Los aposentos de Carfilhiot en el piso superior de Tintzin Fyral eran de modestas dimensiones, con paredes de yeso blanco, pulidos suelos de madera y un mobiliario exiguo. Carfilhiot no deseaba nada sofisticado; ese ambiente austero aplacaba su temperamento, a veces apasionado en exceso.
Carfilhiot seguía una rutina regular. Se levantaba temprano, a menudo al amanecer, desayunaba fruta, pasteles, pasas y a veces unas ostras en salmuera. Siempre desayunaba solo. A esa hora del día le molestaba la presencia de otros seres humanos, la cual le afectaba adversamente el resto del día.
Se acercaba el otoño; una bruma cubría los vastos espacios de Valle Evander. Carfilhiot se sentía inquieto, por razones que no atinaba a definir. Tintzin Fyral servía bien a muchos de sus propósitos; aún así, era un sitio remoto, un poco aislado y él no poseía ese dominio del movimiento que otros magos, tal vez de orden más alto. —Carfilhiot se consideraba un mago—, utilizaban a diario como si tal cosa. Quizá sus fantasías, fugas, novedades y caprichos no fueran más que ilusiones. El tiempo pasaba y, a pesar de su aparente actividad, no había avanzado un palmo hacia sus metas. ¿Acaso sus enemigos, o sus amigos, habrían dispuesto las cosas para mantenerlo aislado e ineficaz? Carfilhiot soltó un gruñido petulante: no era posible, y en todo caso esa gente no sabía a qué se arriesgaba.
Un año antes, Tamurello lo había llevado a Faroh, esa rara estructura de madera y vidrio coloreado en el corazón del bosque. Al cabo de tres días de juegos eróticos, los dos se dedicaron a escuchar la lluvia y mirar el fuego del hogar. Era medianoche, y Carfilhiot, cuya mente mercurial nunca estaba en paz, dijo:
—En verdad, ya es hora de que me enseñes las artes mágicas. ¿No merezco al menos eso de ti?
—Qué extraño mundo sería si todos fueran tratados de acuerdo con sus merecimientos —suspiró Tamurello.
—Conque te burlas de mí —replicó Carfilhiot, fastidiado ante esa observación—. Me crees demasiado torpe y tonto.
Tamurello, un hombre macizo cuyas venas estaban cargadas con la oscura y tumultuosa sangre de un toro, rió con indulgencia. Había oído antes esa queja, y dio la misma respuesta que había dado antes.
—Para convertirte en hechicero debes pasar muchas pruebas, y realizar muchos ejercicios desagradables. Algunos son profundamente incómodos, y quizá calculados para disuadir a quienes tienen poca vocación.
—Esa filosofía es estrecha y mezquina —dijo Carfilhiot.
—Si alguna vez llegas a ser maestro hechicero, cuidarás tus prerrogativas tan celosamente como los demás —dijo Tamurello.
—¡Bien, enséñame! Estoy dispuesto a aprender. Tengo una fuerte voluntad.
Tamurello rió una vez más.
—Querido amigo, eres demasiado inconstante. Tu voluntad puede ser de hierro, pero tu paciencia se agota fácilmente.
Carfilhiot hizo un gesto extravagante.
—¿No hay atajos? Sin duda puedo utilizar un equipo mágico sin tantos ejercicios fatigosos.
—Ya tienes tu equipo.
—¿El de Shimrod? Me resulta inútil. —Tamurello se estaba aburriendo de la conversación.
—La mayor parte de ese equipo es especializado y específico.
—Mis necesidades son específicas —dijo Carfilhiot—. Mis enemigos son como abejas silvestres a las que nunca se puede dominar. Saben dónde estoy; cuando los persigo, se disuelven como sombras en el brezal.
—En eso puedo ayudarte —dijo Tamurello—, aunque admito que sin mucho entusiasmo.
Al día siguiente desplegó un gran mapa de las Islas Elder.
—Aquí, como ves, está Valle Evander, aquí está Ys, y aquí Tintzin Fyral. —Cogió varios maniquíes tallados en raíces de endrino—. Da nombres a estos homólogos, ponlos en el mapa y tomarán su posición. ¡Observa! —Levantó uno de los maniquíes y le escupió en la cara—. Te llamo Casmir. ¡Ve al sitio de Casmir! —Lo colocó en el mapa, y el maniquí se deslizó rumbo a la ciudad de Lyonesse.
Carfilhiot contó los maniquíes.
—¿Sólo veinte? —exclamó—. Necesitaría un centenar. Estoy en guerra con todos los barones de Ulflandia del Sur.
—Dime quiénes son —dijo Tamurello—. Veremos cuántos necesitas. A regañadientes, Carfilhiot pronunció los nombres y Tamurello dio esos nombres a los maniquíes y los dejó sobre el mapa.
—¡Aún hay más! —protestó Carfilhiot—. ¿No es comprensible que desee saber adonde y cuándo te vas de Pároli? ¿Y Melancthe? Sus movimientos son importantes. ¿Y qué me dices de los magos? Murgen, Faloury, Myolander y Baibalides. Me interesan sus actividades.
—No debes saber nada acerca de los magos. No es apropiado. En cuanto a Granice y Audry, ¿por qué no? ¿Melancthe?
—En especial Melancthe.
—Muy bien. Melancthe.
—¡Luego, los jefes ska y los notables de Dahaut!
—¡Moderación, en el nombre de Fafhadiste y su cabra azul de tres patas! ¡Los maniquíes se apiñarán en el mapa!
Al final Carfilhiot se quedó con el mapa y con cincuenta y nueve maniquíes.
Un año después, una mañana al final del verano, Carfilhiot subió a su cuarto de trabajo e inspeccionó el mapa. Casmir estaba en su palacio de verano de Sarris. En Dorareis de Troicinet, una reluciente bola blanca en la cabeza del maniquí indicaba que el rey Granice había muerto; su enfermizo hermano Ospero ahora sería rey. En Ys, Melancthe recorría los vastos salones de su palacio a orillas del mar. En Oáldes, costa norte, Quilcy, el niño idiota que reinaba sobre Ulflandia del Sur, jugaba haciendo castillos de arena en la playa. Carfilhiot miró una vez más hacia Ys. ¡Melancthe, la altiva Melancthe! Rara vez la veía; ella se mantenía distante.
Carfilhiot inspeccionó el mapa. Su humor mejoró cuando reparó en un desplazamiento: Cadwal, de la fortaleza Kaber, había recorrido diez kilómetros al sudoeste por los yermos de Dunton. Aparentemente se dirigía al bosque de Dravenshaw.
Carfilhiot reflexionó. Cadwal era uno de sus enemigos más arrogantes, a pesar de su pobreza y su falta de contactos importantes. La lóbrega fortaleza de Kaber, que se erguía sobre la agreste extensión de los brezales, carecía de todo estímulo salvo la seguridad. Con apenas una docena de hombres a su mando, Cadwal había desafiado a Carfilhiot durante mucho tiempo. Solía cazar en las colinas que rodeaban su fortaleza, donde Carfilhiot no lo podía atacar fácilmente; ese día se había aventurado en los brezales: una imprudente temeridad. La fortaleza no podía quedar indefensa, así que Cadwal cabalgaría seguido por sólo cinco o seis hombres, y dos de ellos podrían ser sus jóvenes hijos.
Más animado, Carfilhiot envió urgentes órdenes al cuarto de oficiales. Media hora después, con armadura ligera, bajó a la plaza de armas de su castillo. Le aguardaban veinte guerreros a caballo, elegidos entre los mejores.
Carfilhiot pasó revista y no encontró ningún defecto. Lucían lustrosos cascos de hierro con crestones altos, corazas de acero y jubones de terciopelo violeta bordados en negro. Cada uno de ellos llevaba una lanza en la que ondeaba un estandarte amarillo y negro. De cada silla de montar colgaba un hacha y un arco con flechas al costado; cada cual portaba espada y daga.
Carfilhiot montó a caballo y dio la orden de partir. En fila de a dos, la tropa cabalgó hacia el oeste, dejando atrás las pestilentes estacas de empalamiento y las jaulas de tormento que colgaban de sus cabrias a lo largo de la orilla del río y tomó por la carretera hacia la aldea de Bloddywen. Por razones políticas, Carfilhiot nunca exigía nada a la gente de Bloddywen, ni la molestaba; aun así, ante su cercanía, los habitantes ocultaron a los niños y cerraron puertas y ventanas; Carfilhiot, fríamente divertido, cruzó las calles desiertas.
Desde un risco, un vigía vio a los jinetes. Se retiró detrás de la loma y agitó una bandera blanca. Un momento después, desde un montículo, kilómetro y medio al norte, otra bandera blanca anunció que se había recibido la señal. Media hora más tarde, si Carfilhiot hubiera podido observar su mapa mágico, habría visto que los maniquíes con los nombres de sus más odiados adversarios abandonaban sus fortalezas para desplazarse por los brezales hacia el Dravenshaw.
Carfilhiot y su tropa atravesaron Bloddywen y luego se alejaron del río rumbo a los brezales. Pasado el risco, Carfilhiot detuvo a sus hombres, les ordenó formar en filas y habló:
—Hoy cazaremos a Cadwal de Kaber; él es nuestra presa. Lo encontraremos junto al Dravenshaw. Para no alertar a sus vigías, nos acercaremos rodeando el Cerro Dinkin. Escuchad: capturad vivo a Cadwal, y a cualquiera de su sangre que cabalgue con él. Cadwal debe arrepentirse plenamente de los daños que me ha causado. Más tarde tomaremos la fortaleza de Kaber; beberemos su vino, nos acostaremos con sus mujeres y disfrutaremos de sus tesoros. Pero hoy atraparemos a Cadwal.
Volvió grupas grácilmente y se alejó al galope hacia el brezal.
En Cerro Olmo un vigía, al ver los movimientos de Carfilhiot, se agachó detrás de una roca y allí hizo señas con una bandera blanca hasta que, desde un lugar lejano recibió una respuesta.
Carfilhiot y su tropa avanzaron confiadamente hacia el noroeste. Se detuvieron en Cerro Dinkin. Uno de ellos se apeó y trepó a una roca.
—¡Jinetes, quizá cinco o seis! —le anunció a Carfilhiot—. ¡Se acercan al Dravenshaw!
—¡Deprisa! —dijo Carfilhiot—. ¡Los sorprenderemos en el linde del bosque!
Cabalgaron hacia el oeste bajo la protección de la colina de Dewny, en una vieja carretera viraron al norte y al galope se dirigieron al venshaw.
La carretera bordeaba las piedras derrumbadas de un templo prehistórico, luego se dirigía directamente hacia el Dravenshaw. A través del brezal, los caballos ruanos de la tropa de Cadwal centelleaban como cobre al sol. Carfilhiot dio una orden a sus hombres.
—Ahora silencio. ¡Una andanada de flechas, si es necesario, pero capturad vivo a Cadwal!
Cabalgaron junto a un arroyo bordeado de sauces/ Se oyeron chasquidos y silbidos. Varias flechas atravesaron el aire y se clavaron en mallas de acero. Hubo gruñidos de sorpresa, gritos de dolor. Seis hombres de Carfilhiot se desplomaron en silencio; otros tres recibieron flechazos en piernas u hombros. El caballo de Carfilhiot, con flechas en el pescuezo y las ancas, corcoveó, relinchó y cayó. Nadie había apuntado directamente a Carfilhiot: un acto de tolerancia, más alarmante que tranquilizador.
Carfilhiot corrió hacia un caballo sin jinete, montó, hundió las espuelas y, abrazándose a la crin, huyó seguido por los supervivientes de su tropa. Cuando estuvo a una distancia segura, se detuvo para evaluar la situación. Para su consternación, varios jinetes surgieron de las sombras del Dravenshaw. Montaban caballos bayos y llevaban la ropa naranja de Kaber. Carfilhiot soltó una maldición. Por lo menos seis arqueros abandonarían la emboscada para unirse a las tropas enemigas: lo superaban en número.
—¡Vámonos! —gritó Carfilhiot, lanzándose nuevamente al galope: dejaron atrás el templo en ruinas, seguidos a poca distancia por los guerreros de Kaber. Los caballos de Carfilhiot eran más fuertes que los bayos de Kaber, pero Carfilhiot había cabalgado más y a sus robustos animales les quedaba poca resistencia.
Carfilhiot giró hacia Dewny, pero otro grupo de jinetes se lanzó sobre él desde la cima con las lanzas en ristre. Eran diez o doce, con los colores azules del castillo de Nulness. Carfilhiot dio órdenes y giró hacia el sur. Cinco de sus hombres recibieron lanzas en el pecho, el cuello o la cabeza, y quedaron tumbados en la carretera. Tres intentaron defenderse con espadas y hachas, pero enseguida fueron vencidos. Cuatro atinaron a ganar la cima de la colina con Carfilhiot, y allí se detuvieron para que sus caballos recobraran el resuello.
Pero sólo por un instante. El grupo del castillo Nulness, con caballos relativamente frescos, ya casi había llegado al montículo. La tropa de Kaber iría hacia el oeste por la carretera vieja para interceptarlo antes de que pudiera llegar a Valle Evander.
Un bosquecillo de oscuros abetos se erguía delante, y quizá pudiera refugiarse allí. Espoleó el agotado caballo. Por el rabillo del ojo atisbó un resplandor rojo. Lanzó un grito de advertencia y se zambulló en una hondonada, mientras arqueros con el color carmesí del castillo Turgis salían de la barranca y lanzaban dos andanadas. Nuevamente las flechas dieron en el acero, y dos hombres de Carfilhiot fueron derribados. El caballo del tercero recibió un flechazo en el vientre. Corcoveó y se desplomó sobre su jinete, que atinó a levantarse, furioso y desorientado. Seis flechas lo mataron. El único guerrero restante corrió de aquí para allá por el montículo, donde los guerreros de Kaber le cortaron primero las piernas y luego los brazos, y posteriormente le arrojaron en la zanja para que reflexionara sobre su lamentable situación. Carfilhiot cabalgó solo por el bosque de abetos, hasta llegar a un yermo pedregoso. Un camino de cabras atravesaba la rocas. Delante se erguían los peñascos conocidos como las Once Hermanas.
Carfilhiot miró por encima del hombro, espoleó nuevamente el caballo; cruzó las Once Hermanas y bajó por el declive hasta una sombría hondonada llena de alisos. Allí ocultó el caballo bajo un anaquel que impedía que lo vieran desde arriba. Sus perseguidores examinaron las rocas, gritando de frustración porque Carfilhiot había evadido la trampa. Una y otra vez miraron la hondonada, pero no vieron a Carfilhiot, que estaba sólo a cinco metros más abajo. Una pregunta obsesiva giraba en su cabeza: ¿cómo le habían tendido esa trampa sin que él lo supiera? El mapa había mostrado claramente que sólo Cadwal se alejaba, pero era evidente que Cleone de Nulness y Dexter de Turgis habían salido con sus tropas. No pensó en la simple estrategia del sistema de señales.
Esperó una hora hasta que el caballo dejó de tiritar y resollar; luego montó con cautela y bajó por la hondonada, resguardándose en los alisos y sauces, y al fin llegó a Valle Evander, un kilómetro y medio por encima de Ys.
Aún era media tarde cuando Carfilhiot entró en Ys. En las terrazas de ambas márgenes del río los terratenientes vivían apaciblemente en sus blancos palacios, a la sombra de cipreses, tejos, olivos, pinos de copa chata. Carfilhiot cabalgó por la playa de arena blanca hasta el palacio de Melancthe. Un palafrenero le salió al encuentro. Carfilhiot se apeó del caballo con un suspiro de alivio. Subió tres escalones de mármol, cruzó la terraza y entró en un sombrío vestíbulo, donde un callado chambelán le ayudó a quitarse el yelmo, el jubón y la coraza de malla de acero. Apareció una criada, una extraña criatura de tez plateada, quizá medio falloy[27]. Le obsequió una camisa blanca de lino y un tazón de vino blanco tibio.
—Señor, Melancthe vendrá pronto. Entretanto, ordéname lo que quieras.
—Gracias. No necesito nada. —Carfilhiot salió a la terraza y se sentó en una silla con almohadones a mirar el mar. El aire estaba templado, el cielo, despejado. Las olas resbalaban por la arena con lentitud, creando un sonido rítmico y somnoliento. Carfilhiot cerró los ojos y se durmió.
Al despertar notó que el sol se había desplazado en el cielo. Melancthe, con un vestido sin mangas de suave faniche[28] blanco, estaba apoyada en la balaustrada, ajena a su presencia.
Carfilhiot se irguió en la silla, fastidiado sin saber por qué. Melancthe se volvió un instante y siguió mirando el mar.
Carfilhiot la observó con ojos entornados. La arrogancia de Melancthe —pues así la veía él— podía llegar a ser irritante. Ella lo miró por encima del hombro, torciendo las comisuras de la boca. Parecía que no tuviera nada que decir: no le daba la bienvenida ni se sorprendía de su inesperada visita, ni sentía curiosidad por el curso de su vida. Carfilhiot optó por quebrar el silencio.
—La vida en Ys parece bastante plácida.
—Lo suficiente.
—He tenido un día peligroso. Escapé a duras penas de la muerte.
—Debiste de sentir miedo. —Carfilhiot reflexionó.
—¿Miedo? Ésa no es la palabra. Realmente me alarmé. Siento perder mis tropas.
—He oído rumores acerca de tus guerreros. Carfilhiot sonrió.
—¿Qué preferirías? La región está sublevada. Todos se resisten a la autoridad. ¿No preferirías un país en paz?
—En abstracto, sí.
—Necesito tu ayuda. —Melancthe rió sorprendida.
—No la tendrás. Te ayudé una vez, y me arrepentí.
—¿De veras? Mi gratitud debería haber aplacado tus pesares. A fin de cuentas, tú y yo somos uno.
Melancthe se volvió para mirar el extenso mar azul.
—Yo soy yo y tú eres tú.
—De modo que no me ayudarás.
—Te daré un consejo, si lo aceptas.
—Al menos escucharé.
—Cambia totalmente.
Carfilhiot gesticuló con elegancia.
—Eso es como decir: «Date la vuelta como un guante».
—Lo sé. —Estas dos palabras vibraron con un sonido fatídico. Carfilhiot hizo una mueca.
—¿De veras me odias tanto? —Melancthe lo miró de hito en hito.
—A menudo me pregunto qué siento. Llamas la atención, no es posible ignorarte. Tal vez sea una especie de narcisismo. Si yo fuera varón, podría ser como tú.
—Es verdad. Somos uno. —Melancthe negó con la cabeza.
—Yo no estoy manchada. Tú inhalaste el humo verde.
—Pero tú lo saboreaste.
—Lo escupí.
—Aun así, conoces su sabor.
—Y así puedo ver las honduras de tu alma.
—Evidentemente, sin admiración. —Melancthe se volvió de nuevo hacia el mar. Carfilhiot se le acercó.
—¿No significa nada el hecho de que yo esté en peligro? La mitad de mis mejores hombres han muerto. Ya no confío en mi magia.
—Tú no sabes magia. —Carfilhiot ignoró esas palabras.
—Mis enemigos se han unido y planean actos terribles contra mí. Hoy pudieron matarme, pero prefirieron capturarme con vida.
—Consulta a tu querido Tamurello; quizás él se preocupe por su amado. —Carfilhiot rió tristemente.
—Ni siquiera estoy seguro de Tamurello. En todo caso es muy moderado en su generosidad, casi desganado.
—Entonces busca un amante más generoso. ¿Qué ocurre con el rey Casmir?
—Tenemos pocos intereses en común.
—Entonces Tamurello es tu mayor esperanza.
Carfilhiot miró de soslayo y examinó el delicado perfil de Melancthe.
—¿Tamurello nunca te ofreció sus atenciones?
—Sí. Pero mi precio era demasiado alto.
—¿Cuál era tu precio?
—Su vida.
—Es desproporcionado. ¿Qué precio me pedirías a mí? —Melancthe enarcó las cejas y torció la boca con aire socarrón.
—Tendrías que pagar un precio elevado.
—¿Mi vida?
—El tema es irrelevante, y me perturba. —Se alejó de él—. Voy a entrar.
—¿Y yo?
—Haz lo que desees. Duerme al sol, si quieres. O regresa a Tintzin Fyral.
—Por tratarse de alguien que es más que una hermana, eres odiosa —protestó Carfilhiot.
—Todo lo contrario. Mantengo una absoluta distancia.
—Pues bien, si puedo hacer lo que desee, aceptaré tu hospitalidad.
Melancthe, frunciendo los labios, entró en el palacio seguida por Carfilhiot. Se detuvo en el vestíbulo, una estancia redonda decorada en azul, rosa y oro, con una alfombra celeste en el suelo de mármol. Llamó al chambelán.
—Enseña una habitación a Faude y atiende a sus necesidades.
Carfilhiot se bañó y descansó un rato. El crepúsculo llegó al mar y la luz del día se desvaneció. Se vistió de negro. En el vestíbulo se presentó el chambelán.
—Melancthe aún no ha aparecido. Si gustas, puedes esperarla en el salón pequeño.
Carfilhiot se sentó y le sirvieron una copa de vino carmesí que sabía a miel, agujas de pino y granada.
Transcurrió media hora. La criada de tez plateada trajo una bandeja con confituras, y Carfilhiot las probó con desgana.
Diez minutos más tarde alzó los ojos y se encontró con Melancthe de pie frente a él. Llevaba un vestido negro sin mangas, absolutamente sencillo. Un negro cabujón de ópalo le colgaba de una cinta negra y angosta alrededor del cuello; contra el negro, su tez pálida y sus grandes ojos le daban un aire de vulnerabilidad ante los impulsos del placer y del dolor: incitaba a someterla a uno de ellos, o a ambos.
Tras una pausa se sentó junto a Carfilhiot y cogió una copa de vino de la bandeja, sin decir una palabra. Al fin Carfilhiot preguntó:
—¿Has pasado una tarde tranquila?
—No fue tranquilo. Trabajé en algunos ejercicios.
—¿De veras? ¿Con qué finalidad?
—No es fácil llegar a hechicera.
—¿Es ese tu deseo?
—Por supuesto.
—¿Entonces no es tan difícil?
—Apenas estoy empezando. Las verdaderas dificultades comenzarán más adelante.
—Ya eres más fuerte que yo —dijo Carfilhiot con voz burlona. Melancthe no sonrió. Después de una pausa de silencio se levantó.
—Es la hora de cenar.
Lo llevó a un gran salón con negros paneles de ébano y losas de bruñida piedra negra. Sobre el ébano, un juego de prismas de vidrio iluminaba la vajilla.
Se sirvió la cena en dos juegos de bandejas: una sencilla comida de almejas bañadas en vino blanco, pan, olivas y nueces. Melancthe apenas comió y prestó poca atención a Carfilhiot. Apenas lo miraba, y no intentaba entablar conversación. Carfilhiot, irritado, también contuvo la lengua. Bebió varias copas de vino, y al fin dejó la copa con aire petulante.
—¡Eres increíblemente bella! ¡Pero más fría que un pez!
—No tiene gran importancia.
—¿Por qué deberíamos tener reservas? ¿Acaso no somos uno?
—No. Desmëi se dividió en tres: tú, Denking y yo.
—¡Lo has dicho tú misma! —Melancthe gesticuló con la cabeza.
—Todos comparten la sustancia de la tierra, pero el león difiere del ratón y ambos del hombre.
Carfilhiot rechazó la analogía con un ademán.
—¡Somos uno, aunque diferentes! ¡Una fascinante condición! Aun así, eres distante.
—Es verdad —dijo Melancthe—. Tienes razón.
—¡Piensa por un instante en las posibilidades! El punto álgido de la pasión, las extravagancias. ¿No sientes la excitación?
—¿Sentir? Me conformo con pensar. —Por un instante su compostura pareció titubear. Se levantó, cruzó la habitación y se detuvo a mirar el fuego.
Carfilhiot se le acercó con indolencia.
—Es fácil sentir. —Le tomó la mano y la atrajo hacia su pecho—. ¡Siente! Yo soy fuerte. Siente cómo mi corazón palpita y me da vida.
Melancthe apartó la mano.
—No me importan esos sentimientos. La pasión es histeria. En verdad no me interesan los hombres. —Se apartó de él—. Déjame, por favor. Mañana por la mañana no me verás, y tampoco cuentes con mi ayuda.
Carfilhiot le puso las manos debajo de los codos y la obligó a mirarle de frente. La luz del fuego les bailaba en la cara. Melancthe abrió la boca para hablar, pero no dijo nada, y él se inclinó para besarla. Después, la tendió en un diván.
—Las estrellas vespertinas aún trepan por el cielo. La noche acaba de empezar.
Ella no parecía oírlo, y continuaba mirando el fuego. Carfilhiot le aflojó los broches de los hombros. Ella dejó caer su vestido y el olor a violetas perfumó el aire. Observó en pasivo silencio mientras Carfilhiot se desnudaba.
A medianoche Melancthe se levantó del diván y se acercó desnuda al fuego, ahora un lecho de rescoldos.
Carfilhiot la observó desde el diván, los ojos entornados y la boca fruncida. La conducta de Melancthe había sido desconcertante. Su cuerpo se había unido al de él con fervor, pero nunca lo había mirado a la cara mientras se amaban; había echado la cabeza hacia atrás, o al costado, los ojos extraviados. El había sentido su exaltación física, pero cuando le hablaba no respondía, como si no fuera más que un fantasma.
Melancthe lo miró por encima del hombro.
—Vístete.
Mientras ella observaba el fuego moribundo, Carfilhiot se vistió hoscamente. Se le ocurrieron varias observaciones, pero todas le parecieron impertinentes, rencorosas, crueles o tontas, así que contuvo la lengua. Después de vestirse, se le acercó y le rodeó la cintura con los brazos. Ella se zafó y dijo con voz pensativa:
—No me toques. Ningún hombre me ha tocado jamás, y tampoco lo harás tú.
Carfilhiot rió.
—¿Acaso no soy un hombre? Te he tocado, plena y profundamente, hasta el corazón de tu alma.
Melancthe hizo un movimiento brusco con la cabeza sin dejar de mirar el fuego.
—Eres sólo una extravagancia de la imaginación. Te he usado, ahora te debes disolver de mi mente.
Carfilhiot la miró desconcertado. ¿Estaba loca?
—Soy muy real, y no me interesa disolverme. ¡Melancthe, escucha! —Nuevamente le ciñó la cintura—. ¡Seamos verdaderos amantes! ¿Acaso ambos no somos dos personas distinguidas?
Melancthe se apartó de nuevo.
—De nuevo has intentado tocarme. —Señaló una puerta—. ¡Vete! ¡Disuélvete de mi mente!
Carfilhiot hizo una burlona reverencia y caminó hacia la puerta. Allí titubeó y dio media vuelta. Melancthe estaba junto al hogar, una mano apoyada en la repisa, y tanto la luz del fuego como las sombras le bañaban el cuerpo.
—Habla de fantasmas, si quieres —susurró para sí mismo—. Pero te tuve entre mis brazos y te poseí: eso es real.
Y al abrir la puerta, estas palabras sin sonido le llegaron a los oídos o el cerebro: «Jugué con un fantasma. Creíste controlar la realidad. Los fantasmas no sienten dolor. Reflexiona sobre esto, cuando cada día el dolor pase por tu lado».
Carfilhiot, sorprendido, cruzó la puerta, que de inmediato se cerró a sus espaldas. Se encontró en un pasaje oscuro entre dos edificios, con un destello de luz en cada extremo. Arriba se veía el cielo nocturno. El aire apestaba a madera podrida y piedra mojada. ¿Dónde estaba el limpio aire salado que soplaba en el palacio de Melancthe?
Carfilhiot avanzó a tientas a través de una pila de escombros hasta el final del pasaje y salió a una plaza. Miró en derredor boquiabierto. Eso no era Ys, y Carfilhiot soltó una maldición contra Melancthe.
En la plaza reinaba el bullicio de una celebración. Mil antorchas ardían en lo alto, y colgaban mil pendones verdes y azules con un pájaro amarillo. En el centro se enfrentaban dos grandes pájaros construidos de gavillas de paja atadas con cuerdas. En una plataforma, hombres y mujeres disfrazados de pájaros exóticos brincaban al compás de flautas y tambores.
Un hombre vestido de gallo blanco con cresta roja, pico amarillo, alas de plumas blancas y cola blanca pasó ante él. Carfilhiot le aferró el brazo.
—¡Un momento! Dime qué es este lugar. El hombre pájaro graznó despectivamente.
—¿No tienes ojos? ¿No tienes oídos? ¡Esta es la Gran Celebración de las Artes Avícolas!
—Sí, pero ¿dónde?
—¿Dónde va a ser sino en el Kaspodel, en el centro de la ciudad?
—¿Pero qué ciudad? ¿Qué reino?
—¿Estas fuera de tus cabales? ¡Esto es Gargano!
—¿En Pomperol?
—Exactamente. ¿Dónde están las plumas de tu cola? ¡El rey Deuel ha exigido plumas para la celebración! Mira las mías. —El hombre pájaro corrió en círculos, contoneándose para exhibir las plumas de la cola; luego continuó su camino.
Carfilhiot se apoyó en el edificio, apretando los dientes con furia. No llevaba monedas, joyas ni oro; no tenía amigos entre las gentes de Gargano; por el contrario, el loco rey Deuel lo consideraba un peligroso asesino de pájaros y un enemigo.
A un lado de la plaza Carfilhiot vio el letrero de una posada: el Peral. Consultó al posadero, quien le informó de que no tenía habitaciones libres. Los modales aristocráticos de Carfilhiot sólo le proporcionaron un banco en el comedor, cerca de un grupo de juerguistas que bebían, reñían y cantaban canciones como Fesker quiere un amorío, Tiraliralá, y La dama avestruz y el noble gorrión. Una hora antes del alba se desplomaron en la mesa y roncaron entre patas de cerdo roídas y charcos de vino derramado. Carfilhiot pudo dormir un par de horas, hasta que llegaron las mujeres de la limpieza con baldes y estropajos y echaron a todos.
La fiesta había crecido en intensidad. Por todas partes ondeaban estandartes y banderas azules, verdes y amarillas. Los flautistas tocaban jigas mientras personas vestidas de pájaro daban tumbos y saltaban. Cada uno utilizaba una voz distinta de pájaro, de modo que trinos, gorjeos, silbidos y graznidos poblaban el aire. Los niños vestían atuendos de golondrinas, jilgueros o paros; la gente mayor cobraba aspectos más graves, como el del cuervo o el grajo. Los corpulentos a menudo se disfrazaban de búhos, pero en general cada cual lo hacía a su antojo.
Los colores, ruidos y celebraciones no lograron levantar el ánimo de Carfilhiot; en realidad, pensó, nunca había presenciado tantas tonterías. Había dormido mal y no había comido nada, lo cual le exasperaba aún más.
Pasó un vendedor de buñuelos vestido de codorniz, y Carfilhiot le compró uno pagándole con un botón de plata de su chaqueta. Comió de pie ante la posada, observando los festejos con despectivo distanciamiento.
Un grupo de jóvenes reparó en el mal talante de Carfilhiot y se detuvo.
—¡Oye! ¡Ésta es la Gran Celebración! Debes mostrar una sonrisa feliz, acorde con la ocasión.
—¿Qué? —gritó otro—. ¿Dónde está tu alegre plumaje? Todo celebrante debe tenerlo.
—¡Vamos! —declaró otro—. ¡Pongamos las cosas en orden! —Acercándose por detrás, intentó meter una larga pluma de ganso en el cinturón de Carfilhiot, pero éste se negó y echó al joven. Los otros cobraron mayor determinación y se produjo un enfrentamiento, con gritos, maldiciones y golpes. Una voz severa se oyó en la calle.
—¿Qué es este vergonzoso tumulto?
El rey Deuel en persona, que pasaba en un carruaje emplumado, se había detenido para reprenderlos.
—¡La culpa es de este maldito vagabundo! No quiere usar plumas en la cola. Tratamos de ayudarlo citando tu ordenanza, majestad. Nos dijo que metiéramos todas nuestras plumas en el trasero de su majestad.
El rey Deuel examinó a Carfilhiot.
—Conque eso dijiste. Eso no es cortés. Conocemos un truco que vale por dos de ése. ¡Guardias! ¡Asistentes!
Capturaron a Carfilhiot y lo arquearon sobre un banco. Le cortaron los fondillos de los pantalones y le pusieron entre las nalgas cien plumas de todos los tamaños, longitudes y colores, incluidas dos costosas plumas de avestruz. Desflecaron las puntas de las plumas para impedir que se separaran, y las dispusieron de tal manera que se sostuvieran mutuamente; el penacho, una vez terminado, sobresalía en ángulo del trasero de Carfilhiot.
—¡Excelente! —declaró el rey Deuel, aplaudiendo con satisfacción—. Un espléndido plumaje, del que puedes enorgullecerte. Vete ahora. ¡Disfruta del festival! Ahora estás adornado como corresponde.
El carruaje siguió su camino; los jóvenes examinaron a Carfilhiot con ojos críticos; convinieron en que el penacho capturaba el ánimo del festival, y también ellos se marcharon.
Carfilhiot caminó con las piernas rígidas hasta una encrucijada en la zona limítrofe de la ciudad. Un letrero señalaba al norte, hacia Avallon. Carfilhiot esperó mientras se arrancaba las plumas una por una. Un carro tirado por una vieja campesina llegó desde la ciudad. Carfilhiot alzó la mano para detenerlo.
—¿Adónde te diriges, abuela?
—A la aldea de Filster, en Deepdene, si eso significa algo para ti. —Carfilhiot le mostró el anillo que llevaba en el dedo.
—Mira bien este rubí —la vieja lo examinó.
—Lo veo bien. Brilla como fuego rojo. A menudo me maravilla que tales piedras crezcan en las oscuras entrañas de la tierra.
—Otra maravilla: este rubí, tan pequeño, puede pagar veinte caballos y carros como el que llevas.
La vieja pestañeó.
—Bien, debo creer en tu palabra. Supongo que no me detendrías para decir mentiras.
—Escucha bien, pues estoy a punto de hacerte una propuesta de vanas partes.
—Habla, di lo que quieras. Puedo pensar tres cosas a la vez.
—Me dirijo a Avallon. Me duelen las piernas; no puedo caminar ni montar a caballo. Deseo ir en tu carro, para llegar cómodamente a Avallon. Por tanto, si me llevas, tendrás el anillo y el rubí.
La mujer alzó el índice.
—Tengo una idea mejor. Iremos a Filster, y allí mi hijo Raffin pondrá paja en el carro y te llevará a Avallon. Así todos los chismes y rumores a mis espaldas, y a mis expensas, morirán antes de nacer.
—De acuerdo.
Carfilhiot bajó del carro ante la posada del Gato Pescador y le dio el anillo de rubí a Raffin, que se marchó de inmediato.
Carfilhiot entró en la posada. Un hombre descomunal, mucho más alto que él, con cara rubicunda, apoyaba el vientre en el mostrador. Miró a Carfilhiot con ojos que parecían piedras.
—¿Qué deseas?
—Quiero encontrar a Rughalt de las rodillas doloridas. Dijo que tú sabrías dónde encontrarlo.
El gordo, sorprendido por los modales de Carfilhiot, desvió los ojos. Tamborileó en el mostrador con los dedos. Al fin masculló:
—Llegará pronto.
—¿Qué significa pronto?
—Media hora.
—Esperaré. Tráeme uno de esos pollos asados, pan fresco y una jarra de buen vino.
—Muéstrame tu dinero.
—Cuando llegue Rughalt.
—Cuando llegue Rughalt, serviré el ave.
Carfilhiot se apartó mascullando una maldición; el gordo lo siguió con la mirada sin cambiar de expresión. Se sentó en un banco delante de la posada. Rughalt apareció al fin, arrastrando las piernas una por una, jadeante por el esfuerzo.
Carfilhiot lo miró con ojos entornados. Rughalt vestía ropa gris y apelmazada, como un pedagogo. Carfilhiot se puso de pie y Rughalt se detuvo sorprendido.
—¡Duque Faude! —exclamó—. ¿Qué haces aquí en tal estado?
—La traición y la brujería me trajeron aquí. Llévame a una posada decente. Este lugar sólo sirve para celtas y leprosos.
Rughalt se frotó la barbilla.
—El Toro Negro está más allá, en la plaza. Se dice que los precios son excesivos. Pagarás en plata por el alojamiento de una noche.
—No tengo fondos encima, ni oro ni plata. Debes costear los gastos hasta que arregle mi situación.
Rughalt contrajo la cara.
—El Gato Pescador no está tan mal. Gurdy el posadero es intimidatorio sólo al principio.
—Bah. Él y su cuchitril hieden a repollo rancio o algo peor. Llévame al Toro Negro.
—Está bien. ¡Eh, piernas doloridas! El deber os exige otro esfuerzo.
En el Toro Negro Carfilhiot encontró alojamiento a la altura de sus exigencias, aunque Rughalt entornó los ojos cuando le dijeron los precios. Una tienda exhibía ropas que Carfilhiot consideró acordes con su dignidad; sin embargo, para consternación de Rughalt, Carfilhiot se negó a regatear y Rughalt pagó al astuto sastre con dedos lentos y arqueados. Carfilhiot y Rughalt se sentaron a una mesa frente al Toro Negro y observaron a la gente de Avallen. Rughalt hizo un modesto pedido al camarero.
—¡Espera! —ordenó Carfilhiot—. Tengo hambre. Tráeme una bandeja de buena carne fría, con puerros y pan fresco, y beberé una jarra de medio litro de la mejor cerveza.
Mientras comía, Rughalt miraba con una reprobación tan manifiesta que Carfilhiot al fin preguntó:
—¿Por qué no comes? Estás tan flaco como una correa de cuero.
—Para ser franco —repuso Rughalt con labios tensos—, debo ser cuidadoso con mi dinero. Vivo al borde de la pobreza.
—¿Qué? Pensé que eras un ratero experto que depredaba todas las ferias y festivales de Dahaut.
—Ya no es posible. Mis rodillas me impiden esos rápidos y ágiles movimientos que son parte fundamental del oficio. Ya no recorro las ferias.
—Pero es evidente que no estás en la miseria.
—Mi vida no es fácil. Afortunadamente, veo bien en la oscuridad y ahora trabajo de noche en el Gato Pescador robando a los huéspedes mientras duermen. Aun así, mis ruidosas rodillas son una desventaja, y como Gurdy, el posadero, insiste en tener una parte de las ganancias, evito los gastos innecesarios. Hablando de esto, ¿estarás mucho tiempo en Avallen?
—No mucho tiempo. Quiero encontrar a un tal Triptomologius. ¿Te resulta familiar ese nombre?
—Es un nigromante. Trabaja con elixires y pociones. ¿Para qué quieres verlo?
—Ante todo, me dará oro, todo el que necesite.
—En ese caso, pide bastante para los dos.
—Ya veremos. —Carfilhiot se levantó—. Primero vamos a buscarlo.
Haciendo crujir las rodillas, Rughalt se puso de pie. Los dos caminaron por las callejas de Avallen hasta una tienda pequeña y oscura en la cima de una loma que daba al estuario del Murmeil. Una vieja desaliñada cuya nariz casi le tocaba la barbilla les informó que Triptomologius se había marchado esa mañana para instalar un puesto, pues pensaba vender sus mercancías en la feria.
Los dos bajaron la loma por zigzagueantes tramos de escaleras de piedra, bajo los torcidos y viejos gabletes de Avallon: un gallardo joven en finas ropas nuevas y un hombre flaco que caminaba con el rígido andar de una araña. Fueron al parque, que desde el alba hervía de actividad y abigarrada confusión. Los que habían llegado temprano ya ofrecían sus mercancías. Los recién llegados se instalaban donde podían entre quejas, reproches, riñas, invectivas y algunas peleas ocasionales. Los buhoneros instalaban sus tiendas, clavando estacas en el suelo con grandes martillos de madera, y colgaban telas de cien colores desteñidos por el sol. En los puestos de comida ardían los braseros; las salchichas siseaban en la grasa caliente; se servía pescado asado, empapado en ajo y aceite, en rebanadas de pan. Las naranjas de los valles de Dascinet competían en color y fragancia con las rojas uvas de Lyonesse, las manzanas de Wysrod, las granadas, ciruelas y membrillos de Dahaut. Al final del parque, unos caballetes delimitaban una franja larga y estrecha donde se exigía que se instalaran los mendigos: leprosos, tullidos, trastornados, deformes y ciegos. Cada cual ocupaba un sitio desde donde emitía sus lamentos; algunos cantaban, otros tosían, otros ululaban de dolor. Los trastornados tenían espuma en la boca e insultaban a los paseantes. El ruido de este sector se oía en todo el parque, creando un contrapunto a la música de las gaitas, los violines y las campanas.
Carfilhiot y Rughalt caminaron de un lado al otro, buscando el puesto donde Triptomologius vendía sus esencias. Rughalt, con quejidos de frustración, señalaba gordas carteras que habrían sido fáciles de arrebatar si sus flaquezas no se lo hubieran impedido. Carfilhiot se detuvo para admirar un par de caballos negros bicéfalos de gran tamaño y fuerza que habían arrastrado un carromato al parque. Frente al carromato un niño tocaba alegres melodías con su gaita, mientras una bonita muchacha rubia dirigía junto a una mesa la actuación de unos gatos que, al son de esas melodías, saltaban, pateaban, giraban, se inclinaban y meneaban la cola.
El niño terminó de tocar y dejó la gaita a un lado; un hombre alto y delgado de aspecto juvenil, cara extraña y pelo de color arena salió a una plataforma frente al carromato. Llevaba una túnica negra con símbolos de los druidas y un alto sombrero negro con cincuenta y dos campanillas de plata colgadas del ala. Alzó los brazos para llamar la atención de la multitud. La niña subió de un brinco a la plataforma. Estaba vestida como un muchacho, con botas blancas, pantalones ceñidos de terciopelo azul, y una chaqueta azul oscuro con ranas doradas en la delantera.
—¡Amigos! —dijo la niña—. ¡Os presento al destacado maestro en las artes curativas, el doctor Fidelius!
Saltó al suelo y el doctor Fidelius interpeló a la multitud.
—Damas y caballeros: todos conocemos aflicciones de una u otra índole. La viruela, los furúnculos, las alucinaciones. Permitidme aclarar, ante todo, que mis facultades son limitadas. Curo la gota y la lombriz, el estreñimiento, la estrechez y la tumefacción. Calmo la picazón. Curo la sarna. Especialmente aplaco la angustia de las rodillas rechinantes y crujientes. Sólo quien sufra esa dolencia sabe cuánto malestar causa.
Mientras el doctor Fidelius hablaba, la niña se movía entre la multitud vendiendo ungüentos y tónicos que llevaba en una bandeja. El doctor Fidelius desplegó un gráfico.
—Observad este dibujo. Representa la rodilla humana. Cuando se lastima, como ante el golpe de una barra de hierro, la rótula retrocede; la articulación se convierte en una palanca; la pierna se mueve de atrás para adelante como el ala de un grillo, con sonidos crepitantes.
Rughalt sintió un profundo interés.
—¡Mis rodillas podrían servir como modelo para ese discurso! —le dijo a Carfilhiot.
—Fantástico —dijo Carfilhiot.
—Escuchemos —dijo Rughalt, alzando la mano.
—Esta aflicción tiene un remedio —continuó el doctor Fidelius, recogiendo un recipiente de arcilla y alzándolo—. Aquí tengo un ungüento de origen egipcio. Penetra directamente en la articulación y fortalece mientras alivia. Los ligamentos recobran el tono. La gente llega a mi laboratorio con muletas y sale renovada. ¿Por qué sufrir esta flaqueza cuando la curación puede ser casi inmediata? El ungüento es costoso, un florín de plata por frasco, pero resulta barato si se tienen en cuenta sus efectos. El ungüento cuenta además con mi garantía personal.
Rughalt escuchaba fascinado.
—¡Realmente debo probar ese ungüento!
—Vamos —dijo Carfilhiot—. Ese hombre es un charlatán. No gastes tiempo y dinero en esas tonterías.
—No tengo nada mejor en qué gastarlo —replicó Rughalt con repentino enfado—. ¡Si mis piernas fueran ágiles nuevamente, tendría dinero de sobra!
Carfilhiot miró de soslayo al doctor Fidelius.
—He visto a ese hombre en alguna parte.
—¡Bah! —gruñó Rughalt—. No eres tú quien sufre estos dolores, así que puedes darte el lujo de ser escéptico. Yo debo aferrarme a cualquier atisbo de esperanza. ¡Oye, doctor Fidelius! Mis rótulas responden a tu descripción. ¿Puedes procurarme alivio?
—¡Acércate, amigo! —dijo el doctor Fidelius—. Incluso a esta distancia diagnostico el típico malestar. Se conoce como «rodilla de techista» o «rodilla de ladrón», pues a menudo surge del impacto de la rodilla en las tejas de un tejado. Por favor acércate para que pueda examinar tu pierna con cuidado. Casi puedo garantizar tu cura en un breve período. ¿Eres techista?
—No —replicó Rughalt con mal ceño.
—No importa. Una rodilla es una rodilla. Si se la deja sin tratar, se vuelve amarilla, expulsa astillas de hueso deteriorado y crea molestias. Impediremos que eso ocurra. Ven por aquí, detrás del carromato.
Rughalt siguió al doctor Fidelius al otro lado del carromato. Carfilhiot se volvió con impaciencia y fue en busca de Triptomologius. Pronto encontró al nigromante, que llenaba los anaqueles de su puesto con artículos llevados en un carro tirado por un perro.
Los dos intercambiaron saludos y Triptomologius le preguntó por qué estaba allí. Carfilhiot respondió evasivamente, aludiendo a intrigas y misterios que era mejor no comentar.
—Tamurello debió dejarme un mensaje —dijo Carfilhiot—. ¿Lo has visto últimamente?
—Lo vi ayer. El mensaje no hacía referencia a ti. Él se encuentra en Pároli.
—Entonces me dirigiré deprisa a Pároli. Debes conseguirme un buen caballo y diez coronas de oro, que Tamurello te devolverá.
Triptomologius quedó sorprendido.
—¡Su mensaje no mencionaba eso!
—Entonces envía un nuevo mensaje, pero pronto, pues tengo que partir de Avallon enseguida… mañana a más tardar.
Triptomologius se acarició la barbilla larga y gris.
—No puedo darte más de tres coronas. Tendrás que arreglarte con eso.
—¿Qué? ¿Debo comer mendrugos y dormir bajo un seto?
Tras unos minutos de indigno regateo, Carfilhiot aceptó cinco coronas de oro, un caballo bien equipado y alforjas con provisiones de clase y calidad cuidadosamente estipuladas.
Carfilhiot regresó por el parque. Se detuvo junto al carromato del doctor Fidelius, pero las puertas laterales estaban cerradas y no se veía a nadie: ni al doctor Fidelius, ni al niño, ni a la muchacha, ni a Rughalt.
De vuelta en el Toro Negro, Carfilhiot se sentó a una mesa frente a la posada. Estiró las piernas, bebió un amarillo vino de moscatel y reflexionó sobre las circunstancias de su vida. Últimamente no le había ido bien. Se le agolparon imágenes en la mente, y algunas lo hicieron sonreír y otras lo exasperaron. Al recordar la emboscada de Dravenshaw, soltó un quejido y cerró la mano sobre la copa. Había llegado el momento de destruir definitivamente a sus enemigos. En su mente los veía con aspecto de bestias: perros, comadrejas, jabalíes, zorros de cara negra y burlona. Se le presentó la imagen de Melancthe. Estaba en la penumbra de su palacio, desnuda salvo por una guirnalda de violetas en el pelo negro. Serena y callada, miraba a través de él. Carfilhiot se irguió en la silla. Melancthe siempre lo había tratado con desdén, como si se considerara de naturaleza superior, en teoría por el humo verde. Se había adueñado de todos los artefactos mágicos de Desmëi, sin dejarle ninguno. Por arrepentimiento, o culpa, o quizá tan sólo para acallar sus reproches, había seducido al mago Shimrod para que Carfilhiot pudiera robarle sus accesorios mágicos, que de todos modos, a causa de la clave utilizada por Shimrod, no le habían servido de nada. Al regresar a Tintzin Fyral tendría que… ¡Shimrod! Carfilhiot reaccionó. ¿Dónde estaba Rughalt, que se había entregado tan confiadamente al tratamiento del doctor Fidelius?
¡Shimrod! Si él había capturado a Rughalt, ¿quién sería el siguiente? Carfilhiot tiritó y sintió que se le revolvía el estómago. Se levantó y miró hacia el parque. No había indicios de Rughalt. Carfilhiot maldijo entre dientes. No tenía ni monedas ni oro, ni las tendría hasta el día siguiente.
Trató de recobrar la compostura. Inhaló profundamente y apretó los puños.
—¡Soy Faude Carfilhiot! ¡Soy el mejor de los mejores! ¡Ejecuto mi peligrosa danza al borde del cielo! Tomo la arcilla del destino en mis manos y la moldeo a voluntad. ¡Soy Faude Carfilhiot, el incomparable!
Con paso firme y ligero, echó a andar por el parque. Como no tenía ningún arma, se detuvo para recoger una estaca rota: una vara de fresno de más de treinta centímetros de largo, que ocultó bajo la capa mientras se dirigía al carromato del doctor Fidelius.
Una vez detrás del carromato del doctor Fidelius, Rughalt dijo con voz hueca:
—Has mencionado el dolor de rodilla, y a mí ambas me duelen bastante. Crujen y rechinan y a veces se arquean hacia atrás, causándome incomodidad.
—¡Interesante! —exclamó el doctor Fidelius—. Interesante de veras. ¿Cuánto hace que padeces esta aflicción?
—Desde siempre, o eso pareciera. Me ocurrió durante mi trabajo. Yo sufría choques de calor y frío, humedad y sequedad. Además estaba obligado a grandes esfuerzos, pues debía girar, empujar y tirar, y creo que eso debilitó mis rodillas.
—¡Exacto! Aun así, este caso es muy especial. No es el típico dolor de rodilla de Avallen.
—Entonces yo residía en Ulflandia del Sur.
—¡Eso lo explica! Para la enfermedad de Ulflandia del Sur hay ciertos remedios que no tengo en el carromato. —Shimrod llamó a Glyneth, quien se acercó mirando a ambos hombres. Shimrod la llevó aparte—. Hablaré con este caballero alrededor de una hora. Cierra el carromato, engancha los caballos. Tal vez esta noche partamos con rumbo a Lyonesse.
Glyneth asintió y fue a llevarle la noticia a Dhrun.
—Ven por aquí, por favor —le dijo Shimrod a Rughalt.
Al cabo de un rato, Rughalt hizo una pregunta quejumbrosa:
—¿Por qué vamos tan lejos? ¡Estamos muy lejos de la ciudad!
—Sí, mi dispensario está algo aislado. Aun así, creo que puedo prometerte una cura total.
Las rodillas de Rughalt crujían y rechinaban cada vez más, y sus quejas se intensificaron.
—¿Hasta dónde debemos ir? Cada paso que damos es un paso que tenemos que desandar. Mis rodillas ya están cantando un triste dueto.
—¡Nunca más cantarán! Tu curación será absoluta y definitiva.
—Es bueno saberlo. Pero no veo indicios de tu dispensario.
—Está por allá, detrás de ese bosquecillo de alisos.
—Extraño lugar para un dispensario.
—Muy apropiado para nuestros propósitos.
—¡Pero si ni siquiera hay un sendero!
—Así aseguramos nuestro aislamiento. Bueno, por aquí, detrás del bosquecillo. Mira este fresco excremento de vaca.
—Pero aquí no hay nada.
—Aquí estamos tú y yo, y yo soy Shimrod el mago. Robaste mi casa de Trilda y quemaste a mi amigo Grofinet. Hace tiempo que os busco a ti y a tu cómplice.
—¡Tonterías! No sé de qué me hablas. Lo que dices es absurdo… ¿Qué estás haciendo? Detente. ¡Detente, digo! —Y más tarde—: ¡Ten piedad! ¡Basta! ¡Me obligaron a hacerlo!
—¿Quién?
—No me atrevo a decirlo… ¡No, no! Basta, te lo diré…
—¿Quién te lo ordenó?
—Carfilhiot de Tintzin Fyral.
—¿Por qué razón?
—Quería tus artefactos mágicos.
—Eso es muy rebuscado.
—Es verdad. Lo incitó el mago Tamurello, que se negaba a dar nada a Carfilhiot.
—Cuéntame más.
—No sé nada más… ¡Ah, monstruo! ¡Te lo diré!
—¡Dilo! ¡Deprisa, no te detengas a pensar! ¡No jadees, habla!
—Carfilhiot está en Avallen, en el Toro Negro… ¿Qué estás haciendo? ¡Te he dicho todo!
—Antes de morir debes humear un poco, como Grofinet.
—¡Pero te he dicho todo! ¡Ten piedad!
—Sí, tal vez. No tengo estómago para la tortura, así que muere. Ésta es mi cura para el dolor de rodilla.
Carfilhiot encontró el carromato cerrado, pero los caballos bicéfalos estaban enganchados a la vara, como preparados para partir. Fue a la puerta trasera del carromato y apoyó la oreja en el panel. No oyó nada, salvo el ruido de la feria a sus espaldas.
Rodeó el carromato y descubrió al niño y la muchacha junto a una fogata donde asaban trozos de tocino y cebolla.
La niña alzó los ojos cuando se acercó Carfilhiot; el niño parecía mirar el fuego. Carfilhiot se asombró de su actitud distante. Un mechón de rizos rubios le caía sobre la cara; los rasgos eran delicados, pero enérgicos. Era, pensó Carfilhiot, un niño muy distinguido. Tendría nueve o diez años. La muchacha tenía dos o tres años más; estaba en la primavera de su vida y era alegre y dulce como un narciso. Miró a Carfilhiot a los ojos, abrió la boca y permaneció así durante unos segundos, pero atinó a decir:
—Señor, el doctor Fidelius no está aquí ahora.
Carfilhiot se le acercó despacio. La niña se levantó. El muchacho se volvió hacia Carfilhiot.
—¿Cuándo regresará? —preguntó Carfilhiot amablemente.
—Creo que muy pronto —dijo la niña.
—¿Sabes adonde fue?
—No. Tenía que atender un asunto importante, y nos debíamos ir en cuanto regresara.
—Bien, entonces todo está en orden —dijo Carfilhiot—. Entra en el carromato e iremos a ver al doctor Fidelius.
El niño habló por primera vez. A pesar de sus rasgos distinguidos, Carfilhiot lo había considerado tímido y apocado. Le sorprendió el timbre de autoridad con que habló.
—No podemos irnos de aquí sin el doctor Fidelius. Además estamos haciendo la cena.
—Espera adelante, por favor —dijo la niña a Carfilhiot, volviendo su atención hacia el tocino siseante.