Tanto dentro como alrededor del Bosque de Tantrevalles había cien o más refugios de hadas, y cada uno de ellos constituía el castillo de una tribu. Cercano al linde del prado de Madling se hallaba Thripsey Shee, gobernado por el rey Throbius y su esposa la reina Bossum. Su reino abarcaba el prado de Madling y buena parte del bosque circundante, como convenía a su dignidad. Había ochenta y seis hadas en Thripsey. Entre ellas estaban las siguientes:
Boab, que tenía aspecto de una joven verde y pálida con alas y antenas de saltamontes. Llevaba una pluma negra arrancada de la cola de un cuervo, y registraba todos los acontecimientos y transacciones de la tribu en hojas hechas con pétalos de lirio.
Tutterwit, un trasgo a quien le gustaba visitar las casas de los humanos y fastidiar a los gatos. También le gustaba espiar por las ventanas, quejándose y haciendo muecas hasta que llamaba la atención de alguien, y entonces desaparecía de golpe.
Gundeline, una esbelta y encantadora doncella de frondoso cabello púrpura y uñas verdes. Gesticulaba, se acicalaba, hacía cabriolas, pero jamás hablaba, y nadie la conocía bien. Lamía azafrán de los pistilos de las amapolas moviendo rápidamente la lengua verde y puntiaguda.
Wone, una dama que se levantaba antes del amanecer para sazonar las gotas de rocío con el néctar de las flores.
Murdock, un duende gordo y pardo que curtía pieles de ratón y con el plumaje de los pichones de búho tejía suaves mantas grises para las hadaniño.
Flink, que forjaba espadas usando antiguas técnicas. Era muy jactancioso y a menudo cantaba la balada que celebraba su famoso duelo con el duende Dangott.
Shimmir, que había tenido la audacia de burlarse de la reina Bossum y hacer cabriolas a sus espaldas, parodiando su contoneo mientras todos los demás contenían la risa tapándose la boca. La reina Bossum la había castigado poniéndole los pies hacia atrás y pegándole un carbunclo en la nariz.
Falael, que se manifestaba como un trasgo marrón claro con cuerpo de niño y cara de niña. Falael era incansablemente travieso, y cuando los aldeanos entraban en el bosque para recoger fresas y nueces, Falael les hacía explotar las nueces y les convertía las fresas en sapos y escarabajos.
Y luego estaba Twisk, que solía aparecer como una doncella de pelo de color naranja con un vestido de gasa gris. Un día, mientras retozaba en las aguas bajas del lago de Tilhilvelly, fue sorprendida por el duende Mangeon. Él la tomó de la cintura, la arrastró a la orilla, le arrancó el vestido gris y se dispuso para una conjunción erótica. Al ver ese enorme instrumento priápico cubierto de verrugas, Twisk se puso histérica de miedo. Con sacudidas, giros y contorsiones logró burlar los esfuerzos del sudoroso Mangeon. Pero las fuerzas se agotaban y el peso de Mangeon empezó a resultar opresivo. Trató de protegerse con magia, pero en su excitación sólo pudo recordar un hechizo utilizado para aliviar la hidropesía de los animales de granja. A falta de otra cosa, lo pronunció, y resultó eficaz. El hinchado órgano de Mangeon se redujo al tamaño de una bellota y se perdió en los pliegues de su gran vientre gris. Mangeon soltó un grito de consternación, pero Twisk no manifestó remordimiento.
—Zorra, me has causado un doble mal, y recibirás el castigo apropiado —gritó Mangeon enfurecido.
La llevó a un camino que bordeaba el bosque. En una encrucijada preparó una especie de picota y la sujetó allí. Sobre su cabeza puso un letrero: «Haz conmigo lo que quieras», y se quedó mirando.
—Aquí te quedarás hasta que tres viajeros, sean idiotas, pobretones o grandes condes, hagan contigo lo que deseen, y tal es el hechizo que invoco para ti, de manera que en el futuro seas más complaciente con quienes se te acerquen en el lago de Tilhilvelly.
Mangeon se alejó, y Twisk se quedó sola.
El primero en pasar fue el caballero Jaucinet del Castillo Nube de Dahaut. Detuvo el caballo y evaluó la situación con asombro.
—«Haz conmigo lo que quieras» —leyó—. Señora, ¿por qué sufres esta indignidad?
—Caballero, no la sufro por mi voluntad —dijo Twisk—. Yo no me he sujetado a la picota en esta posición, ni he colocado el letrero.
—¿Y quién es el responsable?
—El gnomo Mangeon, para vengarse.
—Entonces haré lo posible para liberarte.
Jaucinet desmontó y se quitó el yelmo, revelándose como un apuesto caballero de pelo rubio y largos bigotes. Intentó aflojar los lazos que sujetaban a Twisk, pero fue en vano.
—Señora —dijo al fin—, estas ligaduras se resisten a mis esfuerzos.
—En este caso —suspiró Twisk—, obedece por favor la instrucción implícita en el letrero. Sólo después de tres encuentros así se aflojarán las ligaduras.
—No es un acto galante —dijo Jaucinet—, pero cumpliré mi promesa. —Dicho esto, hizo lo que pudo para contribuir a su liberación.
Jaucinet se habría quedado para compartir la vigilia de Twisk y ayudarla más si era necesario, pero ella le rogó que se fuera.
—Otros viajeros podrían intimidarse si te vieran aquí, así que debes irte enseguida. Cae el día, y deseo estar en casa antes del anochecer.
—Éste es un camino solitario —dijo Jaucinet—. Aun así, lo transitan ocasionalmente vagabundos y leprosos. Que tengas suerte, señora. Me despido.
Jaucinet se ajustó el yelmo, montó su caballo y se marchó.
Transcurrió una hora mientras el sol se ponía en el oeste. Twisk oyó un silbido y pronto vio a un muchacho campesino que regresaba a su casa después de un día de trabajo en el campo. Como Jaucinet, se detuvo asombrado, luego se acercó despacio. Twisk le sonrió amargamente.
—Como ves, estoy atada aquí. No puedo irme ni resistirme, no importa lo que desees.
—Mi deseo es muy simple —dijo el labriego—. Pero no nací ayer y quiero saber qué dice el letrero.
—Dice: Haz lo que quieras.
—Ah, está bien. Temía que hubiera un precio o una imposición. Sin más trámites, levantó su blusón y se unió a Twisk con tosco entusiasmo.
—Y ahora, si me disculpas, debo irme, pues esta noche hay tocino con nabos, y me has dado hambre.
El labriego se perdió en el atardecer, mientras Twisk miraba con inquietud la llegada de la oscuridad.
Pronto el aire se enfrió y las nubes taparon las estrellas, dejando la noche completamente a oscuras. Twisk se acurrucó, tintando de congoja, y escuchó temerosa los ruidos nocturnos.
Las horas pasaron despacio. A medianoche Twisk oyó un ligero sonido: pasos lentos en el camino. Los pasos cesaron, y algo que podía ver en la oscuridad se detuvo para inspeccionarla. Se le acercó, y a pesar de su visión de hada, tan sólo distinguió un alto perfil.
Se paró junto a ella y la tocó con dedos fríos.
—¿Quién eres? —preguntó Twisk con voz trémula—. ¿Puedo saber tu identidad?
La criatura no respondió. Temblando de terror, Twisk tendió la mano y notó una ropa, como un manto, que al moverse despedía un aroma inquietante.
La criatura se acercó y sometió a Twisk a un frío abrazo, que la dejó aturdida.
La criatura huyó por el camino y Twisk cayó al suelo, sucia pero libre.
Corrió en la oscuridad hacia Thnpsey Shee. Las nubes se entreabrieron; gracias a la luz de las estrellas, que la guió en su camino, llegó a su casa. Se limpió como pudo y fue a su cuarto de terciopelo verde a descansar.
Las hadas, aunque nunca olvidan una ofensa, son flexibles ante el infortunio, y Twisk pronto olvidó la experiencia. Sólo recordó el episodio cuando notó que estaba encinta.
En su momento dio a luz una niña pelirroja que ya en su cesto de mimbre, bajo la manta de plumaje de búho, miraba el mundo con precoz sabiduría.
¿Quién o qué era el padre? La incertidumbre atormentaba a Twisk, y la niña le disgustaba. Un día, Wynes, la esposa del leñador, llevó un niño al bosque. Sin pensarlo dos veces, Twisk se apoderó del niño rubio y lo reemplazó por esa niña extrañamente sabia.
Así fue como Dhrun, hijo de Aillas y Suldrun, llegó a Thripsey Shee, y así fue como Madouc, de origen incierto, llegó al palacio Haidion.
Los bebés de las hadas son muchas veces vengativos, revoltosos y malignos. Dhrun, un niño alegre y encantador, sedujo a las hadas con su bondad, así como con sus lustrosos rizos rubios, sus oscuros ojos azules, y su boca siempre sonriente. Lo llamaron Tippit, lo colmaron de besos y lo alimentaron de nueces, néctar y pan de semilla de hierba.
Las hadas son impacientes con la torpeza; la educación de Dhrun fue rápida. Aprendió a reconocer las flores y los sentimientos de las hierbas; trepó a los árboles y exploró el prado de Madling, desde Loma Herbosa hasta el lago Twankbow. Aprendió el idioma de la tierra y el idioma secreto de las hadas, que a menudo se confunde con los trinos de los pájaros.
El tiempo pasa rápido en un palacio de hadas, y un año sideral fueron ocho años en la vida de Dhrun. La primera mitad de este tiempo fue dichoso y sencillo. Cuando alcanzó lo que podríamos considerar la edad de cinco años (tales determinaciones son bastante vagas), le preguntó a Twisk, a quien consideraba una especie de hermana indulgente aunque esquiva:
—¿Por qué no tengo alas para volar como Digby? Es algo que me gustaría hacer, si te parece bien.
Twisk, sentada en la hierba con un ramillete de velloritas, dijo gesticulando:
—Volar es para los niños-hada. Tú no eres hada, aunque eres mi adorable Tippit, y te entretejeré estas velloritas en el cabello y quedarás muy guapo, mucho más que Digby, con esa taimada cara de zorro.
—Pero si no soy hada, ¿qué soy? —insistió Dhrun.
—Bien, eres algo muy importante, sin duda: quizás un príncipe de la corte real. Y tu verdadero nombre es Dhrun. —Se había enterado de esto de manera extraña. Sintiendo curiosidad por la situación de su hija pelirroja, Twisk había visitado la casa de Graithe y Wynes y había presenciado la llegada de los delegados del rey Casmir. Después, escondida en el techo de paja, había escuchado los lamentos de Wynes por el perdido niño Dhrun.
Dhrun no quedó del todo satisfecho con la información.
—Pues preferiría ser hada.
—Ya veremos —dijo Twisk, levantándose de un brinco—. Por ahora, eres el príncipe Tippit, señor de las velloritas.
Durante un tiempo todo siguió como antes, y Dhrun trató de no pensar en ello. A fin de cuentas, el rey Throbius dominaba una poderosa magia. Con el tiempo, si se lo pedía cortésmente, el rey Throbius lo convertiría en hada.
Sólo un individuo del lugar le tenía animadversión: se trataba de Falael, con cara de niña y cuerpo de niño, cuya mente hervía de malicia. Comandaba dos ejércitos de ratones y los vestía con espléndidos uniformes. El primer ejército vestía de rojo y oro; el segundo vestía de azul y blanco con cascos plateados. Marchaban gallardamente desde lados opuestos del prado y libraban una gran batalla, mientras las hadas de Thripsey Shee aplaudían los actos de valor y lloraban por los héroes muertos.
Falael también tenía talento para la música. Reunió una orquesta de erizos, comadrejas, cuervos y lagartos y les enseñó a tocar instrumentos musicales. Tocaban con tanta destreza y tan agradables eran sus melodías, que el rey Throbius les permitió actuar en la Gran Pavana del Solsticio de Verano. Luego, Falael se cansó de la orquesta. Los cuervos echaron a volar; dos comadrejas bajistas atacaron a un erizo que había batido el tambor con demasiado entusiasmo, y la orquesta se disolvió.
Por aburrimiento, Falael transformó la nariz de Dhrun en una anguila larga y verde que al girar clavaba sus extraños ojos en Dhrun. Éste pidió ayuda a Twisk, quien se quejó indignada ante el rey Throbius. El rey hizo justicia y condenó a Falael a absoluto silencio por una semana y un día: un triste castigo para el verborrágico Falael.
Al concluir el castigo, Falael guardó silencio tres días más por pura perversidad. Al cuarto día se acercó a Dhrun:
—Por tu desprecio sufrí humillación. ¡Yo, el talentoso Falael! ¿Te asombra mi enfado?
—Yo no te pegué una anguila en la nariz —repuso Dhrun.
—Lo hice sólo para divertirme. Además, ¿por qué ibas tú a querer arruinar mi hermosa cara? En cambio, tu cara es como un puñado de estiércol con dos ciruelas por ojos. Es tosca, escenario de estúpidos pensamientos. ¿Qué otra cosa se podría esperar de un mortal? —Falael brincó triunfalmente en el aire, hizo una triple cabriola y pavoneándose se alejó por el prado.
Dhrun fue a buscar a Twisk.
—¿De veras soy mortal? ¿Nunca podré ser hada? Twisk lo examinó un instante.
—Eres mortal, sí. Jamás podrás ser hada.
La vida de Dhrun cambió desde entonces. Se puso tenso y perdió su despreocupada inocencia; las hadas lo miraban de soslayo; cada día se sentía más aislado.
El verano llegó al prado de Madling. Una mañana Twisk se acercó a Dhrun y, con voz tintineante como campanillas de plata, dijo:
—El momento ha llegado. Debes abandonar nuestro palacio y abrirte paso en el mundo.
Afloraron lágrimas a los ojos de Dhrun.
—Ahora tu nombre es Dhrun —dijo Twisk—. Eres hijo de un príncipe y una princesa. Tu madre se ha ido del mundo de los vivientes, y no sé nada de tu padre, pero no servirá de nada buscarlo.
—¿Pero adonde iré?
—¡Sigue el viento! ¡Ve adonde te lleve la fortuna!
Dhrun dio medio vuelta y, lagrimeando, se dispuso a partir.
—¡Espera! —exclamó Twisk—. Todos se han reunido para despedirse de ti. No te irás sin nuestros regalos.
Las hadas de Thripsey Shee se despidieron de Dhrun con musitada amabilidad.
—Tippit, o Dhrun, como te llamarán a partir de ahora —dijo el rey Throbius—, ha llegado el momento. Ahora lamentas la partida, porque nosotros somos reales, verdaderos y entrañables, pero pronto nos olvidarás y seremos como chispas en el fuego. Cuando seas viejo te maravillarás ante los extraños sueños de tu niñez.
Las hadas se apiñaron alrededor de Dhrun, riendo y llorando. Lo vistieron con finas ropas: un jubón verde oscuro con botones de plata, pantalones azules de resistente sarga, calzas verdes, zapatos negros, un sombrero negro con ala recogida, pico puntiagudo y penacho escarlata.
El herrero Flink le dio una espada.
—Esta espada se llama Dassenach. Se agrandará mientras creces, y siempre irá a pareja a tu estatura. Su filo no fallará jamás y acudirá a tu mano cada vez que la llames por el nombre. Boab le puso un collar en el cuello.
—Esto es un talismán contra el miedo. Usa siempre esta piedra negra y nunca te faltará coraje.
Nismus le llevó una gaita.
—Aquí hay música. Cuando toques, los talones se echarán a volar y nunca te faltará alegre compañía.
El rey Throbius y la reina Bossum besaron a Dhrun en la frente. La reina le dio una bolsa portamonedas con una corona de oro, un florín de plata y un penique de cobre.
—Ésta es una bolsa mágica —le dijo—. Nunca se vaciará. Más aún, si das una moneda y la quieres de vuelta, sólo tienes que tamborilear sobre la bolsa y la moneda regresará volando.
—Ahora márchate sin temor —dijo el rey Throbius—. Sigue tu camino y no mires atrás, so pena de siete años de mala suerte, pues así es como uno abandona un palacio de hadas.
Dhrun dio media vuelta y echó a andar clavando los ojos en el camino. Falael, que no había participado en la despedida, estaba sentado a cierta distancia. Envió detrás de Dhrun una burbuja de sonido que nadie pudo oír. La burbuja atravesó el prado y estalló en el oído de Dhrun, sobresaltándolo.
—¡Dhrun, Dhrun! ¡Un momento!
Dhrun se detuvo y miró hacia atrás, sólo para descubrir el eco burlón de la risa de Falael en el prado vacío. ¿Dónde estaba el palacio, los pabellones, los orgullosos estandartes con los pendones ondeantes? Sólo se veía un montículo en el centro del prado, con un roble achaparrado que crecía en la cima.
Turbado, Dhrun se alejó del prado. ¿Le infligiría el rey Throbius siete años de mala suerte cuando la culpa era de Falael? ¡Qué inflexible era la ley de las hadas!
Nubes estivales cubrieron el sol y el bosque se tornó sombrío. Dhrun se desorientó y en vez de viajar al sur, hacia el linde del bosque, caminó hacia el oeste, luego hacia el norte, internándose cada vez más en la floresta: bajo antiguos robles con troncos nudosos y extensas ramas, por musgosas estribaciones de roca, junto a serenos arroyuelos bordeados por helechos; y así pasó el día. Hacia el atardecer preparó un lecho de hierbas, y por la noche se acostó en él. Permaneció despierto durante mucho tiempo escuchando los ruidos del bosque. No temía a los animales, que intuirían la magia de las hadas y le ofrecerían refugio. Pero otras criaturas deambulaban por el bosque, y si una lo rastreaba, ¿qué sucedería? Prefirió no pensarlo. Se tocó el talismán que le colgaba del cuello.
—Es un gran alivio estar protegido del miedo —se dijo—. De lo contrario, la angustia me impediría dormir.
Al fin le pesaron los párpados, y se durmió.
Se despejaron las nubes; una media luna asomó por el cielo y su reflejo se filtró por el follaje acariciando el suelo del bosque, y así pasó la noche.
Al amanecer, Dhrun se despertó y se incorporó en su nido vegetal. Miró alrededor y luego recordó su exilio. Desconsolado, se rodeó las rodillas, sintiéndose solo y perdido. A lo lejos oyó un trino, y escuchó atentamente. Era sólo un pájaro, no un hada. Dhrun se levantó y se sacudió el polvo. En las cercanías encontró un saliente donde crecían fresas y se preparó un buen desayuno. Pronto se sintió más animado. Tal vez todo era para mejor. Ya que no era un hada, era hora de enfilar hacia el mundo de los hombres. ¿Acaso no era hijo de un príncipe y una princesa? Sólo tenía que descubrir a sus padres, y todo iría bien.
Examinó el bosque. Sin duda el día anterior se había equivocado de camino. ¿Qué dirección sería la correcta? Dhrun sabía poco acerca de las tierras que rodeaban el bosque, y no había aprendido a orientarse por el sol. Echó a andar y llegó a un arroyo a cuya orilla parecía haber un camino.
Dhrun se detuvo para mirar y escuchar. Los caminos implicaban viajeros; en el bosque, esos viajeros podían ser peligrosos. Tal vez fuera conveniente cruzar el arroyo y continuar el viaje por zonas poco frecuentadas. Por lo demás, un camino tenía que llevar a alguna parte, y si actuaba con cautela, podría eludir el peligro. ¿Y qué peligro no podría enfrentar y dominar con la ayuda del talismán y de su buena espada Dassenach?
Dhrun irguió los hombros y echó a andar por el camino, que giraba hacia el nordeste y lo internó más en el bosque.
Caminó durante dos horas y descubrió un claro donde había ciruelas y albaricoques, que se habían vuelto silvestres tiempo atrás.
El claro estaba desierto y tranquilo. Volaban abejas entre los ranúnculos, el clavo rojo y la verdolaga; no se veían señales de población por ninguna parte. Dhrun se quedó quieto, disuadido por una hueste de advertencias inconscientes. Gritó:
—¡Al dueño de estas frutas, que me escuche! Tengo hambre. Me gustaría recoger diez albaricoques y diez ciruelas. Por favor, ¿puedo hacerlo?
Silencio.
—Si no me lo prohíbes —dijo Dhrun—, consideraré que la fruta es un regalo, y te lo agradeceré.
De detrás de un árbol cercano salió un gnomo de frente angosta y una gran nariz roja de la que surgía un bigote de vello. Llevaba una red y una horquilla de madera.
—¡Ladrón! ¡Te prohíbo tocar mi fruta! Si hubieras tocado un solo albaricoque, tu vida habría sido mía. Te habría capturado, te habría engordado con ellos y te habría vendido al ogro Arbogast. Por diez albaricoques y diez ciruelas, exijo un penique de cobre.
—Un buen precio, por fruta que de lo contrario se pudriría —dijo Dhrun—. ¿No te basta con mi gratitud?
—La gratitud no echa nabos en la olla. Un penique de cobre, o aliméntate de hierba.
—Muy bien —dijo Dhrun. Sacó el penique de cobre de su bolsa y se lo arrojó al gnomo, que emitió un gruñido de satisfacción.
—Diez albaricoques y diez ciruelas: ni más ni menos. Y sería un acto de codicia escoger sólo las mejores.
Dhrun escogió diez buenas piezas de cada mientras el gnomo llevaba la cuenta. Cuando recogió la última ciruela, el gnomo gritó:
—¡Basta. Ahora lárgate!
Dhrun echó a andar por el camino comiendo la fruta. Cuando hubo terminado, bebió agua del arroyo y reanudó la marcha. Después de recorrer un kilómetro se detuvo y tamborileó sobre la bolsa. Cuando miró dentro, el penique había regresado.
El arroyo se ensanchó para convertirse en una laguna cobijada por cuatro majestuosos robles.
Dhrun arrancó algunos juncos y lavó sus blancas y crujientes raíces. Encontró berro y lechuga silvestre y comió esa fresca y sabrosa ensalada antes de continuar el viaje.
El arroyo se unía a un río; Dhrun ya no podía seguir adelante sin cruzar el uno o el otro. Reparó en un puente de madera que cruzaba el arroyo, pero de nuevo, impulsado por la cautela, se detuvo antes de pisarlo.
No se veía a nadie, ni había indicios de que el paso estuviera prohibido.
—Si no lo está, perfecto —se dijo Dhrun—. Aun así, será mejor que antes pida permiso.
—¡Guardián del puente! —llamó—. ¡Quiero usar el puente!
No hubo respuesta, aunque Dhrun creyó oír ruidos susurrantes bajo el puente.
—¡Guardián del puente! Si me prohíbes pasar, muestra la cara. De lo contrario, cruzaré el puente y te pagaré con mi agradecimiento.
Un furioso gnomo vestido con fustán púrpura brincó desde la profunda sombra bajo el puente. Era aún más feo que el anterior, con verrugas y quistes en la frente, que colgaba como un peñasco sobre una nariz roja y pequeña con las fosas nasales hacia adelante.
—¿A qué vienen esos gritos? ¿Por qué turbas mi descanso?
—Quiero cruzar el puente.
—Si pones un solo pie en mi valioso puente, te arrojaré en mi cesto. Para cruzar el puente debes pagar un florín de plata.
—Es un peaje muy caro.
—No importa. Paga como todas las personas decentes, o vuelve por donde viniste.
—Si debo pagar, pagaré. —Dhrun abrió la bolsa, extrajo el florín de plata y se lo arrojó al gnomo, quien lo mordió y se lo guardó en el morral.
—Sigue tu camino, y en el futuro haz menos ruido.
Dhrun pasó el puente y siguió su camino. Por un tiempo, los árboles ralearon y el sol le calentó los hombros, alegrándole. ¡Después de todo, no era tan malo vagabundear libre de ataduras! ¡Especialmente con una bolsa que recobraba el dinero gastado a regañadientes! Dhrun tamborileó en la bolsa y la moneda regresó, marcada por los dientes del gnomo. Dhrun siguió la marcha silbando una melodía.
Los árboles volvieron a ensombrecer el camino; a un costado una loma abrupta se alzaba desde una espesura de mirto y flores blancas.
De pronto le sobresaltó un aullido. Dos enormes perros negros pataleaban y gruñían a sus espaldas. Estaban sujetos con cadenas, y se contorsionaban gruñendo amenazadoramente. Azorado, Dhrun brincó de un lado al otro, Dassenach en mano, dispuesto a defenderse. Retrocedió con cautela, pero con un gran rugido dos perros más, tan salvajes como los primeros, se lanzaron sobre su espalda y Dhrun tuvo que saltar para salvarse.
Se encontró atrapado entre dos pares de bestias frenéticas, cada cual más ansiosa que la otra de partir la cadena para lanzarse sobre la garganta de Dhrun. Éste recordó su talismán.
—Es fantástico que no esté asustado —se dijo con voz trémula—. Bien, debo probar mi temple y matar a estas horribles criaturas.
Agitó su espada Dassenach.
—¡Atención, perros! ¡Estoy dispuesto a terminar con vuestras malignas vidas!
Desde arriba llegó una orden enérgica. Los perros callaron y se quedaron tiesos, en actitudes feroces. Dhrun miró en aquella dirección y vio una casita de madera sobre un saliente, a unos cuatro metros del camino. En el porche había un gnomo que parecía combinar todos los aspectos repulsivos de los dos primeros. Llevaba ropa marrón, botas negras con hebillas de hierro y un extraño sombrero cónico y ladeado.
—¡Ojo con causar daño a mis perros! —gritó—. Si tan sólo los rasguñas, te ataré con sogas y te entregaré a Arbogast.
—Pídeles que se aparten del camino —gritó Dhrun—. Con gusto continuaré la marcha en paz.
—¡No es tan fácil! Turbaste el descanso de ellos, y también el mío, con tus silbidos y gorjeos. Tendrías que haber hecho menos ruido. Ahora debes pagar una severa multa: una corona de oro, por lo menos.
—Es demasiado —dijo Dhrun—, pero mi tiempo es valioso, y tengo que pagarte. —Extrajo la corona de oro de su bolsa y se la arrojó al gnomo, que la atajó y sopesó.
—Bien, supongo que debo serenarme. ¡Perros, atrás!
Los perros se perdieron entre los arbustos y Dhrun avanzó con un cosquilleo en la piel. Corrió a toda velocidad durante todo el tiempo que pudo, luego se detuvo, tamborileó sobre la bolsa y continuó su camino.
A un kilómetro y medio el sendero se unía a una carretera pavimentada con ladrillos marrones. Dhrun consideró que era extraño encontrar tan buen camino en el corazón del bosque. Como un rumbo daba igual que el otro, giró hacia la izquierda.
Durante una hora marchó por la carretera mientras los rayos del sol se volvían cada vez más oblicuos. Se paró en seco al oír una vibración en el aire. Dhrun se apartó del camino y se ocultó detrás de un árbol. Por el sendero se acercaba un ogro, contoneándose sobre piernas gruesas y zambas. Tenía la altura de diez hombres; los brazos y el torso, como las piernas, exhibían nudosos músculos. El vientre se combaba en una barriga. Un gran sombrero cubría una cara gris de insuperable fealdad. Llevaba en la espalda un cesto de mimbre con un par de niñas dentro. El ogro se perdió vereda abajo, y la distancia acalló sus pasos trepidantes.
Dhrun regresó al camino acuciado por mil emociones. La más fuerte era una extraña sensación que le aflojaba las entrañas y la mandíbula. ¿Miedo? Por supuesto que no. El talismán le protegía de una emoción tan poco viril. ¿Qué era entonces? Sin duda le enfurecía que el ogro Arbogast cazara niños humanos.
Dhrun echó a andar detrás del ogro. No tuvo que ir muy lejos. La carretera ascendía por una pequeña loma y luego descendía para desembocar en un prado. En el centro estaba el castillo de Arbogast, una enorme y lúgubre estructura de piedra gris con un techo de verdes placas de cobre.
Ante el edificio el suelo estaba rastrillado y sembrado con repollo, puerros, nabos y cebollas. Arbustos de grosellas crecían al costado. Una docena de niños de seis a doce años trabajaban en el huerto bajo la mirada vigilante de un capataz que tendría unos catorce años. Era moreno y corpulento, con una cara extraña: gruesa y cuadrada arriba, se ahusaba luego en una boca de zorro y una barbilla menuda y filosa. Empuñaba un tosco látigo de ramas de sauce, con un cordel en la punta. De vez en cuando hacía restallar el látigo para intimidar a sus prisioneros. Mientras se paseaba por el huerto, soltaba órdenes y amenazas:
—Arvil, ensúciate las manos, no seas tímido. Hay que desbrozar bien el huerto. Bertrude, ¿tienes problemas? ¿Las malezas se te escapan? ¡De prisa! Hay que hacer el trabajo. ¡Ojo con ese repollo, Pode! Cultiva el suelo, pero no destruyas la planta. —Se volvió hacia Arbogast para saludarlo—. Qué tal, alteza. Aquí todo va bien. No hay nada que temer mientras Nerulf esté al mando.
Arbogast dio la vuelta al cesto y un par de niñas de unos doce años, cayeron en la hierba. Una era rubia, y la otra morena.
Arbogast puso un anillo de hierro alrededor del cuello de cada una.
—¡Eso es! —bramó—. Ahora escapad si queréis, y aprended lo que aprendieron los demás.
—Así es, señor, así es —dijo Nerulf desde el huerto—. Nadie se atreve a huir de ti. Y si lo hicieran, confía en mí, que yo los atraparé.
Arbogast no le prestó atención.
—¡A trabajar! —rugió dirigiéndose a las niñas—. Me gustan los buenos repollos. Encargaos de eso. —Caminó hacia su casa; el gran portal se abrió, y quedó abierto tras haber entrado.
El sol bajaba. Los niños trabajaban más despacio. Incluso las amenazas y los chasquidos del látigo de Nerulf cobraron un aire silencioso. En seguida los niños dejaron de trabajar y se apiñaron en un grupo, echando miradas furtivas hacia la casa. Nerulf alzó el látigo.
—¡A formar, en orden! ¡Deprisa!
Los niños formaron una confusa doble fila y marcharon hacia la casa. El portal se cerró detrás de ellos con un fatídico estrépito que resonó en el prado.
El crepúsculo desdibujó el paisaje. Desde las altas ventanas del flanco de la casa llegó la luz amarilla de las lámparas.
Dhrun se acercó cautelosamente a la mansión y, tras tocar el talismán, trepó por la tosca pared de piedra hasta una de las ventanas, apoyándose en resquicios y rajaduras. Subió hasta el ancho antepecho de piedra. Los postigos estaban entornados; estirándose, Dhrun observó el salón principal, que estaba iluminado por seis candelabros de pared y las llamas del gran hogar.
Arbogast estaba sentado a una mesa, bebiendo vino de una copa de peltre. Los niños, sentados contra la pared opuesta, miraban a Arbogast con horrorizada fascinación. En el hogar el cadáver de un niño, relleno de cebollas, atado y ensartado en un espetón, se asaba sobre el fuego. Nerulf hacía girar el espetón y de cuando en cuando adobaba la carne con aceite y salsa. Repollos y nabos hervían en una marmita negra.
Arbogast bebió vino y eructó. Luego, tomando un juego de diábolo, extendió las macizas piernas e hizo rodar el huso, riendo ante el movimiento. Los niños se acurrucaban, azorados y boquiabiertos. Uno de los más pequeños empezó a sollozar. Arbogast le clavó una fría mirada.
—¡Silencio, Daffin! —ordenó Nerulf con voz suave y melodiosa.
Al fin Argobast cenó, arrojando los huesos al fuego, mientras los niños comían sopa de repollo.
Durante unos minutos, Arbogast bebió vino, dormitó y eructó. Luego giró en la silla y miró a los niños, que de inmediato se apiñaron. Daffin volvió a sollozar y Nerulf volvió a reprenderlo, aunque él parecía tan inquieto como los demás.
Arbogast tendió el brazo hacia un gabinete alto y bajó dos botellas. La primera era alta y verde, la segunda gorda y roja. Luego extrajo dos picheles, uno verde y el otro rojo, y en cada cual vertió un sorbo de vino. Al pichel verde le añadió una gota de la botella verde, y al pichel rojo una gota de la botella roja.
Arbogast se puso de pie y cruzó la habitación jadeando y gruñendo. Apartó a Nerulf de un puntapié e inspeccionó el grupo.
—Vosotras dos —señaló—, venid aquí.
Temblando, las dos niñas que había capturado ese día se apartaron de la pared. Dhrun, mirando desde la ventana, pensó que ambas eran muy bonitas, especialmente la rubia, aunque la morena estaba quizá medio año más cerca de ser mujer.
Arbogast habló con voz socarrona y jovial.
—¿Qué tenemos aquí? Un par de preciosas pollitas, selectas y sabrosas. ¿Cuál es vuestro nombre? ¡Tú! —Señaló a la niña rubia—. Tu nombre.
—Glyneth.
—¿Y tú?
—Farence.
—Adorable, adorable. ¡Ambas encantadoras! ¿Quién será la afortunada? Esta noche será Farence.
Cogió a la niña morena y la subió a su enorme cama.
—¡Quítate la ropa!
Farence se puso a llorar y a suplicar piedad. Arbogast soltó un ronquido de fastidio y placer.
—¡Deprisa, o te la arrancaré y no te quedará ropa que ponerte! —sofocando sus sollozos, Farence se quitó el vestido.
—¡Un bonito espectáculo! —dijo Arbogast con deleite—. No hay nada tan delicioso como una doncella desnuda, tímida y delicada. —Fue hasta la mesa y bebió el contenido del pichel rojo. De inmediato se redujo en estatura hasta convertirse en un gnomo rechoncho y fornido, no más alto que Nerulf. Sin demora, saltó a la cama, se desnudó y se dedicó a sus actividades eróticas.
Dhrun lo observaba todo desde la ventana, las rodillas flojas, un nudo en la garganta. ¿Repugnancia? ¿Horror? Por supuesto miedo no, y tocó el talismán con gratitud. No obstante, la emoción, fuera cual fuese, tenía un efecto curiosamente enervante.
Arbogast era infatigable. Continuó con su actividad mucho después de que Farence se durmiera. Al fin se derrumbó en la cama con un gruñido de satisfacción y se durmió al instante.
Dhrun tuvo una curiosa idea y, como no tenía miedo, nada pudo disuadirlo. Bajó hasta la silla de respaldo alto de Arbogast y de allí saltó a la mesa. Derramó en la mesa el contenido del pichel verde, añadió más vino y dos gotas de la botella roja. Luego trepó de nuevo a la ventana y se escondió detrás de la cortina.
La noche pasó y el fuego se fue apagando. Arbogast roncaba; los niños callaban salvo por algún sollozo ocasional.
La grisácea luz de la mañana entró por las ventanas. Arbogast despertó y al cabo de un minuto se levantó de un brinco. Fue hasta el retrete, vació, y al regresar se acercó al hogar, donde avivó el fuego y apiló nuevo combustible. Cuando las llamas rugieron y crepitaron, fue hasta la mesa, se subió a la silla, cogió el pichel verde y bebió. Al instante, en virtud de las gotas que Dhrun había echado en el vino, se encogió hasta que tuvo apenas treinta centímetros de altura. Dhrun saltó de la ventana a la silla, de la silla a la mesa, de la mesa al suelo. Desenvainó la espada y cortó en pedazos a esa criatura chillona y escurridiza. Los pedazos viboreaban y luchaban para unirse nuevamente, y Dhrun no pudo tomar un descanso. Glyneth se acercó, cogió los pedazos recién cortados y los arrojó al fuego, donde ardieron hasta convertirse en cenizas. Entretanto, Dhrun puso la cabeza en una olla y la tapó. La cabeza trató de liberarse con la lengua y los dientes.
Los otros niños se acercaron. Dhrun, limpiando su espada en el grasiento sombrero de Arbogast, dijo:
—No temáis, Arbogast no puede hacer nada.
—¿Y quién eres tú? —preguntó Nerulf, relamiéndose los labios.
—Me llamo Dhrun. Sólo pasaba por aquí.
—Ya entiendo. —Nerulf inhaló profundamente y encogió sus robustos hombros. Dhrun pensó que no era una persona agradable con esos rasgos toscos, esa boca gruesa, esa barbilla puntiaguda y esos angostos ojos negros—. Pues bien —dijo Nerulf—, acepta nuestros cumplidos. En realidad, era el mismo plan que yo tenía en mente, pero admito que lo has hecho bien. Ahora, déjame pensar. Tenemos que reorganizarnos. ¿Cómo lo haremos? Ante todo, hay que limpiar todo este desaguisado. Pode y Hloude: estropajos y baldes. Trabajad bien. No quiero ver una sola mancha cuando hayáis terminado. Dhrun, tú puedes ayudarlos. Cretina, Zoel, Glyneth, Bertrude, explorad la despensa, traed lo mejor y preparad un buen desayuno. Lossamy y Fulp: llevad las ropas de Arbogast afuera, incluidas las sábanas, y quizás el lugar huela mejor.
Mientras Nerulf impartía más órdenes, Dhrun trepó a la mesa. Se sirvió un poco de vino en los picheles verde y rojo, y añadió a cada cual una gota de la botella correspondiente. Tragó la poción verde, y de inmediato alcanzó el doble de altura. Saltó al suelo y asió al atónito Nerulf por el anillo de hierro que le rodeaba el cuello. Tomó la poción roja de la mesa y la vertió en la boca de Nerulf.
—¡Bebe! —Nerulf intentó protestar, pero no tuvo elección—. ¡Bebe! Al fin tragó la poción y se encogió hasta convertirse en un pequeño robusto trasgo. Dhrun se dispuso a recobrar su tamaño normal, pero Glyneth lo detuvo.
—Antes quítanos los anillos de hierro del cuello.
Uno por uno los niños desfilaron ante Dhrun. Melló el metal con su espada Dassenach, luego la hizo girar un par de veces y rompió los anillos. Cuando todos quedaron libres, Dhrun se redujo a su tamaño normal. Con gran cuidado envolvió las dos botellas y se las guardó en el morral. Mientras tanto los otros niños habían encontrado palos y aporreaban a Nerulf con intensa satisfacción. Nerulf aulló, bailó y rogó piedad, pero no la obtuvo y recibió palos hasta que quedó negro y azul. Nerulf tuvo unos instantes de tregua hasta que uno de los niños volvió a recordar alguna crueldad pasada y Nerulf recibió otra tunda.
Las niñas se declararon dispuestas a preparar un banquete con jamón, salchichas, grosellas acarameladas, pastel de perdiz, pan, mantequilla y litros del mejor vino de Arbogast, pero se negaron a empezar hasta que el hogar estuviera limpio de cenizas y huesos, vividos recuerdos de su esclavitud. Todos trabajaron con empeño, y pronto el salón estuvo relativamente limpio.
Al mediodía se sirvió un gran banquete. De alguna manera, la cabeza de Arbogast se las había ingeniado para llegar al borde de la olla, donde enganchó los dientes para empujar la tapa con la frente, y con ambos ojos miró desde la oscuridad de la olla mientras los niños disfrutaban de lo mejor que podía ofrecer la despensa del castillo. Cuando terminaron de comer, Dhrun advirtió que la tapa se había caído de la olla, que ahora estaba vacía. Soltó un grito y todos se dispusieron a buscar la cabeza. Pode y Daffin la descubrieron en el prado, donde se arrastraba mordiendo el suelo con los dientes. La llevaron a puntapiés de vuelta al castillo, y en el patio construyeron una especie de horca, de donde la colgaron por un alambre de hierro sujeto al pelo de color barro. A insistencia de todos, para que pudieran ver mejor a su viejo captor, Dhrun vertió una gota de poción verde en la boca roja, y la cabeza recobró su tamaño natural e incluso ladró algunas órdenes a las que nadie prestó atención.
Mientras la cabeza observaba azorada, los niños apilaron leños debajo y trajeron fuego del hogar para encenderlos. Dhrun extrajo su gaita y tocó mientras los niños bailaban en círculos. La cabeza rugió y suplicó pero no recibió piedad. Al fin quedó reducida a cenizas, y Arbogast el ogro dejó de existir.
Fatigados por los sucesos del día, los niños regresaron al castillo. Cenaron potaje y sopa de repollo, con pan crujiente y más vino de Arbogast; luego se dispusieron a dormir. Algunos de los más audaces treparon a la cama de Arbogast, a pesar del hedor. Los otros se tendieron ante el fuego.
Dhrun no pudo conciliar el sueño, aunque tenía los huesos molidos después de la vigilia de la noche anterior, por no mencionar los sucesos de ese día. Permaneció tendido ante el fuego, la cabeza apoyada en las manos mientras evocaba sus aventuras. No le había ido tan mal. Tal vez no le hubieran infligido siete años de mala suerte después de todo.
El fuego perdió fuerza. Dhrun fue a buscar más troncos. Los arrojó sobre las brasas, y nubes de chispas rojas se arremolinaron en la chimenea. Las llamas se elevaron reflejándose en los ojos de Glyneth, que también estaba despierta. Se reunió con Dhrun frente al hogar. Los dos se quedaron sentados, mirando las llamas, rodeándose las rodillas.
—Nadie se ha molestado en darte las gracias por habernos salvado la vida —susurró Glyneth—. Te las doy ahora: eres gallardo, gentil y valiente.
—Es natural que sea gallardo y gentil —repuso Dhrun—, pues soy hijo de un príncipe y una princesa, pero no puedo afirmar que sea valiente.
—¡Qué tontería! Sólo una persona muy valiente pudo hacer lo que hiciste.
Dhrun rió con amargura. Tocó su talismán.
—Las hadas sabían de mi falta de coraje y me dieron este amuleto del valor: sin él no me habría atrevido a nada.
—No estoy tan segura —dijo Glyneth—. Con amuleto o sin él, te considero muy valiente.
—Es bueno oírlo —masculló Dhrun—. Ojalá fuera así.
—A todo esto, ¿por qué las hadas te dieron ese regalo? Nunca regalan nada.
—Viví con las hadas toda mi vida en Thripsey Shee, en el prado de Madling. Hace tres días me echaron, aunque muchas me amaban y me dieron regalos. Alguien me deseó un mal y me engañó, de modo que al mirar atrás me gané siete años de mala suerte.
Glyneth tomó la mano de Dhrun y se la apoyó en la mejilla.
—¿Cómo pudieron ser tan crueles?
—Fue culpa de Falael, quien vive para cometer maldades. ¿Y qué me dices de ti? ¿Por qué estás aquí?
Glyneth sonrió tristemente.
—Es una historia estremecedora. ¿Estás seguro de que quieres oírla?
—Quiero que me la cuentes.
—Excluiré las peores partes. Yo vivía en Ulflandia del Norte, en la aldea de Throckshaw. Mi padre era escudero. Vivíamos en una bonita casa con ventanas de vidrio y camas de pluma y un felpudo en el suelo de la sala. Desayunábamos huevos y potaje, almorzábamos salchichas y pollos asados y cenábamos una buena sopa con una ensalada de hortalizas.
»El conde Julk regía la comarca desde el castillo Sfeg; estaba en guerra con los ska, que ya se habían instalado en la Costa Norte. Al sur de Throckshaw está Poélitetz: un paso a través del Teach tac Teach hacia Dahaut y un sitio codiciado por los ska. Éstos nos amenazaban a menudo, y el conde Julk siempre los contenía. Un día cien caballeros ska en caballos negros asolaron Throckshaw. Los hombres del pueblo se armaron y los hicieron retroceder. Una semana después un ejercito de quinientos ska en caballos negros llegó desde la costa y redujo Throsckshaw. Mataron a mis padres y quemaron la casa. Yo me escondí en el heno con mi gato Pettis, y observé mientras cabalgaban de aquí para allá aullando como demonios. El conde Julk llegó con sus caballeros, pero los ska lo mataron, conquistaron la región y quizá también Poélitetz.
»Cuando los ska se marcharon de Throckshaw, cogí unas monedas de plata y huí con Pettis. Los vagabundos casi me capturan dos veces. Una noche entré en un viejo cobertizo. Un gran perro me atacó rugiendo. En vez de huir, mi valiente Pettis atacó a la bestia y murió. El granjero vino a investigar y me descubrió. Él y su esposa eran gente amable y me ofrecieron un hogar. Yo ya estaba contenta, aunque trabajaba duramente en la despensa y también durante la trilla. Pero uno de los hijos empezó a asediarme y a sugerir una conducta impropia. Ya no me atrevía a ir sola hasta el cobertizo por temor a que me encontrara. Un día pasó una procesión. Se llamaban Viudos de la Vieja Gomar[20] e iban en peregrinación a una celebración en Godwyne Foiry, las ruinas del capitolio de Vieja Gomar, en el linde del Gran Bosque, sobre el Teach tac Teach y en Dahaut. Me uní a ellos y así me fui de la granja.
»Cruzamos las montañas sin problemas, y llegamos a Godwyne Foiry. Acampamos junto a las ruinas y todo anduvo bien hasta que el día antes de la Víspera del Solsticio de Verano supe cómo eran las celebraciones y qué tenía que hacer. Los hombres usan cuernos de cabra y de alce, nada más. Se pintan las caras de azul y las piernas de marrón. Las mujeres se trenzan hojas de fresno en el pelo y usan cinturones de veinticuatro bayas de fresno en la cintura. Cada vez que una mujer conversa con un hombre, él le parte una de las bayas; la mujer a quien le rompen primero todas las bayas es declarada como la encarnación de la diosa del amor: Sobh. Me dijeron que por lo menos seis hombres planeaban ponerme la mano encima, aunque todavía no soy del todo mujer. Abandoné el campamento esa misma noche y me oculté en el bosque.
»Pasé por incontables sustos y peripecias, y al fin una bruja me atrapó bajo su sombrero y me vendió a Arbogast. El resto ya lo sabes.
Los dos guardaron silencio, mirando el fuego.
—Ojalá pudiera viajar contigo y protegerte —dijo Dhrun—, pero estoy agobiado por siete años de mala suerte, o eso temo, y no quisiera compartirlos contigo.
Glyneth apoyó la cabeza en el hombro de Dhrun.
—Con mucho gusto correría el riesgo.
Se quedaron hablando toda la noche, mientras el fuego se apagaba una vez más. Había silencio dentro y fuera del castillo, sólo interrumpido por unos ruiditos arriba, causados, según Glyneth, por los fantasmas de niños muertos que corrían por el tejado.
Por la mañana los niños desayunaron y luego irrumpieron en la habitación donde Arbogast guardaba sus objetos de valor, y encontraron un cofre con joyas, cinco cestos llenos de coronas de oro, preciosos cuencos de plata intrincadamente tallados con imágenes de los tiempos míticos, y muchos otros tesoros.
Los niños retozaron y jugaron con las riquezas, creyéndose señores de vastas fincas, e incluso Farence disfrutó vagamente del juego.
Durante la tarde repartieron equitativamente los tesoros entre todos los niños salvo Nerulf, a quien no le dieron nada.
Después de cenar puerros, ganso en conserva, pan blanco, mantequilla y un rico pastel de ciruelas con salsa de vino, los niños se reunieron alrededor del hogar para partir nueces y beber licores. Daffm, Pode, Fulp, Arvil, Hloude, Lossamy y Dhrun eran los varones, junto con el pobre trasgo Nerulf. Las niñas eran Cretina, Zoel, Bertrude, Farence, Wiedelin y Glyneth. Los más jóvenes eran Arvil y Zoel; los mayores, aparte de Nerulf, eran Lossamy y Farence.
Durante horas deliberaron sobre las circunstancias y sobre el mejor camino para llegar a una comarca civilizada desde el Bosque de Tantrevalles. Pode y Hloude parecían conocer mejor el terreno. Según ellos, el grupo tenía que seguir por la carretera de ladrillo hacia el norte, hasta el primer río, que desembocaría por fuerza en el Murmeil. Luego seguirían el Murmeil hasta las tierras abiertas de Dahaut, o quizá, con suerte, pudieran encontrar o comprar un bote, o incluso construir una balsa.
—Con nuestra fortuna podemos obtener fácilmente un barco y navegar cómodamente hasta las torres de Gehadion o, si deseáramos, hasta Avallon —opinó Pode.
Finalmente, una hora antes de medianoche, todos se tendieron a dormir; todos menos Nerulf, que permaneció dos horas más mirando las brasas moribundas con el ceño fruncido.