21

Tras cuatro días de viaje tranquilo Aillas llegó a Tawn Timble. Allí compró dos pollos gordos, un jamón, una loncha de tocino y cuatro jarras de vino tinto. Guardó parte de las provisiones en las alforjas, sujetó el resto a la silla de montar y cabalgó hacia el norte a través de Glymwode, rumbo a la casa de Graithe y Wynes.

Graithe le salió al encuentro. Al ver las provisiones, le gritó a su esposa.

—Mujer, enciende el fuego del espetón. Esta noche cenaremos como señores.

—Comeremos y beberemos bien —dijo Aillas—. Aun así, debo llegar al prado de Madling antes de que rompa el día.

Los tres cenaron pollos asados rellenos con cebada y cebollas, pastel, hortalizas mechadas con tocino, y una ensalada de berro.

—Si comiera tanto todas las noches, ya no me molestaría cortar leña por la mañana —declaró Graithe.

—¡Roguemos que llegue el día! —exclamó Wynes.

—Quién sabe. Tal vez antes de lo esperado —dijo Aillas—. Pero estoy cansado y debo levantarme antes de que salga el sol.

Media hora antes del amanecer, Aillas estaba en el prado de Madling. Esperó en la penumbra bajo los árboles hasta que el primer destello del sol naciente despuntó en el este, y luego echó a andar por la hierba húmeda de rocío, gema en mano. Al acercarse al montículo oyó trinos y gorjeos en un registro casi inaudible. Algo le palmeó la mano donde tenía la gema. Aillas la cerró con más fuerza. Dedos invisibles le rozaban las orejas y le tiraban del pelo; le arrebataron el sombrero y lo arrojaron al aire.

—Hadas, amables hadas —dijo Aillas con voz dulce—, no me tratéis así. Soy Aillas, padre de Dhrun, a quien amasteis.

Hubo un momento de silencio jadeante. Aillas siguió caminando hacia el montículo, y se detuvo a unos veinte metros.

El montículo se volvió de pronto brumoso y sufrió cambios: imágenes fluctuantes e imprecisas.

Del montículo surgió una alfombra roja que se desenrolló hasta llegar casi a los pies de Aillas. Por ella se acercó un hada de metro y medio de altura, de piel tostada, con una pátina de color verde oliva. Vestía una capa escarlata orlada con blancas cabezas de comadreja, una frágil corona de hebras de oro, y pantuflas de terciopelo verde. A izquierda y derecha había otras hadas en el límite de la visibilidad, nunca del todo sustanciales.

—Soy el rey Throbius —declaró el hada—. ¿De verdad eres el padre de nuestro amado Dhrun?

—Sí, majestad.

—En ese caso, nuestro amor se transfiere en parte a ti, y nadie te dañará en Thripsey Shee.

—Te lo agradezco, majestad.

—No es preciso agradecerlo. Nos honra tu presencia. ¿Qué traes en la mano?

—¡Qué brillo tan deslumbrante! —susurró otra hada.

—Majestad, es una gema mágica de enorme valor.

—Es verdad, es verdad —murmuraron unas voces de hada—. Una valiosa gema mágica.

—Permíteme tenerla —dijo perentoriamente el rey Throbius.

—Majestad, en otras circunstancias tus deseos serían órdenes para mí, pero he recibido firmes instrucciones. Quiero que mi hijo Dhrun me sea devuelto sano y salvo. Sólo entonces entregaré la gema.

Murmullos de sorpresa y reprobación surgieron entre las hadas:

—¡Mal sujeto!

—¡Así son los mortales!

—No puedes confiar en su amabilidad.

—¡Pálidos y toscos como ratas!

—Lamento declarar —dijo el rey Throbius— que Dhrun ya no vive entre nosotros. Creció y tuvimos que expulsarlo.

Aillas abrió la boca, atónito.

—¡Tiene apenas un año!

—Entre nosotros, el tiempo brinca y revolotea como las mariposas. Nunca nos molestamos en calcularlo. Cuando Dhrun se marchó tenía, en vuestros términos, unos nueve años.

Aillas guardó silencio.

—Por favor, dame la bonita gema —suplicó el rey Throbius, con la voz que usaría con una vaca huidiza a quien esperaba robarle la leche.

—Mi postura es la misma. Sólo cuando me entregues a mi hijo.

—Eso es casi imposible. Se marchó hace tiempo. Vamos… —añadió el rey Throbms con voz más áspera—. Haz lo que ordeno o nunca volverás a ver a tu hijo.

Aillas se echó a reír.

—¡Jamás lo he visto! ¿Qué tengo que perder?

—Podemos transformarte en tejón —gorjeó una voz.

—O en pelusa de vencetósigo.

—O en un gorrión con cuernos de alce.

—Me prometiste amor y protección —le dijo Aillas al rey Throbms—. Ahora recibo amenazas. ¿Es éste el honor de las hadas?

—Nuestro honor reluce —declaró el rey Throbms con voz vibrante. Cabeceó bruscamente, con satisfacción, mientras sus súbitos aprobaban a gritos.

—En tal caso, vuelvo a mi ofrecimiento: esta fabulosa gema a cambio de mi hijo.

—¡Eso es imposible, pues le daría buena suerte a Dhrun! ¡Lo odio con fervor! ¡He echado un mordet[21] sobre él! —chilló alguien.

—¿Y cuál fue el mordet? —dijo el rey Throbms con su voz más sedosa.

—Pues bien… siete años.

—¿De veras? Me siento ultrajado. Durante siete años no probarás néctar, sino el vinagre que te retuerce los dientes. Durante siete años olerás hedores y nunca descubrirás de dónde vienen. Durante siete años las alas te fallarán y las piernas te pesarán como plomo y te hundirás en todo salvo en el suelo más duro. Durante siete años cargarás con todas las manchas y viscosidades de nuestro castillo. Durante siete años sufrirás una picazón en el vientre que no se aliviará por más que la rasques. Y durante siete años no se te permitirá mirar la bonita gema nueva.

La última afirmación desesperó a Falael.

—¡Ay, la gema…! Buen rey Throbius, no me maltrates así. ¡Adoro ese color! ¡Es mi tesoro favorito!

—¡Lo siento! ¡Largo de aquí!

—¿Entonces me devolverás a Dhrun? —preguntó Aillas.

—¿Me arrastrarías a una guerra con Trelawny Shee, o Zady Shee, o el Shee del Valle Brumoso? ¿O cualquier otro castillo de hadas del bosque? Debes pedir un precio razonable por tu piedra. ¡Flink!

—Sí, majestad.

—¿Qué podemos ofrecer al príncipe Aillas para satisfacer sus necesidades?

—Majestad, puedo sugerir el Nunca-falla, usado por Chil el caballero-hada.

—¡Feliz idea! ¡Flink, eres muy ingenioso! ¡Ve a prepararlo, al instante!

—¡Al instante será, majestad!

Aillas metió la mano con la gema dentro de su morral.

—¿Qué es un Nunca-falla? —preguntó con recelo.

La voz de Flink, jadeante y chillona, sonó junto al rey Throbius.

—Aquí lo tengo, majestad, tras grandes y diligentes trabajos a tus órdenes.

—Cuando exijo prisa, Flink vuela —le dijo el rey Throbius a Aillas—. Cuando dijo «al instante», para él significa «ya».

—Así es —jadeó Flink—. ¡Ah, cuánto he trabajado para complacer al príncipe Aillas! Si él se digna dirigirme una sola palabra de alabanza, me sentiré más que recompensado.

—¡Ése es mi Flink! —le dijo el rey Throbius a Aillas—. ¡Franco y honesto!

—Flink me interesa menos que mi hijo Dhrun. Estabas por traerlo a mí.

—¡Mejor aún! El Nunca-falla te servirá toda la vida, siempre para indicarte dónde se encuentra Dhrun. ¡Fíjate! —El rey Throbius exhibió un objeto irregular de siete centímetros de diámetro, tallado en una chapa de nogal y suspendido de una cadena. Una protuberancia lateral culminaba en una punta con un diente filoso. El rey Throbius meció el Nunca-falla cogiéndolo de la cadena—. ¿Ves la dirección que indica el diente blanco? En ese rumbo encontrarás a tu hijo Dhrun. El Nunca-falla es infalible y está garantizado para siempre. ¡Tómalo! El instrumento te guiará infaliblemente hacia tu hijo.

Aillas sacudió la cabeza con indignación y dijo:

—Señala hacia el norte, dentro del bosque, hacia dónde sólo van los tontos y las hadas. Este Nunca-falla señala el rumbo de mi propia muerte… o puede llevarme sin fallar hasta el cadáver de Dhrun.

El rey Throbius estudió el instrumento.

—Está vivo, de lo contrario el diente no buscaría esa dirección con tanto énfasis. En cuanto a tu propia seguridad, sólo puedo decir que el peligro existe por doquier para ti y para mí. ¿Te sentirías seguro recorriendo las calles de la ciudad de Lyonesse? Sospecho que no. ¿O de Domreis, donde el príncipe Trewan espera llegar a rey? El peligro es como el aire que respiramos. ¿Por qué asustarse del garrote de un ogro o de las mandíbulas de una fiera? La muerte llega a todos los mortales.

—¡Bah! —masculló Aillas—. Flink es rápido. Que él se interne en el bosque con el Nunca-falla y traiga de vuelta a mi hijo.

Por todas partes estallaron risas que cesaron de golpe cuando el rey Throbius alzó el brazo de mal talante.

—El sol se yergue alto y caliente; el rocío se evapora y las abejas llegan primero a nuestras flores. Estoy perdiendo interés en las transacciones. ¿Cuáles son tus condiciones finales?

—Como he dicho, quiero a mi hijo sano y salvo. Eso significa sin mordéis de mala suerte y con Dhrun, mi hijo, en mis seguras manos. A cambio de esta gema.

—Uno sólo puede hacer lo razonable y conveniente —dijo el rey Throbius—. Falael levantará el mordet. En cuanto a Dhrun, aquí está el Nunca-falla y con él nuestra garantía: te guiará hasta Dhrun, que está vivo. Tómalo ahora. —Puso el Nunca-falla en las manos de Aillas, quien entreabrió la palma. El rey Throbius le arrebató la gema y la levantó—. ¡Es nuestra!

De todos lados llegó un suspiro de reverencia y alegría.

—¡Ah, ah! ¡Vedla brillar!

—¡Un torpe, un idiota!

—¡Mirad lo que dio por una bagatela!

—Por tal tesoro debió exigir una nave de viento, o un palanquín llevado por veloces grifos, asistido por hadas-doncella.

—O un castillo de veinte torres en Prado Brumoso.

—¡Qué tonto, qué tonto!

Las ilusiones parpadearon; el rey Throbius empezó a perder autoridad.

—¡Espera! —gritó Aillas, aferrando la capa escarlata—. ¿Qué me dices del mordet? ¡Debe levantarse!

—Mortal —dijo el azorado Flink—, has tocado el real atuendo. Es una ofensa imperdonable.

—Vuestras promesas me protegen —dijo Aillas—. ¡Se debe levantar el mordet de mala suerte!

—¡No es fácil! —suspiró el rey Throbius—. Pero supongo que debo encargarme de ello. ¡Falael! En vez de rascarte con tanto afán el vientre, elimina la maldición. Yo eliminaré tu picazón.

—¡Mi honor está en juego! —exclamó Falael—. ¿Quieres que parezca veleta?

—Nadie se fijaría.

—Que se disculpe por sus miradas malignas.

—Como padre de él —dijo Aillas—, actúo en su nombre y presento sus profundas disculpas por los actos que te hayan molestado.

—Después de todo, no fue amable al tratarme así.

—¡Claro que no! Eres sensible y justo.

—En ese caso, recordaré al rey Throbius que el mordet fue de él. Yo sólo engañé a Dhrun para que mirara hacia atrás.

—¿Así fueron las cosas? —preguntó el rey Throbius.

—En efecto, majestad —dijo Flink.

—Entonces no puedo hacer nada. La maldición real es indeleble.

—¡Devuélveme la gema! —exclamó Aillas—. No has respetado el trato.

—Prometí hacer todo lo razonable y conveniente, y lo he hecho. Todo lo demás es contraproducente. ¡Flink! Aillas me está aburriendo. ¿De qué parte atrapó mi manto… norte, este, sur u oeste?

—Oeste, majestad.

—¿Oeste, eh? Bien, no podemos dañarlo, pero podemos echarlo. Llévalo al oeste, ya que tal parece ser su preferencia, lo más lejos posible.

Aillas fue arrebatado por un remolino que se remontó en el cielo. Ráfagas de viento le aullaron en los oídos mientras el sol, las nubes y la tierra giraban a su alrededor. Subió a gran altura, bajó hacia aguas relucientes y se posó en la arena a orillas del mar.

—Más al oeste no puedes estar —dijo una voz ahogada en regocijos—. ¡Piensa bien de nosotros! Si fuéramos rudos, el oeste podría estar medio kilómetro más alejado.

La voz desapareció. Aillas se levantó con dificultad. Estaba solo en un lúgubre promontorio no lejos de una ciudad. Le habían arrojado el Nuncafalla a los pies, en la arena húmeda. Lo recogió antes de que el oleaje se lo llevara.

Se organizó las ideas. Aparentemente estaba en Cabo Despedida, en el extremo occidental de Lyonesse. Esa ciudad debía de ser Pargetta. Asió el Nuncafalla de la cadena. El diente giró para apuntar hacia el nordeste.

Aillas soltó un suspiro de frustración, luego caminó playa arriba hasta Pargetta, bajo el castillo Malisse. En la posada comió pan y pescado frito y luego, después de regatear una hora con el establero, compró un semental gris y maduro con cabeza de martillo, terco y tosco, pero capaz de prestar buenos servicios si no se le exigía demasiado y —no menos importante— a un precio relativamente bajo.

El Nuncafalla apuntaba hacia el nordeste; con medio día aún por delante, Aillas tomó por la Calle Vieja [22], subió por el valle del río Siringa y entró en las frondosidades del Troagh, la culminación meridional del Teach tac Teach. Pasó la noche en una solitaria posada de montaña y a última hora del día siguiente llegó a Nolsby Sevan, pueblo donde se cruzaban tres carreteras importantes: el Sfer Arct, que iba al sur hasta la ciudad de Lyonesse, la Calle Vieja y el Pasaje de Ulf, que serpenteaba al norte internándose en las Ulflandias a través de Kaul Bocach.

Aillas se alojó en la Posada del Caballo Blanco y al día siguiente partió hacia el norte por el Pasaje de Ulf, a la mayor velocidad que le permitía su terca cabalgadura. Sus planes no eran complejos ni detallados, dada la situación. Atravesaría el paso, entraría en Ulflandia del Sur por Kaul Bocach y llegaría a Dahaut por la Trompada, sorteando Tintzin Fyral. En los Rincones de Camperdilly dejaría la Trompada para tomar el Camino Este-Oeste, una ruta que según el Nuncafalla lo llevaría casi directamente hacia Dhrun, si así lo permitía el mordet de siete años.

Al cabo de un trecho Aillas alcanzó a un grupo de buhoneros que se dirigían a Ys y a las ciudades de la costa de Ulflandia del Sur. Se unió al grupo para no pasar solo por Kaul Bocach, donde podría despertar sospechas.

En Kaul Bocach recibió noticias perturbadoras, traídas por refugiados del norte. Los ska habían asolado nuevamente Ulflandia del Norte y del Sur, casi aislando la ciudad de Oaldes, con el rey Onante y su ridícula corte, y aún se ignoraba por qué los ska eran tan pacientes con el impotente Oriante.

En otra operación los ska habían avanzado por el este, hasta la frontera de Dahaut y más allá, para capturar la gran fortaleza Poelitetz, frente a la Llanura de las Sombras.

La estrategia ska no presentaba misterios para el sargento diurno de Kaul Bocach.

—Se proponen tomar las Ulflandias, el norte y el sur, como un lucio toma una perca. ¿Puede haber alguna duda? Un mordisco cada vez: una dentellada aquí, una roída allá, y pronto la bandera negra ondeará desde Cabeza Tawzy hasta Cabo Tay, y algún día quizá tengan la audacia de probar suerte con Ys y Valle Evander, si pueden adueñarse de Tintzin Fyral. —Alzó la mano—. ¡No, no me digáis! Así no es como un lucio toma una perca: la engulle de un trago. ¡Pero al final es todo uno!

Los intimidados buhoneros deliberaron en un bosquecillo de álamos y finalmente decidieron continuar con cautela, al menos hasta Ys.

Ocho kilómetros más tarde los buhoneros se encontraron con un grupo de campesinos, algunos con caballos o asnos, otros conduciendo carretones cargados de pertenencias, otros a pie, con niños: refugiados, así se identificaron, echados de sus moradas por los ska. Un gran ejército negro, decían, ya había asolado Ulflandia del Sur, eliminando toda resistencia, esclavizando a los hombres y mujeres aptos, incendiando las fortalezas y castillos de los barones ulflandeses.

Los desesperados buhoneros deliberaron una vez más, y por enésima vez decidieron seguir al menos hasta Tintzin Fyral.

—¡Pero no más lejos sin garantías de seguridad! —declaró el más sagaz del grupo—. Recordad: un paso en el valle y debemos pagar los peajes del duque.

—¡Adelante pues! —dijo otro—. A Tintzin Fyral, y veremos qué nos deparan esas tierras.

El grupo continuó la marcha, sólo para encontrarse al poco tiempo con otro contingente de refugiados que traía noticias alarmantes: el ejército ska había llegado a Tintzin Fyral y acababa de iniciar un ataque.

Era imposible seguir adelante: los buhoneros dieron media vuelta y retrocedieron hacia el sur con más entusiasmo que cuando avanzaban hacia el norte.

Aillas quedó solo en la carretera. Tintzin Fyral estaba a unos ocho kilómetros. No le quedaba más opción que tratar de descubrir una ruta que sorteara Tintzin Fyral: una que trepara a las montañas, las cruzara y bajara nuevamente a la Trompada.

En una barranca pequeña y empinada, sofocada por robles y cedros achaparrados, Aillas desmontó y siguió una tenue huella hacia el horizonte. Una tosca vegetación le cerraba el paso y rodaban piedras sueltas en el suelo; el caballo con cabeza de martillo no disfrutaba de ese ejercicio. Durante la primera hora, Aillas apenas avanzó un kilómetro. Al cabo de otra hora llegó a la cima de una estribación que se extendía desde el peñasco central. La ruta se volvió más practicable y adoptó un rumbo paralelo al de la carretera de abajo, pero siempre en ascenso hacia esa montaña de cima chata conocida como Cerro Tac: el punto más elevado que había a la vista.

Tintzin Fyral no podía estar lejos. Deteniéndose para recobrar el aliento, Aillas creyó oír débiles gritos. Continuó pensativamente, tratando de mantenerse oculto. Calculó que Tintzin Fyral se erguía poco más allá, detrás del Tac. Se estaba acercando a la escena del sitio más de lo que se había propuesto.

La puesta de sol le sorprendió a cien metros de la cima, en un pequeño valle junto a un bosquecillo de alerces de montaña. Aillas se hizo un lecho de ramas, ató el caballo cerca de un arroyuelo. Prescindiendo de la comodidad de una fogata, comió pan con queso de la alforja. Extrajo el Nuncafalla del morral y notó que el diente giraba hacia el nordeste, quizás un poco más al este que antes.

Se lo guardó en el morral, el cual ocultó junto a las alforjas bajo una mata de laurel y subió hacia el risco para echar una ojeada. Los reflejos del sol aún bañaban el cielo mientras una enorme luna llena ascendía desde la negrura del Bosque de Tantrevalles. En ninguna parte se veía el destello de una vela o una lámpara, ni el chisporroteo de un fuego.

Aillas examinó la alta cima que se erguía a sólo cien metros. En la penumbra reparó en una huella; otros habían recorrido antes ese camino, aunque no por la ruta por donde él había ido.

Aillas avanzó hasta la cima y encontró una zona llana de una o dos hectáreas. En el centro un altar de piedra y cinco dólmenes se perfilaban a la luz de la luna.

Sorteando el altar, Aillas cruzó la cima chata y llegó hasta el borde opuesto. Tintzm Fyral parecía tan cerca que podría haber arrojado una piedra al tejado de la torre más alta. El castillo estaba iluminado como para una celebración de gala, las ventanas relucientes de luz áurea. A lo largo del risco que había detrás del castillo chisporroteaban cientos de fogatas rojas y anaranjadas; entre ellas se movían altos y sombríos guerreros, en una cantidad que Aillas no supo estimar. Detrás de ellos, opacos a la luz del fuego, se erguía el delgado perfil de cuatro enormes máquinas de sitio. Obviamente no se trataba de una aventura antojadiza ni improvisada.

El abismo que había a los pies de Aillas caía abruptamente hasta el suelo de Valle Evander. Unas antorchas alumbraban una plaza de armas al pie del castillo, ahora desocupada; otras, en hileras paralelas, marcaban los parapetos de una muralla a lo largo del cuello angosto del valle, al igual que la plaza de armas, desprovista de defensores.

Kilómetro y medio hacia el oeste, a lo largo del risco, otro enjambre de fogatas indicaba un segundo campamento, presumiblemente ska.

La escena tenía una extraña imponencia que conmovió a Aillas. Observó un rato, luego dio media vuelta y bajó por el claro de luna hasta su propio campamento.

La noche era más fresca de lo que correspondía a la estación. Aillas se tendió en el lecho de ramas, tiritando bajo la capa y la manta de la silla. Pronto se durmió, pero sobresaltadamente, y de cuando en cuando despertaba para observar el paso de la luna por el cielo. Una de las veces, con la luna a medio camino en el oeste, oyó un lejano alarido de dolor: algo entre un aullido y un gemido, que le erizó el vello de la nuca. Se acurrucó en su lecho. Pasaron los minutos y el grito no se repitió. Al final cayó en un sopor y durmió más tiempo del que habría deseado; se despertó sólo cuando los rayos del sol naciente le brillaron en la cara.

Se levantó letárgicamente, se lavó la cara en el arroyo y reflexionó sobre el rumbo que tomaría. El camino que conducía a la cima tal vez descendiera para unirse con la Trompada: una ruta conveniente, siempre que eludiera a los ska. Decidió regresar a la cima para estudiar la situación. Tras coger un trozo de pan y queso para comer en el camino, trepó a la cima. Debajo, las montañas descendían casi hasta el linde del bosque en gibosas estribaciones, cañadas y pliegues ondulantes. Por lo que veía, el sendero llegaba hasta la Trompada, de modo que le serviría.

En esa clara mañana de sol el aire olía a dulces hierbas de montaña: brezo, aulaga, romero, cedro. Aillas cruzó la cima para ver cómo estaba el sitio de Tintzin Fyral. Pensó que era importante saberlo; si los ska dominaban Poélitetz y Tintzin Fyral, controlarían las Ulflandias.

Cerca del borde anduvo a gatas para que su silueta no destacara en el horizonte; luego se aplastó contra el suelo y se asomó por el barranco. A poca distancia, Tintzin Fyral se erguía en un alto peñasco; cerca, pero no tan cerca como le había parecido la noche anterior, cuando creía que podía arrojar una piedra hasta el tejado. Ahora era evidente que el castillo sólo se podía alcanzar mediante un fuerte tiro de flecha. La torre más alta culminaba en una terraza protegida por parapetos. Un paso curvo unía el castillo con las alturas que había más allá, donde la explanada más cercana, reforzada desde abajo por un muro de contención de bloques de piedra, estaba a tiro de ballesta del castillo. Aillas pensó que la arrogancia de Faude Carfilhiot era tonta y excesiva, pues permitía que semejante plataforma permaneciera desprotegida. Ahora la zona hervía de tropas ska. Llevaban cascos de acero y chaquetones negros de mangas largas; se movían con la agilidad y determinación de un ejército de hormigas asesinas. Si el rey Casmir había esperado concertar una alianza o al menos una tregua con los ska, sus esperanzas quedaban frustradas, pues con el ataque los ska se habían declarado sus adversarios.

Tanto el castillo como Valle Evander lucían letárgicos en esa mañana brillante. Ningún campesino rastrillaba el campo ni recorría el camino, y las tropas de Carfilhiot no se veían por ninguna parte. Con gran esfuerzo, los ska habían desplazado cuatro catapultas por los brezales, ladera arriba hasta el risco que dominaba Tintzin Fyral. Aillas les vio empujar las máquinas. Eran fuertes artefactos capaces de arrojar rocas de cuarenta y cinco kilos hasta Tintzin Fyral, para derribar almenas, destrozar troneras, desgarrar murallas y por último, tras disparos repetidos, demoler la alta torre. Manejadas por ingenieros hábiles, y con proyectiles regulares, podían tener una precisión casi exacta.

Mientras Aillas observaba, llevaron las catapultas hasta el borde del saliente que daba a Tintzin Fyral.

Carfilhiot en persona salió a la terraza, en bata celeste: parecía que acabara de levantarse. De inmediato varios arqueros ska se adelantaron y arrojaron una andanada de flechas que volaron silbando a través del barranco. Carfilhiot se refugió detrás de una almena con un gesto de fastidio ante la interrupción de su paseo. Tres de sus cortesanos se presentaron en la azotea y pronto levantaron tramos de malla metálica en los parapetos para desviar las flechas ska; Carfilhiot pudo continuar respirando el aire de la mañana. Los ska lo observaron perplejos e intercambiaron comentarios irónicos mientras procedían a cargar sus catapultas.

Aillas sabía que debía partir, pero no se resignaba a irse. Era un escenario, habían subido el telón, los actores estaban presentes: el drama iba a comenzar. Guerreros ska manipularon las cabrias. Arquearon hacia atrás las macizas vigas propulsoras, que gruñeron y crujieron; pusieron proyectiles en las cucharas. Los maestros arqueros hicieron girar tuercas, para perfeccionar la puntería. Todo estaba preparado para la primera andanada.

Carfilhiot de pronto pareció reparar en la amenaza que sufría su torre. Hizo un ademán de fastidio y pronunció una palabra por encima del hombro. Debajo de las catapultas, los puntales de piedra que sostenían la explanada se derrumbaron. Catapultas, proyectiles, piedras, arqueros, ingenieros y tropas comunes se despeñaron. Cayeron durante mucho tiempo, con alucinatoria lentitud: abajo, abajo, girando, rodando, brincando y resbalando en los últimos treinta metros, para detenerse en un caótico montón de piedra, maderas y cuerpos rotos.

Carfilhiot dio una última vuelta por la terraza y entró en el castillo.

Los ska evaluaron la situación, más severos que furiosos. Aillas se retiró, fuera del alcance de la visión de los ska. Era el momento de marcharse, tan lejos y tan pronto como fuera posible. Miró el altar de piedra con nuevo ánimo especulativo. Carfilhiot era obviamente un experto en estratagemas. ¿Dejaría un sitio de observación tan tentador para presuntos enemigos sin protección? Aillas, de pronto nervioso, echó una última mirada a Tintzin Fyral. Cuadrillas de obreros ska, evidentemente esclavos, arrastraban maderas a lo largo del risco. Los ska, aunque privados de sus catapultas, no abandonaban el sitio. Aillas observó un minuto, dos. Se apartó del borde y se encontró frente a una patrulla de siete hombres que llevaban el negro atuendo de los ska: un cabo y seis guerreros, dos apuntándole con los arcos tensos. Aillas levantó las manos.

—Soy sólo un viajero. Dejadme ir.

El cabo, un hombre alto de cara extraña y salvaje, soltó un graznido burlón.

—¿Aquí en la montaña? ¡Eres un espía!

—¿Un espía? ¿Con qué propósito? ¿Qué podría contar? ¿Qué los ska están atacando Tintzin Fyral? Vine aquí arriba a buscar un camino seguro que me permitiera sortear la batalla.

—Aquí estás seguro, en efecto. Ven. Incluso los dos-piernas[23] pueden ser útiles.

Los ska le quitaron la espada a Aillas y le rodearon el cuello con una soga. Lo condujeron desde el Tac, por el barranco, hasta el campamento ska. Le despojaron de sus ropas, le cortaron el pelo, le obligaron a lavarse con jabón amarillo y agua, le dieron nuevas ropas de basto gris, y finalmente un herrero le forjó un collar de hierro con una argolla a la cual se podía unir una cadena.

Cuatro hombres de túnica gris lo aferraron y lo pusieron de bruces sobre un tronco. Le bajaron los pantalones; el herrero, con un hierro candente, le marcó la nalga derecha. Oyó el siseo de la carne quemada y sintió el hedor, que lo hizo vomitar. Los que lo sostenían maldijeron y saltaron a un lado, pero continuaron aferrándolo mientras le colocaban un vendaje sobre la quemadura. Luego lo incorporaron. Un sargento ska lo llamó:

—Súbete los pantalones y ven aquí. —Aillas obedeció.

—¿Nombre?

—Aillas.

El sargento lo anotó en un libro.

—¿Lugar de nacimiento?

—No lo sé.

El sargento anotó de nuevo y levantó la cabeza.

—Hoy la suerte es tu amiga; ahora puedes considerarte un skaling, que sólo es inferior a un ska natural. No se toleran los actos de violencia contra los ska o los skaling, ni la perversión sexual, ni la falta de limpieza, ni la insubordinación, ni la conducta huraña, insolente, truculenta o desordenada. ¡Olvida tu pasado, es un sueño! Ahora eres un skaling, y el comportamiento de los ska es el tuyo. Se te asigna al jefe de grupo Taussig. Sé obediente, trabaja con lealtad: no tendrás razones para quejarte. Allá está Taussig. Preséntate a él de inmediato.

Taussig, un skaling bajo e hirsuto, tenía una pierna arqueada y caminaba cojeando, haciendo gestos crispados y entornando los ojos celestes como si sufriera un enojo crónico. Echó una ojeada a Aillas y le pasó una cadena larga y ligera por la argolla del collar.

—Soy Taussig. Sea cual sea tu nombre, olvídalo. Ahora eres Taussig Seis. Cuando grite «Seis» me refiero a ti. Dirijo una cuadrilla laboriosa. Compito en la producción. Para complacerme, debes tratar de superar a todas las demás cuadrillas. ¿Entiendes?

—Entiendo tus palabras —dijo Aillas.

—¡Eso no corresponde! «¡Sí, señor!».

—Sí, señor.

—Ya huelo rencor y resistencia en ti. ¡Ten cuidado! Soy justo pero no perdono. Haz todo lo que puedas, o más de lo que puedas, así todos podremos progresar. Si remoloneas, yo sufriré tanto como tú, y no debe ser así. Ven ahora, a trabajar.

La cuadrilla de Taussig, con el añadido de Aillas, tenía ahora su número completo, seis. Taussig los llevó a una garganta calcinada por el sol y los puso a trabajar arrastrando maderas hasta el risco y cuesta abajo hasta donde los ska y los skaling trabajaban juntos para construir un túnel de madera a lo largo del paso que iba a Tintzin Fyral, con el propósito de lanzar un ariete contra la puerta del castillo. En los parapetos, los arqueros de Carfilhiot buscaban blancos: ska o skaling. En cuanto alguno de ellos se exponía, una flecha salía disparada desde arriba.

Cuando el túnel de madera llegó a la mitad del paso, Carfilhiot elevó un onagro a la escarpa y comenzó a lanzar piedras de cien kilos contra la estructura de madera: en vano, pues las piezas eran elásticas y estaban habilidosamente unidas; chocaban contra la madera, trituraban la corteza, astillaban la superficie y se precipitaban en la cañada.

Aillas enseguida descubrió que sus compañeros de cuadrilla estaban tan poco ansiosos como él de elevar el grado de Taussig, quien cojeaba de aquí para allá exhortando, amenazando e insultando:

—¡Usa los hombros, Cinco! ¡Tirad, tirad! ¿Estáis enfermos? ¡Tres, eres un cadáver! ¡Tira de una vez! ¡Seis, te estoy mirando! ¡Conozco a los de tu calaña! ¡Ya estás tratando de zafarte!

Por lo que veía Aillas, su cuadrilla trabajaba tanto como las demás, y no prestó atención a las imprecaciones de Taussig. El desastre de esa mañana lo había aturdido; sólo ahora empezaba a sentir todo el peso de sus consecuencias.

Al mediodía los skalings recibieron pan y sopa para comer. Aillas se sentó, apoyándose en la nalga izquierda, en un estado de febril ensoñación. Durante la mañana lo habían puesto a trabajar con Yane, un taciturno ulflandés del norte, de unos cuarenta años. Yane era bajo y nervudo, con brazos largos, pelo oscuro y tosco, cara rugosa y coriácea. Observó a Aillas unos minutos, luego vociferó:

—Come, muchacho. Conserva tus fuerzas. No ganas nada con rumiar.

—Tengo preocupaciones que no puedo olvidar.

—Olvídalas. Has empezado una nueva vida.

—Yo no —dijo Aillas, moviendo la cabeza.

—Si tratas de escapar —gruñó Yane— todos los de tu cuadrilla son azotados y degradados, Taussig incluido. Así que todos vigilan a los demás.

—¿Nadie escapa?

—Rara vez.

—¿Y qué pasa contigo? ¿Nunca has intentado escapar?

—La fuga es más difícil de lo que piensas. Es un tema del que nadie habla.

—¿Y nadie es liberado?

—Cuando termina tu período eres pensionado. Entonces no les importa lo que hagas.

—¿Cuánto dura un período?

—Treinta años. —Aillas gruñó.

—¿Quién es el jefe de los ska?

—El duque Mertaz. Allá está… ¿Adónde vas?

—Debo hablar con él. —Aillas se levantó penosamente y se dirigió hacia un alto ska que observaba Tintzin Fyral con aire reflexivo. Aillas se detuvo frente a él—. Señor, ¿tú eres el duque Mertaz?

—Soy yo. —El ska escudriñó a Aillas con sus ojos verdosos.

—Señor —explicó Aillas—, esta mañana tus soldados me capturaron y me pusieron este collar.

—Ajá.

—En mi país soy un noble. No veo razones para que no se me trate como tal. Nuestros países no están en guerra.

—Los ska están en guerra con todo el mundo. No esperamos misericordia de nuestros enemigos; tampoco la damos.

—Entonces te pido que te atengas a las leyes de la guerra y me permitas pedir rescate por mi libertad.

—No somos un pueblo numeroso; necesitamos mano de obra, no oro. Hoy se te marcó con un fecha. Debes servirnos treinta años, luego serás liberado con una pensión generosa. Si intentas escapar, serás mutilado o muerto. Esperamos tales tentativas y estamos alerta. Nuestras leyes son simples y no admiten ambigüedades. Obedécelas. Vuelve a trabajar.

Aillas regresó a donde estaba Yane.

—¿Y bien?

—Me dijo que debo trabajar treinta años. —Yane rió y se incorporó.

—Taussig nos llama.

Caravanas de carretas bajaban por las colinas con madera de las montañas. Cuadrillas de skalings arrastraban los troncos risco arriba. Poco a poco el túnel de madera avanzó por el paso hacia Tintzin Fyral.

La estructura se fue acercando a las murallas del castillo. Los guerreros de Carfilhiot vaciaron vejigas de aceite sobre las maderas y arrojaron flechas incendiarias desde los parapetos. Estallaron llamas anaranjadas mientras gotas de aceite ardiente se filtraban por las fisuras. Los que trabajaban debajo tuvieron que retroceder.

Una cuadrilla especial llevó artefactos fabricados con láminas de cobre y los colocó sobre la madera para formar un techo protector, haciendo que el aceite ardiente cayera inofensivamente al suelo.

Paso a paso el túnel se acercaba a las murallas del castillo. Los defensores exhibían una calma perturbadora.

El túnel llegó a las murallas. Un pesado ariete revestido de hierro fue lanzado hacia adelante; guerreros ska atestaron el túnel, preparados para embestir a través del portal derribado. Desde las alturas de la torre, una maciza bola de hierro bajó meciéndose en el extremo de una cadena para asestar un buen golpe a la construcción: troncos, ariete y guerreros fueron barridos por el borde del paso hacia la hondonada, y otra maraña de maderas y cuerpos triturados cayó sobre el montón que yacía allí.

Desde el risco, a la luz del atardecer, los comandantes ska observaban la destrucción de sus obras. Hubo una pausa en el sitio. Los skalings se agruparon en un hueco para ocultarse del constante viento del oeste. Aillas, como los demás, se agazapó bajo la luz borrosa, de espaldas al viento, observando los perfiles de los ska en el horizonte.

Esa noche ya no habría acciones contra Tintzm Fyral. Los skalings marcharon cuesta abajo hacia el campamento, donde les dieron potaje hervido con bacalao seco. Los cabos condujeron sus pelotones a una trincheraletrina, donde todos se agacharon y defecaron al unísono. Luego desfilaron ante un carro donde cada cual tomó una tosca manta de lana y se acostó en el suelo.

Aillas durmió el sueño del agotamiento. Despertó dos horas después de medianoche. El lugar lo confundió. Se levantó bruscamente, sólo para sentir un brusco tirón en la cadena del collar.

—¡Detente! —gruñó Taussig—. Los nuevos siempre tratan de escapar la primera noche, pero conozco todos los trucos.

Aillas se desplomó en la manta. Permaneció escuchando el silbido del frío viento entre las rocas, el murmullo de las voces de los centinelas ska y de los que cuidaban las fogatas, los ronquidos y clamores de los skalings dormidos. Pensó en su hijo Dhrun, que quizás estaba solo y desamparado, que quizá sufría o peligraba en ese preciso instante. Pensó en Nuncafalla, bajo una mata de laurel en la cuesta del Tac. El caballo rompería la soga y se iría a buscar forraje. Pensó en Trewan y en Casmir, de corazón de piedra. ¡Desquite! ¡Venganza! Las palmas le sudaban con apasionado odio. Al cabo de media hora volvió a dormirse.

Poco antes del alba, en esa desolada hora de la noche, un rumor y un estrépito lejano, como de árboles cayendo, despertó a Aillas por segunda vez. Permaneció inmóvil, escuchando los gritos vibrantes de los ska.

Al amanecer, el tañido de una campana despertó a los skalings. Aturdidos y huraños, llevaron sus mantas al carro, visitaron la letrina y, los que deseaban hacerlo, se bañaron en un arroyo de agua helada. El desayuno era igual que la cena: potaje y bacalao seco, con una taza de té de menta mezclado con pimienta y vino para estimularles las energías.

Taussig llevó a su cuadrilla al risco, y allí se reveló el origen de los ruidos que habían oído antes del alba. Durante la noche, los defensores del castillo habían enganchado garfios en lo que quedaba del túnel de madera. Una cabria había tensado la línea desde arriba y había arrojado el túnel al fondo de la cañada. Todo el esfuerzo de los ska había sido en vano; peor aún, habían desperdiciado materiales y les habían destruido las máquinas. Tintzin Fyral no había sufrido el menor daño.

Los ska ahora no se concentraban en el pasaje destruido sino en un ejército acampado a cinco kilómetros al oeste del valle. Exploradores que regresaban de sus misiones de reconocimiento mencionaron cuatro batallones de tropas bien disciplinadas: las Milicias Factoriales de Ys y Evander, compuestas por lanceros, arqueros, lanceros a caballo y caballeros, unos dos mil hombres en total. Tres kilómetros atrás, la luz de la mañana destellaba en el metal y en el movimiento de otras tropas en marcha.

Aillas hizo sus cálculos: el contingente de ska era menos numeroso de lo que él había calculado al principio, tal vez no más de mil guerreros. Taussig notó su interés y soltó una risotada.

—¡No cuentes con la batalla, muchacho! ¡No abrigues falsas esperanzas! No lucharán por la gloria, a menos que haya algo que ganar. No cometerán tonterías, te lo aseguro.

—Aun así, tendrán que romper el cerco.

—Eso ya está decidido. Esperaban coger a Carfilhiot desprevenido. ¡Mala suerte! Los burló con sus tretas. La próxima vez las cosas serán diferentes, ya verás.

—No pienso estar aquí.

—Eso dices. He sido skaling diecinueve años. Tengo una posición responsable y en once años tendré mi pensión. Mis esperanzas están del bando de mis propios intereses.

Aillas lo miró con desprecio.

—Parece que no quieres ser libre.

—¡Ojo! —advirtió Taussig con voz cortante—. ¡Esas palabras pueden valerte unos azotes! Allí está la señal. Se levanta el campamento.

Los ska y los skalings abandonaron el risco y se pusieron en marcha por los brezales de Ulflandia del Sur. Aillas nunca había visto una comarca como aquella: colinas bajas cubiertas de aulaga y brezo y vallecitos cruzados por arroyuelos. Estribaciones rocosas se recortaban en las alturas; matorrales y bosquecillos sombreaban los prados. Los campesinos huían hacia todas partes al ver a las tropas vestidas de negro. Casi toda la región estaba abandonada, las chozas desiertas, los cercos de piedra rotos, y la aulaga marchita. Los castillos custodiaban los lugares altos, testimoniando los peligros de la guerra entre clanes y el predominio de las incursiones nocturnas. Muchos de esos lugares estaban en ruinas, las piedras moteadas de liquen; los que habían sobrevivido alzaban los puentes levadizos mientras los hombres miraban el paso de las tropas ska desde los parapetos.

Caminaban entre altas colinas separadas por turberas y un agreste suelo negro. Nubes bajas se arremolinaban en el cielo, entreabriéndose para dejar pasar la luz del sol, cerrándose de pronto para cortar el resplandor. Pocas personas habitaban esas regiones, salvo granjeros, mineros y renegados.

Aillas caminaba sin pensar. Sólo veía la espalda corpulenta y el pelo desmelenado del hombre que tenía delante y el vínculo establecido por la cadena que oscilaba entre ambos. Obedecía la orden de comer; obedecía la orden de dormir; no hablaba con nadie, excepto para intercambiar murmullos con Yane.

La columna pasó a sólo ochocientos metros de la ciudad fortificada de Oáldes, donde el rey Orlante había mantenido su corte durante mucho tiempo, emitiendo sonoras órdenes que rara vez se obedecían y pasando mucho tiempo en el jardín del palacio, entre sus dóciles conejos blancos. Cuando se avistaron las tropas ska, los rastrillos bajaron con estrépito y los arqueros subieron a las murallas. Los ska no prestaron atención y continuaron la marcha a lo largo de la costa, donde el oleaje del Atlántico se estrellaba en la orilla.

Una patrulla ska llevó noticias que pronto llegaron a oídos de los skalings: el rey Oriante había muerto entre convulsiones y el retardado Quilcy había heredado el trono de Ulflandia del Sur. Compartía el interés de su padre en los conejos blancos, y se decía que sólo comía natillas, pastelillos de miel y bizcochos.

Yane explicó a Aillas por qué los ska permitían que Oriante, y ahora Quilcy, reinaran sin ser perturbados.

—No nos crean problemas. Desde el punto de vista ska, Quilcy puede reinar para siempre, mientras siga jugando con sus casas de muñecas.

La columna entró en Ulflandia del Norte por una frontera sólo indicada por un montón de piedras junto al camino. En las aldeas pesqueras próximas a la carretera sólo quedaban viejos, pues los jóvenes y fuertes habían huido para evitar que los capturaran.

Una mañana lúgubre en que un viento feroz arrastraba la espuma hacia la costa, la columna pasó bajo una vieja torre de señales de Firbolg, construida para levantar a los clanes contra los incursores danaan, y así entró en la Costa Norte, territorio ska. Ahora las aldeas estaban desiertas del todo, pues sus anteriores habitantes habían sido exterminados, esclavizados o expulsados. En Vax, la columna se dividió en varias partes.

Algunos se embarcaron rumbo a Skaghane; unos pocos continuaron por la carretera de la costa hacia las canteras, donde algunos skalings intratables pasarían el resto de sus vidas moliendo granito. Otro contingente, que incluía a Taussig y su cuadrilla, viró tierra adentro hacia el castillo Sank, sede del duque [24] Luhalcx y escala de las caravanas de skalings que se dirigían a Poélitetz.