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El salón principal del castillo Sank se extendía desde un vestíbulo convencional en el extremo oeste hasta una sala de retiro para damas visitantes en el este. A lo largo del camino, altos y angostos portales daban a diversos salones y cámaras, entre ellos el Repositorio, donde se coleccionaban curiosidades tales como emblemas del clan, trofeos de batallas y hazañas navales, y objetos sagrados. En los anaqueles había libros encuadernados en cuero, o láminas de madera de haya. Una ancha pared exhibía retratos ancestrales, tallados con una aguja candente en paneles de abedul desteñido. La técnica jamás se había alterado; el rostro de un caudillo posglacial mostraba perfiles tan precisos como el retrato del duque Luhalcx, tallado cinco años atrás.

En nichos junto a la entrada había un par de esfinges talladas en bloques de diorita negra: las Tronen, o fetiches de la casa. Una vez por semana, Aillas lavaba las Tronen con agua caliente mezclada con savia de vencetósigo.

Una mañana Aillas lavó a las Tronen y las secó con un paño suave. Por el pasillo, vio que se acercaba Tatzel, esbelta como una vara en un vestido verde oscuro. El pelo negro saltaba junto a la cara pálida e intensa. Pasó de largo sin prestarle atención, dejando un vago aroma floral que evocaba las hierbas húmedas de Noruega en primavera.

Poco después regresó. Al pasar junto a Aillas se detuvo, volvió atrás, y se paró a estudiarlo.

Aillas alzó los ojos, frunció el ceño y continuó con su tarea.

Tatzel satisfizo su curiosidad y se dispuso a seguir su camino, pero antes habló con límpida voz.

—Por tu pelo castaño te tomaría por celta. Aun así, pareces menos tosco. —Aillas la miró de nuevo.

—Soy troicino —dijo. Tatzel se detuvo.

—Troicino, celta, lo que sea: abandona esa fiereza. A los esclavos intratables se les castra.

Aillas interrumpió su tarea, demudado de furia. Se levantó despacio, inhaló profundamente y logró hablar con voz controlada.

—No soy un esclavo. Soy un noble de Troicinet capturado por una tribu de bandidos.

Tatzel, sorprendida, abrió la boca y se dispuso a marchar, pero se detuvo.

—El mundo nos ha enseñado la furia; de lo contrario, aún estaríamos en Noruega. Si tú fueras ska, también tomarías a todos los demás por enemigos o esclavos; no hay nadie más. Así debe ser, de modo que debes someterte.

—Mírame —dijo Aillas—. ¿Me tomas por alguien que se sometería?

—Ya estás sometido.

—Me someto ahora para luego traer un ejército troicino que derribará este castillo piedra por piedra, y entonces pensarás con una lógica diferente.

Tatzel rió, echó la cabeza hacia atrás y siguió su camino.

En una cámara de almacenamiento Aillas se encontró con Yane.

—El castillo Sank se está volviendo opresivo. Prefiero que me castren antes que cambiar mis modales.

—Alvicx ya está seleccionando un cuchillo.

—En ese caso, es el momento de huir.

Yane miró por encima del hombro; estaban a solas.

—Cualquier momento es bueno, salvo por los perros.

—Se puede engañar a los perros. El problema es cómo evadir a Cyprian el tiempo suficiente como para llegar al río.

—El río no engañará a los perros.

—Si puedo escapar del castillo, puedo escapar de los perros. —Yane se acarició la barbilla.

—Déjame pensarlo.

Más tarde, mientras cenaban, Yane dijo:

—Hay un modo de salir del castillo. Pero debemos llevar a otro hombre con nosotros.

—¿Quién es?

—Se llama Cargus. Trabaja como ayudante en la cocina.

—¿Se puede confiar en él?

—Tanto como en ti o en mí. ¿Qué dices de los perros?

—Necesitaremos estar media hora en la carpintería.

—La carpintería está desierta al mediodía. Aquí viene Cyprian. Las narices en la sopa.

Cargus era apenas más alto que Yane, pero mientras éste era puro tendón y hueso, aquél era una montaña de músculos. Su cuello era más grueso que sus macizos brazos. Llevaba el pelo negro cortado al rape; ojillos negros le brillaban bajo espesas cejas. En el patio de la cocina, dijo a Yane y Aillas:

—He cogido un cuarto de medida del hongo conocido como tósigo de lobos. Envenena, pero rara vez mata. Esta noche lo pondremos en la sopa y condimentará los pasteles de la gran mesa. Se revolverán todas las tripas del castillo y se culpará a la carne en mal estado.

—Si también pudieras envenenar a los perros —gruñó Yane—, podríamos alejarnos con facilidad.

—Buena idea, pero no tengo acceso a las perreras.

Durante la cena Yane y Aillas comieron sólo pan con repollo, y miraron con satisfacción cómo Cyprian consumía dos cuencos de sopa.

Por la mañana, tal y como Cargus había predicho, todos los residentes del castillo tenían el estómago revuelto, además de escalofríos, náuseas, fiebre, alucinaciones y vibraciones en los oídos.

Cargus fue a ver a Cyprian, quien tiritaba bajo la mesa del comisario, y vociferó:

—¡Haz algo! ¡Los marmitones se niegan a moverse y los cubos desbordan de basura!

—Vacíalos tú mismo —gruñó Cyprian—. No puedo ocuparme de esas tonterías. ¡El destino me ha alcanzado!

—Soy cocinero, no marmitón. ¡Eh, vosotros dos! —Llamó a Aillas y Yane—. ¡Al menos podéis caminar! Vaciad los cubos y deprisa.

—¡Jamás! —protestó Yane—. Hazlo tú mismo. Cargus se volvió a Cyprian.

—¡Quiero vaciar los cubos! Da órdenes o presentaré una queja que obligará a Imboden a apartarse de su bacinilla.

Cyprian agitó débilmente la mano.

—Id, vosotros dos, y vaciad los cubos de este demonio, aunque tengáis que arrastraros.

Aillas, Yane y Cargus llevaron bolsas de basura al vertedero y cogieron los paquetes que habían dejado allí previamente. Partieron al trote a campo traviesa, resguardándose en matorrales y árboles.

Ochocientos metros al este del castillo atravesaron una loma y allí, sin miedo a que los vieran, avanzaron a buena velocidad hacia el sudeste, dando un amplio rodeo para evitar el molino. Corrieron hasta quedar sin aliento, luego caminaron, luego volvieron a correr, y en una hora llegaron al río Malkish.

En ese punto, el río era ancho y poco profundo, aunque más arriba las aguas caían rugiendo de las montañas por abruptos barrancos, y corriente abajo se precipitaban furiosamente por una serie de angostas gargantas donde muchos skalings fugitivos se habían despedazado contra las rocas. Sin titubear, Aillas, Yane y Cargus se internaron en el río y empezaron a vadearlo, a veces con el agua hasta el pecho y con los paquetes por encima de la cabeza. Al acercarse a la orilla opuesta se detuvieron para inspeccionar la costa.

No encontraron nada adecuado para sus propósitos, y siguieron caminando corriente arriba hasta que llegaron a una pequeña playa cubierta de grava, con una loma baja y herbosa. De sus paquetes sacaron los artículos que Aillas y Yane habían construido en la carpintería: zancos, con almohadillas de paja en las puntas.

Aun en el agua, se encaramaron a los zancos y caminaron hacia la costa, removiendo la grava lo menos posible. Treparon la loma y las puntas con almohadillas no dejaron huellas ni olores que los sabuesos pudieran rastrear.

Los tres caminaron así durante una hora. En un arroyo, se internaron en la corriente y bajaron para descansar. Luego cogieron los zancos una vez más, y temieron que sus perseguidores, al no encontrar un rastro en el río, se desplegaran en anillos concéntricos de radio cada vez mayor.

Avanzaron con los zancos una hora más por un declive gradual, a través de un bosque ralo de pinos achaparrados con claros de delgado suelo rojo. La tierra no servía para la siembra, y los pocos campesinos que en un tiempo juntaban resina para fabricar trementina o criaban cerdos, habían huido de los ska. Los fugitivos recorrían un páramo devastado, lo cual les favorecía.

En otro arroyo bajaron de los zancos y se sentaron a descansar en una roca. Bebieron agua y comieron pan y queso que llevaban en las mochilas. No oyeron ruido de sabuesos, pero habían avanzado un gran trecho y no esperaban oír nada; tal vez nadie había reparado en su ausencia. Los tres se felicitaron por llevar tal vez un día de ventaja a sus posibles perseguidores.

Desecharon los zancos y avanzaron corriente arriba hacia el este, y pronto llegaron a una tierra alta de curioso aspecto, donde antiguas cumbres y peñascos de deteriorada roca negra se elevaban sobre valles antes sembrados pero ahora desiertos. Durante un rato siguieron una vieja carretera que al fin los llevó a las ruinas de un antiguo fuerte.

Pocos kilómetros después, la tierra se volvió nuevamente agreste y se elevó a una región de ondulantes brezales. Disfrutando de la libertad de los altos cielos, los tres enfilaron hacia el brumoso este.

No estaban solos en el brezal. Desde un prado situado a ochocientos metros al sur, bajo cuatro ondulantes banderas negras, cabalgaba una tropa de guerreros ska. Se aproximaron y rodearon a los fugitivos.

El jefe, un barón de cara severa vestido con armadura negra, los miró una sola vez en silencio. Les sujetaron cuerdas a los collares de hierro y los condujeron hacia el norte.

Al caer el día, la tropa se encontró con una caravana que llevaba vituallas. Detrás marchaban cuarenta hombres sujetos del cuello por cuerdas. A esta columna se unieron Aillas, Yane y Cargus, y de mala gana tuvieron que seguir la caravana hacia el norte. Pronto entraron en el reino de Dahaut y llegaron a Poélitetz, esa inmensa fortaleza que custodiaba el estribo central del Teach tac Teach y daba a la Llanura de las Sombras.