvió hacia Glyneth.

—Esta noche no hay árboles a los que trepar.

Glyneth retrocedió. Carfilhiot fue detrás de ella. Glyneth se acercó a los caballos.

—Amigos —dijo—, aquí está la criatura que os fatiga tanto, y que azota vuestros lomos desnudos.

—Sí, eso veo.

—Veo con ambas cabezas al mismo tiempo. Carfilhiot ladeó la cabeza y se acercó despacio.

—¡Glyneth! ¡Mírame!

—Te veo muy bien —dijo Glyneth—. Márchate, o los caballos te pisotearán.

Carfilhiot se detuvo. Miró a los caballos, de ojos blancos y crines rígidas. Abriendo las bocas, le mostraron unos colmillos largos y bifurcados. Uno de ellos se irguió de pronto sobre las patas traseras y atacó a Carfilhiot con las garras de sus patas delanteras.

Carfilhiot retrocedió hacia el carromato y los miró con furia. Los caballos bajaron los crines, envainaron las garras y siguieron pastando.

Glyneth regresó al carromato. Carfilhiot avanzó en su búsqueda y ella se detuvo. Los caballos irguieron las cabezas y miraron a Carfilhiot. Empezaron a erguir las crines. Carfilhiot hizo un ademán furioso y trepó al pescante del carromato.

Glyneth abrió la puerta trasera. Ella y Dhrun prepararon un lecho bajo el carromato y durmieron sin ser molestados.

En una triste mañana de lluvia, el carromato pasó de Pomperol al oeste de Dahaut y entró en el Bosque de Tantrevalles. Carfilhiot, encorvado en el pescante, conducía a gran velocidad, empuñando el látigo, y los caballos negros atravesaban el bosque con espuma en la boca. Al mediodía, Carfilhiot se apartó de la carretera para tomar un sendero borroso que subía por el declive de una rocosa colina. Así llegaron a Pároli, la residencia octogonal de varios niveles de Tamurello el hechicero.

Tres pares de manos invisibles bañaron y acicalaron a Carfilhiot, y le enjabonaron de pies a cabeza con una savia dulce. Lo frotaron con una paleta de blanca madera de boj, y lo lavaron con agua tibia perfumada con lavanda, de modo que su fatiga se convirtió en una deliciosa languidez. Se puso una camisa negra y carmesí y una bata dorada. Una mano invisible le alcanzó una copa de vino de granadas, de la cual bebió, y luego estiró su ágil y bello cuerpo como un animal perezoso. Reflexionó unos instantes, preguntándose cómo debía actuar ante Tamurello. Mucho dependía del estado de ánimo de Tamurello, de su propensión a ser activo o pasivo. Carfilhiot debía controlar esos estados de ánimo como un músico controla sus melodías. Salió de su cámara y se reunió con Tamurello en la sala central, donde altos paneles de vidrio daban al bosque desde todas partes.

Tamurello rara vez se mostraba en su aspecto natural, pues siempre prefería adoptar un disfraz de los muchos que tenía a su disposición. Carfilhiot lo había visto en diversas fases; todas más o menos seductoras, todas memorables. Esa noche era un elderkin de los falloys, con una túnica verde mar y una corona de lunas de plata. Llevaba pelo blanco y tez plateada, con ojos verdes. Carfilhiot había visto antes ese aspecto y no tenía gran afición por sus sutiles percepciones ni la delicada precisión de sus exigencias. Como de costumbre cuando se enfrentaba con el elderkin falloy, adoptó una actitud de fuerza taciturna. El elderkin preguntó cómo se encontraba.

—He padecido varios días de penurias, pero una vez más estoy confortable.

El elderkin miró sonriendo por la ventana.

—Este infortunio tuyo… ¡qué curioso e inesperado!

—Culpo a Melancthe por todos mis contratiempos —repuso Carfilhiot con voz neutra.

El elderkin sonrió nuevamente.

—¿Y todo sin provocación?

—¡Desde luego que no! ¿Cuándo tú o yo hemos apelado a la provocación?

—Rara vez. ¿Pero cuáles serán las consecuencias?

—Ninguna, o eso espero.

—¿No has tomado una decisión?

—Me gustaría reflexionar.

—Cierto. En tales casos se debe ser juicioso.

—Hay otras consideraciones a tener en cuenta. He sufrido sorpresas inesperadas. ¿Recuerdas lo ocurrido en Trilda?

—Por supuesto.

—Shimrod descubrió a Rughalt gracias a sus repulsivas rodillas. Rughalt reveló mi nombre. Ahora Shimrod desea vengarse de mí. Pero tengo rehenes para protegerme.

El elderkin suspiró e hizo un gesto ondulante.

—Los rehenes son de utilidad limitada. Si mueren son un fastidio. ¿Quiénes son?

—Un niño y una muchacha que viajaban con Shimrod. El niño toca una música extraordinaria con la gaita y la muchacha habla con los animales.

Tamurello se puso de pie.

—Ven.

Los dos fueron al cuarto de trabajo de Tamurello. Éste sacó una caja negra del anaquel y vertió dentro una medida de agua. Le añadió gotas de un reluciente líquido amarillo y varias capas de luz aparecieron en el agua. En un libro encuadernado en cuero Tamurello encontró el nombre «Shimrod». Usando la fórmula que tenía al lado preparó un líquido oscuro que añadió al contenido de la caja, luego vertió la mezcla en un cilindro de hierro. Lo cerró con un tapón de vidrio, examinó el cilindro y se lo dio a Carfilhiot.

—¿Qué ves?

Mirando a través del vidrio, Carfilhiot vio a cuatro hombres galopando a través del bosque. Uno de ellos era Shimrod. No reconoció a los demás: guerreros, o caballeros.

Le devolvió el cilindro a Tamurello.

—Shimrod cabalga por el bosque con tres acompañantes. —Tamurello asintió.

—Llegarán en una hora.

—¿Y entonces?

—Shimrod espera encontrarte aquí en mi compañía, lo cual le dará razones para llamar a Murgen. Aún no estoy preparado para enfrentarme a Murgen, así que inevitablemente serás juzgado y sufrirás la pena.

—Entonces debo irme.

—Y pronto.

Carfilhiot se paseó por la cámara.

—Muy bien, si así son las cosas. Espero que me facilites el transporte. —Tamurello enarcó las cejas.

—¿Te propones retener a estas personas por quienes Shimrod siente afecto?

—¿Qué razones hay para no hacerlo? Son rehenes valiosos. A cambio de ellos exigiré las claves de la magia de Shimrod, y que él me deje en paz. Puedes citarle estas condiciones a Shimrod, si lo deseas.

Tamurello asintió a regañadientes.

—Haré lo que deba hacer. ¡Ven! —los dos fueron hasta el carromato.

—Hay otra cuestión —dijo Tamurello—. Shimrod me insistió en ello antes de tu llegada, y no se lo puedo negar. Te aconsejo enfáticamente, en realidad te exijo, que no dañes, humilles, rebajes, atormentes, maltrates, ni acoses a tus rehenes. No establezcas contacto físico con ellos. No los sometas a tormentos físicos ni mentales. No permitas que otros los maltraten. No les causes penurias ni incomodidades. No facilites ni sugieras, por acción u omisión, que padezcan infortunios, daños o turbaciones, accidentales o deliberadas. Asegúrate de su comodidad y salud. Suministra…

—¡Suficiente! —rezongó Carfilhiot—. Entiendo adonde van tus consejos. Debo tratar a los dos niños como huéspedes de honor.

—Exactamente. No responderé por los daños que inflijas, ya sea por frivolidad, lascivia, malignidad o despecho. ¡Y Shimrod me lo ha exigido!

Carfilhiot dominó sus tumultuosos sentimientos.

—Comprendo tus instrucciones —dijo con voz calma—. Las obedeceré. —Tamurello caminó alrededor del carromato. Frotó las ruedas y los aros con un talismán de jade azul. Se acercó a los caballos, les levantó las patas y les tocó los pies con la piedra. Ambos temblaron y se pusieron rígidos ante ese contacto pero, reconociendo su poder, fingieron no verlo.

Tamurello acarició las cabezas, los flancos, las ancas y los vientres de los caballos con la piedra, luego frotó los costados del carromato.

—¡Ahora estás preparado! ¡Lárgate! —Carfilhiot se acercó deprisa—. ¡Vuela bajo, vuela alto, pero vuela a Tintzin Fyral!

Carfilhiot se encaramó al pescante y tomó las riendas. Saludó con la mano a Tamurello, chasqueó el látigo. Los caballos se remontaron en el aire. El carromato del doctor Fidelius voló hacia el oeste por encima del bosque, por encima de los árboles más altos, y la gente del bosque miraba azorada a los caballos bicéfalos que surcaban el cielo arrastrando el alto carromato.

Media hora después, cuatro jinetes llegaron a Pároli. Se apearon de los caballos y se sintieron aturdidos por la fatiga y la frustración, pues gracias a Nunca-Falla ya sabían que el carromato de Shimrod se había ido. Un chambelán salió de la mansión.

—¿Qué necesitáis, nobles señores?

—Anúncianos a Tamurello —dijo Shimrod.

—¿Vuestros nombres?

—Él nos espera.

El chambelán se retiró.

Shimrod vio una sombra fugaz en una de las ventanas.

—Nos observa y escucha —les dijo a los demás—. Está decidiendo con qué disfraz se nos presentará.

—La vida de un brujo es extraña —dijo Cargus.

—¿Está avergonzado de su propia cara? —preguntó Yane con asombro.

—Pocos la han visto. Ya ha oído lo suficiente. Ahora se acerca.

Despacio, paso a paso, un hombre alto se aproximó desde las sombras. Vestía un traje de malla de plata, tan fina que era casi invisible, un jubón de seda verde mar, un yelmo rodeado por tres altas púas, semejantes a espinas de pez. De la frente colgaban cadenillas de plata que le tapaban la cara. A varios pasos de distancia se detuvo y cruzó los brazos.

—Soy Tamurello.

—Sabes por qué estamos aquí. Llama de vuelta a Carfilhiot, con los dos niños que secuestró.

—Carfilhiot vino y se fue.

—Entonces eres su cómplice y compartes su culpa

Una risa sorda se oyó detrás de la malla de plata:

—Soy Tamurello. No acepto alabanzas ni críticas por mis actos. En todo caso, vuestra pelea es con Carfilhiot, no conmigo.

—Tamurello, no tengo paciencia para palabras vacías. Sabes lo que te pido. Trae de vuelta a Carfilhiot, con mi carromato y los dos niños que tiene prisioneros.

Tamurello respondió ahora con voz más profunda y vibrante.

—Sólo los fuertes pueden amenazar.

—De nuevo palabras vacías. Una vez más: ordena a Carfilhiot que regrese.

—Imposible.

—Has facilitado su fuga: por tanto, eres responsable de Glyneth y Dhrun.

Tamurello guardó silencio, los brazos cruzados. Los cuatro hombres notaron que los inspeccionaba desde detrás de la malla de plata.

—Habéis comunicado vuestro mensaje —dijo al fin Tamurello—. No es preciso que demoréis más vuestra partida.

Los cuatro hombres montaron a caballo y se marcharon. En el borde del claro se detuvieron para mirar atrás. Tamurello entró en su residencia.

—Conque así son las cosas —dijo Shimrod con voz hueca—. Deberemos enfrentarnos a Carfilhiot en Tintzin Fyral. Al menos por el momento, Glyneth y Dhrun están a resguardo de todo daño físico.

—¿Qué hará Murgen? —preguntó Aillas—. ¿Intercederá?

—No es tan fácil como crees. Murgen obliga a los magos a no entrometerse en asuntos ajenos, y él está bajo la misma obligación.

—Ya no puedo esperar más —dijo Aillas—. Debo regresar a Troicinet. Tal vez ya sea demasiado tarde, si el rey Ospero ha muerto.