Glyneth y Dhrun se habían unido al doctor Fidelius en la Feria de los Sopladores de Vidrio de Avellanar. Durante los primeros días, la relación fue tentativa y cautelosa. Glyneth y Dhrun actuaban con prudencia, mirando de soslayo al doctor Fidelius por si incurría en un arranque de locura o de furia. Pero el doctor Fidelius, tras asegurarse de que estuvieran cómodos, manifestó una cortesía tan formal e impersonal que Glyneth empezó a temer que no les tuviera afecto.
Shimrod, que observaba a ambos desde su disfraz con el mismo interés subrepticio con que ellos lo observaban a él, se sorprendió de la compostura de los niños y se sintió halagado por su deseo de agradar. Eran niños poco comunes: limpios, pulcros, inteligentes y cariñosos. La alegría innata de Glyneth a veces estallaba en arrebatos de exuberancia que ella pronto controlaba para no fastidiar al doctor Fidelius. Dhrun era propenso a largos períodos de silencio, mientras se sentaba al sol, sumido en sus pensamientos.
Al dejar la Feria de los Sopladores de Vidrio, Shimrod se dirigió hacia el norte, hacia la ciudad de Porroigh y la feria anual de los vendedores de ovejas. Al caer la tarde, se apartó de la carretera y se detuvo en un pequeño valle junto a un arroyo. Glyneth juntó ramas y preparó una fogata. Shimrod erigió un trípode, colgó una olla y cocinó un guiso de pollo, cebollas, nabos, hortalizas y perejil, sazonándolo con semilla de mostaza y ajo. Glyneth recogió berro para una ensalada, y encontró un manojo de hierbas que Shimrod añadió al guiso. Dhrun, en silencio, escuchaba el susurro del viento entre los árboles y el crepitar del fuego.
Los tres cenaron bien y se sentaron a disfrutar del crepúsculo.
—Debo informaros de algo —dijo Shimrod—. He viajado por Dahaut durante meses, de una feria a otra, y nunca reparé en mi soledad hasta estos días en que habéis estado conmigo.
Glyneth soltó un suspiro de alivio.
—Es una buena noticia para nosotros, pues nos gusta viajar contigo. No me atrevo a decir que es buena suerte. Podría despertar la maldición.
—Habladme de esta maldición.
Dhrun y Glyneth contaron sus historias y hablaron de las peripecias que habían compartido.
—Así que ahora ansiamos encontrar a Rhodion, el rey de todas las hadas, para que él pueda eliminar la maldición y devolver la visión a Dhrun.
—No pasará por alto el sonido de una gaita de hadas —dijo Shimrod—. Tarde o temprano, el rey se detendrá a escuchar, y tened la certeza de que yo también vigilaré.
—¿Lo has visto alguna vez? —preguntó Dhrun.
—A decir verdad, estaba buscando a otra persona.
—Yo sé quién es —dijo Glyneth—: Un hombre con rodillas flojas que le crujen al caminar.
—¿Y cómo has adquirido ese conocimiento?
—Porque hablas a menudo de rodillas flojas. Cuando alguien se te acerca, le miras la cara en vez de las piernas, y siempre pareces decepcionado. Le das un frasco de ungüento y el hombre se va cojeando.
Shimrod sonrió al fuego.
—De modo que soy transparente.
—La verdad es que no —dijo Glyneth modestamente—. Creo que eres muy misterioso.
Shimrod se echó a reír.
—¿Por qué dices eso?
—Por ejemplo, ¿cómo aprendiste a mezclar tantas medicinas?
—No es ningún misterio. Algunos son remedios comunes, conocidos por todas partes. El resto es hueso pulverizado mezclado con manteca de cerdo o aceite de pata de vaca, con diversos sabores. Nunca dañan y a veces curan. Pero más que vender medicinas quiero encontrar al hombre de las rodillas flojas. Como Rhodion, acude a las ferias y tarde o temprano lo encontraré.
—¿Qué ocurrirá entonces? —preguntó Dhrun.
—Me contará dónde encontrar a otra persona.
Del sur al norte marchaba el carromato del doctor Fidelius y sus dos jóvenes colegas, deteniéndose en ferias y festivales desde, Dafnes, en el río Lull, hasta Duddlebatz, bajo los yermos pedregosos de Godelia. Hubo largos días de viaje por sombreados senderos campestres, colina arriba y valle abajo, a través de oscuros bosques y viejas aldeas. Hubo noches junto al fuego mientras la luna llena cabalgaba entre las nubes, y otras noches bajo un cielo constelado de estrellas. Una tarde, mientras cruzaban un desolado brezal, Glyneth oyó gemidos en la zanja que bordeaba el camino. Saltó del carromato y, atisbando entre los abrojos, descubrió un par de gatitos manchados que habían sido abandonados a su suerte. Glyneth los llamó y ellos corrieron ansiosamente hacia ella. Glyneth los llevó al carromato, llorando de pena. Shimrod le permitió conservarlos, y ella le echó los brazos al cuello y le besó; Shimrod supo que era su esclavo para siempre, si ya no lo era desde antes.
Glyneth llamó a los gatitos Ronrón y Estornudo, y de inmediato se dedicó a enseñarles trucos.
Desde el norte viajaron hacia el oeste a través de Ammarsdale y Scarhead, hasta Tins, en la Marca Ulflandesa, cincuenta kilómetros al norte de la formidable fortaleza ska de Poélitetz. Era una tierra agreste y se alegraron de ir de nuevo hacia el este, por el río Murmeil.
El verano fue largo; los días eran una mezcla de alegrías y amarguras para los tres. Extraños y pequeños infortunios aquejaban regularmente a Dhrun: el agua caliente le escaldaba la mano; la lluvia le empapaba la cama; cuando iba a hacer sus necesidades detrás del seto, caía entre ortigas. Nunca se quejaba, y así se granjeó el respeto de Shimrod, quien abandonó su escepticismo inicial para aceptar la realidad de la maldición. Un día Dhrun pisó una espina y se la clavó profundamente en el talón. Shimrod se la extrajo mientras Dhrun se mordía los labios en silencio; Shimrod, impulsivamente, lo abrazó y le palmeó la cabeza.
—Eres un muchacho valiente. De un modo u otro terminaremos con esta maldición. En el peor de los casos, sólo puede durar siete años.
Como de costumbre, Dhrun reflexionó un instante antes de hablar.
—Una espina no es nada —dijo al fin—. ¿Sabes cuál es la mala suerte que temo? Que te canses de nosotros y nos eches del carromato.
Shimrod sonrió, los ojos humedecidos por las lágrimas. Abrazó nuevamente a Dhrun.
—No sería por mi elección, te lo juro. No podría arreglarme sin vosotros.
—Aun así, la mala suerte es la mala suerte.
—Es verdad. Nadie sabe lo que nos depara el futuro.
Casi de inmediato, una chispa saltó del fuego y cayó en el tobillo de Dhrun.
—Ay —dijo Dhrun—. Más suerte.
Cada día traía nuevas experiencias. En la Feria de Playmont, el duque Jocelyn del castillo Foire patrocinó un magnífico torneo donde caballeros con armadura simulaban un combate y competían en el nuevo deporte de la justa. Montados en fuertes caballos y vestidos con toda pompa, cargaban unos contra otros tratando de derribar a sus adversarios con estacas revestidas de almohadillas.
De Playmont viajaron a Danns Largo, bordeando el Bosque de Tantrevalles. Llegaron al mediodía y encontraron la feria en plena actividad. Shimrod desenganchó sus maravillosos caballos bicéfalos, les dio forraje, bajó el panel lateral del carromato para que hiciera las veces de plataforma, y colocó un letrero:
DR. FIDELIUS TAUMATURGO, PANSOFISTA, CHARLATAN.
Curo llagas, cólicos y espasmos.
TRATAMIENTO ESPECIAL PARA RODILLAS FLOJAS.
Asesoramiento gratuito.
Luego entró en el carromato para vestirse con la túnica negra y el sombrero de nigromante.
A ambos lados de la plataforma, Dhrun y Glyneth batían tambores. Estaban vestidos del mismo modo, como pajes, con zapatos blancos y bajos, calzones azules y ceñidos, medias, jubones de rayas verticales azules y negras, con corazones blancos cosidos a las rayas negras, y sombreros bajos de terciopelo negro.
El doctor Fidelius salió a la plataforma.
—¡Damas y caballeros! —proclamó, señalando su letrero—. Observaréis que me designo «charlatán». Mi razón es simple. ¿Quién llama frívola a una mariposa? ¿Quién insulta a una vaca diciéndole «bovino»? ¿Quién dirá que un charlatán confeso es un embaucador? ¿Soy pues un charlatán, un embaucador y un embustero? —Glyneth dio un brinco y se puso a su lado—. Eso debéis juzgarlo por vosotros mismos. Reparad en mi bonita socia… si ya no habéis reparado en ella. Glyneth, abre la boca. Damas y caballeros, reparad en esta abertura. He aquí los dientes, he aquí la lengua, más allá está la cavidad oral, en su estado natural. Observad cómo inserto en esta boca una naranja, ni grande ni pequeña, pero de tamaño apropiado. Glyneth, cierra la boca, por favor, y si puedes. Excelente. Ahora, damas y caballeros, observad a la muchacha con las mejillas distendidas. La toco a izquierda y derecha, y ¡hup! Las mejillas están como antes. Glyneth, ¿qué has hecho con la naranja? ¡Esto es extraordinario! ¡Abre la boca, estamos desconcertados!
Glyneth abrió la boca y el doctor Fidelius miró adentro.
—¿Qué es esto? —exclamó, metiendo el pulgar y el índice—. No es una naranja, sino una bella rosa roja. ¿Qué más hay aquí? ¡Mirad, damas y caballeros! ¡Tres hermosas cerezas maduras! ¿Qué más? ¿Qué es esto? ¡Clavos de herradura! ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis! ¿Tienes más sorpresas? Abre bien la boca… ¡Por la luna y el sol, un ratón! Glyneth, ¿cómo puedes consumir estas cosas?
—¡Porque he tomado tus pastillas digestivas! —repuso Glyneth con su voz clara y brillante.
El doctor Fidelius alzó las manos.
—¡Basta! ¡Me superas en mi propio oficio! —Y Glyneth saltó de la plataforma—. Pues bien, en cuanto a mis pociones y lociones, mis polvos, píldoras y purgas, mis analépticos y calmantes, ¿causan el alivio que yo anuncio? Damas y caballeros, doy esta garantía: si al tomar mis remedios alguien sufre y muere, puede entregar el resto de la medicina y le será devuelto parte de su dinero. ¿Dónde más oiréis semejante garantía?
»Soy particularmente experto en el tratamiento de las rodillas flojas, especialmente las que crujen, rechinan y emiten otras quejas. Si alguno de vosotros sufre de rodillas flojas, quiero verlo.
»Ahora permitidme presentar a mi otro acompañante: el noble y talentoso Dhrun. Él tocará melodías con la gaita, para haceros reír, o llorar, y hacer cosquillear vuestros talones. Entretanto, Glyneth dispensará las medicinas mientras yo receto. Damas y caballeros, una última palabra. Os notifico que mis embrocas provocan ardor y escozor como si estuvieran destiladas de fuego líquido. Mis remedios saben muy mal, a batacán y bilis: el cuerpo pronto recobra la salud para no tener que asimilar más mis horrendos brebajes. Ése es el secreto de mi éxito. ¡Música, Dhrun!
Mientras circulaba en medio de la multitud, Glyneth buscaba a una persona de traje marrón con una pluma escarlata en el sombrero verde, especialmente uno que escuchara la música con placer; pero en ese mediodía soleado en Danns Largo, junto al Bosque de Tantrevalles, no apareció tal persona, ni ningún obvio canalla de semblante oscuro y nariz larga que acudiera al doctor Fidelius para tratarse las rodillas.
Por la tarde empezó a soplar una brisa desde el oeste, haciendo ondear los pendones. Glyneth sacó una mesa de patas altas y un taburete alto para Dhrun. También sacó un cesto del carromato. Mientras Dhrun tocaba una jiga con la gaita, Glyneth destapó sus gatos blanquinegros. Golpeó la mesa con un bastón y los gatos se irguieron sobre las patas traseras y bailaron al son de la música, brincando y haciendo cabriolas sobre la mesa, y pronto se reunió una multitud. Al fondo, un joven de cara de zorro, menudo y apuesto, manifestaba especial entusiasmo. Chasqueaba los dedos al compás de la música, y enseguida empezó a bailar con gran agilidad. Glyneth vio que llevaba un sombrero verde con una larga pluma roja. Se apresuró a guardar los gatos en el cesto y, acercándose al bailarín, le arrebató el sombrero y corrió hacia la parte trasera del carromato. El sorprendido joven la persiguió.
—¿Qué haces? ¡Devuélveme el sombrero!
—No —dijo Glyneth—. No, hasta que satisfagas mis deseos.
—¿Estás loca? ¿Qué tontería es ésta? No puedo satisfacer mis propios deseos, y menos los tuyos. Devuélveme el sombrero, o tendré que quitártelo, y para colmo darte una buena tunda.
—Jamás —declaró Glyneth valientemente—. Eres Rhodion. Tengo tu sombrero, y no lo soltaré hasta que me obedezcas.
—¡Ya veremos! —El joven capturó a Glyneth, y forcejearon hasta que los caballos resoplaron y corcovearon, mostrando los dientes con aire amenazador. El joven retrocedió asustado.
Shimrod bajó del carromato y el joven gritó con furia:
—¡Esa muchacha está loca! Me quita el sombrero y echa a correr, y cuando se lo pido con toda educación, dice que no, y me llama Rhodion o algo parecido. Mi nombre es Tibbalt; soy tendero en la aldea de Witherwood y he venido a la feria a comprar cera. Recién llegado, una joven alocada me quita el sombrero e insiste en que le obedezca. ¿Has oído algo semejante?
Shimrod cabeceó gravemente.
—No es mala muchacha, sólo un poco impetuosa y traviesa —dio un paso adelante—. Permíteme —dijo, acariciando el pelo castaño de Tibbalt—. Observa, Glyneth. Los lóbulos de las orejas de este caballero están bien desarrollados.
Glyneth miró y asintió.
—En efecto.
—¿Qué tiene que ver eso con mi sombrero? —chilló Tibbalt.
—Permíteme un favor más —dijo Shimrod—. Muéstrame la mano… Glyneth, observa las uñas; no hay rastro de membrana y las uñas no tienen esmalte.
Glyneth asintió.
—Ya veo. ¿Entonces puedo devolverle el sombrero?
—Por supuesto, especialmente porque el caballero tiene perfume de baya de laurel y cera de abejas.
Glyneth devolvió el sombrero.
—Por favor, perdona mi travesura. —Shimrod le dio un frasco a Tibbalt.
—Con nuestros mejores deseos, por favor acepta esta pomada capilar, que hará que tus cejas, barba y bigote crezcan sedosos y fuertes.
Tibbalt se marchó de buen humor. Glyneth volvió a su mesa frente al carromato y le contó su error a Dhrun, que se encogió de hombros y siguió tocando la gaita. Glyneth sacó nuevamente sus gatos, que brincaron y bailaron con gracia, para gran maravilla de quienes se detenían a observar.
—¡Maravilloso, maravilloso! —exclamó un corpulento caballero de piernas larguiruchas, pies largos y delgados cuyos dedos se arqueaban hacia arriba y calzado con zapatos de cuero verde—. Joven, ¿dónde aprendiste a tocar la gaita?
—Es un don de las hadas.
—¡Qué maravilla! ¡Un regalo verdaderamente mágico!
De pronto sopló una ráfaga de viento, arrebató el sombrero del caballero y lo depositó a los pies de Glyneth. Ella lo recogió y reparó en la pluma escarlata. Miró dubitativamente al hombre, que tendía la mano.
—Gracias, preciosa. Te recompensaré con un beso.
Glyneth miró la mano tendida, que era pálida y regordeta, con dedos pequeños y delicados. Las uñas estaban cuidadosamente arregladas y relucían con un tono rosado y lechoso. ¿Era esmalte? Los pliegues de piel entre los dedos: ¿una membrana? Glyneth miró los ojos del caballero. Eran castaños. El pelo rojizo se le rizaba detrás de las orejas. El viento levantó el pelo; Glyneth miró fascinada los lóbulos. Eran pequeños: meros hoyuelos de tejido rosado. No pudo ver la punta de las orejas.
El caballero pateó el suelo.
—¡Mi sombrero, por favor!
—Un momento. Espera a que le quite el polvo. —Nuevamente guardó a Ronrón y Estornudo en el cesto, y echó a correr con el sombrero.
El caballero la siguió con notable agilidad, y así logró arrinconarla contra el lateral del carromato, donde el resto de la gente no podía verlo.
—Ahora, niña, mi sombrero, y luego tendrás el beso.
—No te daré el sombrero hasta que no satisfagas mis deseos.
—¿Qué tonterías dices? ¿Por qué debería satisfacer tus deseos?
—Porque, majestad, tengo tu sombrero. El caballero la miró de soslayo.
—¿Quién crees que soy?
—Eres Rhodion, rey de las hadas.
—¡Ja! ¿Y qué deseas que haga?
—No es gran cosa. Levanta la maldición que pesa sobre Dhrun y de vuélvele la vista.
—¿Todo por mi sombrero? —El corpulento caballero avanzó hacia Glyneth abriendo los brazos—. Ahora, mi plumosa avecilla, te voy a abrazar. Eres una delicia. Tendrás el beso, y tal vez algo más.
Glyneth se escabulló, brincó de un lado al otro y como alrededor del carromato. El caballero la persiguió gritando palabras seductoras e implorando que le devolviera el sombrero.
Uno de los caballos irguió la cabeza izquierda y mordió las nalgas del caballero, haciéndolo correr más rápidamente. Glyneth se detuvo, sonriendo entre divertida y consternada al ver al corpulento caballero en ese estado.
—Ahora, mi pequeña gata, mi adorable confitura, ven a por tu beso. Recuerda que soy el rey Ratatat, o cómo se llame, y satisfaré tus más entrañables deseos. Pero antes, exploremos debajo de ese atractivo jubón.
Glyneth retrocedió y le arrojó el sombrero a los pies.
—No eres el rey Rhodion. Eres el barbero del pueblo, y un lascivo. Toma tu sombrero y lárgate.
El caballero soltó una carcajada eufórica. Se caló el sombrero y dio un brinco en el aire, entrechocando los talones.
—¡Te engañé! —exclamó alegremente—. ¡Ja! ¡Qué alegría engañar a los mortales! Tenías mi sombrero, podrías haberme puesto a tu servicio. Pero ahora…
Shimrod salió de entre las sombras y arrebató el sombrero.
—Pero ahora… —le arrojó el sombrero a Glyneth— lo tiene una vez más, y debes obedecerla.
El rey Rhodion quedó abatido, los ojos redondos y tristes.
—¡Ten piedad! ¡Nunca obligues a un pobre semihumano a hacer tu voluntad! Eso me desgasta y me causa profunda pena.
—No tengo piedad —dijo Glyneth. Llamó a Dhrun y lo llevó detrás del carromato.
—Éste es Dhrun; pasó su juventud en Thripsey Shee.
—Sí, el dominio de Throbius, un alegre palacio, y notable por sus celebraciones.
—Dhrun fue expulsado y recibió un mordet de mala suerte. Ahora está ciego, porque miró a las dríades mientras se bañaban. Debes eliminar la maldición y devolverle la vista.
Rhodion sopló una pequeña flauta dorada e hizo un signo en el aire. Pasó un minuto. Los sonidos de la feria llegaban apagados, como si estuvieran a gran distancia. Hubo un chasquido en el aire y apareció el rey Throbius de Thripsey Shee. Se arrodilló ante el rey Rhodion, quien, con un gesto benévolo, le permitió ponerse de pie.
—Throbius, he aquí a Dhrun, a quien en un tiempo criaste en Thripsey Shee.
—En verdad es Dhrun. Lo recuerdo bien. Era amable y nos complacía a todos.
—¿Entonces por qué le enviaste un mordet?
—¡Oh excelso, eso fue obra de un trasgo celoso llamado Falael, que ha sido severamente castigado por su maldad!
—¿Por qué no se levantó el mordet?
—O excelso, es mala política, ya que fomenta la irreverencia entre los mortales, pues creen que les basta un estornudo o un poco de sufrimiento para deshacerse de nuestros mordéis.
—En este caso se debe levantar.
El rey Throbius se acercó a Dhrun y le tocó el hombro.
—¡Dhrun, te bendigo con los atributos de la fortuna! Disuelvo los flujos que han contribuido a tu sufrimiento; que las maliciosas criaturas que implementaron estos males regresen trinando a Thimsmole.
Dhrun tenía la cara blanca y contraída. Escuchó sin mover un músculo.
—¿Qué será de mis ojos? —preguntó con voz aflautada.
—Buen Dhrun —dijo cortésmente Throbius—, fuiste cegado por las dríades. Eso fue el colmo de la mala suerte, pero fue mala suerte por un capricho del destino y no por la malicia del mordet, de modo que no es obra nuestra. Es obra de la dríade Feodosia, y nosotros no podemos deshacerla.
—Entonces ve a hablar con la dríade Feodosia y ofrécele tus favores a cambio de que deshaga su magia.
—Ah, capturamos a Feodosia y a otra llamada Lauris mientras dormían. Las llevamos para que nos divirtieran en nuestras celebraciones. Enloquecieron de furia y huyeron a Arcadia, adonde no podemos ir; en todo caso, ella ha perdido su poder mágico.
—¿Cómo se curarán entonces los ojos de Dhrun?
—No mediante magia de las hadas. —Dijo el rey Rhodion—. Está más allá de nuestros poderes.
—Entonces debes conceder otro don.
—No quiero nada —dijo Dhrun con voz pétrea—. Sólo pueden dar me lo que me quitaron.
Shimrod se volvió a Glyneth.
—Tú tienes el sombrero y puedes pedir un deseo.
—¿Qué? —exclamó el rey Rhodion—. ¡Es una extorsión descarada! ¿Acaso no traje al rey Throbius para disolver el mordet?
—Enmendaste un daño realizado por vosotros. No es una concesión, sino mera justicia. ¿Y dónde están las compensaciones por su sufrimiento?
—El no quiere ninguna, y nunca damos lo que no se quiere.
—Glyneth tiene el sombrero, y debéis gratificar sus deseos. Todos se volvieron hacia Glyneth.
—¿Qué deseas más? —le preguntó Shimrod.
—Sólo deseo viajar contigo y con Dhrun en este carromato para siempre.
—Pero recuerda —dijo Shimrod— que todas las cosas cambian y no viajaremos siempre en este carromato.
—Entonces quiero estar contigo y con Dhrun para siempre.
—Eso es el futuro —dijo Rhodion—. Está fuera de mi control, a menos que me pidáis que os mate a los tres al instante y os entierre juntos bajo el carromato.
Glyneth movió la cabeza.
—Pero tú puedes ayudarme. Mis gatos a menudo desobedecen e ignoran mis instrucciones. Si yo pudiera hablar con ellos, no podrían fingir que no entienden. También me gustaría hablar con los caballos y los pájaros y todas las demás criaturas vivientes: incluso con los árboles y las flores y los insectos.
—Los árboles y las flores no hablan ni oyen —gruñó el rey Rhodion—. Sólo suspiran. Los insectos te aterrarían si los oyeras hablar, y te provocarían pesadillas.
—¿Entonces puedo hablar con los pájaros y los animales?
—Toma el amuleto de plomo de mi sombrero y cuélgatelo del cuello, y tu deseo se cumplirá. No esperes opiniones profundas; los pájaros y los animales suelen ser tontos.
—Ronrón y Estornudo son bastante inteligentes —dijo Glyneth—. Creo que disfrutaré de nuestras conversaciones.
—Muy bien —dijo el corpulento rey Rhodion. Cogió el sombrero de los dedos de Glyneth, y echando una mirada cauta a Shimrod, se lo caló en la cabeza—. El juego ha terminado. Una vez más los mortales me han superado en astucia, aunque en esta ocasión casi ha sido un placer. Throbius, puedes regresar a Thripsey y yo me iré a Shadow Thawn.
El rey Throbius alzó la mano.
—Queda algo más. Tal vez pueda hacer una compensación por el mordet. Dhrun, escúchame. Meses atrás un joven caballero vino a Thripsey Shee y pidió información sobre su hijo Dhrun. Intercambiamos regalos: a cambio de una joya de color smaudre le di un Nunca-falla que apunta hacia ti. ¿No te ha encontrado? Entonces lo han desviado, o matado, pues su determinación era evidente.
—¿Cómo se llamaba? —murmuró Dhrun.
—Se llama Aillas, príncipe de Troicinet. Me voy. —Su forma se desdibujó y desapareció. Su voz llegó desde lejos—. Me he ido.
El rey Rhodion se detuvo sobre sus flacos tobillos, y caminó hacia la puerta del carromato.
—Y otra pequeña cuestión, para Glyneth. El amuleto es mi sello; al usarlo, no tendrás que temer daño de los semihumanos: ni hada ni trasgo, ni gnomo ni doble gnomo. Cuídate de los fantasmas y los cabeza de caballo, los ogros grises y blancos, y las criaturas que viven bajo el cieno.
El rey Rhodion pasó frente al carromato. Cuando los tres lo siguieron, no lo vieron por ninguna parte.
Glyneth fue a buscar el cesto de los gatos, que había dejado en el pescante del carromato, y descubrió que Ronrón había levantado la tapa y estaba a punto de escapar.
—Ronrón —exclamó Glyneth—, esto es pura maldad. Sabes que debes quedarte en el cesto.
—Adentro hace un calor sofocante —dijo Ronrón—. Prefiero el aire libre, y me proponía explorar el techo del carromato.
—Muy bien, pero ahora debes bailar y entretener a la gente que te admira tanto.
—Si me admiran tanto, que bailen ellos. Estornudo opina lo mismo al respecto. Sólo bailamos para complacerte.
—Es sensato, pues os doy la mejor leche y el mejor pescado. Los gatos huraños se deben arreglar con pan y agua.
Estornudo, que escuchaba desde el interior del cesto, exclamó:
—¡No temas! Si tenemos que bailar bailaremos, aunque dicho sea de paso no entiendo por qué. Nuestros admiradores me importan un bledo.
El sol murió en un lecho de nubes ardientes; las nubes cubrieron el cielo de la tarde y la oscuridad pronto llegó a la feria de Danns Largo. Docenas de fogatas chisporroteaban en la brisa húmeda y fresca, y los buhoneros, mercaderes y vendedores se pusieron a comer mirando el cielo encapotado, temiendo que una lluvia los empapara a ellos y sus mercancías.
En la fogata cercana al carromato, Shimrod, Glyneth y Dhrun esperaban a que se cocinara la sopa. Los tres estaban sumidos en sus pensamientos. Shimrod rompió al fin el silencio:
—Sin duda ha sido un día interesante.
—Pudo haber sido peor y pudo haber sido mejor —dijo Glyneth. Miró a Dhrun, quien se abrazaba las rodillas y miraba el fuego en silencio—. Hemos eliminado la maldición, así que al menos ya no tendremos mala suerte. Desde luego, no será buena suerte hasta que Dhrun pueda ver de nuevo.
Shimrod echó más leña al fuego.
—He buscado por Dahaut al hombre de las rodillas flojas… esto lo sabéis. Si no lo encuentro en la feria de Avallon, viajaremos a Swer Smod de Lyonesse. Si alguien puede ayudarme, será Murgen.
—¡Dhrun! —susurró Glyneth—. ¡No debes llorar!
—No estoy llorando.
—Sí, estás llorando. Te corren lágrimas por las mejillas. Dhrun pestañeó y se tapó la cara con el puño.
—Sin vosotros dos, me moriría de hambre, o me comerían los perros.
—No te dejaríamos morir de hambre. —Glyneth lo abrazó—. Eres un muchacho importante, hijo de un príncipe. Un día tú también serás príncipe.
—Eso espero.
—Entonces come tu sopa, y te sentirás mejor. También te espera una tentadora tajada de melón.