19

Al prepararse para el viaje, los niños llevaron el carro del ogro hasta la puerta del castillo, le engrasaron los ejes con sebo y lo llenaron con sus tesoros. Sujetaron palos a las varas, para que nueve de ellos pudieran tirar y otros tres empujar desde atrás. Nerulf era el único que no podía ayudar, pero de todos modos, nadie pensaba que lo fuera a hacer, pues el carro no llevaba nada de su propiedad. Los niños se despidieron del castillo de Arbogast y echaron a andar por la carretera de ladrillo marrón. El día era fresco; el viento arrastraba cien nubes del Atlántico sobre el bosque. Trajinaron con empeño y el carro avanzó a buena velocidad por la carretera, mientras Nerulf los seguía corriendo en el polvo. A mediodía el grupo se detuvo para comer pan, carne y cerveza; luego, continuó rumbo al norte y al este.

Al caer la tarde la carretera entraba en un claro donde crecían malezas y manzanos atrofiados. A un costado había una pequeña abadía en ruinas, construida por misioneros cristianos de la primera ola de conversión. Aunque el techo estaba derrumbado, al menos la estructura ofrecía una apariencia de refugio. Los niños prepararon una fogata y comieron manzanas rugosas, pan, queso y berro y bebieron agua de un arroyo cercano. Prepararon lechos de hierba y descansaron con gratitud tras los esfuerzos de ese día. Todos se sentían felices y confiados; la suerte parecía sonreírles de nuevo.

La noche transcurrió sin incidentes. Por la mañana el grupo se preparó para reanudar la marcha. Nerulf se acercó a Dhrun, la cabeza gacha y las manos entrelazadas sobre el pecho.

—Dhrun, permíteme decir que el castigo que me has infligido era merecido. Nunca reparé en mi arrogancia hasta que me obligaron a hacerlo. Pero ahora mis defectos se me han revelado con claridad. Creo que he aprendido la lección y que soy una persona nueva, decente y honorable. Te pido pues que me devuelvas a mi condición natural, para que pueda empujar el carro. No quiero ninguna parte del tesoro, pues no la merezco, pero quiero ayudar a los demás a llegar a un sitio seguro con sus pertenencias. Si no crees adecuado acceder a mi solicitud, lo comprenderé y no te guardaré rencor. A fin de cuentas, la culpa fue sólo mía. Aun así, estoy cansado de correr en el polvo todo el día, tropezando con guijarros y temiendo ahogarme en un charco. ¿Qué dices, Dhrun? —Dhrun lo escuchó sin convicción.

—Cuando lleguemos a un sitio civilizado, te devolveré tu tamaño.

—¡Ah, Dhrun! ¿No confías en mí? —exclamó Nerulf—. En ese caso, separémonos aquí y ahora, pues no sobreviviré otro día de correr y brincar detrás del carro. Sigue por la carretera hasta el gran Murmeil y por sus orillas hasta las torres de Gehadion. ¡La mejor suerte para todos vosotros! Yo iré a mi propio paso. —Nerulf se enjugó los ojos con un nudillo sucio—. En alguna ocasión, quizá recorras una feria con tus finas ropas y veas un payaso batiendo un tambor o haciendo un acto ridículo; en tal caso, arrójale al pobre diablo una moneda. Podría ser vuestro viejo compañero Nerulf… siempre que sobreviva a las bestias de Tantrevalles.

Dhrun reflexionó durante mucho rato.

—¿De veras te has arrepentido de tu conducta pasada?

—¡Me desprecio a mí mismo! —exclamó Nerulf—. ¡Recuerdo con desdén al viejo Nerulf!

—En ese caso no tiene sentido prolongar tu castigo. —Dhrun vertió una gota de la botella verde en una taza de agua—. Bebe esto, recobra tu condición normal, conviértete en buen camarada del resto de nosotros, y quizá saques algún provecho de ello.

—Gracias, Dhrun. —Nerulf bebió la poción y recobró su corpulencia normal. Sin pérdida de tiempo se abalanzó sobre Dhrun, lo desplomó, le quitó la espada Dassenach y se la ciñó a su cintura. Luego cogió la botella verde y la roja y las hizo añicos contra una piedra.

—Basta de esas tonterías —declaró Nerulf—. Yo soy el más grande y el más fuerte, y de nuevo soy el que manda. —Pateó a Dhrun—. ¡De pie!

—Me dijiste que te habías arrepentido de tu conducta —exclamó Dhrun con indignación.

—¡Es verdad! No fui suficientemente severo. Los traté con demasiada indulgencia. Ahora las cosas serán diferentes. ¡Hacia el carro, todos!

Los asustados niños se reunieron alrededor del carro y esperaron mientras Nerulf cortaba una rama de aliso y le ataba tres cordeles en la punta para hacer un látigo tosco pero eficaz.

—¡En línea! —ladró Nerulf—. ¡Deprisa! Pode, Daffin, ¿qué os pasa? ¿Queréis probar el látigo? ¡Silencio! Escuchad mis palabras con atención, porque no las repetiré.

»Primero, soy vuestro amo, y cumpliréis mis órdenes.

»Segundo, el tesoro es mío. Cada gema, cada moneda, hasta la última chuchería.

»Tercero, nuestro destino es Cluggach de Godelia. Los celtas hacen aún menos preguntas que los dauts, y no se inmiscuyen en los asuntos de nadie.

»Cuarto… —Nerulf hizo una pausa y sonrió desagradablemente—, cuando yo estaba indefenso me pegasteis con palos. Recuerdo cada uno de esos golpes, y si algunos de los que me pegaron sienten un cosquilleo en la piel, es una premonición atinada. ¡Vuestros traseros desnudos mirarán el cielo! ¡Las ramas silbarán y aparecerán cardenales!

»Eso es todo lo que deseo decir, pero estoy dispuesto a responder preguntas.

Nadie habló, aunque una idea cruzó la mente de Dhrun: los siete años apenas habían comenzado, pero la mala suerte ya atacaba con todas sus fuerzas.

—¡Ocupad vuestros sitios en el carro! Hoy nos moveremos deprisa, ágilmente. No como ayer, cuando vuestra marcha era descansada. —Nerulf se encaramó al carro y se puso cómodo—. ¡En marcha! ¡Deprisa! ¡Las cabezas gachas, los talones en el aire! —Hizo restallar el látigo—. ¡Pode! ¡No muevas tanto los codos! ¡Baffin, abre los ojos o nos harás caer en la zanja! ¡Dhrun, con más gracia, muéstranos un paso elegante! Allá vamos en la hermosa mañana, y es un momento feliz para todos… ¡Eh!, ¿por qué vais más despacio? ¿Qué les pasa a las niñas, que corren como gallinas?

—Estamos cansadas —jadeó Glyneth.

—¿Tan pronto? Tal vez sobreestimé vuestra fuerza, pues parece tan fácil desde aquí. Y en cuanto a ti, no quiero que te fatigues, pues esta noche te someteré a otra clase de esfuerzo. ¡Ja! ¡Placeres para quien empuña el látigo! ¡Adelante una vez más, a media marcha!

Dhrun aprovechó un instante para susurrarle a Glyneth:

—No te preocupes, no te causará daño. Mi espada es mágica y acude a mí cuando se lo ordeno. En el momento adecuado la llamaré y lo sorprenderé desprevenido.

Glyneth cabeceó con desconsuelo.

A media tarde la carretera subió a una hilera de colinas bajas y los niños flaquearon ante el peso del carro, del tesoro y de Nerulf. Primero usando el látigo, luego desmontando y al fin ayudando a empujar, Nerulf colaboró para llevar el carro hasta la cima. Un tramo breve pero escarpado se interponía entre el carro y las costas del lago Lingolen. Nerulf cortó un pino con la espada de Dhrun y lo sujetó como un freno a la parte trasera del carro, y así pudieron llegar al pie del declive.

Se encontraron en una margen cenagosa entre el lago y las oscuras colinas, cuando ya se ponía el sol.

Varias islas emergían del lago; una de ellas era refugio de una pandilla de bandidos. Sus vigías ya habían visto el carro, y los emboscaron. Los niños, paralizados por un instante, huyeron hacia todas partes. En cuanto los bandidos vieron el botín, desistieron de perseguirlos.

Dhrun y Glyneth huyeron juntos hacia el este por la carretera. Corrieron hasta que les dolió el pecho y sintieron calambres en las piernas; luego se echaron en la alta hierba que bordeaba el camino para descansar.

Poco después otro fugitivo se arrojó junto a ellos: Nerulf.

—Siete años de mala suerte —suspiró Dhrun—. ¿Será siempre así?

—¡Basta de insolencias! —jadeó Nerulf—. Aún estoy al mando, por si lo has olvidado. ¡Ponte de pie!

—¿Para qué? Estoy cansado.

—No importa. Mi gran tesoro se ha perdido; aun así, es posible que queden unas gemas ocultas en tu persona. ¡De pie! Tú también, Glyneth.

Dhrun y Glyneth se levantaron despacio. En el morral de Dhrun, Nerulf descubrió la vieja cartera y la examinó. Gruñó de insatisfacción.

—Una corona, un florín, un penique: casi como nada. —Arrojó la cartera al suelo. Con callada dignidad, Dhrun la recogió y la guardó de nuevo en el morral.

Nerulf tanteó a Glyneth, demorándose en los contornos de su cuerpo joven y lozano, pero no encontró objetos de valor.

—Bien, continuemos un rato. Tal vez encontremos un refugio donde pasar la noche.

Los tres siguieron su camino, mirando por encima del hombro por si los perseguían, pero nadie apareció. El bosque se volvió denso y oscuro; los tres, a pesar de la fatiga, avanzaban a buen paso, y pronto llegaron nuevamente a tierras abiertas junto al cenagal.

El sol poniente resplandecía detrás de las colinas alumbrando el vientre de las nubes que flotaban sobre el lago arrojando una luz borrosa, dorada e irreal sobre las aguas.

Nerulf reparó en un pequeño promontorio, casi una isla, que sobresalía a poca distancia en el cenagal, con un sauce llorón en la parte más alta. Se volvió a Dhrun con una mirada amenazadora.

—Glyneth y yo pasaremos la noche aquí —anunció—. Tú puedes irte a otra parte y no regresar nunca. Y considérate afortunado, pues es a ti a quien debo agradecer los golpes que me dieron. ¡Largo! —Se dirigió al borde del cenagal y con la espada de Dhrun empezó a cortar juncos para hacerse un lecho.

Dhrun se alejó un poco y se detuvo a pensar. Podía recobrar a Dassenach en cualquier momento, pero no serviría de mucho. Nerulf podía correr hasta encontrar un arma: piedras grandes, un garrote, o simplemente podía ocultarse tras un árbol y retar a Dhrun a que lo atacara. En cualquier caso, Nerulf, con su tamaño y su fuerza, dominaría a Dhrun y podría matarlo.

—¿No te dije que te fueras? —gritó Nerulf al verlo. Empezó a perseguirlo, y Dhrun se internó de inmediato en la densa arboleda. Allí encontró una rama caída y la partió para fabricar un largo y grueso garrote. Luego regresó al pantano.

Nerulf se había internado en una zona donde los juncos eran gruesos y blandos. Dhrun le hizo una seña a Glyneth. Ella se acercó de inmediato y Dhrun le dio rápidas instrucciones.

Nerulf se volvió y los vio a los dos juntos.

—¿Qué haces aquí? —le gritó a Dhrun—. Te dije que te fueras para no regresar. Me desobedeciste, y ahora te voy a sentenciar a muerte.

Glyneth vio que algo se elevaba en el pantano detrás de Nerulf. Soltó un grito y señaló.

—¿Crees que puedes engañarme con ese viejo truco? —rió Nerulf despectivamente—. Soy algo más que… —Sintió algo blando en el brazo y al mirar vio una mano gris de dedos largos y nudosos y piel pegajosa. Nerulf se quedó rígido; luego, contra su voluntad, dio media vuelta y se encontró cara a cara con un hecéptor. Soltó un grito ahogado y mientras retrocedía agitó la espada Dassenach, con la que había estado cortando juntos.

Dhrun y Glyneth huyeron de la costa hacia el camino, donde se detuvieron para observar.

En el cenagal, Nerulf retrocedía ante el hecéptor que avanzaba amenazándolo con los brazos en alto, las manos y los dedos arqueados. Nerulf trató de usar la espada y atravesó el hombro del hecéptor, que soltó un siseo reprobatorio. El momento había llegado.

—¡Dassenach, a mí! —gritó Dhrun.

La espada saltó de los dedos de Nerulf y voló hasta la mano de Dhrun, que la guardó sombríamente en la vaina. El hecéptor se abalanzó sobre el aullante Nerulf, lo abrazó y lo arrastró hacia el lodo.

Rodeados por la oscuridad y bajo un cielo constelado de estrellas, Dhrun y Glyneth treparon a la cima de una loma herbosa a poca distancia del camino. Juntaron hierba, prepararon un lecho agradable y estiraron sus fatigados cuerpos. Durante media hora miraron las grandes y suaves estrellas. Pronto sintieron sueño y, acurrucados, durmieron profundamente hasta la mañana siguiente.

Tras dos días de viaje relativamente tranquilo, Dhrun y Glyneth llegaron a un gran río, que en opinión de Glyneth debía de ser el Murmeil. Un macizo puente de piedra lo cruzaba y allí terminaba la antigua carretera de ladrillo.

Antes de pisar el puente, Dhrun llamó tres veces al guardián pero nadie se presentó y pasaron el río sin contratiempos.

Ahora tenían tres caminos para elegir. Uno conducía al este por la orilla del río; otro seguía corriente abajo junto al río; un tercero se desviaba hacia el norte, como si no tuviera ningún destino concreto.

Dhrun y Glyneth partieron rumbo al este, y durante dos días siguieron el río a través de paisajes de deslumbrante belleza. Glyneth disfrutaba del hermoso tiempo.

—¡Piénsalo, Dhrun! ¡Si de veras tuvieras mala suerte, la lluvia nos empaparía y la nieve nos congelaría los huesos!

—Ojalá pudiera creerte.

—No cabe ninguna duda. ¡Y mira esas hermosas zarzamoras! ¡Justo a tiempo para nuestro almuerzo! ¿No es eso buena suerte?

Dhrun quería que lo convencieran.

—Eso parece.

—¡Desde luego! No hablemos más de maldiciones. —Glyneth corrió hacia la espesura que bordeaba un pequeño arroyo que poco después se precipitaba por un declive en el Murmeil.

—¡Espera! —exclamó Dhrun—. ¡O sabremos lo que es mala suerte! —gritó—: ¿Nadie nos prohibe comer estas zarzamoras?

No hubo respuesta y los dos comieron zarzamoras hasta hartarse. Permanecieron un rato a la sombra.

—Ahora que casi hemos salido del bosque —dijo Glyneth—, es momento de hacer planes. ¿Has pensado en lo que debemos hacer?

—Claro que sí. Viajaremos por todas partes para encontrar a mis padres. Si de veras soy príncipe, viviremos en un castillo e insistiré en que hagan de ti una princesa. Tendrás finas ropas, un carruaje y otro gato como Pettis.

Glyneth, riendo, besó la mejilla de Dhrun.

—Me agradaría vivir en un castillo. Sin duda encontraremos a tus padres pues no hay tantos príncipes y princesas.

Glyneth sintió sueño. Los párpados se le cerraban. Se puso a dormitar y Dhrun, inquieto, fue a explorar un sendero al borde del arroyo. Caminó un trecho y miró hacia atrás. Glyneth aún dormía. Caminó otro trecho, y otro. El bosque estaba silencioso; los árboles se erguían majestuosamente, los más altos que Dhrun había visto, para crear un luminoso dosel verde.

El sendero cruzaba una pequeña colina rocosa. Dhrun, trepando hasta la cima, se encontró frente a un lago bajo los grandes árboles. Cinco dríades desnudas retozaban a orillas del lago: criaturas esbeltas de boca rosada y pelo castaño, senos pequeños, muslos delgados y cara inexpresablemente bella. Al igual que las hadas, no tenían vello púbico; al igual que las hadas, parecían hechas de un material menos tosco que la sangre, la carne y el hueso.

Durante un minuto Dhrun las miró cautivado; de pronto se asustó y retrocedió despacio.

Lo vieron. Tintineantes gritos de consternación le llegaron a los oídos. Descuidadamente arrojadas en la orilla, casi a los pies de Dhrun, estaban las cintas con que se sujetaban la melena marrón; un mortal que se adueñara de ellas tendría a la dríade en su poder, para satisfacer eternamente sus caprichos, pero Dhrun no lo sabía.

Una de las dríades lo salpicó con agua. Dhrun vio que las gotas subían en el aire, chispeaban al sol y se convertían en abejas doradas que le picaban los ojos y zumbaban en círculos, impidiéndole ver.

Dhrun gritó asombrado y cayó de rodillas.

—¡Dríades, me habéis cegado! ¡Sólo os vi por error! ¿Me oís? —Silencio. Sólo el susurro de las hojas en la tarde.

—¡Dríades! —exclamó Dhrun, con lágrimas en las mejillas—. ¿Me dejaríais ciego por una ofensa tan pequeña?

Silencio, definitivo y final.

Dhrun avanzó a tientas por el sendero, guiado por el murmullo del arroyo. A medio camino se encontró con Glyneth, quien, al despertar y no ver a Dhrun, había ido a buscarlo. En seguida notó que estaba en apuros y se le acercó.

—¡Dhrun! ¿Qué te ocurre?

Dhrun inhaló profundamente y trató de hablar con firmeza, pero la voz se le quebró a pesar de sus esfuerzos.

—He ido a dar un paseo por el sendero y he visto a cinco dríades que se bañaban en una laguna. Me salpicaron los ojos con abejas y ahora no veo. —A pesar del talismán, Dhrun apenas podía contener su pesadumbre.

—¡Oh, Dhrun! —Glyneth se le acercó—. Abre bien los ojos. Déjame mirar.

Dhrun se volvió hacia ella.

—¿Qué ves?

—¡Es muy extraño! —tartamudeó Glyneth—. Veo círculos de luz dorada, uno alrededor del otro, con una franja marrón en medio.

—¡Son las abejas! Me llenaron los ojos con miel zumbona y oscura.

—¡Mi querido Dhrun! —Glyneth lo abrazó y lo besó, tratando de consolarlo—. ¿Cómo pudieron ser tan malvadas?

—Ya sé por qué —dijo él con desconsuelo—. Siete años de mala suerte. Me pregunto qué pasará luego. Será mejor que te vayas y me abandones.

—¡Dhrun! ¿Cómo puedes decir eso?

—Así, si caigo en una fosa, no caerás conmigo.

—¡Nunca te abandonaría!

—No seas tonta. Es un mundo terrible, por lo que he descubierto. Es lo único que puedes hacer por ti, e incluso por mí.

—¡Pero eres la persona que más amo en el mundo! De algún modo sobreviviremos. Cuando los siete años hayan terminado, sólo nos quedará buena suerte para siempre.

—¡Pero estaré ciego! —exclamó Dhrun, de nuevo con la voz quebrada.

—Bien, eso no es seguro. Si la magia te cegó, la magia te curará ¿No te parece?

—Ojalá tengas razón. —Dhrun aferró su talismán—. Qué agradecido estoy por mi valor, aunque no pueda estar orgulloso de él. Sospecho que en el fondo soy un cobarde sin remedio.

—Con amuleto o sin él, eres el valiente Dhrun, y de un modo u otro nos las arreglaremos.

Dhrun reflexionó un instante, luego extrajo su cartera mágica.

—Será mejor que tú lleves esto. Con mi suerte un cuervo bajará para arrebatármela.

Glyneth examinó la cartera y gritó con asombro.

—¡Nerulf la vació, y ahora veo oro, plata y cobre!

—Es una cartera mágica, y no debemos temer la pobreza mientras esta cartera esté a salvo.

Glyneth se la guardó en el corpiño.

—Tendré el máximo cuidado posible —miró camino arriba—. Tal vez debería ir a la laguna y decir a las dríades que han cometido un terrible error.

—Nunca las encontrarías. Son tan desalmadas como las hadas, o peor. Hasta podrían hacerte daño. Vayámonos de aquí.

Al caer la tarde llegaron a las ruinas de una capilla cristiana construida por un misionero olvidado tiempo atrás. Al lado crecían un ciruelo y un membrillo, ambos cargados de fruta. Las ciruelas estaban maduras; los membrillos, aunque de grato aroma, sabían ácidos y amargos. Glyneth cogió un montón de ciruelas, con las cuales merendaron. Glyneth apiló hierba entre las ruinas mientras Dhrun permanecía sentado de cara al río.

—Creo que el bosque está menos denso —le dijo Glyneth a Dhrun—. No tardaremos mucho en estar entre gente civilizada. Luego tendremos pan y carne para comer, leche para beber y camas donde dormir.

La puesta de sol refulgía sobre el Bosque de Tantrevalles, luego se desvaneció en la noche. Dhrun y Glyneth se acostaron y se durmieron.

Poco antes de medianoche asomó la luna, arrojó un reflejo sobre el río y brilló sobre la cara de Glyneth, despertándola. Cálida y somnolienta escuchaba los grillos y las ranas, cuando a lo lejos oyó un tamborileo. El ruido creció y con él un retintín de cadenas, y los chirridos del cuero de las sillas de montar. Glyneth se apoyó sobre el codo y vio a una docena de jinetes que se acercaban por la margen del río. Iban agazapados en las sillas, las capas al viento; el claro de luna alumbró las antiguas armaduras y los relucientes cascos de cuero negro. Uno de los jinetes, la cara hundida en la crin del caballo, se volvió para mirar a Glyneth. La luna le iluminó la cara pálida, y luego la fantasmal procesión desapareció. El tamborileo murió a lo lejos.

Glyneth se recostó en la hierba y al fin se durmió.

Al alba, se levantó en silencio y trató de arrancar una chispa a un trozo de pedernal que había encontrado, con el objeto de encender una fogata, pero no pudo.

Dhrun despertó. Soltó un grito sobresaltado, y pronto lo ahogó.

—Conque no era un sueño —dijo al cabo de un instante. Glyneth miró los ojos de Dhrun.

—Todavía se te ven los círculos dorados —dijo, dándole un beso—. Pero no te entristezcas, encontraremos un modo de curarte. ¿Recuerdas lo que te dije ayer? La magia da, la magia quita.

—Sin duda tienes razón —dijo Dhrun con voz hueca—. En todo caso, no puedo hacer nada. —Se puso de pie y casi de inmediato tropezó con una rama y se cayó. Estiró los brazos y se aferró a la cadena de donde colgaba su amuleto, provocando que ésta saltara por los aires.

Glyneth se le acercó corriendo.

—¿Estás herido? Oh, tu pobre rodilla. Esta piedra tan afilada te ha hecho sangrar.

—No te preocupes por la rodilla —gruñó Dhrun—. He perdido mi talismán. Se me soltó la cadena y ahora ha desaparecido.

—No escapará —dijo Glyneth en tono práctico—. Primero te vendaré la rodilla y luego encontraré el talismán.

Arrancó un jirón de tela de su enagua y lavó la herida con agua de un manantial.

—Dejaremos que esto se seque. Luego lo vendaré y te encontrarás mejor que nunca.

—¡Glyneth, busca mi talismán, por favor! No podemos postergarlo. Imagínate que lo encontrara un ratón.

—Se convertiría en el más valiente de los ratones. Los gatos y los búhos echarían a correr —palmeó la mejilla de Dhrun—. Pero lo encontraré… Debe de haber caído por aquí. —Se puso a andar a gatas, mirando palmo a palmo. Casi de inmediato vio el amuleto, pero el cabujón había golpeado contra una piedra y se había hecho trizas.

—¿Lo ves? —preguntó Dhrun con ansiedad.

—Creo que está en esta mata de hierba. —Glyneth encontró un guijarro pequeño y liso y lo introdujo en el hueco. Ajustó el guijarro con una piedra más grande, metiéndolo dentro—. Aquí tienes. Déjame arreglar la cadena —apretó el eslabón torcido y colgó el amuleto del cuello de Dhrun, para su gran alivio—. Listo. Está como nuevo.

Los dos desayunaron ciruelas y continuaron caminando junto al río. El bosque se fue convirtiendo en un parque de arboledas separadas por prados donde altas hierbas ondeaban al viento. Llegaron a una cabaña desierta, un refugio para los pastores que se atrevían a llevar los rebaños a pastar tan cerca de los lobos y osos del bosque.

Después de varios kilómetros llegaron a una agradable casa de piedra de dos pisos, llena de jardineras bajo las ventanas superiores. Un cerco de piedra rodeaba un jardín de nomeolvides, pensamientos y escabiosas. En cada remate altas chimeneas se elevaban sobre la paja fresca y limpia. Más adelante se veía una aldea de casas de piedra gris apiñadas en un terreno pantanoso. Una mujer de vestido negro y delantal blanco desbrozaba el jardín. Se detuvo para mirar a Dhrun y Glyneth, ladeó la cabeza y siguió trabajando.

Cuando Glyneth y Dhrun se acercaron al portón, una rechoncha y bonita mujer madura salió al porche.

—Bien, niños, ¿qué hacéis tan lejos de casa?

—Me temo que somos vagabundos —respondió Glyneth—. No tenemos hogar ni familia.

La sorprendida mujer miró hacia el camino por donde habían venido.

—¡Pero si este camino no conduce a ninguna parte!

—Acabamos de atravesar el Bosque de Tantrevalles.

—¡Entonces un encanto os protege! ¿Cómo os llamáis? A mí me podéis llamar Melissa.

—Yo soy Glyneth y él es Dhrun. Las dríades le pusieron abejas en los ojos y ahora no puede ver.

—¡Ah, qué pena! A menudo son crueles. Ven aquí, Dhrun, y déjame ver tus ojos.

Dhrun se adelantó y Melissa estudió los anillos concéntricos de oro y ámbar.

—Conozco un par de trucos de magia, pero no tantos como una verdadera bruja, y no puedo hacer nada por ti.

—Tal vez puedas vendernos un poco de pan y queso —sugirió Glyneth—. Desde ayer sólo hemos comido ciruelas.

—Desde luego, y no tenéis que pagar nada. Didas, ¿dónde estás? ¡Aquí tenemos un par de niños hambrientos! Trae leche, mantequilla y queso. Entrad, niños. Creo que en la cocina encontraremos algo.

Una vez que Dhrun y Glyneth estuvieron sentados a la pulida mesa de madera, Melissa les sirvió pan y una suculenta sopa de oveja y cebada, luego un sabroso plato de pollo cocinado con azafrán y nueces, y al final queso y jugosas uvas verdes.

Melissa se sentó junto a ellos y bebió té de hojas de luisa. Sonreía al verlos comer.

—Veo que gozáis de buena salud —dijo—. ¿Sois hermanos?

—Casi —dijo Glyneth—. Pero en verdad no somos parientes. Ambos hemos sufrido contratiempos y nos creemos dichosos de estar juntos, pues ninguno de los dos tiene a nadie más.

—Ahora estáis en Lejana Dahaut —dijo Melissa con voz tranquilizadora—, fuera del espantoso bosque, y sin duda todo os irá mejor.

—Eso espero. Estamos muy agradecidos por esta maravillosa comida, pero no queremos molestar. Con tu permiso, seguiremos nuestro camino.

—¿Por qué tan pronto? Supongo que estáis cansados. Hay un bonito cuarto para Glyneth arriba, y una buena cama en la buhardilla para Dhrun. Cenaréis pan con leche y un par de pasteles, y luego podréis comer manzanas ante el fuego y contarme vuestras aventuras. Mañana, cuando estéis bien descansados, seguiréis vuestro camino.

Glyneth titubeó y miró a Dhrun.

—Quedaos —suplicó Melissa—. A veces me siento sola aquí, sin nadie más que la achacosa vieja Didas.

—No me importa quedarme —dijo Dhrun—. Tal vez puedas decir nos dónde encontrar a un mago poderoso, para extraer las abejas de mis ojos.

—Pensaré en ello, y también le preguntaré a Didas. Ella sabe un poco de todo.

—Temo que nos malcriarás —suspiró Glyneth—. Los vagabundos no deben aficionarse a la buena comida y las camas blandas.

—Sólo una noche. ¡Luego un buen desayuno, y en marcha!

—De nuevo agradecemos tu bondad.

—En absoluto. Me agrada que unos niños tan guapos alegren mi casa. Sólo os pido que no molestéis a Didas. Es muy vieja y un poco avinagrada, e incluso, lamento decirlo, extravagante. Pero si la dejáis en paz, no os molestará.

—Naturalmente, la trataremos con toda cortesía.

—No lo dudo, querida. ¿Por qué no vais afuera y disfrutáis del jardín hasta la hora de la cena?

—Gracias, Melissa.

Los dos salieron al jardín, donde Glyneth condujo a Dhrun de una flor a otra, para que disfrutara del aroma.

Al cabo de una hora de pasear y oler las plantas, Dhrun se aburrió y se tendió en la hierba para dormitar al sol, mientras Glyneth intentaba descifrar el misterio de un reloj de sol.

Alguien le hizo una señal desde un lado de la casa; Glyneth vio que era Didas, quien de inmediato le indicó que tuviera cautela, guardara silencio y se acercara.

Glyneth se le acercó despacio, pero se apresuró cuando Didas, impaciente, le indicó que lo hiciera.

—¿Qué te ha dicho Melissa de mí? —preguntó Didas. Glyneth titubeó, luego habló con franqueza.

—Nos ha dicho que no te molestáramos, que eras muy vieja y a menudo irritable, e incluso un poco imprevisible.

Didas rió secamente.

—Esto tendrás oportunidad de juzgarlo por ti misma. Mientras tanto, escúchame bien, niña. No bebas leche en la cena. Yo distraeré a Melissa. Mientras ella habla conmigo arroja la leche en la pila, luego finge que has terminado. Después de la cena di que estás muy cansada y que te gustaría ir a la cama. ¿Entiendes?

—Sí.

—Si no me haces caso, correrás peligro. Esta noche, cuando la casa esté en silencio, y Melissa esté en su taller, te daré explicaciones. ¿Lo harás?

—Sí. A decir verdad, no pareces avinagrada ni extravagante.

—Así me gusta. Hasta luego, entonces. Ahora debo seguir desbrozan do el jardín. Estas malezas crecen apenas las arranco.

Pasó la tarde. Al caer el sol, Melissa los llamó para cenar. En la mesa de la cocina puso una hogaza crujiente, mantequilla y una fuente de setas en salmuera. Ya había servido la leche para Glyneth y Dhrun; también había una jarra por si querían más.

—Sentaos, niños —dijo Melissa—. ¿Tenéis las manos limpias? Bien, comed todo lo que queráis, y bebed la leche. Es buena y fresca.

—Gracias, Melissa.

Desde el cuarto contiguo llegó la voz de Didas.

—¡Melissa, ven enseguida! Quiero hablar contigo.

—Más tarde, Didas, más tarde. —Pero Melissa se levantó y caminó hasta la puerta. En un instante Glyneth vació las dos tazas de leche.

—Finge que bebes de la taza vacía —le susurró a Dhrun.

Cuando Melissa regresó, tanto Glyneth como Dhrun aparentaban beber leche de sus tazas.

Melissa no dijo nada, sino que dio media vuelta y no les prestó más atención.

Glyneth y Dhrun comieron una rebanada de pan con mantequilla, luego Glyneth simuló un bostezo.

—Estamos cansados, Melissa. Si no te importa, nos gustaría ir a acostarnos.

—¡Desde luego, Glyneth! Lleva a Dhrun hasta su cama, y tú ya sabes dónde está tu cuarto.

Glyneth, vela en mano condujo a Dhrun hasta la buhardilla. Éste preguntó dubitativo:

—¿No tienes miedo de estar sola?

—Un poco, pero no mucho.

—Ya no puedo luchar —se lamentó Dhrun—. Aun así, si te oigo gritar acudiré.

Glyneth bajó a su cuarto y se tendió en la cama con la ropa puesta. Poco después apareció Didas.

—Ahora está en su taller. Tenemos unos segundos para hablar. Ante todo, debo decirte que Melissa, como se hace llamar, es una bruja perversa. Cuando yo tenía quince años, me dio leche drogada para beber, luego se transfirió a mi cuerpo, el que usa hoy. Yo, una niña de quince años, quedé alojada en el cuerpo que usaba Melissa: una mujer de unos cuarenta años. Eso ocurrió hace veinticinco años. Esta noche cambiará mi cuerpo de cuarenta años por el tuyo. Tú serás Melissa y ella será Glyneth, sólo que ella te dominará y terminarás tus días como su esclava, tal como yo. Dhrun tendrá que trabajar acarreando agua desde el río hasta el huerto. Ahora está en el taller preparando la magia.

—¿Cómo podemos detenerla? —preguntó Glyneth con voz trémula.

—Quiero hacer algo más que detenerla —escupió Didas—. ¡Quiero destruirla!

—Yo también… ¿pero cómo?

—Ven conmigo, deprisa.

Didas y Glyneth corrieron hacia la pocilga. Había un cerdo joven tendido en una sábana.

—Lo he lavado y drogado —dijo Didas—. Ayúdame a llevarlo arriba. Una vez en el cuarto de Glyneth, vistieron al cerdo con una bata y una cofia, y lo pusieron en la cama, de cara a la pared.

—¡Deprisa! —susurró Didas—. Ella llegará pronto. ¡Entremos en el armario!

Apenas habían cerrado la puerta cuando oyeron pasos en la escalera. Melissa, con un vestido rosa y una vela roja en cada mano, entró en el cuarto.

Un par de incensarios colgaban de unos ganchos sobre la cama; Melissa les acercó la llama y ambos despidieron un humo acre. Melissa se acostó en la cama junto al cerdo. Colocó una barra negra entre su cuello y el cuello del cerdo, y luego pronunció un encantamiento:

¡Yo en ti!,

¡Tú en mí!

¡Pronto, deprisa, cambiemos así!

¡Bezadiah!

El cerdo chilló de pronto al encontrarse en el cuerpo no drogado de Melissa. Didas saltó del armario, arrastró al cerdo al suelo, y empujando a la antigua Melissa a la pared se recostó junto a ella. Puso la barra negra sobre su cuello y el de Melissa. Inhaló el humo de los incensarios y pronunció el encantamiento:

¡Yo en ti!,

¡Tú en mí!

¡Pronto, deprisa, cambiemos así!

¡Bezadiah!

De inmediato el cuerpo de la vieja Didas emitió los chillidos del asustado cerdo. Melissa se levantó de la cama y le habló a Glyneth:

—Calma, niña. Todo está hecho. He vuelto a mi propio cuerpo. Me han arrebatado mi juventud y mis años mozos, y nadie podrá devolvérmelos. Ahora ayúdame. Primero llevaremos a la antigua Didas a la pocilga, donde al menos se sentirá segura. Es un cuerpo viejo y enfermo y pronto morirá.

—Pobre cerdo —murmuró Glyneth.

Llevaron a la criatura que antes era conocida como Didas a la pocilga y la ataron a un poste. Luego, al regresar a la alcoba, arrastraron el cuerpo del cerdo, que empezaba a reaccionar. Melissa lo ató a un árbol fuera de la casa y luego le arrojó una olla de agua fría.

El cerdo despertó de inmediato. Intentó hablar, pero su lengua y su cavidad bucal volvían incomprensibles los sonidos. Se puso a gemir de terror y pesadumbre.

—Toma ya, bruja —dijo la nueva Melissa—. No sé cómo luzco a través de tus ojos de cerdo, ni cuánto puedes oír con tus orejas, pero tus días de brujería han terminado.

A la mañana siguiente Glyneth despertó a Dhrun y le contó los episodios de la noche anterior. Dhrun sintió pena por no haber participado, pero contuvo la lengua.

La legítima Melissa preparó un desayuno de perca frita, recién cogida del río. Mientras Dhrun y Glyneth comían llegó el ayudante del carnicero.

—Melissa, ¿tienes algo para vender?

—Claro que sí. Un buen cerdito de un año, que no necesito. Lo encontrarás atado a un árbol en el fondo. No prestes atención a sus extraños gruñidos. Arreglaré cuentas con tu amo en mi próxima visita al pueblo.

—De acuerdo, Melissa. Vi el animal al llegar y parece estar en excelentes condiciones. Con tu permiso, continuaré con mis tareas. —El chico del carnicero se marchó y desde la ventana le vieron arrastrar el cerdo por el camino.

Casi inmediatamente después, Glyneth dijo cortésmente:

—Creo que nosotros también deberíamos marcharnos, pues hoy debemos viajar mucho.

—Haced lo que os parezca —dijo Melissa—. Hay mucho trabajo que hacer, de lo contrario os pediría que os quedarais más tiempo. Un momento. —Se fue de la habitación y pronto regresó con una moneda de oro para Dhrun y otra para Glyneth—. Por favor, no me deis las gracias. Estoy abrumada de felicidad por conocer nuevamente mi propio cuerpo, que fue sometido a tan mal uso.

Por temor a perturbar la fuerza mágica que residía en la vieja cartera, guardaron las monedas de oro en la cintura de los pantalones de Dhrun. Luego se despidieron de Melissa y siguieron viaje por carretera.

—Ahora que estamos a salvo, fuera del bosque, podemos empezar a hacer planes —dijo Glyneth—. Primero, encontraremos a un hombre sabio, que nos dirigirá hacia uno aún más sabio, que nos conducirá hacia el primer sabio del reino, y él ahuyentará las abejas de tus ojos. Y luego…

—¿Y luego qué?

—Aprenderemos lo que podamos sobre príncipes y princesas, y quién puede tener un hijo llamado Dhrun.

—Me contentaré con sobrevivir a siete años de mala suerte.

—Cada cosa a su tiempo. Ahora, en marcha. ¡Adelante, un paso, otro, otro! Allí está la aldea, y si hemos de creer en esa señal, se llama Wookin.

Delante de la posada de la aldea, un viejo sentado en un banco mondaba largos rizos claros de un trozo de aliso verde. Glyneth se le acercó con timidez.

—Señor, ¿quién es considerado el hombre más sabio de Wookin? —El viejo reflexionó durante el tiempo requerido para rasurar dos exquisitos rizos de madera de aliso.

—Daré una respuesta franca. Ten en cuenta que Wookin parece plácida y tranquila, pero el bosque de Tantrevalles se yergue a poca distancia. Una malvada bruja vive a un kilómetro camino arriba y arroja su sombra sobre Wookin. La aldea más cercana es Lumarth, a una distancia de seis kilómetros. Cada uno de estos kilómetros está dedicado a la memoria del salteador que hace tan sólo una semana hizo suyo ese kilómetro bajo el liderazgo de Janton Cortagargantas. La semana pasada los seis se reunieron para celebrar el santo de Janton, y fueron capturados por Núminante el Captor de Ladrones. En la Encrucijada de los Tres Kilómetros descubrirás nuestro hito más célebre y más curioso, el viejo Seis-de-un-Trago. Directamente al norte, apenas fuera de la aldea, hay un conjunto de dólmenes, dispuestos para formar el Laberinto-Adentro-Afuera, cuyo origen se desconoce. En Wookin residen un vampiro, un comedor de veneno, y una mujer que conversa con las serpientes. Wookin debe ser la aldea más variada de Dahaut. He sobrevivido aquí ochenta años. ¿Qué más se necesita para declararme el hombre más sabio de Wookin?

—Señor, pareces ser el hombre que buscamos. Este muchacho es el príncipe Dhrun. Las dríades enviaron abejas doradas para colocarle círculos zumbones en los ojos, y está ciego. Dinos quién puede curarlo o, en caso contrario, a quién podemos preguntar.

—No puede recomendar a nadie que esté cerca. Es magia de hadas y se debe curar con un hechizo de hadas. Busca a Rhodion, rey de las hadas, que lleva un sombrero verde con una pluma roja. Apodérate de su sombrero y él tendrá que hacer lo que le pidas.

—¿Cómo podemos encontrar al rey Rhodion? De verdad, es muy importante.

—Ni siquiera el hombre más sabio de Wookin conoce la respuesta a ese acertijo. A menudo visita las grandes ferias, donde compra cintas, cardenchas y otras bagatelas. Una vez lo vi en la Feria de Tinkwood, un alegre y viejo caballero a lomos de una cabra.

—¿Siempre monta una cabra? —preguntó Glyneth.

—Rara vez.

—¿Entonces cómo se lo reconoce? En las ferias hay cientos de alegres caballeros.

El viejo rasuró un rizo de su rama de aliso.

—Sin duda, ése es el eslabón débil del plan —dijo—. Tal vez un hechicero os sea más útil. Está Tamurello de Pároli, y Quatz, junto a Lullwater. Tamurello exigirá un trabajo agobiante, que requerirá una visita a los confines de la tierra: un nuevo defecto en el plan. En cuanto a Quatz, está muerto. Si tienes algún medio para resucitarlo, creo que se comprometería a cualquier cosa.

—Tal vez —dijo Glyneth con desánimo—. ¿Pero cómo…?

—Ya, ya. Has notado el defecto. Aun así, quizá se solucione con un plan astuto. Eso digo yo, el hombre más sabio de Wookin.

Una matrona de cara severa salió de la posada.

—¡Ven, abuelo! Es la hora de la siesta. Luego podrás permanecer despierto un par de horas esta noche, pues la luna despunta tarde.

—Bien, bien. La luna y yo somos viejos enemigos —le explicó a Glyneth—. La malvada luna envía rayos de hielo para congelarme la médula, y yo me esfuerzo para evitarlos. Planeo hacer una gran trampa para la luna en aquella colina, y cuando la luna venga a caminar, espiar y atisbar para encontrar mi ventana, echaré el cerrojo y ya mi leche no se cuajará en las noches de luna.

—Ya es hora, abuelo. Despídete de tus amigos y ven a tomar la sopa de pata de vaca.

Dhrun y Glyneth se alejaron de Wookin en silencio.

—Buena parte de lo que dijo parecía sensato —dijo al fin Dhrun.

—Eso me pareció —dijo Glyneth.

Más allá de Wookin, el río Murmeil viraba hacia el sur, y el camino atravesaba una región de bosques y de sembradíos de cebada, centeno y forraje. Plácidas granjas dormitaban a la sombra de robles y olmos, todas construidas con el basalto gris de la zona y con techos de paja… Dhrun y Glyneth caminaron un kilómetro, luego otro, cruzándose con tres viajeros en total: un niño que llevaba caballos; un arriero con un rebaño de cabras y un latonero ambulante. Por el aire llegaba un hedor cada vez más fuerte: primero en hálitos y ráfagas, luego con una intensidad violenta y repentina, tan penetrante que Glyneth y Dhrun se pararon en seco en la carretera.

Glynet tomó la mano de Dhrun.

—Ven, caminaremos deprisa y así lo dejaremos atrás pronto.

Los dos trotaron camino arriba, conteniendo el aliento para no sentir esa pestilencia. Cien metros después llegaron a una encrucijada con una horca al lado. Un letrero, que señalaba a este y oeste, norte y sur, rezaba:

Seis hombres muertos colgaban del patíbulo recortándose contra el cielo.

Glyneth y Dhrun pasaron deprisa, pero se detuvieron de nuevo. En un tronco bajo estaba sentado un hombre alto y delgado de cara larga y delgada. Vestía ropa oscura pero no llevaba sombrero; el pelo, ennegrecido y lacio, se le pegaba al cráneo angosto.

Glyneth pensó que tanto las circunstancias como el hombre eran siniestras y habría seguido de largo sin nada más que un cortés saludo, pero el hombre alzó un largo brazo para detenerlos.

—Por favor, queridos, ¿qué noticias hay de Wookin? Mi vigilia ha durado tres días y estos caballeros murieron con el cuello inusitadamente duro.

—No oímos noticias, señor, salvo la referente a la muerte de seis bandidos, que ya debes conocer.

—¿Por qué esperas? —preguntó Dhrun, con conmovedora simplicidad.

—¡Jauí! —rió agudamente el hombre flaco—. Una teoría propuesta por los sabios asegura que cada nicho de la estructura social, por estrecho que sea, encuentra quien lo llene. Confieso que tengo una ocupación tan específica que ni siquiera ha adquirido un nombre. Para decirlo con simpleza, espero bajo el patíbulo hasta que cae el cadáver, y entonces tomo posesión de las ropas y pertenencias valiosas. Encuentro poca competencia en este campo. Es una tarea aburrida, y nunca me volveré rico, pero al menos es honesta y tengo tiempo para soñar.

—Interesante —dijo Glyneth—. Que tengas suerte.

—Un momento. —El hombre estudió las rígidas siluetas colgantes—. Creí que hoy tendría al número dos. —Tomó una herramienta que estaba apoyada contra el patíbulo: una vara larga con punta bifurcada. Tanteó la cuerda por encima del nudo y la sacudió con fuerza. El cadáver quedó colgado como antes—. Mi nombre, por si queréis saberlo, es Nhabod, y a veces me conocen como Nab el Angosto.

—Gracias. Ahora, si no te importa, seguiremos nuestro camino.

—¡Esperad! Voy a decir algo que os puede resultar interesante. Allí, número dos en orden, cuelga el viejo Tonker el carpintero, que metió dos clavos en la cabeza de su madre: cuello duro hasta el final. Mirad —señaló con la vara, y su voz adquirió un tono didáctico— la magulladura roja. Esto es común y habitual en los primeros cuatro días. Luego aparece una mancha carmesí, seguida por esa palidez de tiza, que indica que el objeto está por caer. Por estos indicios he intuido que Tonker estaba maduro. Bien, suficiente por hoy. Tonker caerá mañana y después de él Pilbane el bailarín, quien asaltó en los caminos durante trece años, y hoy estaría asaltando si Numinante el Captor de Ladrones no lo hubiera descubierto dormido y Pilbane no hubiera bailado su última jiga. Luego está Kam el granjero. Un leproso pasó ante sus seis hermosas vacas lecheras, en esta misma encrucijada, y las seis se secaron. Como es ilegal derramar sangre de leproso, Kam lo empapó con aceite y le prendió fuego. Se dice que el leproso llegó de aquí a Lumarth en sólo catorce zancadas. Numinante interpretó la ley con un exceso de rigor y ahora Kam cuelga en el aire. El número seis es Bosco, cocinero de buena reputación. Durante muchos años sufrió las afrentas del noble y viejo Tremoy. Un día, con espíritu maligno, orinó la sopa de su señor. ¡Ay! Tres camareros y el repostero fueron testigos. ¡Ay! Allí cuelga Bosco.

—¿Y el siguiente? —preguntó Glyneth, interesada contra su voluntad. Nab el Angosto tocó los pies oscilantes con su vara.

—Éste es Pirriclaw, un salteador de extraordinaria percepción. Podía mirar a un probable cliente… así… —bajó la cabeza y clavó los ojos en Dhrun—, o así. —Clavó la misma mirada penetrante en Glyneth—. Al instante adivinaba el lugar donde su cliente llevaba sus pertenencias, y era una habilidad muy útil. —Nab ladeó la cabeza, lamentando el fallecimiento de un hombre tan talentoso.

Dhrun se llevó la mano al cuello, para asegurarse de que su amuleto estuviera seguro; casi sin pensarlo, Glyneth se tocó el corpiño donde había escondido la cartera mágica.

Nab el Angosto, que aún miraba el cadáver, no pareció darse cuenta.

—¡Pobre Pirriclaw! Numinante lo capturó en la flor de la vida, y ahora espero sus ropas… y con ansiedad, debo añadir. Pirriclaw sólo vestía lo mejor y exigía triple costura. Tiene mi estatura, y tal vez yo mismo use las prendas.

—¿Quién es el último cadáver?

—¿Él? No vale mucho. Borceguíes, ropas remendadas tres veces y carentes de todo estilo. Este patíbulo se conoce como Seis-de-un-Trago. Tanto la ley como la costumbre prohíben que se cuelgue a cinco o a cuatro o tres o dos o uno de esa antigua viga. Un fugitivo desgraciado llamado Yoder Orejas Grises robó huevos a la gallina negra de la viuda de Hod, y Numinante decidió usarlo como ejemplo, y así puso un sexto para Seis-de-un-Trago. Y por primera vez en su vida Yoder Orejas Grises cumplió una función. Fue a la muerte, si no feliz, al menos como un hombre cuya vida brinda un servicio final, cosa que no todos podemos afirmar.

Glyneth asintió dubitativamente. Los comentarios de Nab se estaban volviendo demasiado líricos, y ella se preguntó si no se estaría divirtiendo a costa de ambos. Tomó el brazo de Dhrun.

—¡Ven! Aún nos faltan tres kilómetros para Lumarth.

—Tres kilómetros seguros, ahora que Numinante ha limpiado el camino —dijo Nab el Angosto.

—Una última pregunta. ¿Puedes decirnos dónde hay una feria donde se reúnan hombres sabios y magos?

—Por supuesto. Cincuenta kilómetros después de Lumarth está la ciudad de Avellanar, donde una feria evoca los festivales de los druidas. ¡Estad allí en dos semanas, cuando los druidas celebran Lugrasad!

Glyneth y Dhrun continuaron la marcha. A ochocientos metros un salteador alto y delgado salió de una mata de zarzamoras. Llevaba una capa larga y negra, un sombrero chato y negro de ala muy ancha, y un paño también negro le tapaba toda la cara salvo los ojos. En la mano izquierda empuñaba una daga.

—¡Alto! —gritó—. ¡Dadme vuestras pertenencias u os cortaré la garganta de oreja a oreja!

Se acercó a Glyneth, le hundió la mano en el corpiño y le arrancó la cartera de su cálido escondrijo entre ambos senos. Luego se volvió a Dhrun y blandió la daga.

—¡Tus bienes, rápido!

—Mis bienes no te interesan.

—¡Claro que sí! Me declaro poseedor del mundo y de todos sus frutos. Quien usa mis bienes sin permiso provoca la más intensa de mis iras. ¿No es esto justicia?

Dhrun, desconcertado, no supo qué responder. Entretanto el salteador le arrebató el amuleto del cuello.

—¿Qué es esto? Bien, lo averiguaremos más tarde. Ahora seguid vuestro camino humildemente, y tened más cuidado en el futuro.

Glyneth, en hosco silencio, y Dhrun, sollozando de rabia, continuaron la marcha precedidos de una gran risotada.

—¡Jauí!

Luego el salteador se perdió entre las matas.

Una hora después, Glyneth y Dhrun llegaron a la aldea Lumarth. Fueron de inmediato a la posada del Ganso Azul, donde Glyneth preguntó dónde podía encontrar a Numinante el Captor de Ladrones.

—Por los caprichos de Fortunatus, encontraréis a Numinante en el comedor, bebiendo cerveza de un cuenco del tamaño de su cabeza.

—Gracias, señor. —Glyneth entró en el comedor con cautela. En otras posadas la habían sometido a indignidades: besos ebrios, palmadas en las nalgas, sonrisas y cosquillas. En el mostrador había un hombre de estatura mediana, con aire de delicada sobriedad desmentido por el tazón del que bebía su cerveza.

Glyneth se le acercó confiadamente. Este no parecía un hombre que se tomara libertades.

—¿Eres Numinante?

—¿Qué quieres, muchacha?

—Quiero denunciar un delito.

—Habla. Ése es mi oficio.

—En la encrucijada conocimos a un tal Nhabod, o Nab el Angosto, quien esperaba que cayeran los cadáveres para quitarles la ropa. Hablamos un rato, luego seguimos nuestro camino. A menos de un kilómetro, salió del bosque un salteador que nos quitó todo lo que teníamos.

—Querida mía —dijo Numinante—, quien os robó fue nada menos que el gran Janton Cortagargantas. La semana pasada colgué a seis de sus compinches. Él quería quitarles los zapatos para su colección. La ropa le importa un bledo.

—Pero nos habló de Tonker el carpintero, Bosco el cocinero, el ladrón Pirriclaw y otro cuyo nombre no recuerdo…

—Es posible. Asolaban la campiña con Janton, como una jauría de perros salvajes. Pero Janton abandonará esta región para instalarse en otra parte. Algún día lo colgaré también, pero… debemos gozar de estos placeres cuando se presentan.

—¿No puedes enviar una partida a buscarlo? —preguntó Dhrun—. Cogió mi amuleto y nuestra cartera de dinero.

—Podría —dijo Numinante—, ¿pero de qué serviría? Tiene escondrijos por todas partes. De momento, lo único que puedo hacer es alimentaros a expensas del rey. ¡Enríe! Ofrece a estos niños la mejor comida. Una de esas gordas gallinas del espetón, una buena tajada de carne y otra de pastel, con sidra para digerirlo.

—Al instante, Numinante.

—Una cosa más —dijo Glyneth—. Como ves, las hadas del bosque han cegado a Dhrun. Nos aconsejaron que buscáramos a un mago que solucionara el problema. ¿Puedes sugerirnos a alguien que pueda ayudarnos?

Numinante bebió un buen trago de cerveza.

—Sé de tales personas —dijo tras reflexionar—, pero sólo de oídas. En este caso no puedo ayudaros, pues no sé nada de magia, y sólo los magos conocen a otros magos.

—Janton sugirió que visitáramos la feria de Avellanar y averiguáramos allí.

—Es un buen consejo… a menos que se proponga asaltaros de nuevo en el camino. Veo que Enríe os ha servido una buena comida. Disfrutadla.

Abatidos, Dhrun y Glyneth siguieron a Enric hasta la mesa que les había preparado. Aunque les ofrecía lo mejor, no le encontraban sabor a la comida. Vanas veces Glyneth abrió la boca para decirle a Dhrun que sólo había perdido un vulgar guijarro, que su piedra mágica se había hecho trizas, pero tantas otras la cerró, avergonzada de confesar su engaño.

Enric les indicó el camino a Avellanar.

—Id colina arriba y valle abajo durante veinticinco kilómetros, luego atravesad el bosque de Wheary y las Tierras Flacas, pasando las Colinas Lejanas, después seguid el río Sham hasta Avellanar. Tardaréis unos cuatro días. Me imagino que no tenéis mucho dinero.

—Tenemos dos coronas de oro, señor.

—Permitidme cambiar una por dos florines y peniques y tendréis menos dificultades.

Con ocho florines de plata y veinte peniques de cobre tintineando en una pequeña bolsa de paño, y con una sola corona de oro a salvo en el pantalón de Dhrun, ambos emprendieron el camino hacia Avellanar.

Cuatro días después, hambrientos y doloridos, Dhrun y Glyneth llegaron a Avellanar. No habían tenido contratiempos salvo por un episodio cerca de la aldea Maude. A medio kilómetro de la ciudad oyeron quejidos que venían de la zanja del borde del camino. Corrieron a mirar y descubrieron a un hombre viejo y tullido que se había desviado de la carretera y había caído en una mata de bardana.

Dhrun y Glynet lo sacaron de allí con gran esfuerzo y lo llevaron hasta la aldea, donde se desplomó en un banco.

—Gracias, niños —dijo—. Si he de morir, mejor aquí que en una zanja.

—¿Pero por qué debes morir? —preguntó Glyneth—. He visto gentes vivas en peores condiciones.

—Tal vez, pero estaban rodeadas por seres queridos o eran capaces de trabajar. Yo no tengo un cobre y nadie me contrata, así que moriré.

Glyneth llevó a Dhrun aparte.

—No podemos abandonarlo aquí.

—Tampoco podemos llevarlo —dijo Dhrun con voz hueca.

—Lo sé. Mucho menos podría irme dejándolo allí, desesperado.

—¿Qué quieres hacer?

—Sé que no podemos ayudar a todos los que encontramos, pero podemos ayudar a esta persona.

—¿La corona de oro? —Sí.

Dhrun, sin decir palabra, extrajo la moneda del pantalón y se la dio a Glyneth. Ella se la llevó al viejo.

—Es todo lo que podemos darte, pero te ayudará por un tiempo.

—¡Mis bendiciones para ambos!

Dhrun y Glyneth fueron a la posada y descubrieron que todos los cuartos estaban ocupados.

—El depósito del establo está lleno de heno fresco, y podéis dormir allí por un penique. Si me ayudáis una hora en la cocina, os daré de comer.

En la cocina, Dhrun peló habichuelas y Glyneth fregó ollas hasta que el posadero entró.

—¡Está bien, está bien! Veo mi reflejo en ellas. Venid, os habéis ganado la cena.

Los llevó a una mesa en un rincón de la cocina y les sirvió primero una sopa de puerros y lentejas, luego trozos de cerdo asado con manzanas, pan y salsa, y de postre un melocotón a cada uno.

Se fueron de la cocina cruzando el comedor, donde parecía haber una gran celebración. Tres músicos con tambores, un caramillo y un doble laúd tocaban alegres canciones. Entre los presentes, Glyneth descubrió al viejo tullido a quien habían dado la moneda de oro. Ahora estaba ebrio y bailaba enérgicamente alzando ambas piernas en el aire. Luego abrazó a la camarera y ambos bailaron una danza extravagante de un lado a otro del salón. El viejo ceñía la cintura de la camarera con un brazo y con el otro alzaba un cuenco de cerveza.

—¿Quién es ese viejo? —preguntó Glyneth a uno de los curiosos—. Cuando lo vi por última vez estaba moribundo.

—Es Ludolf el pícaro y está tan moribundo como tú o como yo. Se va de la ciudad, se instala cómodamente junto al camino. Cuando pasa un viajero, se pone a gemir lastimeramente, y a veces los viajeros lo traen a la ciudad. Ludolf lloriquea y se queja hasta que el viajero le da un par de monedas. Hoy debe de haber encontrado a un dignatario de las Indias.

Entristecida, Glyneth condujo a Dhrun al establo, y subieron por la escalera hasta el pajar. Allí contó a Dhrun lo que había visto en el comedor. Éste se enfureció. Apretó los dientes y arqueó las comisuras de la boca.

—¡Desprecio a los mentirosos y embaucadores! —Glyneth rió de mala gana.

—Dhrun, no nos amarguemos. No diré que aprendimos una lección, porque es posible que mañana hagamos lo mismo.

—Con muchas más precauciones.

—Es verdad. Pero al menos no tenemos por qué avergonzarnos de nosotros mismos.

De Maude a Avellanar el camino los llevó por un variado paisaje de bosque y campo, montaña y valle, pero no sufrieron daños ni sobresaltos, y llegaron a Avellanar al mediodía del quinto día de viaje. El festival aún no había comenzado, pero ya estaban construyendo puestos, pabellones y plataformas.

Glyneth, de la mano de Dhrun, evaluó las actividades.

—Parece que aquí habrá más mercaderes que gente común. Quizá se vendan cosas entre ellos. Es verdaderamente alegre, con todos los martillazos y banderas.

—¿Qué es ese olor tan delicioso? —preguntó Dhrun—. Me recuerda el hambre que tengo.

—A unos veinte metros un hombre con sombrero blanco está friendo salchichas. Admito que el olor es tentador… pero sólo tenemos siete florines y algunos peniques, y espero conservarlos hasta que podamos ganar más dinero.

—¿El vendedor de salchichas vende mucho?

—Parece que no.

—Entonces tratemos de conquistarle clientes.

—Muy bien, ¿pero cómo?

—Con esto. —Dhrun extrajo su gaita.

—Buena idea. —Glyneth condujo a Dhrun hasta el puesto—. Ahora toca —susurró—. ¡Valientes melodías, alegres melodías, hambrientas melodías!

Dhrun se puso a tocar, al principio lenta y tímidamente, y luego sus dedos parecieron moverse por sí solos, volando sobre el instrumento, que emitió adorables y estridentes melodías. La gente se detenía a escuchar alrededor del puesto, y muchos compraban salchichas, así que el vendedor estuvo muy atareado.

Al rato Glyneth se acercó al vendedor.

—Por favor, ¿puedes darnos salchichas? Tenemos mucha hambre. Después de comer, tocaremos otra vez.

—A mi entender, es un buen trato. —El vendedor les dio pan y salchichas fritas, y Dhrun tocó de nuevo: jigas y toda clase de danzas que hacían vibrar los talones y temblar la nariz con el aroma de las salchichas fritas. Al cabo de una hora, el vendedor había agotado toda su mercancía, por lo que Glyneth y Dhrun se alejaron del puesto.

A la sombra de un carromato había un hombre alto y joven de hombros fuertes y anchos, piernas largas, nariz grande y ojos claros y grises. Tenía pelo lacio de color arena, pero no llevaba ni barba ni bigote. Cuando Glyneth y Dhrun pasaron junto a él, se les acercó.

—Me ha gustado mucho tu música —le dijo a Dhrun—. ¿Dónde adquiriste tanta habilidad?

—Es un don de las hadas de Thripsey Shee. Me dieron la gaita, una cartera con dinero, un amuleto para el valor y siete años de mala suerte. He perdido la cartera y el amuleto, pero conservo la gaita y la mala suerte, que me sigue como un mal olor.

—Thripsey Shee está lejos, en Lyonesse. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—Viajamos a través del gran bosque —dijo Glyneth—. Dhrun descubrió a unas dríades que se estaban bañando desnudas. Enviaron abejas mágicas a sus ojos y ahora no puede ver, hasta que ahuyentemos las abejas.

—¿Y cómo pensáis hacerlo?

—Nos aconsejaron que buscáramos a Rhodion, rey de las hadas, y cogiéramos su sombrero, lo cual lo obligaría a hacer nuestra voluntad.

—Es un buen consejo. Pero antes debéis encontrar al rey Rhodion, lo cual no es sencillo.

—Se dice que frecuenta las ferias: un alegre caballero con sombrero verde —dijo Glyneth—. Ya es algo para empezar.

—Ya lo creo… ¡Mirad! ¡Allá va uno! ¡Y aquí viene otro!

—No creo que ninguno de ellos sea el rey Rhodion —dijo dubitativamente Glyneth—. Por cierto, no es ese borracho, aunque es el más alegre de los dos. En todo caso, tenemos otro consejo: buscar la ayuda de un archimago.

—De nuevo, ese consejo es más fácil de dar que de seguir. Los magos se esfuerzan por aislarse de lo que de otro modo sería una incesante procesión de suplicantes. —Mirándoles las caras abatidas, añadió—: Aun así, puede haber un modo de evitar estas dificultades. Me presentaré. Soy el doctor Fidelms. Recorro Dahaut en este carromato tirado por dos caballos milagrosos. El letrero del flanco explica mi ocupación.

Glyneth leyó:

DOCTOR FIDELIUS.

Gran gnóstico, vidente, mago, CURO LAS RODILLAS FLOJAS.

Analizo y resuelvo misterios; pronuncio encantamientos en idiomas conocidos y desconocidos. Especialista en analgésicos, emplastos, roborantes y despumáticos. Tinturas para aliviar la náusea, la picazón, el dolor, el malestar, la caspa, las bubas y úlceras.

ESPECIALIDAD EN RODILLAS FLOJAS.

Glyneth, mirando al doctor Fidelius, preguntó tentativamente:

—¿De veras eres mago?

—Claro que sí —dijo el doctor Fidelius—. ¡Mira esta moneda! La tengo en mi mano y… de repente, ¿dónde está la moneda?

—En tu otra mano.

—No. Ahí está, en tu hombro. ¡Y mira! ¡Tienes otra en tu otro hombro! ¿Qué dices a esto?

—Maravilloso. ¿Puedes curar los ojos de Dhrun? —El doctor Fidelius negó con la cabeza.

—Pero conozco a un mago que puede hacerlo y, según creo, lo hará.

—¡Fantástico! ¿Nos llevarás a él?

De nuevo el doctor Fidelius negó con la cabeza.

—Ahora no. Tengo asuntos urgentes en Dahaut. Luego visitaré a Murgen el mago.

—¿Podemos encontrar a ese mago sin tu ayuda? —preguntó Dhrun.

—Jamás. El camino es largo y peligroso, y él protege bien su intimidad.

—¿Los asuntos de Dahaut te llevarán mucho tiempo? —preguntó tímidamente Glyneth.

—Lo ignoro. Tarde o temprano un hombre visitará mi carromato, y luego…

—¿Y luego qué?

—Supongo que luego visitaremos a Murgen el mago. Mientras tanto venid conmigo. Dhrun tocará la gaita para atraer gente, Glyneth venderá emplastos, polvos y amuletos, y yo observaré la multitud.

—Eres muy generoso —dijo Glyneth—, pero ni Dhrun ni yo sabemos nada de medicina.

—¡No importa! Soy un charlatán. Mis remedios son inútiles, pero los vendo a bajo precio y habitualmente dan tanto resultado como si los hubiera prescrito el mismo Hyrcomus Galienus. Olvidad vuestras prevenciones, si las tenéis. Las ganancias no son suculentas pero siempre comeremos buena comida y beberemos buen vino, y cuando llueva estaremos protegidos dentro del carromato.

—Las hadas me condenaron a siete años de mala suerte —murmuró Dhrun—. Puedo contagiarte a ti y a tus negocios.

—Dhrun vivió la mayor parte de su vida en un castillo de hadas hasta que lo echaron con la maldición sobre su cabeza —explicó Glyneth.

—Fue el trasgo Falael quien lo provocó —dijo Dhrun—, cuando yo me iba. Se la devolvería si pudiera.

—La maldición debe conjurarse —declaró el doctor Fidelius—. Tal vez convendría buscar al rey Rhodion, después de todo. Si tocas tu gaita mágica, sin duda se acercará a escuchar.

—¿Y entonces? —preguntó Glyneth.

—Debéis quitarle el sombrero. Rugirá y amenazará, pero al fin hará vuestra voluntad.

Glyneth reflexionó con el ceño fruncido.

—Parece rudo robarle el sombrero a un extraño —dijo—. Si me equivoco, el caballero rugirá y me amenazará, y luego me perseguirá, me atrapará y me dará una paliza.

—Desde luego, eso es posible —convino Fidelius—. Como ya he dicho, muchos caballeros alegres usan sombrero verde. Aun así, se puede reconocer al rey Rhodion por tres indicios. Primero, sus orejas no tienen lóbulos y son puntiagudas. Segundo, sus pies son largos y estrechos, con largos dedos. Tercero, sus dedos están unidos por membranas, como las de una rana, y tienen uñas verdes. Además, se dice que cuando uno se le acerca, despide olor, no a sudor y ajo, sino a azafrán y amento de sauce. Por tanto, Glyneth, debes permanecer alerta. Yo también estaré observando, y es posible que entre ambos nos adueñemos del sombrero de Rhodion.

Glyneth abrazó a Dhrun y le besó la mejilla.

—¿Has oído? Debes tocar lo mejor que puedas y tarde o temprano el rey Rhodion se acercará. Luego nos desharemos de tus siete años de mala suerte.

—Sólo la buena suerte lo atraerá. Así que tendré que esperar siete años. Para entonces seré viejo y achacoso.

—¡Dhrun, no seas ridículo! La buena música siempre derrota la mala suerte, no lo olvides.

—Estoy de acuerdo con eso —dijo el doctor Fidelius—. Ahora, venid conmigo. Tenemos que hacer algunos cambios.

El doctor Fidelius llevó a los niños a ver a un mercader que vendía zapatos y ropa. Al ver a Dhrun y Glyneth alzó las manos en el aire.

—Id al cuarto trasero.

Los criados les prepararon tinas de agua tibia y jabón aromático bizantino. Dhrun y Glyneth se desvistieron y se lavaron. Los criados les llevaron toallas y camisas de lino, y luego ambos niños se vistieron con ropa nueva y elegante: pantalones azules, una camisa blanca y una túnica oscura para Dhrun; un vestido verde claro para Glyneth, con una cinta verde oscuro para el pelo. Empacaron otras prendas en una caja y las enviaron al carromato.

El doctor Fidelius los miró aprobatoriamente.

—¿Dónde están esos dos vagabundos? He aquí a un gallardo príncipe y a una bella princesa.

Glyneth rió.

—Mi padre era sólo un escudero de Throckshaw, en Ulflandia, pero el padre de Dhrun es un príncipe y su madre es una princesa.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó el doctor Fidelius a Dhrun con interés.

—Las hadas.

El doctor Fidelius habló despacio:

—Si eso es verdad, y quizá lo sea, eres una persona muy importante. Tu madre puede haber sido Suldrun, princesa de Lyonesse. Lamento decirte que está muerta.

—¿Y mi padre?

—No sé nada de él. Es una figura bastante misteriosa.