Por la mañana temprano, con el sol bajo detrás de los árboles y el rocío todavía húmedo sobre la hierba, Graithe el leñador llevó a Aillas al prado de Madling. Le señaló un montículo donde crecía un roble nudoso y pequeño.
—Eso es Thripsey Shee. Para ojos mortales parece muy poca cosa, pero hace mucho tiempo, cuando yo era joven y temerario, robé aquí los leños de una Víspera del Solsticio de Verano, cuando las hadas no se molestan en disimular; y donde ahora ves montículos de hierba y un viejo árbol, yo vi pabellones de seda y un millón de lámparas y torres una sobre otra. Las hadas pidieron a los músicos una pavana, y la música empezó. Quería correr a unirme a ellos, pero sabía que si bailaba un solo paso en territorio de hadas, debería bailar sin descanso el resto de mi vida, así que me tapé los oídos y me fui arrastrando los pies con desconsuelo.
Aillas investigó el prado de Madling. Oyó gorjeos y trinos que podían haber sido risas. Se adentró tres pasos en el prado.
—Hadas, os ruego que me escuchéis. Soy Aillas, y el muchacho Dhrun es mi hijo. ¿Alguien se puede acercar a hablarme?
El silencio se impuso en el prado, salvo por lo que quizás era otro trino de pájaros. Cerca del montículo se mecían lupinos y consólidas reales, aunque el aire de la mañana estaba quieto.
Graithe le tiró de la manga.
—Ven. Están preparando una maldad. Si quisieran hablarte, ya lo habrían hecho. Ahora están tramando algo dañino. Ven, antes de que seas víctima de sus trucos.
Los dos regresaron por el bosque.
—Es gente rara —dijo Graithe—. Nos valoran tanto como nosotros a los peces.
Aillas se despidió de Graithe. Mientras regresaba a la aldea de Glymwode, se desvió del camino para acercarse a un deteriorado tocón. Sacó a Persilian del envoltorio y lo apoyó erguido en el tocón. Por un instante se vio a sí mismo en el cristal, apuesto a pesar de la tosca estructura de la mandíbula, la barbilla y los pómulos, con ojos brillantes como luces azules. Persilian, por pura perversidad, alteró la imagen, y Aillas se sorprendió mirando la cara de un erizo.
—Persilian, necesito tu ayuda —dijo Aillas.
—¿Deseas hacer una pregunta?
—Sí.
—Será la tercera.
—Lo sé. Por tanto, quiero describir el sentido de mi pregunta, para que no me des una respuesta voluble. Estoy buscando a mi hijo Dhrun, quien fue llevado por las hadas de Thripsey Shee. Te pregunto: ¿Cómo puedo rescatar a mi hijo sano y salvo? Quiero saber exactamente cómo encontrarlo, liberarlo de Thripsey Shee con buena salud, juventud y facultades mentales, sin incurrir en un castigo. Quiero encontrar y liberar a mi hijo, y no según un plan que tarde semanas, meses o años; tampoco quiero sufrir engaños ni frustraciones de algún modo que no haya previsto. De modo que, Persilian…
—¿Has pensado —preguntó Persilian— que tu estilo es sumamente arrogante? Exiges mi ayuda como si yo estuviera obligado a dártela, y tú, al igual que los demás, rehúsas firmemente liberarme mediante una cuarta pregunta. ¿Te asombra que encare tus problemas con distanciamiento? ¿Has reflexionado un solo instante sobre mis propios anhelos? No, me explotas a mí y mi poder tal y como usarías un caballo para llevar una carga. Me reprendes y me das órdenes como si mediante algún acto heroico hubieras ganado el derecho a mandarme, cuando en realidad me robaste furtivamente al rey Casmir. ¿Seguirás tratándome como a un criado?
Tras un momento de confusión, Aillas respondió con voz sumisa:
—Tus quejas son justas, en general. Aun así, en este momento, mi afán de hallar a mi hijo se impone sobre todo lo demás.
»Por tanto, Persilian, debo repetir mi encargo. Dame una respuesta detallada a esta pregunta: ¿Cómo puedo lograr que mi hijo quede bajo mi cuidado y custodia?
—Pregunta a Murgen —dijo hurañamente Persilian.
Aillas se apartó furiosamente del tocón. Hizo un esfuerzo para hablar con calma.
—Esa no es una respuesta adecuada.
—Es bastante buena —dijo airosamente Persilian—. Nuestros afanes nos impulsan en diferentes direcciones. Pero si deseas hacer otra pregunta, no vaciles en hacerlo.
Aillas hizo girar el espejo para ponerlo frente al prado y señaló.
—Mira. En aquel campo hay un viejo pozo. El tiempo puede significar poco para ti, pero si te arrojo en el pozo, te hundirás en el barro. Pronto el pozo se derrumbará y quedarás sepultado, tal vez para siempre, y esa duración sí debe significar algo para ti.
—Es un tema que no comprendes —dijo altivamente Persilian—. Te recuerdo que la brevedad es la esencia de la sabiduría. Como pareces insatisfecho, me explayaré sobre mis instrucciones. Las hadas no te darán nada a menos que reciban un obsequio como pago. No tienes nada que ofrecerles. Murgen es un maestro en magia. Vive en Swer Smod bajo el monte Bacín, en el Teach tac Teach. En el camino acechan peligros. En la Brecha de Binkings debes pasar bajo una roca en equilibrio. Has de matar al cuervo guardián, o él arrojará una pluma para que la roca se te desplome en la cabeza. En el río Siss una vieja con cabeza de zorro y piernas de pollo te pedirá que le hagas cruzar el río. Debes actuar al instante: cortarla en dos con tu espada y llevar cada parte por separado. Cuando el camino llegue al monte Bacín encontrarás un par de grifos barbados. Tanto a la ida como a la vuelta, da a cada uno un panal de miel que habrás llevado a propósito. Frente a Swer Smod, llama tres veces de este modo: «¡Murgen! Soy yo, el príncipe Aillas de Troicinet…». Cuando conozcas a Murgen no te intimides. Es un hombre como tú… no es afable, pero no carece de sentido de la justicia. Escucha sus instrucciones y obedece con exactitud. Incluyo un consejo final, para ahorrarme nuevos reproches. ¿Irás a caballo?
—Ése es mi plan.
—Guarda tu caballo en un establo de la aldea Sotovalle Oswy antes de llegar al río Siss; de lo contrario comerá la hierba de la locura y te arrojará contra las rocas.
—Es un valioso consejo. —Aillas echó una mirada nostálgica hacia el prado de Madling—. Sería preferible tratar con las hadas en vez de visitar a Murgen con tantos peligros.
—Sería, pero hay razones por las cuales es ventajoso visitar primero a Murgen.
Con estas palabras, Persihan permitió que la imagen de Aillas se reflejara nuevamente en el cristal. Mientras Aillas miraba, su cara hizo una serie de muecas burlonas antes de desaparecer.
En Tawn Timble, Aillas canjeó un broche dorado con incrustaciones de granate por un fuerte capón ruano, provisto con bridas, sillas de montar y alforjas. En una armería compró una espada de discreta calidad, una daga de hoja gruesa al estilo lionés, un arco viejo y frágil, pero servicial, pensó Aillas, si lo aceitaba y tensaba adecuadamente, junto con doce flechas y un carcaj. En una mercería compró una capa negra de guardamonte, y el zapatero le proporcionó cómodas botas negras. Montado en su caballo, se sintió nuevamente un caballero.
Aillas se marchó de Tawn Timble, cabalgó hacia el sur rumbo a Pequeña Saffield, y luego hacia el oeste por la Calle Vieja. El Bosque de Tantrevalles formaba una margen oscura en el paisaje del norte. El Bosque quedó atrás y adelante se irguieron las azules sombras del gran Teach tac Teach.
En Frogmarsh, Aillas viró hacia el norte por la carretera de Bittershaw y llegó finalmente a Sotovalle Oswy, una letárgica aldea de doscientos habitantes. Se alojó en la Posada del Pavo Real y pasó la tarde afilando la espada y probando las flechas en un blanco de paja en las cercanías de la posada. El arco parecía apto pero requería cierta práctica; las flechas eran precisas hasta unos cuarenta metros. Aillas encontró un melancólico placer en acertar con sus flechas en un blanco de quince centímetros: no había perdido su destreza.
De madrugada dejó el caballo en el establo de la posada y caminó rumbo al oeste. Subió por una larga loma arenosa entre cuyas rocas sólo crecían abrojos y malezas. En la cima de la elevación pudo ver un ancho valle. Al oeste y al norte, cada vez más alto, peñasco sobre peñasco, se erguía el poderoso Teach tac Teach, cerrando el paso hacia las Ulflandias. Por debajo, el camino descendía en diagonal hasta el suelo del valle, y allí corría el río Siss, desde los Troaghs al fondo de Cabo Despedida hasta unirse al Yallow Dulce. Tras el valle creyó distinguir Swer Smod, en lo alto de los flancos del monte Bacín, pero las formas y las sombras eran engañosas y no podía estar seguro de lo que veía.
Echó a andar a paso rápido, deslizándose y brincando, de modo que pronto llegó al valle. Se encontró en un huerto de manzanos con frutas rojas, pero pasó resueltamente de largo y así alcanzó la orilla del río. En un tocón estaba sentada una mujer con máscara de zorro rojo y piernas de pollo.
Aillas la inspeccionó atentamente.
—Hombre, ¿por qué me miras así? —exclamó ella.
—Señora Cara de Zorro, eres extraña.
—Esa no es razón para avergonzarme.
—No he pretendido ser descortés, señora. Eres como eres.
—Advierte que estoy aquí sentada dignamente. No he sido yo quien ha bajado la colma a brincos. Nunca podría incurrir en semejantes retozos. La gente me tomaría por una desvergonzada.
—Quizás he sido un poco impetuoso —admitió Aillas—. ¿Me permitirías una pregunta, por pura curiosidad?
—Siempre que no sea impertinente.
—Tú debes juzgar, y entiéndase que al hacer la pregunta no incurro en ninguna obligación.
—Pregunta pues.
—Tienes cara de zorro rojo, torso de mujer, patas de ave. ¿Cuál influye más en tu vida?
—La pregunta es impertinente. Ahora me toca a mí pedir algo.
—Pero he renunciado específicamente a toda obligación.
—Apelo a tu caballerosa educación. ¿Dejarías que una pobre y asustada criatura fuera capturada ante tus ojos? Llévame al otro lado del río, por favor.
—Es una solicitud que ningún caballero podría ignorar —dijo Aillas—. Ven por aquí hasta la orilla y señala el sitio más fácil para cruzar.
—Con mucho gusto. —La mujer bajó por el camino hasta el río. Aillas desenvainó la espada y de un sólo tajo en la cintura cortó a la mujer en dos.
Los fragmentos no descansaron. La pelvis y las patas corrían de un lado a otro; el torso superior daba furiosos golpes en el suelo, mientras que la cabeza soltaba maldiciones que helaron la sangre de Aillas.
—¡Calma, mujer! —dijo al fin Aillas—. ¿Dónde está la dignidad de que alardeabas?
—¡Sigue tu camino! —chilló ella—. ¡Mi venganza no tardará! Aillas agarró el borde de la túnica, y la arrastró por el vado hasta el agua.
—Con las patas en una orilla y los brazos en la otra, sentirás menos deseos de cometer actos malignos.
La mujer respondió con una nueva salva de maldiciones, y Aillas siguió su camino. El sendero conducía ladera arriba; Aillas se detuvo para mirar atrás. La mujer había alzado la cabeza para silbar; las piernas cruzaron el río de un salto; las dos partes se unieron y la criatura quedó entera una vez más. Aillas continuó sombríamente su camino subiendo el monte Bacín. Al este se extendían tierras llanas, en general bosques verdes y oscuros, y luego un páramo donde no crecía ni siquiera una hoja de hierba. Un risco se elevaba sobre la comarca, y el camino parecía haber llegado a su fin. A dos pasos vio la Brecha de Binkings, una grieta angosta en el peñasco. En la boca de la brecha un pedestal de tres metros de altura terminaba en una punta sobre la cual, en exacto equilibrio descansaba una enorme roca.
Aillas se aproximó con suma cautela. Cerca, en la rama de un árbol muerto, se posaba un cuervo que le observaba atentamente. Aillas le dio la espalda, puso la flecha en el arco, dio media vuelta, y disparó. El cuervo se desplomó aleteando, rozó la roca en equilibrio con el ala. La roca osciló, se inclinó y se desplomó ante el pasaje.
Aillas recobró la flecha, cortó las alas y la cola del pájaro y se las guardó en la mochila; un día adornaría sus doce flechas de negro.
El camino conducía por la Brecha de Binkings hasta una terraza por encima del peñasco. A un kilómetro bajo el monte Bacín, Swer Smod se erguía sobre el paisaje: un castillo mediano, protegido sólo por una alta muralla y un par de garitas que daban sobre el portal.
Junto al camino, a la sombra de ocho cipreses negros, un par de grifos barbados de dos metros y medio de altura jugaban al ajedrez ante una mesa de piedra. Cuando Aillas se acercó, dejaron el ajedrez y cogieron unos cuchillos.
—Ven por aquí —dijo uno—, para ahorrarnos la molestia de levantarnos. —Aillas sacó dos panales de miel de la mochila y los puso sobre la mesa de piedra.
—Aquí tenéis vuestra miel.
—De nuevo miel —gruñó uno de los grifos.
—Y seguramente insípida —se quejó el otro.
—Uno debe alegrarse por lo que tiene en vez de lamentar lo que no tiene —dijo Aillas.
Los grifos lo miraron con desagrado. El primero emitió un siseo amenazador.
—Uno se sacia tanto de los halagos como de la miel —dijo el otro—, de modo que a menudo uno se enfurece y rompe los huesos de otro.
—Disfrutad vuestra comida en paz, y buen provecho —dijo Aillas, continuando viaje hacia la entrada principal. Allí una mujer alta de edad avanzada, vestida con un manto blanco, vio que Aillas se acercaba. Él se inclinó cortésmente.
—Señora, he venido a deliberar con Murgen sobre un asunto de importancia. ¿Puedes informarle de que Aillas, príncipe de Troicinet, espera su venia?
La mujer, sin decir palabra, hizo un gesto y dio media vuelta. Aillas la siguió a través de un patio, a lo largo de un pasillo y hasta un vestíbulo alfombrado, amueblado con una mesa y dos pesadas sillas. En la pared de atrás varios anaqueles exhibían cientos de libros, y el agradable olor de las cubiertas de cuero impregnaba el cuarto. La mujer señaló una silla.
—Siéntate.
Se fue del cuarto y regresó con una bandeja de pasteles de nuez y un pichel de vino oscuro que dejó delante de Aillas. Nuevamente se marcho.
Murgen entró con una blusa campesina gris. Aillas había esperado un hombre más viejo, o al menos un hombre con más aspecto de sabio. Murgen no tenía barba. El pelo era blanco por tendencia natural más que por la edad; sus ojos azules eran tan brillantes como los de Aillas.
—¿Estás aquí para consultarme? —preguntó Murgen.
—Señor, soy Aillas. Mi padre es el príncipe Ospero de Troicinet; soy príncipe en línea directa hacia el trono. Hace menos de dos años conocí a la princesa Suldrun de Lyonesse. Nos enamoramos y nos casamos. El rey Casmir me encerró en una mazmorra. Cuando al fin escapé, descubrí que Suldrun se había suicidado por desesperación y que las hadas de Thripsey Shee habían cambiado a mi hijo por otro bebé. Fui a Thripsey Shee, pero las hadas no se dejaron ver. Te ruego que me ayudes a rescatar a mi hijo.
Murgen sirvió una pequeña cantidad de vino en dos copas.
—¿Vienes a verme con las manos vacías?
—No llevo nada de valor, salvo unas joyas que pertenecieron a Suldrun. No creo que te interesen. Sólo puedo ofrecerte el espejo Persilian, que robé al rey Casmir. Persilian te responderá a tres preguntas, lo cual es ventajoso si las planteas correctamente. Si haces una cuarta pregunta Persilian queda libre. Te lo ofrezco a condición de que hagas la cuarta pregunta, para liberarlo.
Murgen extendió la mano.
—Dame a Persilian. Acepto tus condiciones. —Aillas entregó el espejo. Murgen movió el dedo y musitó una sílaba. Una caja de porcelana blanca cruzó flotando la habitación y se posó en la mesa. Murgen abrió la caja y volcó el contenido: trece gemas, aparentemente talladas en cuarzo gris. Murgen miró a Aillas con una sonrisa—. ¿Las encuentras interesantes?
—Eso creo.
Murgen las tocó afectuosamente con el dedo, disponiéndolas en cierto orden. Suspiró.
—Trece gemas incomparables, cada cual abarca un universo mental. Bien, debo evitar la avaricia. Hay más en el lugar de donde éstas vinieron. Así sea. Llévate ésta; es alegre y cautivante a la luz del amanecer. Ve a Thripsey Shee cuando los primeros rayos del sol bañen el prado. No vayas a la luz de la luna, o sufrirás una muerte de rara inventiva. Muestra el cristal al sol y deja que destelle en sus rayos. No lo sueltes sin haber llegado a un trato. Las hadas lo respetarán con exactitud. Pese a la creencia popular, son una raza amante de la precisión. Cumplirán con sus términos: ni más ni menos, así que regatea con cuidado. —Murgen se levantó—. Me despido.
—Un momento. Los grifos son amenazadores. No están felices con su miel. Creo que preferirían sorber la médula de mis huesos.
—Es fácil distraerlos —dijo Murgen—. Ofrece dos panales a uno y nada al otro.
—¿Y la roca de la Brecha de Binkmgs? ¿Estará en equilibrio como antes?
—En este mismo instante el cuervo está poniendo la roca en su sitio, lo cual no es pequeña hazaña para un ave sin alas ni cola. Sospecho que es vengativa. —Murgen le ofreció un rollo de soga celeste—. Cerca de la cabeza del desfiladero hay un árbol que asoma sobre la roca. Sujeta la cuerda al árbol, átate a ella y baja hasta la roca.
—¿Qué ocurrirá con la mujer de cara de zorro del río Siss? —Murgen se encogió de hombros.
—Debes encontrar un modo de engañarla. De lo contrario, te arrancará los ojos con un solo movimiento de sus patas. El rasguño de sus uñas paraliza. No permitas que se te acerque.
Aillas se puso de pie.
—Agradezco tu ayuda. Aun así, me pregunto por qué has vuelto tan peligroso el camino. Muchos de tus visitantes se deben de considerar amigos tuyos.
—Sin duda. —Obviamente el tema no interesaba a Murgen—. En realidad, los riesgos han sido creados por mis enemigos, no por mí.
—¿Por qué los grifos tan cerca de Swer Smod? Es una insolencia. —Murgen quitó importancia al asunto.
—Preocuparme por eso está por debajo de mi dignidad. Ahora, príncipe Aillas, te deseo un buen viaje.
Murgen se marchó del cuarto. La mujer de la túnica blanca condujo a Aillas entre los opacos pasillos hasta el portal, y miró hacia el cielo, donde el sol ya había pasado el cénit.
—Si te apresuras —dijo—, llegarás a Sotovalle Oswy antes del anochecer.
Aillas avanzó deprisa por el camino. Se acercó a la gruta donde estaban los dos grifos, que se volvieron hacia él.
—¿De nuevo te atreves a ofrecernos esa insípida miel? Deseamos algo más sabroso.
—Parece que ambos estáis famélicos —dijo Aillas.
—Así son las cosas. Ahora bien… —Aillas extrajo los dos panales de miel.
—Habría ofrecido un panal a cada uno, pero uno debe de tener más hambre que el otro, por lo que debería comer ambos. Los dejo aquí, y que la decisión sea vuestra.
Aillas se alejó de la instantánea riña y pronto pudo ver cómo los grifos se tironeaban mutuamente de la barba. Aunque Aillas apuró el paso, durante muchos minutos oyó los ruidos de la disputa.
Llegó a la Brecha de Binkings y se asomó cautelosamente al borde. La gran roca, como antes, se mecía en un precario equilibrio. El cuervo estaba en las cercanías, aún sin alas ni cola, con la cabeza ladeada y un ojo redondo mirando hacia arriba. Tenía las plumas desaliñadas; estaba medio sentado, medio erguido en sus patas curvas y amarillas.
Cincuenta metros al este, un retorcido cedro extendía su tronco sinuoso sobre el borde del peñasco. Aillas arrojó la cuerda por encima del tronco, se ató el otro extremo bajo la cadera, tensó la línea, se meció sobre el vacío, y descendió al pie del peñasco. Recobró la soga, la enrolló y se la echó sobre el hombro.
El cuervo estaba como antes, la cabeza ladeada, preparado para arrojarse contra la roca. Aillas se le acercó en silencio desde el lado opuesto y tocó la roca con la punta de la espada, que se desplomó con estrépito mientras el cuervo graznaba de consternación.
Aillas continuó su marcha ladera abajo.
Enfrente, una hilera de árboles señalaba el curso del río Siss. Aillas se detuvo. La mujerzorro estaba emboscada en alguna parte, probablemente en un matorral de castaños achaparrados a unos cien metros de distancia. Podía desviarse hacia una u otra dirección, y cruzar nadando en vez de pasar por el vado.
Aillas retrocedió y, agazapándose, caminó río abajo hacia la orilla en un amplio semicírculo. Una franja de sauces le impedía el acceso al agua, y tuvo que regresar río arriba. Nada se movía en las matas ni en ninguna otra parte. Aillas se intranquilizó. El silencio era perturbador. Se detuvo a escuchar de nuevo, pero sólo oyó el gorgoteo del agua. Espada en mano, avanzó río arriba, paso a paso. Al acercarse al vado, vio una mata de juncos que se mecían en el viento. ¿En el viento? Se volvió rápidamente y se encontró con la roja máscara de la mujerzorro, que estaba agazapada como una rana. Movió la espada mientras ella saltaba, y le cortó la cabeza. El torso y las patas se desplomaron; la cabeza cayó en la orilla. Aillas la arrojó a la corriente con su espada, y la cabeza echó a rodar río abajo. El torso se incorporó y empezó a correr por todas partes agitando los brazos y brincando, y al fin desapareció detrás de la loma cerca del monte Bacín.
Aillas lavó la espada, vadeó el río y regresó a Sotovalle Oswy, adonde llegó justo antes del anochecer. Cenó pan con jamón, bebió un vaso de vino y fue a su cuarto.
En la oscuridad extrajo la gema gris que le había dado Murgen. Mostraba un brillo pálido, del color de un día brumoso. Opaco, reflexionó Aillas. Pero cuando desvió la mirada sintió un relampagueo en un extremo de sus ojos, una sensación que no podía explicar.
Lo intentó varias veces, pero no pudo revivir la sensación, y al instante se durmió.