22

En el castillo Sank la cuadrilla de Taussig fue asignada al molino. Una poderosa rueda hidráulica, moviendo una cadena de palancas de hierro, hacía subir y bajar una sierra de hoja recta de acero forjado, de casi tres metros de largo, que valía su peso en oro. La sierra descortezaba leños y cortaba planchas con una velocidad y una precisión que Aillas encontraba fascinante. Skalings con gran experiencia controlaban el mecanismo, afilaban afectuosamente los dientes y aparentemente trabajaban sin coerción ni supervisión. La cuadrilla de Taussig debía encargarse del galpón donde se apilaban las planchas para que se curara la madera.

Con el paso de las semanas Aillas despertó poco a poco la animadversión de Taussig. Éste despreciaba los hábitos meticulosos de Aillas y su resistencia a trabajar más de lo absolutamente necesario. Yane compartía la animadversión de Taussig porque lograba realizar su parte del trabajo sin esfuerzo perceptible, lo cual inducía a Taussig a sospechar que eludía sus tareas, aunque nunca pudiera demostrarlo.

Al principio Taussig intentó razonar con Aillas.

—Mira, te estuve observando y no me engañas ni por un instante. ¿Por qué te das esos aires, como si fueras un noble? Así nunca te perfeccionarás. ¿Sabes lo que pasa con los holgazanes y los melindrosos? Los ponen a trabajar en las minas de plomo, y si terminan su período los envían a la fábrica de espadas y su sangre templa el acero. Te aconsejo que demuestres más interés.

Aillas contestó con la mayor cortesía posible:

—Los ska me capturaron contra mi voluntad. Destruyeron mi vida. Me han causado gran daño. ¿Por qué debo esforzarme para beneficiarlos?

—Tu vida ha cambiado, es verdad —replicó Taussig—. Saca el mejor partido de ello, como todos nosotros. ¡Piensa! ¡Treinta años no es tanto tiempo! Te irás como hombre libre, con diez monedas de oro, o te darán una granja con una cabaña, una mujer, animales. Y tus hijos quedarán libres de captura. ¿No es eso generoso?

—¿Durante casi toda mi vida? —repuso Aillas burlonamente, apartándose.

Taussig lo obligó a volver.

—¡A ti no te importará el futuro, pero a mí sí! Si mi cuadrilla trabaja mal, salgo perjudicado. ¡Y no quiero perjudicarme por tu culpa! —rezongó Taussig, marchándose con la cara roja de rabia.

Dos días después, Taussig llevó a Aillas y Yane al patio trasero del castillo. No dijo una palabra, pero movía los codos y la cabeza como presagiando algo. Al llegar al portón, dio rienda suelta a su furia.

—Querían un par de criados y hablé con todo el fervor de mi corazón. Ahora estoy libre de ambos e Imboden el mayordomo es vuestro amo. ¡Provocadlo y veréis lo que ganáis!

Aillas estudió la cara congestionada que lo enfrentaba, luego se encogió de hombros y se apartó. Yane sólo manifestó aburrimiento. No había nada más que decir. Taussig llamó a un palafrenero.

—¡Llama a Imboden! ¡Tráelo aquí! —Les dirigió una sonrisa de trasgo por encima del hombro—. No os gustará Imboden. Tiene vanidad de pavo real y alma de armiño. Vuestros días de holganza al sol han terminado.

Imboden salió a un porche que daba al patio: un hombre maduro, de hombros angostos y brazos delgados, tobillos largos y flacos, vientre blando. Los rizos se le pegaban al cráneo; no parecía tener cara, sólo un apiñamiento de rasgos gruesos: largas orejas, nariz abultada y grande, ojos negros y redondos rodeados por círculos venenosos, boca caída y gris. Hizo un gesto imperioso, y Taussig rugió:

—¡Ven aquí! No pisaré el patio del castillo.

Imboden soltó un juramento, bajo la escalera y cruzó el patio con un andar desafiante que provocó la ira de Taussig.

—¡Vamos, vieja cabra! No tengo todo el día. —Se volvió a Aillas y Yane—. Es medio ska, un bastardo de una mujer celta: el peor de todos los mundos para un skaling, y se lo hace saber a todos.

Imboden se detuvo en la puerta.

—Bien, ¿qué ocurre?

—Aquí tienes un par de monos domésticos. Éste es melindroso y se lava demasiado. Este se cree más sabio que los demás, sobre todo más que yo. Que te aprovechen.

Imboden los examinó a ambos. Señaló a Aillas con el pulgar.

—Éste tiene un aire desencajado por ser tan joven. ¿No está enfermo?

—¡Es tan sano como un héroe! —Imboden inspeccionó a Yane.

—Éste tiene facha de villano. Supongo que es dulce como la miel.

—Es diestro y rápido y camina con el sigilo del fantasma de un gato muerto.

—Muy bien, servirán. —Imboden hizo un gesto imperceptible. Con gran alegría, Taussig informó a Aillas y Yane:

—Esto significa «Seguidme». Pero ya disfrutaréis de sus señas, pues es demasiado tímido para hablar.

Imboden clavó en Taussig una mirada de abrumador desprecio, luego dio media vuelta y cruzó el patio seguido por Aillas y Yane. Al llegar a la escalinata Imboden hizo otro pequeño gesto, apenas un movimiento del dedo.

—¡Eso significa que debéis esperarlo allí! —bramó Taussig desde la puerta. Y se marchó profiriendo una sonora risotada.

Pasaron unos minutos. Aillas se inquietó. Sentía un cosquilleo. Miró hacia la puerta y la campiña que se extendía más allá.

—Tal vez ahora sea el momento —le murmuró a Yane—. ¡Quizá nunca haya uno mejor!

—Quizá nunca haya uno peor —dijo Yan—. Taussig espera allá atrás. Nada le gustaría más que vernos correr, pues de lo contrario tendrá que evitar los azotes.

—La puerta, los campos tan cerca… son tentadores.

—En cinco minutos nos echarían los perros.

Un hombre ligero de cara tristona, con librea gris y amarilla, salió al porche: pantalones cortos y amarillos abrochados bajo la rodilla a unas medias negras, chaleco gris sobre camisa amarilla. Un sombrero negro y redondo le ocultaba el pelo, que evidentemente estaba cortado al rape.

—Soy Cyprian. No tengo título. Llamadme amo de esclavos, capataz, intermediario, jefe skaling, lo que gustéis. Recibiréis órdenes de mí, pero sólo porque soy el único que tiene el privilegio de hablar con Imboden; él habla con el senescal, que es ska y se llama Kel. Él recibe esas órdenes del duque Luhalcx, las cuales al fin llegan a vosotros a través de mí. Si tuvierais un mensaje para el duque Luhalcx, deberíais comunicármelo primero a mí. ¿Vuestros nombres?

—Yo soy Yane.

—Parece ulflandés. ¿Y tú?

—Aillas.

—¿Aillas? Parece un nombre del sur. ¿Lyonesse?

—Troicinet.

—Bien, qué más da. En Sank los orígenes importan tan poco como la carne de una salchicha: no interesan a nadie. Venid conmigo; os daré ropa y os explicaré las reglas de conducta, que, como hombres inteligentes, ya conocéis. En términos simples son. —Cyprian alzó cuatro dedos—: Primero, obedeced las órdenes con exactitud; segundo, sed limpios; tercero, sed invisibles como el aire, nunca llaméis la atención de los ska; creo que no quieren ni pueden ver a un skaling a menos que haga algo notable o ruidoso; cuarto, y obvio: no intentéis escapar. Causa consternación a todos menos a los perros que gozan destrozando hombres. Pueden seguir un rastro un mes después, y os encontrarían.

—¿Y qué ocurre luego? —preguntó Aillas.

Cyprian rió melancólicamente.

—Si tuvieras un caballo que insistiera en huir, ¿qué harías con él?

—Mucho dependería del caballo.

—Precisamente. Si fuera viejo, cojo y mañoso, lo matarías. Si fuera joven y fuerte, no harías nada para limitar su capacidad pero lo enviarías a un experto para que lo doblegara. Si sólo fuera apto para la noria, lo cegarías.

—Yo no haría esas cosas.

—De un modo u otro, ése es el principio. Un escribiente habilidoso puede perder el pie. Lo mejor que se puede decir de los ska es que rara vez torturan. Cuanto más útil seas, más fáciles serán las cosas cuando te alcancen los perros. Venid ahora al dormitorio. El barbero os cortará el pelo.

Aillas y Yane siguieron a Cyprian por un fresco pasillo trasero hast; el dormitorio de los skalings. El barbero les colocó un cuenco plano en la cabeza y les cortó el pelo a la altura de la mitad de la frente. En un cuarto de baño se detuvieron bajo una cascada de agua y se lavaron con jabón mezclado con arena; luego se rasuraron.

Cyprian les trajo libreas grises y amarillas.

—Recordad, el skaling que pasa inadvertido es el menos culpable. Nunca os dirijáis a Imboden; es más altivo que el duque Luhalcx. La señora Chraio es una amable mujer de buena disposición e insiste en que se alimente bien a los skaling. Alvicx, el hijo mayor, es inestable y algo imprevisible. Tatzel, la hija, es grata a los ojos pero fácil de ofender. Aun así, no es maliciosa y no causa grandes problemas. Mientras os mováis en silencio y nunca volváis la cabeza, seréis invisibles para ellos. Durante un tiempo debéis limpiar suelos; así es como empezamos todos.

Aillas había conocido muchos bellos palacios y ricas fincas, pero en el castillo Sank había una austera magnificencia que lo impresionaba y que no podía entender del todo. No descubrió galerías ni paseos; las cámaras se comunicaban mediante pasajes cortos, a menudo sinuosos. Altos techos se perdían en las sombras, dando así una impresión de espacio misterioso. Angostas y pequeñas ventanas perforaban las paredes a intervalos regulares, y los vidrios tenían la luz de brumoso ámbar o azul claro. No todos los cuartos cumplían funciones evidentes para Aillas, así como el duque Luhalcx, la dama Chraio, sus hijos Alvicx y Tatzel, no se portaban según principios que él comprendiera. Cada cual se desplazaba por el sombrío castillo como si fuera un escenario donde sólo él actuaba. Todos hablaban en voz baja, a menudo usando skalrad, un idioma más antiguo que la historia humana. Rara vez reían; su único humor parecía consistir en la serena ironía o el elegante eufemismo. Cada personalidad era como una ciudadela; a menudo parecían sumidos en una profunda ensoñación, o atrapados en un torrente de ideas interiores más absorbentes que la conversación. En ocasiones, uno de ellos revelaba de pronto una actitud extravagante que se aplacaba tan repentinamente como había aparecido. Aillas, aunque nunca lejos de sus propias preocupaciones, no podía evitar una creciente fascinación por las personas que habitaban el castillo Sank. Como esclavo, pasaba tan inadvertido como una puerta. Aillas observaba solapadamente a los residentes del castillo mientras llevaban a cabo sus tareas habituales.

En todo momento, el duque Luhalcx, su familia y sus allegados vestían elaborados trajes formales que se cambiaban varias veces al día, de acuerdo con la ocasión. Los trajes y sus accesorios conllevaban un gran peso simbólico, de una importancia que sólo ellos conocían. A menudo Aillas oía fascinantes referencias que hallaba incomprensibles. En público o en privado, la familia revelaba los modales convencionales que habría usado con extraños. Si había afecto entre los miembros de la familia, se manifestaba con signos demasiado sutiles para que Aillas los percibiera.

El duque Luhalcx, alto, enjuto, de rasgos duros, con ojos de color verde mar, manifestaba una dignidad decisiva y espontánea, a la vez desenvuelta y precisa, que Aillas jamás veía perturbada: como si el duque Luhalcx, para cada contingencia, tuviera preparada una reacción apropiada. Era el número 127 en su linaje; en la Cámara de los Honores Antiguos[25] exhibía máscaras ceremoniales talladas en Noruega mucho antes de la llegada de los urgodos. La dama Chraio, alta y esbelta, parecía casi sobrenaturalmente remota. Incluso cuando algunos dignatarios venían de visita con sus esposas, Aillas a menudo la veía sola en su telar o tallando cuencos de madera de peral. Su lacio y negro pelo estaba cortado al estilo ortodoxo, al nivel de la mandíbula en los costados y la nuca, más alto en la frente.

La dama Tatzei, de dieciséis años, era esbelta y tensa, de pechos pequeños y altos, flancos angostos como los de un varón, y proyectaba una pasión y una energía que parecían elevarla del suelo al andar. Caminaba con encantadora afectación, a veces con la cabeza ladeada, y sonreía vagamente como si la divirtiera algo que sólo ella sabía. Llevaba el pelo como la madre y la mayoría de las mujeres ska, cuadrangular sobre la frente y bajo las orejas. Tenía rasgos cautivadoramente irregulares, y una personalidad vivida y directa. Su hermano Alvicx tenía aproximadamente la edad de Aillas, y de toda la familia era el más inquieto. Era jactancioso y hablaba con más énfasis que los demás. Según Cyprian había luchado en varias batallas con distinción y la cantidad de enemigos que había matado le habría dado título de caballero por derecho propio.

Las tareas que debía cumplir Aillas eran serviles. Tenía que limpiar hogares, frotar lajas, pulir lámparas de bronce y llenarlas de aceite. El trabajo le daba acceso a casi todo el castillo excepto a las alcobas; se desempeñaba tan bien como para satisfacer a Cyprian y permanecía tan inadvertido como para que Imboden no le prestara atención; en los momentos de vigilia barruntaba métodos para escapar.

Cyprian parecía leerle la mente.

—¡Los perros, los perros, los terribles perros! Son de una raza conocida sólo por los ska. Cuando huelen un rastro, no abandonan jamás. Por cierto, algunos skalings han escapado, a veces con ayuda de recursos mágicos. Pero a veces también los ska usan magia y el skaling es apresado.

—Pensé que los ska ignoraban la magia.

—Quién sabe —suspiraba Cyprian, extendiendo los brazos y los dedos—. La magia está más allá de mi comprensión. Tal vez los ska recuerden la magia del lejano pasado. En realidad, no hay muchos magos ska; no que yo sepa, al menos.

—No puedo creer que pierdan el tiempo capturando esclavos fugitivos.

—Tal vez tengas razón. ¿Para qué se molestarían? Por cada esclavo que escapa, cien son aprehendidos nuevamente. No por los magos, sino por los perros.

—¿Los fugitivos no roban caballos?

—Se ha intentado, pero rara vez con éxito. Los caballos ska obedecen órdenes ska. Cuando un simple daut o un ulflandés intentan montarlo, el caballo se queda quieto, o corcovea, o corre en círculos, o arroja al jinete. ¿Piensas montar un caballo ska para escapar deprisa? ¿Es eso lo que tienes en mente?

—No tengo nada en mente —replicaba Aillas. Cyprian ponía su sonrisa melancólica.

—Para mí era una obsesión… al principio. Luego pasaron los años, y la añoranza se desvaneció, y ahora sé que nunca seré otra cosa salvo lo que soy hasta haber terminado mis treinta años.

—¿Qué dices de Imboden? ¿No ha sido esclavo por treinta años?

—Su período terminó hace diez años. Para nosotros Imboden es un hombre libre y un ska. Los ska lo consideran un skaling de alto rango. Es un hombre amargo y solitario. Los problemas lo han vuelto extraño.

Una noche, mientras Aillas y Yane cenaban pan y sopa, Aillas habló de la obsesión de Cyprian por la fuga.

—Cada vez que le hablo, surge el tema. —Yane respondió con un gruñido burlón.

—He notado esa costumbre en otras partes.

—Tal vez sea sólo una expresión de deseos.

—Quizás. Aun así, si yo planeara marcharme deprisa del castillo, no pondría a Cyprian sobre aviso.

—Hacerlo sería una cortesía sin sentido. Especialmente desde que conozco cómo escapar del castillo Sank, a pesar de los caballos, los perros y Cyprian.

Yane lo miró de soslayo.

—Esta es una información valiosa. ¿Piensas compartirla?

—A su debido tiempo. ¿Qué ríos hay en las cercanías?

—Hay sólo uno de importancia: el Malkish, unos cinco kilómetros al sur. Los fugitivos siempre se dirigen a ese río, pero los atrapan. Si tratan de llegar flotando hasta el mar, se ahogan en las cataratas. Si avanzan corriente arriba, los perros olfatean cada orilla del río y finalmente encuentran el rastro. El río es un falso aliado. Los ska lo saben mejor que nosotros.

Aillas asintió y no dijo más. Luego, en sus conversaciones con Cyprian, habló de la fuga en términos meramente teóricos, y Cyprian pronto perdió todo interés en el tema.

Hasta los once o doce años, las muchachas ska parecían y actuaban como muchachos. Luego sufrían un inevitable y apropiado cambio. Los jóvenes y las doncellas se mezclaban libremente, controlados por la formalidad que regía toda la conducta ska con tanta eficacia como una vigilancia constante.

En el castillo Sank, en las tardes soleadas, los jóvenes se dirigían a la terraza del sur, donde según su estado de ánimo jugaban al ajedrez o al backgammon, comían granadas, bromeaban entre sí con los cuidadosos modales que otras razas juzgaban aburridos, o miraban mientras uno de ellos desafiaba a esa máquina perversa conocida como fantoche. Este artefacto, diseñado para entrenar espadachines, para que aprendieran a ser diestros y precisos, propinaba un buen golpe al torpe combatiente que no lograba acertar en un pequeño blanco oscilante.

Alvicx, que se enorgullecía de su destreza, se consideraba un experto en el juego de burlar al fantoche, y siempre estaba dispuesto a demostrar su habilidad, especialmente cuando su hermana Tatzel llevaba amigas a la terraza. Para dramatizar su gracia y su arte, había desarrollado un estilo de ataque enérgico que embellecía con floreos y antiguos gritos de guerra ska.

Una de esas tardes, la máquina había derrotado a dos de los amigos de Alvicx, y el ejercicio les había provocado dolor de cabeza. Ladeando su propia cabeza en un gesto de burlona conmiseración, Alvicx cogió una espada de la mesa y se lanzó sobre la máquina soltando gritos guturales, brincando de un lado al otro, agachándose y embistiendo, insultando a la máquina.

—¡Ven, demonio giratorio! ¡Vamos, atácame! ¿Qué dices de esto? ¿Y esto? ¡Ah, traicionera! ¡Una vez más! ¡Dentro y fuera! —Al brincar hacia atrás derribó una urna de mármol que se astilló sobre las lajas.

—¡Buen golpe, Alvicx! —exclamó Tatzel—. Has destruido a tu víctima con tu temible trasero.

Sus amigas desviaron los ojos y miraron el cielo con esa tenue sonrisa que entre los ska reemplazaba la carcajada.

Kel, el senescal, al observar el daño, lo notificó a Imboden, quien dio órdenes a Cyprian, quien a su vez envió a Aillas a retirar la urna rota. Llevó una carretilla a la terraza, cargó en ella las astillas de mármol y luego barrió la suciedad con una escoba y una pala.

Alvicx volvió a atacar al fantoche con más energía que nunca, tropezó con la carretilla y cayó entre las astillas y el polvo. Aillas se había arrodillado para barrer el resto de la suciedad. Alvicx se levantó y le pateó las nalgas.

Por un segundo Aillas se quedó rígido, pero luego no pudo contenerse más. Se incorporó, y empujó a Alvicx contra el fantoche, el cual giró y golpeó la mejilla de Alvicx.

Éste trazó un círculo con la espada.

—¡Villano! —exclamó atacando a Aillas, quien lo esquivó y cogió una espada de la mesa. Desvió la segunda estocada de Alvicx, luego contraatacó con tal ferocidad que Alvicx tuvo que retroceder por la terraza. La situación no tenía precedentes. ¿Cómo podía un skaling vencer al soberbio y diestro Alvicx? Se movían por la terraza, Alvicx tratando de atacar pero constantemente a la defensiva por la destreza de su oponente. Se agachó; Aillas le arrancó la espada de las manos y apretó a Alvicx contra la balaustrada, apoyándole la punta de su arma en la garganta.

—Si esto fuera el campo de batalla podría haberte matado… con toda facilidad —dijo Aillas apasionadamente—. Agradece que ahora sólo juego contigo.

Apartó la espada y la dejó en la mesa. Miró a los miembros del grupo y sus ojos se encontraron con los de Tatzel. Se miraron por un segundo, hasta que Aillas se volvió hacia la carretilla, la enderezó y la siguió cargando con trozos de mármol.

Alvicx lo observaba con rencor. Tomó una decisión y llamó a un guardia ska.

—Lleva a este cobarde detrás del establo y mátalo.

El duque Luhalcx habló desde un balcón que daba a la terraza.

—Esa orden, Alvicx, es indigna de ti, y mancilla tanto el honor de nuestra casa como la justicia de nuestra raza. Sugiero que la anules.

Alvicx miró a su padre. Se volvió despacio y murmuró:

—Guardias, ignorad mi orden.

Saludó con una reverencia a su hermana y sus huéspedes, que habían presenciado todo con petrificada fascinación, y se marchó de la terraza. Aillas siguió trabajando con la carretilla y terminó de cargar los fragmentos mientras Tatzel y sus amigas murmuraban observándolo por el rabillo del ojo. Aillas no les prestaba atención. Terminó de barrer la suciedad y se llevó la carretilla.

Cyprian comunicó su opinión de lo sucedido con una triste mueca de reproche, y durante la cena se sentó solo de cara a la puerta.

—¿Es verdad que heriste a Alvicx con su propia espada? —preguntó Yane en voz baja.

—¡En absoluto! Sólo jugué con él un rato. Lo toqué con la punta de mi espada. No fue gran cosa.

—No para ti. Para Alvicx es una humillación, así que sufrirás.

—¿Cómo?

Yane rió.

—Aún no lo ha decidido.