En la frontera entre Dahaut y Ulflandia del Norte, un declive de trece kilómetros de largo, la cara frontal del Teach tac Teach, daba sobre la Llanura de las Sombras. En un lugar llamado Poélitetz, el río Tamsour, que se despeñaba desde las nieves del Monte Agón, abría una grieta que permitía un acceso relativamente fácil desde Dahaut a los brezales de Ulflandia del Norte. Poélitetz había estado fortificada desde que los hombres habían librado guerras en las islas Elder; quien controlaba Poélitetz dominaba la paz de la Lejana Dahaut. Los ska, al capturar Poélitetz, habían iniciado una enorme obra destinada a proteger la fortaleza tanto en el oeste como en el este, para que fuera totalmente inexpugnable. Habían cerrado el desfiladero con paredes de mampostería de nueve metros de grosor, dejando un pasaje de cuatro metros de ancho y tres de alto, controlado por tres puertas de hierro, una detrás de la otra. La fortaleza y el declive mostraban una sola cara impasible a la Llanura de las Sombras.
Para reconocer mejor la Llanura de las Sombras, los ska habían empezado a construir bajo la llanura un túnel que llegaría hasta una loma cubierta de robles achaparrados, a cuarenta metros de la base del declive. El túnel era un proyecto secreto que se ocultaba a todos salvo a unos pocos ska de alto rango y a quienes cavaban el túnel, skalings de categoría seis: intratables.
Al llegar a Poélitetz, Aillas, Yane y Cargus fueron sometidos a un breve interrogatorio. No los mutilaron como ellos esperaban, sino que los llevaron a unas barracas especiales donde residía un aislado grupo de cuarenta skalings: la cuadrilla del túnel. Trabajaban en turnos de diez horas y media, con períodos de descanso de tres horas y media. En las barracas eran custodiados por un pelotón de selectos soldados ska y no se les permitía establecer contacto con ninguna otra persona de Poélitetz. Todos sabían que eran miembros de una cuadrilla condenada. Al terminar el túnel los matarían a todos.
Ante la perspectiva de una muerte tan cierta, ningún skaling trabajaba deprisa, y a los ska les resultaba más fácil aceptar esa situación que alterarla. Mientras se realizaran progresos razonables, se permitía que el trabajo siguiera su propio ritmo. La rutina de cada día era idéntica. Cada skaling tenía un deber asignado. El túnel, cuatro metros y medio debajo de la superficie de la llanura, avanzaba a través de pizarra y sedimento apisonado. Cuatro hombres cavaban la cara frontal con picas y piquetas. Tres hombres cargaban los detritos en cestos que se descargaban en carretillas y se llevaban por el túnel hasta la entrada. Las carretillas se vaciaban en tolvas que eran elevadas por una cabria, que las vaciaba en una carreta. Un fuelle impulsado por bueyes que movían una cabria soplaba aire en un tubo de cuero que se introducía en el túnel. A medida que avanzaba el túnel, se apuntalaba con vigas de cedro embreadas.
Cada dos o tres días, los ingenieros ska extendían un par de cuerdas que guiaban la dirección del túnel y con un nivel de agua[26] medían el desvío horizontal.
Un capataz ska dirigía a los skalings con un par de soldados para imponer la disciplina, si tal control se necesitaba. El capataz y los guardias solían permanecer en la entrada del túnel, donde el aire era fresco. Al ver las cargas de los carromatos, el capataz podía estimar la energía con que trabajaban los skalings. Si el trabajo iba bien, los skalings comían bien, y bebían vino en las comidas. Si remoloneaban, les reducían las raciones.
Dos turnos funcionaban en el túnel: de mediodía a medianoche, y de medianoche a mediodía. Ninguno era preferible al otro, pues los skalings nunca veían la luz del sol y sabían que no la verían nunca más.
Aillas, Cargus y Yane fueron asignados al turno de mediodíamedia-noche. De inmediato empezaron a pensar en la fuga. Las perspectivas eran más desalentadoras que las del castillo Sank. Puertas con rejas y guardias suspicaces los confinaban cuando no estaban de servicio, y trabajaban en un lugar cerrado del cual era imposible salir.
Al cabo de sólo dos días de trabajo, Aillas le dijo a Yane y Cargus:
—Podemos escapar. Es posible.
—Eres más perceptivo que yo —dijo Yane.
—Y que yo —dijo Cargus.
—Hay una sola dificultad. Necesitaremos la cooperación de todo el turno. La pregunta es: ¿habrá alguien que esté tan domado como para traicionarnos?
—¿Cuál podría ser el motivo? Todos ven su propio fantasma bailando ante ellos.
—Algunas personas son traicioneras por naturaleza. Les agrada traicionar.
Los tres, de cuclillas junto a la pared de la cámara donde pasaban las horas libres, reflexionaron sobre sus compañeros, uno por uno.
—Si compartimos la perspectiva de la fuga —dijo al fin Cargus—, no puede haber traición.
—Tendremos que dar eso por sentado —dijo Yane—. No tenemos mejor elección.
Catorce hombres trabajan en ese turno, con otros seis cuyas tareas no los obligaban a entrar en el túnel. Catorce hombres se comprometieron en un pacto desesperado y de inmediato iniciaron las operaciones.
El túnel alcanzaba ahora unos ciento ochenta metros hacia el este bajo la llanura. Quedaban otros tantos bajo pizarra, con ocasionales e inexplicables capas de piedra caliza azul, duras como rocas. Excepto por la piedra caliza, el suelo cedía ante la pica; avanzaban de diez a quince metros por día. Un par de carpinteros instalaban vigas a medida que el túnel avanzaba. Dejaron varios postes sueltos, de modo que se pudieran empujar a un lado. En ese tramo varios miembros de la cuadrilla cavaron un túnel lateral que se curvaba hacia la superficie. Echaban la tierra en cestos, la cargaban en carretillas y la transportaban de la misma manera que la tierra del frente del túnel. Dos hombres trabajaban en el túnel lateral, y el resto trajinaba con mayor empeño para que no se notara una falta de progreso. Cerca de la entrada, siempre esperaba alguien con una carretilla cargada, por si el capataz decidía hacer una inspección. En tal caso, el vigía saltaba sobre el tubo de ventilación para advertir a sus compañeros. De ser necesario, estaba dispuesto a volcar la carretilla, aparentando un accidente, para demorar al capataz. Cuando éste pasaba, apoyaba la carretilla sobre el tubo de ventilación. El otro extremo se volvía tan sofocante que el capataz pasaba el menor tiempo posible en el túnel.
El túnel lateral, de metro y medio de alto y menos de un metro de ancho, y curvado ligeramente hacia arriba, avanzaba deprisa, y los cavadores sondeaban continuamente con paladas cautas, pues temían abrir en la superficie un gran boquete que fuera visible desde la fortaleza. Al final encontraron raíces de hierbas y arbustos, y el suelo negro les informó de que la superficie estaba cerca.
Poco antes del anochecer los skalings cenaron en una cámara en lo alto del túnel, luego reanudaron la tarea. Diez minutos después, Aillas fue a llamar a Kildred el capataz, un alto ska de mediana edad, con la cara llena de cicatrices, la cabeza calva y una actitud distante incluso para un ska. Como de costumbre, Kildred estaba jugando a los dados con los guardias. Miró por encima del hombro cuando se acercó Aillas.
—¿Qué ocurre ahora?
—Los cavadores se han topado con una capa de roca azul. Quieren partidores de roca y taladros.
—¡Partidores de roca! ¿Qué herramienta es ésa?
—No lo sé. Sólo traigo mensajes.
Kildred masculló una maldición y se puso de pie.
—Vamos. Echemos un vistazo a esa roca azul.
Entró en el túnel seguido por Aillas y avanzó en el resplandor turbio y anaranjado de las lámparas de aceite. Cuando se agachó para examinar la roca azul, Cargus le pegó con una barra de hierro, matándolo al instante.
Era el momento del crepúsculo. La cuadrilla se reunió junto al túnel lateral donde los cavadores en ese momento abrían un boquete.
Aillas llevó una carretilla de tierra a la cámara del extremo opuesto.
—Ya no habrá más tierra por un tiempo —le dijo al encargado de la cabria en voz alta, para que oyeran los guardias—. Nos hemos topado con una capa de roca. —Los guardias miraron por encima del hombro y siguieron jugando a los dados. El encargado de la cabria siguió a Aillas hasta el túnel.
El túnel de escape estaba abierto. Los skalings treparon y salieron al crepúsculo, entre ellos el encargado de la cabria, que no sabía nada del plan pero se alegró de escapar. Todos se tendieron en los juncos y la hierba. Aillas y Yane, los últimos en salir, pusieron los soportes en su sitio, disimulando su propósito. Una vez en la superficie taparon el boquete con helechos, echaron tierra en el orificio y transplantaron hierba.
—Que crean que fue magia —dijo Aillas—. ¡Será mejor si piensan eso!
Los ex skalings corrieron agazapados por la Llanura de las Sombras, en la creciente oscuridad, hacia el este, internándose cada vez más en el reino de Dahaut. Detrás, el negro perfil de Poélitetz, la gran fortaleza ska, se recortaba en el cielo. El grupo se detuvo para mirar atrás.
—Ska —dijo Aillas—, extraño pueblo que vienes del pasado con tu alma oscura: la próxima vez que nos encontremos portaré una espada. Mucho me debes por el dolor que me has causado, y por los trabajos que me impusiste.
Tras una hora de correr, trotar y caminar llegaron al río Gloden, cuyas fuentes incluían el Tamsour.
La luna, casi llena, se elevaba sobre el río, trazando una hilacha de luz en el agua. Junto a un enorme sauce llorón plateado por la luna, el grupo se detuvo a reflexionar y deliberar.
—Somos quince —dijo Aillas—: Un grupo fuerte. Algunos de vosotros deseáis regresar a vuestro hogar. Otros no tenéis hogar adonde regresar. Puedo ofreceros perspectivas si os unís a mí en lo que debo hacer. Tengo una misión. Primero me llevará hacia el sur, al Cerro Tac, luego no sé adonde: tal vez a Dahaut, para hallar a mi hijo. Luego iremos a Troicinet, donde poseo fortuna, honor y posición. Los que me sigan como camaradas, para unirse a mi misión y, según espero, regresar conmigo a Troicinet, sacarán buen partido de ello. ¡Lo juro! Recibirán buenas tierras, y tendrán el título de caballero acompañante. Os advierto que es peligroso. Primero al Tac, junto a Tintzin Fyral, luego quién sabe dónde. Elegid, pues. Seguid vuestro camino o venid conmigo, pues aquí nos separamos. Yo cruzaré el río y seguiré hacia el sur con mis compañeros. El resto hará bien en viajar hacia el este, cruzando la llanura para llegar a las partes habitadas de Dahaut. ¿Quién viene conmigo?
—Estoy contigo —dijo Cargus—. No tengo adonde ir.
—Y yo —dijo Yane.
—Nos unimos en días oscuros —dijo un tal Qualls—. ¿Por qué separarse ahora? Además, deseo tener tierras y un título nobiliario.
Al final, otros cinco fueron con Aillas. Cruzaron el Gloden por un puente y siguieron un camino que se desviaba hacia el sur. Los otros, la mayoría dauts, eligieron su propio camino y continuaron hacia el este junto al Gloden.
Los siete que se habían unido a Aillas eran Yane, Cargus, Garstang, Qualls, Bode, Scharis y Faurfisk, un grupo dispar. Yane y Cargus eran bajos; Qualls y Bode eran altos. Garstang, que hablaba poco de sí mismo, tenía modales de caballero, mientras que Faurfisk, macizo, rubio y de ojos azules, declaraba ser el bastardo de un pirata gordo y una pescadora celta. Scharis, más joven que Aillas, se distinguía por una cara apuesta y una disposición agradable. En cuanto a Faurfisk, la viruela, las cicatrices y las quemaduras le habían infligido una innegable fealdad. Un pequeño barón de Ulflandia del Sur lo había sometido al potro; el pelo se le había vuelto blanco y siempre lucía una expresión de furia. Qualls, un monje irlandés fugitivo, era irresponsablemente jovial y se declaraba tan mujeriego como cualquier obispo de Irlanda.
Aunque el grupo estaba dentro de Dahaut, la proximidad de Poélitetz arrojaba una sombra opresiva en la noche, y se pusieron en marcha por la carretera.
Mientras caminaban, Garstang habló con Aillas.
—Es necesario aclarar una cosa. Soy caballero de Lyonesse, de Twanbow, en el ducado de Ellesmere. Como tú eres troicino, estamos nominalmente en guerra. Desde luego eso es descabellado, y pongo mi suerte al lado de la tuya, hasta que entremos en Lyonesse. Entonces tendremos que separarnos.
—Así sea. Pero míranos ahora: con ropas de esclavo y collares de hierro, escurriéndonos por la noche como perros carroñeros. ¡Vaya par de gentilhombres! Y como no tenemos dinero, debemos robar para comer, como cualquier banda de vagabundos.
—Otros gentilhombres hambrientos han hecho concesiones similares. Robaremos hombro con hombro, para que nadie pueda despreciar al otro. Y sugiero que en lo posible robemos a los ricos, aunque los pobres son presa más fácil.
—Las circunstancias nos guiarán… Ladran perros. Hay una aldea cerca, y realmente necesitamos un herrero.
—A esta hora de la noche estará profundamente dormido.
—Un herrero de buen corazón podría levantarse para ayudar a un grupo de desesperados como nosotros.
—O podríamos levantarlo nosotros.
Las casas de la aldea lucían grises bajo la luz de la luna. Las calles estaban desiertas; no se veía ninguna luz salvo la de la taberna, de donde llegaban los ruidos de una bulliciosa juerga.
—Mañana debe de ser día de fiesta —dijo Garstang—. Mirad, en la plaza, ese caldero preparado para hervir un buey.
—Extraordinario caldero, sin duda, ¿pero dónde está la herrería?
—Debe estar allá, por el camino, si existe.
El grupo atravesó la aldea y en los alrededores descubrió la herrería, frente a un edificio de piedra donde se veía una luz.
Aillas fue hasta la puerta y golpeó suavemente. Al cabo de una larga pausa, un joven de diecisiete o dieciocho años abrió la puerta con lentitud. Parecía deprimido y demacrado, y habló con voz quebrada.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis aquí?
—Amigo, necesitamos la ayuda de un herrero. Hoy escapamos de los ska y no soportamos más estos detestables collares.
El joven titubeó.
—Mi padre es herrero de Vervold, esta aldea. Yo soy su hijo Elric. Pero como él nunca más volverá a trabajar en su oficio, ahora yo soy el herrero. Venid al local. —Cogió una lámpara y los condujo a la herrería.
—Temo que tu trabajo será un acto de caridad —dijo Aillas—. Sólo podemos pagar con el hierro de los collares, pues no tenemos nada más.
—No importa —dijo con voz apagada el joven herrero. Uno por uno los ocho fugitivos se agacharon delante del yunque. El herrero usó martillo y cincel para cortar los collares; uno por uno los hombres se incorporaron libres del hierro.
—¿Qué le ocurrió a tu padre? —preguntó Aillas—. ¿Murió?
—Todavía no. Mañana por la mañana será su hora. Será hervido en un caldero y arrojado a los perros.
—Es una mala noticia. ¿Cuál ha sido su delito?
—Cometió una ofensa —dijo Elric con voz sombría—. Cuando el señor Halies bajó de su carruaje, mi padre le pegó en la cara, le pateó el cuerpo y le causó dolor.
—Insolencia, por decir lo mínimo. ¿Qué lo provocó?
—La obra de la naturaleza. Mi hermana tiene quince años. Es muy bella. Era natural que Halies quisiera llevarla a Bella Aprillion para que le calentara el lecho. ¿Y quién se habría negado si ella hubiese aceptado la propuesta? Pero ella se negaba a ir, y el señor Halies envió a sus sirvientes a buscarla. Mi padre, aunque herrero, es poco práctico y pensó que corregiría la situación golpeando y pateando a Halies. Pero ahora, por su error, debe hervir en un caldero.
—El tal Halies… ¿es rico?
—Vive en Bella Aprillion, en una mansión de sesenta habitaciones. Tiene un establo con hermosos caballos. Come alondras, ostras y carnes asadas con clavo y azafrán, con pan blanco y miel. Bebe vino blanco y tinto. Hay alfombras en sus suelos y sedas sobre su espalda. Viste a veinte matones con vistosos uniformes y los llama «paladines». Ellos imponen los edictos del señor, y muchos propios.
—Hay buenas razones para creer que Halies es rico —dijo Aillas.
—Me disgusta ese hombre —dijo Garstang—. La riqueza y la noble cuna son excelentes circunstancias, codiciadas por todos. Aun así, el noble rico debería disfrutar de su distinción con decoro, sin infligir tal humillación a los suyos. En mi opinión, se le debe castigar, multar, humillar y privar de ocho o diez de sus hermosos caballos.
—Coincido contigo —dijo Aillas. Se volvió nuevamente hacia Elric—. ¿Halies tiene sólo veinte soldados?
—Sí. Y también al maestro arquero Hunolt, el verdugo.
—Y mañana por la mañana todos vendrán a Vervold para presenciar esta ceremonia y Bella Aprillion quedará desierta.
Elric soltó una risa histérica.
—¿De modo que mientras mi padre hierve asaltaréis la mansión?
—¿Cómo puede hervir si el caldero pierde agua? —preguntó Aillas.
—Es un buen caldero. Mi padre mismo lo reparó.
—Lo que se ha hecho se puede deshacer. Traed un martillo y cinceles. Abriremos algunos orificios.
Elric cogió las herramientas.
—Causará una demora… ¿pero qué sucederá luego?
—Cuando menos, tu padre no hervirá tan pronto.
El grupo dejó al herrero y regresó a la plaza. Como antes, todas las casas estaban a oscuras, excepto por el resplandor amarillo de las velas de la taberna, donde una voz entonaba una canción.
El grupo se acercó al caldero a la luz de la luna.
—¡Ahora! —le dijo Aillas a Elric.
Elric apoyó el cincel en el caldero y le asestó un martillazo, provocando un clamor tan vibrante como el de un gong.
—¡De nuevo!
Elric golpeó una vez más; el cincel mordió el hierro y abrió un orificio. Finalmente, abrió tres orificios más, y un cuarto por las dudas, luego se incorporó con dolorida euforia.
—Aunque también me hiervan, jamás lamentaré el trabajo de esta noche.
—No te hervirán, y tampoco a tu padre. ¿Dónde queda Bella Aprillion?
—Por aquel camino, entre los árboles.
La puerta de la taberna se abrió. Cuatro hombres tambaleantes se perfilaron contra el rectángulo de luz amarilla y comenzaron a vociferar.
—¿Soldados de Halies? —preguntó Aillas.
—En efecto, y cada cual más bruto que el otro.
—Deprisa entonces, vamos detrás de esos árboles. Haremos un poco de justicia sumaria, y también reduciremos los veinte a dieciséis.
—No tenemos armas —objetó Elric.
—¿Qué? ¿Sois cobardes en esta aldea? ¡Somos nueve contra cuatro! —Elric no supo qué decir.
—Rápido —dijo Aillas—. Ya que nos hemos convertido en ladrones y asesinos, desempeñemos nuestro papel.
El grupo cruzó la plaza y se ocultó entre los arbustos que bordeaban el camino. Dos grandes olmos filtraban la luz de la luna arrojando una filigrana de plata en el camino.
Los nueve hombres encontraron palos y piedras, y esperaron. Los gritos que atravesaban la plaza enfatizaban el silencio de la noche.
Transcurrieron unos minutos, y las voces se volvieron más fuertes. Los paladines se acercaron, contoneándose, contando historias, quejándose y eructando. Uno pidió a Zinctra Leli, diosa de la noche, que mantuviera más firme el firmamento; otro maldijo por sus piernas flojas y le dijo que se arrastrara. El tercero no pudo contener una absurda risa por un episodio jocoso que sólo él conocía, o tal vez nadie; el cuarto empezó a hipar al compás de sus pasos; se acercó. De pronto hubo un correteo, un martillo astillando hueso, jadeos de terror; en segundos, los cuatro paladines ebrios fueron cuatro cadáveres.
—Tomad sus armas —dijo Aillas—. Llevadlos detrás del seto. El grupo regresó a la herrería y durmió donde pudo.
Por la mañana se levantaron temprano, comieron potaje y tocino, luego cogieron las armas que Elric podía ofrecerles: una vieja espada, un par de dagas, barras de hierro y un arco con doce flechas del que Yane se adueñó de inmediato. Cubrieron los blusones grises de skalings con los harapos que pudieron encontrar en la casa del herrero, y así fueron a la plaza, donde encontraron a varias personas reunidas a los lados mirando el caldero y murmurando.
Elric descubrió a un par de primos y a un tío. Fueron a casa, se armaron con arcos y se unieron al grupo.
El maestro arquero Hunolt fue el primero en llegar de Bella Aprillion, seguido por cuatro guardias y un carretón que llevaba una jaula con forma de colmena, donde estaba el hombre condenado. Mantenía los ojos fijos en el suelo de la jaula, y sólo una vez los alzó para mirar el caldero. Detrás marchaban dos soldados más, armados con espadas y arcos.
Hunolt, frenando el caballo, reparó en el daño hecho al caldero.
—¡Aquí hay traición! —exclamó—. ¡Se ha dañado la propiedad de su señoría! ¿Quién es el culpable? —Su voz vibró en la plaza. Todos volvieron la cabeza, pero nadie respondió.
Se volvió a uno de los soldados.
—Ve a buscar al herrero —ordenó.
—El herrero está en la jaula, señor.
—¡Entonces busca al nuevo herrero!
—Allí está, señor.
—¡Herrero! Ven aquí. El caldero necesita una reparación.
—Eso veo.
—Repáralo enseguida, para que podamos cumplir con nuestra obligación.
—Yo soy herrero —protestó Elric—. Eso es trabajo de hojalatero.
—Herrero, hojalatero, llámalo como prefieras. Sólo repara ese caldero con buen hierro, y deprisa.
—¿Me obligarías a reparar el caldero donde van a hervir a mi padre? —Hunolt rió.
—Admito que hay ironía en esto, pero en todo caso sólo ejemplifica la imparcial majestad de la justicia de su señoría. Así que repara el caldero, a menos que quieras unirte a tu padre en él, para que burbujeéis juntos. Como ves, hay lugar de sobra.
—Debo traer herramientas y remaches.
—¡Rápido!
Elric fue a la herrería a buscar herramientas. Aillas y su grupo ya se habían desplazado por el camino hacia Bella Aprillion, para preparar una emboscada.
Transcurrió media hora. Abriendo las puertas; Halies salió en su carruaje con una guardia de ocho soldados.
Yane y el tío y los primos de Elric salieron al camino por detrás de la columna. Tensaron los arcos, soltaron las flechas: una, dos veces. Los otros, que habían permanecido ocultos, irrumpieron y en quince segundos terminaron la matanza. Desarmaron al atónito Halies y lo obligaron a bajar del carruaje.
Ahora bien armado, el grupo regresó a la plaza. Hunolt estaba junto a Elric, cerciorándose de que reparara el caldero a buena velocidad. Bode, Qualls, Yane y todos los que tenían arcos dispararon una andanada de flechas, derribando a otros seis paladines de Halies.
Elric golpeó el pie de Hunolt con el martillo. Éste gritó y cayó de rodillas. Elric martilló el otro pie con mayor fuerza, aplastándolo, y Hunolt cayó al suelo contorsionándose.
Elric sacó al padre de la jaula.
—¡Llenad el caldero! —exclamó—. ¡Traed los leños! —Empujó a Halies hacia el caldero—. Ordenaste que hirvieran a alguien. Te complaceremos.
Halies tambaleó, mirando el caldero con azoramiento. Masculló súplicas y barbotó amenazas, pero en vano. Lo maniataron y lo sentaron dentro del caldero, y colocaron a Hunolt junto a él. Llenaron el caldero hasta que el agua les llegó al pecho y encendieron los leños. La gente de Vervold brincó y saltó alrededor en un delirio de entusiasmo. En seguida se dieron las manos y bailaron alrededor del caldero en tres círculos concéntricos.
Dos días después Aillas y su tropa abandonaron Vervold. Llevaban buena ropa, botas de cuero blando y corseletes de la mejor malla de acero. Sus caballos eran los mejores que el establo de Bella Aprillion podía ofrecer, y en sus alforjas llevaban oro y plata.
Ahora sumaban siete. En un banquete, Aillas había aconsejado a los ancianos de la aldea que eligieran uno para que fuera el nuevo señor.
—De lo contrario, otro señor de los alrededores llegará con sus tropas y se declarará amo del lugar.
—Esa perspectiva nos inquieta —dijo el herrero—. Pero en la aldea estamos muy emparentados. Todos conocemos los secretos de los demás y nadie obtendría el respeto necesario. Preferimos a un extraño fuerte y honesto para esa tarea: alguien de buen corazón y espíritu generoso, que haga justicia equitativa, cobre pocos impuestos y no abuse de sus privilegios más de lo necesario. En pocas palabras, te pedimos que tú, Aillas, seas el nuevo señor de Bella Aprillion y sus dominios.
—Yo no —dijo Aillas—. Tengo cosas urgentes que hacer, y ya estoy retrasado. Elegid a otra persona para serviros.
—Entonces elegiremos a Garstang.
—Buena elección —dijo Aillas—. Es de sangre noble, valiente y generoso.
—Yo no —dijo Garstang—. Tengo mis propios dominios en otra parte, y ansío volver a verlos.
—Bien, pues, ¿y los demás?
—Yo no —dijo Bode—. Soy hombre inquieto. Lo que busco se encuentra en lugares lejanos.
—Yo no —dijo Yane—. Soy amigo de la taberna, no del salón. Os avergonzaría con mis enredos amorosos y mis juergas.
—Yo no —dijo Cargus—. No querréis tener por señor a un filósofo.
—Ni a un godo bastardo —dijo Faurfisk. Qualls habló con voz pensativa.
—Parece que soy la única posibilidad sensata. Soy noble, como todos los irlandeses; justo, tolerante, honorable; también toco el laúd y canto, y así puedo animar los festivales de la aldea con mis actuaciones. Soy generoso pero no solemne. En las bodas y ejecuciones me muestro sobrio y reverente; por lo general soy amable, alegre y ligero. Más aún…
—¡Basta, basta! —exclamó Aillas—. Sin duda, eres el indicado. Qualls, danos permiso para abandonar tus dominios.
—El permiso es vuestro, y mis buenos deseos os acompañan. A menudo me preguntaré cómo os va, y mi salvajismo irlandés me despertará nostalgia, pero en las noches de invierno, cuando la lluvia tamborilee contra las ventanas, acercaré mis pies al fuego, beberé vino tinto y me alegraré de ser el señor Qualls de Bella Aprillion.
Los siete cabalgaron al sur por una vieja carretera que, según la gente de Vervold, giraba al sudoeste rodeando el Bosque de Tantrevalles, y luego se volvía al sur hasta convertirse en la Trompada. Nadie de Vervold se había aventurado en esa dirección —ni en ninguna otra, en la mayoría de los casos—, y nadie pudo ofrecerles buena información sobre lo que podrían encontrar.
Durante un trecho la carretera trazó curvas y recodos: a izquierda, a derecha, colina arriba, valle abajo, junto a un plácido río, a través del oscuro bosque. Los campesinos rastrillaban los prados y arreaban ganado. A dieciséis kilómetros de Vervold los campesinos habían cambiado: ahora eran de pelo y ojos oscuros, de físico ligero, cautelosos hasta el extremo de la hostilidad.
Gradualmente la tierra se volvió áspera, las colinas abruptas, los prados pedregosos, los sembradíos menos frecuentes. Al caer la tarde llegaron a un villorrio, apenas un apiñamiento de casas que se brindaban mutua protección y compañía. Aillas pagó una pieza de oro al patriarca de una casa, y a cambio les dieron una gran cena: cerdo asado con uvas, habichuelas, cebollas, pan de centeno y vino. Dieron heno a los caballos y los guardaron en un establo. El patriarca permaneció un rato con el grupo para cerciorarse de que todos comieran bien y renunció a su silencio, hasta tal punto que preguntó a Aillas.
—¿Qué clase de gente sois? —Aillas los señaló uno por uno.
—Un godo, un celta, un ulflandés, un gallego —éste era Cargus— y un caballero de Lyonesse. Yo soy troicino. Somos un grupo dispar, reunido, a decir verdad, contra nuestra voluntad por los ska.
—He oído hablar de los ska —dijo el viejo—. No se atreverán a hollar esta comarca. No somos muchos, pero nos enfurecemos cuando nos provocan.
—Te deseamos larga vida —dijo Aillas—, y muchos banquetes tan alegres como el que nos has ofrecido esta noche.
—Bah, esa fue una apresurada colación para huéspedes inesperados. La próxima vez avisadnos de vuestra llegada.
—Nada nos agradaría más —dijo Aillas—. Aun así, es un camino largo y difícil, y todavía no estamos en casa. ¿Qué nos espera al sur?
—Oímos noticias contradictorias. Algunos hablan de fantasmas, otros de ogros. Algunos han sido atacados por bandidos, otros se quejan de trasgos que andan como caballeros, montados en flamencos con armadura. Es difícil distinguir entre la verdad y la histeria. Sólo puedo recomendar cautela.
La carretera se transformó en una ancha huella que serpenteaba hacia el sur perdiéndose en la brumosa lejanía. A la izquierda se veía el Bosque de Tantrevalles y a la derecha se erguían los peñascos del Teach tac Teach. Las granjas desaparecieron al fin, aunque las ocasionales chozas y un ruinoso castillo que se usaba como refugio para ovejas testimoniaban una población escasa. En una de las viejas cabañas los siete se detuvieron para pasar la noche.
Ahí el gran bosque se erguía a poca distancia. Por momentos Aillas oía extraños sonidos que le ponían la carne de gallina. Scharis escuchaba fascinado, y Aillas le preguntó qué oía.
—¿No lo oyes? —preguntó Scharis, con ojos relucientes—. Es música. Nunca he oído nada semejante.
Aillas escuchó un instante.
—No oigo nada.
—Va y viene. Ahora ha cesado.
—¿Estás seguro de que no es el viento?
—¿Qué viento? La noche está calma.
—Si es música, no deberías escucharla. En estas regiones la magia siempre está cerca, y pone en peligro a los hombres comunes.
—¿Cómo no escuchar lo que deseo oír? —preguntó Scharis con impaciencia—. ¿Cuándo me dice cosas que deseo saber?
—No entiendo de esas cosas —dijo Aillas, poniéndose de pie—. Me iré a acostar. Mañana nos espera una larga cabalgata.
Aillas propuso turnos de guardia, marcando períodos de dos horas por el movimiento de las estrellas. Bode hizo la primera guardia solo; le seguían Garstang y Faurfisk, luego Yane y Cargus, y finalmente Aillas y Scharis; el grupo se acomodó. Scharis se acostó de mala gana, pero pronto se durmió, y lo mismo hizo Aillas.
Cuando Arcturus llegó al sitio indicado, Aillas y Scharis se levantaron e iniciaron su turno de guardia. Aillas notó que Scharis ya no prestaba atención a los sonidos de la noche.
—¿Qué pasa con la música? —preguntó—. ¿Aún la oyes?
—No. Desapareció antes de que me durmiera.
—Ojalá hubiera podido oírla.
—No te habría hecho bien.
—¿Por qué?
—Te convertirías en lo que yo soy, para tu pena. —Aillas rió turbadamente.
—No eres el peor de los hombres. ¿Cómo podría hacerme daño? —Scharis miró el fuego, y al fin habló en voz baja.
—En verdad, soy bastante común, casi vulgar. Pero tengo este defecto: los caprichos y fantasías me distraen fácilmente. Como sabes, oigo música inaudible. A veces, cuando miro el paisaje, veo un fugaz movimiento; cuando concentro la mirada, pasa por el borde de mi visión. Si fueras como yo, tu misión se retrasaría o se perdería, lo cual responde a tu pregunta.
Aillas agitó el fuego.
—A veces tengo sensaciones… caprichos, fantasías, como quieras llamarlas. Son similares a las tuyas. No pienso mucho en ellas, pues no son tan insistentes como para causarme preocupación.
Scharis rió sin ganas.
—A veces creo que estoy loco; otras tengo miedo. Hay bellezas demasiado intensas para soportarlas, a menos que uno sea eterno. —Miró el fuego y cabeceó bruscamente—. Sí, ese es el mensaje de la música.
—Scharis, querido amigo —dijo embarazosamente Aillas—, creo que sufres alucinaciones. Eres demasiado imaginativo, eso es todo.
—¿Cómo podría imaginar algo tan maravilloso? Yo lo oí, tú no. Hay tres posibilidades. O mi mente me engañó, como sugieres tú; o mi percepción es más aguda que la tuya; o bien, y esta es la idea más inquietante, la música está dirigida sólo a mí.
Aillas resopló con escepticismo.
—Harías bien en olvidar esos extraños sonidos. Si los hombres estuvieran destinados a sondear tales misterios, o si tales misterios existieran de veras, sabríamos más sobre ellos.
—Tal vez.
—Cuando vuelvas a oír algo así, dímelo.
—Como quieras.
El alba llegó despacio, pasando del gris al perla y al melocotón. Cuando despuntó el sol, los siete ya estaban en camino por un paisaje agradable aunque desierto. Al mediodía llegaron a un río que según Aillas debía de ser el Siss dirigiéndose hacia el Gloden, y el resto del día siguieron la ribera hacia el sur. A media tarde unos nubarrones cruzaron el cielo. Truenos lejanos retumbaron en el viento frío y húmedo.
Cerca del anochecer llegaron a un puente de piedra de cinco arcadas y a una encrucijada, donde el Camino Este-Oeste, saliendo del Bosque de Tantrevalles, cruzaba la Trompada y continuaba por una grieta entre las montañas para finalizar en Oaldes, en Ulflandia del Sur. Junto a la carretera, cuando empezó a arreciar la lluvia, los siete encontraron una posada, La Estrella y el Unicornio. Llevaron los caballos al establo y entraron en la posada, donde un alegre fuego crepitaba en un enorme hogar. Detrás del mostrador había un hombre alto, calvo y delgado. Una larga barba negra le colgaba sobre el pecho, una larga nariz le colgaba sobre la barba, y las cejas le colgaban sobre los ojos anchos y negros. Junto al fuego había tres hombres, acuclillados como conspiradores, bebiendo cerveza, las caras cubiertas por sombreros negros. Ante otra mesa, un hombre de nariz aguileña y bigote tostado, con elegantes prendas azules y pardas, estaba sentado solo.
—Queremos albergue para esta noche y lo mejor que puedas darnos para cenar —le dijo Aillas al posadero—. También, si lo permites, envía a alguien a cuidar de nuestros caballos.
El posadero se inclinó cortésmente, pero sin entusiasmo.
—Haremos lo posible para satisfacerte.
Los siete fueron a sentarse ante el fuego y el posadero les llevó vino. Los tres hombres inclinados sobre la mesa los inspeccionaron solapadamente y murmuraron algo. El caballero de azul y pardo, tras una ojeada, continuó con sus reflexiones. Los siete se relajaron junto al fuego, y bebieron vino en abundancia. Yane llamó a la camarera.
—Dime, muñeca, ¿cuántas jarras de vino nos has servido?
—Tres, señor.
—¡Correcto! Ahora, cada vez que traigas una jarra a la mesa, debes acercarte a mí y pronunciar el número. ¿Está claro?
—Sí, señor.
El posadero se les acercó con sus piernas de espantajo.
—¿Cuál es el problema?
—Ninguno. La muchacha cuenta las jarras de vino, así no habrá errores.
—¡Bah! ¡No turbes la mente de esa criatura con tales cálculos! Yo llevo una cuenta allá.
—Y yo hago lo mismo aquí, y la muchacha nos sirve de equilibrio.
El posadero alzó los brazos y volvió a la cocina, de donde pronto sirvió la cena. Las dos camareras, que permanecían atentas en la penumbra, se adelantaban solícitas para volver a llenar las copas y servir nuevas jarras, y en cada ocasión le cantaban el número a Yane, mientras el posadero, de nuevo apoyado con mal ceño sobre el mostrador, llevaba una cuenta paralela y se preguntaba si no le convendría aguar el vino.
Aillas, que bebía tanto como los demás, se reclinó en la silla para observar a sus compañeros. Garstang, fueran cuales fuesen las circunstancias, no podía ocultar su nobleza. Bode, liberado por el vino, olvidó su semblante temible para volverse inesperadamente jocoso. Scharis, como Aillas, se reclinaba en la silla disfrutando de esa comodidad. Faurfisk contaba anécdotas de tono subido con mucha gracia y bromeaba con las camareras. Yane hablaba poco pero parecía regodearse en el buen ánimo de sus amigos. Cargus, por su parte, contemplaba el fuego. Aillas, sentado junto a él, le preguntó:
—¿Qué sombríos pensamientos te inquietan?
—Son muchos, y todos acuden al mismo tiempo —dijo Cargus—. Re cuerdo la vieja Galicia, y a mis padres, y cómo los dejé en su vejez cuando debí quedarme y endulzar sus días. Reflexiono sobre los ska y sus crueles hábitos. Pienso en mi condición actual, con comida en el vientre, oro en el morral, y buenos compañeros alrededor, lo cual me hace meditar sobre los cambios de la vida y la brevedad de estos instantes. Ahora sabes la causa de mi melancolía.
—Está claro —dijo Aillas—. Por mi parte, me alegra que estemos sentados aquí y no bajo la lluvia, pero nunca estoy libre de la furia que me arde en los huesos. Quizá nunca me abandone a pesar de toda la venganza.
—Aún eres joven —dijo Cargus—. Te aplacarás con el tiempo.
—No sé. El deseo de venganza puede ser una emoción indeseable, pero no descansaré hasta que devuelva ciertos actos que me han infligido.
—Te prefiero como amigo antes que como enemigo —dijo Cargus. Ambos guardaron silencio. El caballero de azul y pardo, que había permanecido callado, se puso de pie y se acercó a Aillas.
—Señor, noto que tú y tus compañeros os comportáis como caballeros, atemperando vuestra alegría con dignidad. Permitidme que os dé una advertencia tal vez innecesaria.
—Habla, por favor.
—Las dos muchachas esperan pacientemente. Son menos tímidas de lo que parecen. Cuando te levantes para retirarte, la mayor intentará seducirte. Mientras ella te entretiene, la otra te birlará la cartera. Comparten las ganancias con el posadero.
—¡Increíble! ¡Son tan menudas y delgadas! —el caballero sonrió socarronamente.
—Así pensaba yo la última vez que bebí aquí en exceso. Buenas noches.
El caballero se fue a su cuarto. Aillas comunicó la información a sus compañeros; las dos muchachas se perdieron en la oscuridad, y el posadero no trajo más combustible para el fuego. En seguida los siete se dirigieron tambaleando hacia los jergones de paja que les habían preparado, y así, mientras la lluvia tamborileaba y siseaba en el techo de paja, todos se durmieron profundamente.
Al despertar por la mañana, los siete descubrieron que la tormenta había pasado y un sol enceguecedor alumbraba la comarca. Les sirvieron un desayuno de pan negro, cuajada y cebollas. Mientras Aillas pagaba al posadero, los demás fueron a preparar los caballos para el viaje.
Aillas quedó sorprendido por la cuenta.
—¿Tanto? ¿Para siete hombres de gusto modesto?
—Bebisteis un verdadero diluvio de vino. He aquí una cuenta exacta: diecinueve jarras de mi mejor tinto Carhaunge.
—Un momento —dijo Aillas, y llamó a Yane—. Tenemos dudas sobre el consumo de anoche. ¿Puedes ayudarnos?
—Desde luego. Nos sirvieron doce jarras de vino. Anoté el número y le di el papel a la muchacha. El vino no era Carhaunge; lo sacaban de ese barril que dice «Corriente»: dos peniques por jarra.
—¡Ah! —exclamó el posadero—. Ya entiendo mi error. Esta es una cuenta de la noche anterior, cuando atendimos a un grupo de diez nobles.
Aillas miró la cuenta de nuevo.
—Veamos pues, ¿qué es esta suma?
—Servicios diversos.
—Comprendo. ¿Quién es el caballero que estaba sentado a aquella mesa?
—Descandol, hijo menor de Maudelet de Fosfre Gris, en Ulflandia, más allá del puente.
—Descandol tuvo la amabilidad de prevenirnos sobre tus doncellas y sus depredaciones. No hubo «servicios diversos».
—¿De veras? En ese caso, debo eliminar este apartado.
—Y aquí: «Caballos: establo, forraje, bebida». ¿Pueden siete caballos ocupar tanto espacio, comer tanto heno y beber tanta agua potable como para justificar la suma de trece florines?
—Has leído mal el número, tal como yo en mi total. La cifra es de dos florines.
—Entiendo. —Aillas volvió a ver la cuenta—. Tus anguilas son muy caras.
—No es la temporada.
Aillas pagó al fin la cuenta enmendada.
—¿Qué nos espera en el camino?
—Una comarca salvaje. El bosque se cierra y todo es oscuridad.
—¿Cuánto falta para la próxima posada?
—Un largo trecho.
—¿Has recorrido la carretera?
—¿A través del Bosque de Tantrevalles? Nunca.
—¿Qué me dices de los bandidos, salteadores y demás?
—Deberíais preguntar a Descandol. Parece ser una autoridad en tales asuntos.
—Tal vez, pero se ha ido antes de que se me ocurriera preguntarle. Bien, sin duda nos arreglaremos.
Los siete se pusieron en marcha. Se alejaron del río y el bosque se cerró por ambos lados. Yane, que cabalgaba delante, vio algo que se movía entre las hojas.
—¡Abajo! —exclamó—. ¡A agacharse en las sillas!
Cayó al suelo, puso una flecha en el arco y la lanzó hacia la penumbra, provocando un grito de dolor. Los jinetes siguieron la advertencia de Yane y salieron ilesos, excepto el corpulento Faurfisk, que recibió un flechazo en el pecho y murió al instante. Esquivando y agazapándose, sus compañeros cargaron contra el bosque esgrimiendo sus espadas. Yane conservó el arco. Disparó tres flechas más, acertando en un cuello, un pecho y una pierna. En el bosque hubo gruñidos, cuerpos que caían, gritos de súbito temor. Un hombre intentó escapar; Bode saltó sobre él, lo derribó y lo desarmó.
Silencio, salvo por los jadeos y gruñidos. Las flechas de Yane habían matado a dos y herido a otros tantos. Estos dos y dos más yacían en el suelo del bosque, desangrándose. Entre ellos estaban los tres hombres harapientos que la noche anterior bebían vino en la posada.
Aillas se acercó al cautivo de Bode y lo saludó con una reverencia.
—Descandol, el posadero declaró que eras una autoridad en salteadores de caminos, y ahora entiendo por qué. Cargus, ten la bondad de echar una cuerda sobre aquella gruesa rama. Descandol, anoche agradecí tu sabio consejo, pero hoy me pregunto si tu motivo no habrá sido la mera avaricia, para que nuestro oro quedara reservado a tu propio uso.
—¡En absoluto! —protestó Descandol—. Me proponía ahorraros la humillación de que un par de mujerzuelas os robaran.
—Entonces fue un acto de gentileza. Es una lástima que no podamos perder un par de horas intercambiando cortesías.
—No me molestaría —dijo Descandol.
—El tiempo apremia. Bode, sujeta los brazos y piernas de Descandol, para que no tenga que rebajarse a posturas poco gráciles. Respetamos su dignidad tanto como él la nuestra.
—Muy amable de tu parte —dijo Descandol.
—¡Ahora! ¡Bode, Cargus, Garstang! ¡Halad con brío! ¡Colgad bien alto a Descandol!
Sepultaron a Faurfisk en el bosque, bajo una filigrana de sol y sombras. Yane caminó entre los cadáveres y recobró sus flechas. Bajaron a Descandol, recuperaron la cuerda, la enrollaron y la colgaron de la silla del alto caballo negro de Faurfisk. Sin mirar atrás, el grupo de seis hombres cabalgó a través del bosque.
El silencio, más enfatizado que roto por lejanos y dulces trinos, se cerró sobre ellos. Al pasar el día, la luz que atravesaba el follaje cobró un tono parduzco, creando profundas y oscuras sombras de color marrón, malva o azul oscuro. Nadie hablaba; los cascos producían un ruido ahogado.
Al caer el sol, se detuvieron ante una laguna. A medianoche, cuando Aillas y Schans estaban de guardia, un grupo de luces azules parpadeó y titiló a través del bosque. Una hora después una voz lejana dijo tres palabras claras. Eran ininteligibles para Aillas, pero Scharis se puso de pie y levantó la cabeza casi para responder.
—¿Has comprendido la voz? —preguntó Aillas, sorprendido.
—No.
—¿Entonces por qué ibas a responder?
—Era casi como si me hablara a mí.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No lo sé… esas cosas me asustan. —Aillas no hizo más preguntas.
Despuntó el sol; los seis comieron pan y queso y continuaron la marcha. El paisaje se abrió a claros y prados; estribaciones de roca gris y descascarada cruzaban el camino; había árboles nudosos y torcidos.
Por la tarde el cielo se encapotó; la luz del sol se tornó dorada y pálida como la luz de otoño. Venían nubes desde el oeste, cada vez más gruesas y amenazadoras.
La carretera cruzó el linde de un largo prado, en el fondo de un jardín. Allí se erguía un palacio de arquitectura grácil aunque caprichosa. Un portal de mármol labrado custodiaba una vereda de grava. En una garita había un guardián con librea roja y calzones azules.
Los seis se detuvieron para examinar el palacio, que ofrecía la perspectiva de un refugio para la noche, si se respetaban las pautas normales de hospitalidad.
Aillas desmontó y se acercó a la garita. El guardián saludó cortésmente. Llevaba un sombrero ancho de fieltro negro calado sobre la frente y un pequeño antifaz negro sobre la parte superior de la cara. Junto a él estaba apoyada una alabarda ceremonial; no portaba otras armas.
—¿Quién es el señor de este palacio? —preguntó Aillas.
—Esta es Villa Meroé, señor, un simple retiro campestre donde mi señor, lord Daldace, se complace en la compañía de sus amigos.
—Es una región solitaria para una villa.
—Así es.
—No queremos molestar a lord Daldace, pero quizá nos ofrezca refugio por esta noche.
—¿Por qué no vas directamente a la villa? Lord Daldace es generoso y hospitalario.
Aillas se volvió para inspeccionar la villa.
—Con toda franqueza, siento inquietud. Aquel es el Bosque de Tantrevalles, y este lugar tiene un aire de encantamiento, y preferiríamos evitar acontecimientos fuera de nuestro alcance.
El guardián rió.
—Tu cautela se justifica, en cierto modo. Aun así, puedes refugiarte sin temor en la villa, pues nadie te causará daño. Los encantamientos que afectan a los huéspedes de Villa Meroé no te afectarán si comes sólo tus propias vituallas y bebes sólo tu propio vino. En pocas palabras, no pruebes la comida ni la bebida que sin duda te ofrecerán, y los encantamientos sólo servirán para divertirte.
—¿Y si aceptáramos la comida y la bebida?
—Podrías sufrir una demora en tu misión.
Aillas se volvió hacia sus compañeros, que se habían reunido detrás de él.
—Habéis oído a este hombre. Parece sincero y parece que actúa sin duplicidad. ¿Nos arriesgamos a los encantamientos o a pasar una noche bajo la tormenta?
—Parece que estaremos seguros mientras usemos sólo nuestras provisiones y nada de lo que se sirve adentro —dijo Garstang—. ¿No es verdad, amigo guardián?
—En efecto.
—Entonces, yo preferiría comer pan con queso en esa cómoda villa y no bajo el viento y la lluvia de la noche.
—Es razonable —dijo Aillas—. ¿Y los demás? ¿Bode?
—Yo preguntaría a este buen guardián por qué usa el antifaz.
—Señor, es una costumbre aquí, que por cortesía todos deberíais respetar. Si escogéis visitar Villa Meroé, debéis usar el antifaz que os daré.
—Es extraño —murmuró Scharis—. Y me causa intriga.
—¿Cargus? ¿Yane?
—El lugar apesta a magia —rezongó Yane.
—A mí no me asusta —dijo Cargus—. Conozco un conjuro contra los encantamientos; comeré pan y queso y apartaré mi cara de los prodigios.
—Sea —dijo Aillas—. Guardián, por favor, anúncianos a lord Daldace. Éste es Garstang, caballero de Lyonesse; estos son los caballeros Yane, Scharis, Bode y Cargus, de diversas regiones, y yo soy Aillas, príncipe de Troicinet.
—Gracias a su magia, lord Daldace ya sabe de vuestra llegada —dijo el guardián—. Tened la bondad de poneros estos antifaces. Debéis dejar vuestros caballos aquí y yo los tendré preparados por la mañana. Naturalmente, llevad vuestra carne y vuestra bebida.
Los seis caminaron por el sendero de grava, atravesaron el jardín y una terraza y llegaron a Villa Meroé. El sol poniente, brillando un instante sobre el horizonte, arrojó un haz de luz contra la puerta, donde se erguía un hombre alto con un magnífico traje de terciopelo rojo oscuro. Tenía el pelo negro y rizado, cortado al rape. Una barba corta le cubría las mandíbulas y la barbilla; un antifaz negro le cubría los ojos.
—Caballeros, soy lord Daldace, y sois bienvenidos a Villa Meroé, donde espero que estéis cómodos durante el tiempo que deseéis quedaros.
—Gracias, señoría. Sólo te molestaremos por una noche, pues asuntos urgentes nos obligan a seguir viaje.
—En tal caso, sabed que tenemos gustos sibaritas, y nuestros entretenimientos son a menudo cautivantes. Comed y bebed sólo vuestras cosas, y no encontraréis dificultades. Espero que no toméis a mal la advertencia.
—En absoluto, señoría. No nos interesa la diversión, sino sólo refugiarnos de la tormenta.
Lord Daldace hizo un ademán expansivo.
—Cuando os hayáis puesto cómodos, hablaremos más.
Un lacayo condujo al grupo hasta una cámara amueblada con seis divanes. Un cuarto de baño adyacente ofrecía una cascada de agua tibia, jabón de palmera y aloe, toallas de lino. Después del baño comieron y bebieron las provisiones que habían sacado de las alforjas.
—Comed bien —dijo Aillas—. No salgamos de aquí con hambre.
—Sería mejor que no saliéramos de aquí en absoluto —observó Yane.
—¡Imposible! —declaró Scharis—. ¿No sientes curiosidad?
—En asuntos de esta clase, muy poca. Iré directamente a ese diván.
—Amo la diversión cuando estoy de ánimo —dijo Cargus—. Mirar cómo se divierten otros me pone de mal humor. Yo también me iré a acostar, y soñaré mis propios sueños.
—Yo me quedaré —dijo Bode—. No necesito que me convenzan.
—¿Qué dices tú? —le preguntó Aillas a Garstang.
—Si os quedáis, me quedaré. Si vais, permaneceré junto a vosotros, para protegeros de vuestra codicia e intemperancia.
—¿Scharis?
—No podría quedarme aquí. Iré a pasear, al menos para mirar a través de los orificios de mi antifaz.
—Entonces te seguiré y protegeré mientras Garstang me protege a mí, y ambos protegeremos a Garstang, de modo que estaremos razonablemente seguros.
—Como digas —dijo Scharis, encogiéndose de hombros.
—Quien sabe lo que puede ocurrir. Pasearemos y miraremos juntos. Los tres se pusieron los antifaces y salieron de la cámara.
Altas arcadas daban a la terraza, donde jazmines, naranjos y otras plantas perfumaban el aire. Los tres se sentaron a descansar en una otomana con almohadones de terciopelo verde oscuro. Las nubes que habían amenazado con una gran tormenta se habían desplazado; soplaba una brisa suave.
Un hombre alto de traje rojo oscuro, con pelo negro rizado y una pequeña barba negra, se detuvo para mirarlos.
—Bien, ¿qué pensáis de mi villa? —Garstang movió la cabeza.
—No tengo palabras.
—Hay muchas cosas que aprender.
Scharis estaba pálido y le brillaban los ojos, pero, como Garstang, no tenía nada que decir.
Aillas señaló la otomana y pidió a lord Daldace que se sentara con ellos.
—Con mucho gusto —dijo lord Daldace.
—Sentimos curiosidad —dijo Aillas—. Hay aquí una belleza tan abrumadora, tiene casi la irrealidad de un sueño.
Lord Daldace miró alrededor como si viera la villa por primera vez.
—¿Qué son los sueños? La experiencia común es un sueño. Ojos, oídos y nariz llevan imágenes al cerebro, y estas imágenes se denominan «realidad». De noche, cuando soñamos, se nos presentan otras imágenes de origen desconocido. ¿Cuál tiene solidez, cuál es ilusoria? ¿Por qué molestarnos en establecer la distinción? Cuando se saborea un vino delicioso, sólo un pedante analiza cada componente del sabor. Cuando admiramos una bella doncella, ¿evaluamos cada hueso del cráneo? Claro que no. Aceptad la belleza en sus propios términos: tal es el credo de Villa Meroe.
—¿Y la saciedad? —Lord Daldace sonrió.
—¿Alguna vez has conocido la saciedad en un sueño?
—Jamás —dijo Garstang—. Un sueño es constantemente vivido.
—La vida y los sueños son cosas de exquisita fragilidad —dijo Schans—. Un empujón, un corte, y desaparecen como un dulce aroma en el viento.
—Tal vez contestes a esto: ¿por qué están todos enmascarados?
—¡Un capricho, un antojo, una ocurrencia, un arrebato! Podría responder a tu pregunta con otra. Piensa en tu rostro: ¿no es una máscara de piel? Vosotros tres, Aillas, Garstang y Scharis, sois personas favorecidas por la naturaleza. Vuestra máscara de piel os recomienda al mundo. Vuestro camarada Bode no es tan afortunado; le alegraría estar siempre con una máscara delante de la cara.
—Ninguno de tus acompañantes parece desfavorecido por la naturaleza —dijo Garstang—. Los caballeros son nobles y las damas son bellas. Es evidente, a pesar de las máscaras.
—Tal vez. Aun así, por la noche, cuando los amantes se solazan en la intimidad y se desvisten juntos, la última prenda que se quitan es la máscara.
—¿Y quién toca la música? —preguntó Scharis. Aillas escuchó, y también Garstang.
—Yo no oigo música.
—Yo tampoco —dijo Garstang.
—Es muy suave —dijo lord Daldace—. Tal vez sea inaudible —se puso de pie—. Espero haber satisfecho vuestra curiosidad.
—Sólo un torpe pediría más —dijo Aillas—. Has sido más que gentil.
—Sois huéspedes agradables, y lamento que os debáis ir mañana. Pero ahora una dama me espera. Acaba de llegar a Villa Meroe y ansío gozar de sus placeres.
—Una última pregunta —dijo Aillas—. Si llegan nuevos huéspedes, los anteriores se deben ir, pues de lo contrario atestarían todos los cuartos de Villa Meroe. Cuando se marchan, ¿adónde van?
Lord Daldace rió suavemente.
—¿Adónde van las personas de tus sueños cuando despiertan? —se marchó con una reverencia.
Tres doncellas se detuvieron ante ellos. Una habló con pícaro atrevimiento.
—¿Por qué estáis tan callados? ¿Carecemos de encanto?
Los tres hombres se pusieron de pie. Aillas se enfrentó a una esbelta muchacha de pelo rubio y rasgos delicados como una flor. Ojos de color azul violáceo lo miraban tras la máscara negra. El corazón de Aillas dio un brinco de dolor y alegría al mismo tiempo. Quiso hablar, pero se contuvo.
—Excúsame —murmuró—. No me siento bien.
Se volvió, para descubrir que Garstang había hecho lo mismo.
—Es imposible —dijo Garstang—. Se parece a alguien que una vez fue muy querida para mí.
—Son sueños —dijo Aillas—. Son difíciles de resistir. ¿Es lord Daldace tan ingenioso, después de todo?
—Regresemos a nuestro cuarto. No me agradan los sueños tan reales… ¿Dónde está Scharis?
No se veía a Scharis ni a las doncellas.
—Debemos encontrarlo —dijo Aillas—. Su temperamento le traicionará.
Recorrieron los aposentos de Villa Meroé, ignorando las luces suaves, las fascinaciones, las mesas cargadas de manjares. Al fin encontraron a Scharis en un pequeño patio que daba a la terraza. Estaba en compañía de otros cuatro, arrancando suaves notas a una siringa. Los otros tocaban diversos instrumentos para producir una música de arrebatadora dulzura. Cerca de Scharis estaba sentada una delgada doncella de pelo oscuro; estaba tan cerca de él que le derramaba el cabello sobre el hombro. En una mano sostenía una copa de vino rojizo, del cual bebía. Cuando cesó la música, convidó a Scharis.
Scharis, absorto, lo cogió en la mano, pero Aillas se inclinó sobre la balaustrada y se lo arrebató.
—¿Qué te ocurre, Scharis? ¡Ven, debemos dormir! Mañana dejaremos atrás este castillo de sueños. Es más peligroso que todos los licántropos de Tantrevalles.
Scharis se levantó despacio. Miró a la muchacha.
—Debo irme.
Los tres hombres regresaron en silencio a la cámara, donde Aillas dijo:
—Casi bebiste de esa copa.
—Lo sé.
—¿Habías bebido antes?
—No. —Scharis titubeó—. Besé a la muchacha, que se parece mucho a alguien que amé una vez. Ella había bebido vino y una gota le colgaba de los labios. Lo probé.
—Entonces debo pedirle un antídoto a lord Daldace —protestó Aillas. De nuevo Garstang fue con él. Los dos recorrieron Villa Meroé pero no encontraron a lord Daldace en ninguna parte. Las luces empezaron a apagarse; finalmente regresaron a su alcoba. Schans dormía, o fingía dormir.
La luz de la mañana entró por las altas ventanas. Los seis hombres se levantaron y se examinaron con mal ceño.
—El día ha comenzado —dijo Aillas—. Reanudemos la marcha. Desayunaremos en el camino.
En la puerta les aguardaban los caballos, aunque el guardián no estaba a la vista. Ignorando lo que descubriría si miraba hacia atrás, Aillas mantuvo la cabeza resueltamente apartada de Villa Meroé. Sus compañeros hicieron lo mismo.
—¡En marcha, pues, y olvidemos el palacio de los sueños!
Los seis partieron al galope, las capas al viento. Un kilómetro y medio más adelante se detuvieron para desayunar. Scharis se sentó a un lado. Estaba absorto y no demostraba apetito.
Era extraño, pensó Aillas, que los pantalones le colgaran alrededor de las piernas. ¿Y por qué la chaqueta le quedaba tan floja?
Aillas se levantó de un brinco, pero Scharis ya se había deslizado al suelo, donde sus ropas yacían vacías. Aillas cayó de rodillas. El sombrero de Scharis se derrumbó; su cara, una máscara de pergamino, se ladeó y miró hacia alguna parte. Aillas se levantó despacio. Se volvió hacia el lugar de donde procedían. Bode se le acercó.
—Sigamos adelante —rezongó—. Nada se gana con regresar.
El camino continuaba hacia la derecha, y, a medida que pasaba el día, comenzó a serpentear siguiendo los contornos de protuberancias y prados. El suelo se volvió más delgado; aparecieron estribaciones de roca; el bosque raleó, reduciéndose a bosquecillos de tejo y roble achaparrado que se perdían hacia el este.
El día era ventoso; las nubes corrían en el cielo y los cinco cabalgaban por espacios de sol y sombra.
El crepúsculo los sorprendió en un páramo entre cientos de rocas de granito tan altas como un hombre o más. Garstang y Cargus dijeron que eran piedras druidas, aunque no tenían orden ni regularidad perceptible.
Se detuvieron a pernoctar junto a un arroyo. Improvisaron camas de helecho y pasaron la noche sin mayor comodidad, pero sólo perturbados por el silbido del viento. Al amanecer, los cinco montaron nuevamente y continuaron al sur por la Trompada, que ahí era apenas una senda que zigzagueaba entre las piedras druidas.
Al mediodía, el camino se desvió del erial para unirse otra vez con el río Siss, y luego siguió al sur por la ribera.
A media tarde la carretera llegó a una encrucijada. Tras descifrar un letrero gastado por el tiempo, supieron que la Carretera de Bittershaw se desviaba hacia el sudeste mientras que la Trompada cruzaba un puente y seguía el Siss en dirección al sur.
Los viajeros cruzaron el puente y a ochocientos metros encontraron a un labriego que guiaba un asno cargado de leños.
Aillas alzó la mano; el labriego retrocedió alarmado.
—¿Qué ocurre? Si sois ladrones, no tengo oro, y si no lo sois, tampoco lo tengo.
—Basta de tonterías —gruñó Cargus—. ¿Dónde está la mejor posada y la más cercana?
El labriego pestañeó con perplejidad.
—¿Conque la «mejor» y la «más cercana»? ¿Queréis dos posadas?
—Con una basta —dijo Aillas.
—Las posadas escasean en esta zona. La Torre Vieja os puede servir, si no sois demasiado detallistas.
—Somos detallistas, pero no demasiado —dijo Yane—. ¿Dónde está la posada?
—Seguid tres kilómetros hasta que la carretera doble para subir hacia la montaña. Un trecho después encontraréis la Torre Vieja.
Aillas le arrojó un penique y le dio las gracias.
Los cinco avanzaron tres kilómetros junto al río. El sol se hundió detrás de las montañas; cabalgaron en las sombras, bajo pinos y cedros.
Un peñasco daba sobre el Siss; allí, la carretera giraba abruptamente montaña arriba. Siguieron un sendero que se vislumbraba junto al peñasco bajo un denso follaje, hasta que el perfil de una torre alta y redonda se dibujó en el cielo.
Los cinco rodearon la torre bajo una pared descascarada, para llegar a una zona llana que se asomaba al río, treinta metros más abajo. Del antiguo castillo sólo permanecían intactas una torre lateral y un ala. Un muchacho los recibió y llevó los caballos a lo que había sido el gran salón, que ahora hacía las veces de establo.
Entraron en la Torre Vieja, y se encontraron en un lugar cuya lobreguez e imponencia eran inmunes a la presente indignidad. En el hogar ardía un fuego que arrojaba una luz trémula sobre una gran habitación redonda. El suelo era de losas de piedra; no había nada colgado en las paredes. Un balcón rodeaba la habitación a cierta altura, y había otro más arriba, en las sombras; existía un tercero, casi invisible en esa penumbra.
Había toscas mesas y bancos cerca del fuego. Al otro lado ardía otra fogata en un segundo hogar; ahí, detrás de un mostrador, un viejo de cara delgada y pelo blanco y lacio trabajaba enérgicamente con ollas y sartenes. Parecía tener seis manos, y usarlas todas al mismo tiempo. Adobaba un cordero que daba vueltas en el espetón, agitaba una sartén con palomas y codornices, y acomodaba cacerolas para que recibieran el calor adecuado.
Aillas observó unos instantes con respetuosa atención, maravillado ante la destreza del viejo. Al fin, aprovechando una pausa en el trabajo, preguntó:
—¿Eres el posadero?
—En efecto. Como tal me considero, si este improvisado edificio merece tal dignidad.
—La dignidad es nuestra menor preocupación, si nos puedes dar alojamiento para pasar la noche. Por lo que veo, intuyo que recibiremos una cena apropiada.
—Aquí el alojamiento es muy sencillo. Se duerme en el heno, en la parte superior del establo. El edificio no ofrece nada mejor y estoy demasiado viejo para hacer cambios.
—¿Cómo es tu cerveza? —preguntó Bode—. Sírvenos cerveza fresca, clara y amarga, y no oirás quejas.
—Alivias mi ansiedad, pues preparo buena cerveza. Sentaos, por favor. Los cinco se sentaron junto al fuego y se congratularon de no tener que pasar otra noche ventosa entre los helechos. Una mujer corpulenta les sirvió cerveza en tazas de madera de haya, que de algún modo enfatizaban la calidad del brebaje.
—¡El posadero es justo! —declaró Bode—. No oirá quejas de mí.
Aillas echó una ojeada a los demás huéspedes. Eran siete: un campesino de edad avanzada y su esposa, un par de buhoneros y tres jóvenes que podrían ser leñadores. Una vieja encorvada entró en la sala, arropada en un manto gris, la cabeza ceñida por un pañuelo que le ocultaba la cara.
Se detuvo a mirar. Aillas notó que titubeaba al verlo. Luego, agachándose y cojeando, cruzó la habitación para sentarse a una mesa lejana, en la penumbra.
La mujer corpulenta les trajo la cena: codornices, palomas y perdices en rebanadas de pan que despedían un aroma de ajo y romero, al estilo gallego, con una ensalada de berro y hortalizas frescas: una comida mejor de la que habían esperado.
Mientras cenaba, Aillas observó a la mujer de la mesa alejada, donde ella cenaba a su vez. Su actitud era inquietante; inclinándose, devoró un bocado. Aillas la observó fascinado, y notó que la mujer también lo espiaba desde la sombra arrojada por el pañuelo. Agachó la cabeza para engullir un trozo de carne y el manto se le resbaló, descubriendo el pie.
—Mirad a esa mujer y decidme lo que veis —dijo Aillas a sus camaradas.
—¡Tiene un pie de pollo! —masculló Garstang con asombro.
—Es una bruja, con máscaras de zorro y patas de ave —dijo Aillas—. Me atacó en dos ocasiones y ambas la corté en dos, pero en cada ocasión se recompuso.
La bruja, volviéndose hacia ellos, notó que la miraban y se apresuró a ocultar el pie y echar otra ojeada para ver si alguien más se había percatado. Aillas y sus compañeros fingieron indiferencia. Ella siguió comiendo deprisa.
—No olvida nada —dijo Aillas—, y sin duda intentará matarme. Si no lo hace aquí, me tenderá una emboscada en el camino.
—En ese caso —dijo Bode—, matémosla primero, ahora mismo. Aillas hizo una mueca.
—Así sea, aunque todos nos culparán por matar a una anciana indefensa.
—No cuando le vean los pies —dijo Cargus.
—Hagámoslo —dijo Bode—. Estoy dispuesto.
—Un momento —dijo Aillas—. Yo lo haré. Tened las espadas listas. Un rasguño de sus garras significa la muerte. No le deis oportunidad de embestir.
La bruja pareció adivinarles el pensamiento. Antes de que pudieran moverse se levantó, se alejó por una arcada poco elevada y se perdió en las sombras.
Aillas desenvainó la espada y fue a ver al posadero.
—Has dado de comer a una bruja maligna. Hay que matarla.
Mientras el posadero lo miraba sorprendido, Aillas corrió hacia la arcada. Escudriñó la oscuridad pero no vio nada, y no se atrevió a continuar. Volvió a ver al posadero.
—¿Adónde conduce la arcada?
—Al ala vieja y las cámaras de arriba: ruinas.
—Dame una vela.
Al oír un ruido, Bode miró hacia arriba y descubrió a la mujer con máscara de zorro en el primer balcón. Ella saltó hacia Aillas profiriendo un grito. Bode la apartó golpeándola con un taburete. La mujer bufó, chilló y saltó hacia Bode con las garras extendidas; le arañó la cara antes de que Aillas volviera a decapitarla. El cuerpo empezó a correr por todas partes, golpeándose contra las paredes. Cargus lo derribó con un banco y Yane le cortó las patas.
Bode estaba de espaldas, aferrando la piedra con los dedos agarrotados. La lengua le salió de la boca; se le ennegreció la cara y murió.
—¡Esta vez el fuego! —gritó Aillas—. ¡Cortad en pedazos a esta maligna criatura! ¡Posadero, trae leños! ¡El fuego debe arder mucho rato!
La cabeza con cara de zorro soltó un chillido espantoso:
—¡El fuego no! ¡No me echéis al fuego!
Consumaron la ingrata tarea. En las rugientes llamas, la carne de la bruja se convirtió en cenizas y los huesos en polvo. Los huéspedes, pálidos y desanimados, se habían ido a acostar en el heno; el posadero y su esposa limpiaban el suelo con baldes y estropajos.
Poco antes del amanecer, Aillas, Garstang, Cargus y Yane miraban abatidos cómo el fuego se convertía en rescoldos.
El posadero les trajo cerveza.
—¡Este es un terrible suceso! Os aseguro que no es costumbre de la casa.
—No te culpes a ti mismo. Alégrate de que hayamos liquidado a esa criatura. Tú y tu esposa habéis ayudado y no lo lamentaréis.
Con el primer destello del alba, los cuatro sepultaron a Bode en un lugar sombreado que había sido un jardín de rosas. Al posadero le dejaron el caballo de Bode y cinco coronas de oro pertenecientes al difunto. Luego cabalgaron tristemente colina abajo, hacia la Trompada.
Los cuatro subieron por un valle abrupto y pedregoso junto a una retorcida carretera que rodeaba peñascos y rocas, y al fin llegaron a la ventosa Brecha de Glayrider. Un camino lateral conducía por los brezales hacia Oáldes; la Trompada viraba al sur y bajaba por un largo declive, dejando atrás antiguas minas de estaño, hasta llegar a la ciudad de Flading. En la Posada del Hombre de Estaño, los cuatro viajeros, fatigados por la faena de la noche anterior y la agotadora jornada, cenaron con gratitud oveja con cebada, y durmieron en jergones de paja en un cuarto de arriba.
Por la mañana reanudaron la marcha por la Trompada, que ahora seguía el Evander Norte por un ancho valle hacia la lejana y rojiza mole del Tac.
Al mediodía, con Tintzin Fyral a sólo ocho kilómetros al sur, la tierra comenzó a elevarse y cerrarse junto al desfiladero del Evander Norte. Cinco kilómetros más adelante, con la cercanía de Tintzin Fyral creando una atmósfera de peligro, Aillas descubrió una senda borrosa que subía por una hondonada. Pensó que podría ser ése el camino por el cual, tiempo atrás, había esperado bajar del Tac.
El camino trepaba por una larga estribación que bajaba del Tac como la raíz de un árbol, y luego seguía el risco redondeado por una ruta relativamente fácil. Aillas encabezó la marcha hasta la hondonada donde había acampado, a poca distancia de la cima llana del Tac.
Encontró el Nuncafalla donde lo había dejado. Como antes, el diente señalaba el nordeste.
—En esa dirección —dijo Aillas— está mi hijo, y hacia allá debo ir.
—Puedes escoger dos caminos —dijo Garstang—. Por donde vinimos y luego al este; o por Lyonesse, por la Calle Vieja, y luego al norte hacia Dahaut. El primero puede ser más corto, pero el segundo sortea el bosque, y a fin de cuentas quizá sea más rápido.
—Vayamos por el segundo —dijo Aillas.
Los cuatro pasaron por Kaul Bocach y entraron en Lyonesse sin incidentes. En Nolsby Sevan viraron hacia el este por la Calle Vieja, y al cabo de cuatro días de viaje llegaron a la ciudad de Audelart. Allí Garstang se despidió de sus compañeros.
—El castillo de Twanbow está sólo a treinta y dos kilómetros al sur. Llegaré a casa para la cena y mis aventuras maravillarán a todos. —Abrazó a sus tres compañeros—. Huelga decir que siempre seréis bienvenidos en Twanbow. Hemos recorrido un largo camino juntos, hemos conocido muchas penurias. ¡Nunca lo olvidaré!
—Tampoco yo.
—Ni yo.
—Ni yo.
Aillas, Cargus y Yane observaron cómo Garstang cabalgaba hacia el sur hasta desaparecer. Aillas suspiró.
—Ahora somos tres.
—Poco a poco nuestro grupo se reduce —dijo Cargus.
—Vamos —dijo Yane—, en marcha. No tengo paciencia para sensiblerías.
Los tres se marcharon de Audelart por la Calle Vieja y tres días después llegaron a Tatwillow, donde la Calle Vieja cruzaba el Camino de Icnield. El Nuncafalla apuntaba al norte, hacia Avallon: una buena señal, pues la dirección evitaba el bosque.
Tomaron el Camino de Icnield rumbo a Avallon de Dahaut.