17

En el fondo de la mazmorra, Aillas ya no se consideraba solo. Con gran paciencia había dispuesto doce esqueletos a lo largo de una pared. En el remoto pasado, cuando esos individuos habían cumplido con su periodo como hombres, y al fin como prisioneros, cada cual había tallado un nombre, y a menudo un lema, en la pared de roca: doce nombres para doce esqueletos. No había rescate, indulto ni fuga: tal parecía ser el mensaje de esa correspondencia. Aillas se puso a escribir su propio nombre, usando el filo de una hebilla. Luego, en un arrebato de furia, desistió. Semejante acto significaba resignación, y presagiaba el decimotercer esqueleto.

Aillas se enfrentó a sus nuevos amigos. Había puesto un nombre a cada uno de ellos, quizá sin acertar.

—Aun así —les dijo—, un nombre es un nombre, y si uno de vosotros me llamara incorrectamente, yo no me ofendería.

Pidió orden a sus nuevos amigos.

—Caballeros, celebramos un cónclave para compartir nuestra sabiduría colectiva y ratificar una política común. No hay reglas de orden; sólo la espontaneidad nos servirá, dentro de los límites del decoro.

—El tópico general es la fuga. Es un tema sobre el cual todos hemos cavilado, evidentemente sin conclusiones favorables. Para algunos de vosotros quizá ya no tenga importancia. Aun así, la victoria de uno es la victoria de todos. Definamos el problema. Dicho con simpleza, es el acto de subir por el conducto, desde aquí hasta la superficie. Creo que si pudiera llegar hasta la parte inferior del conducto, podría trepar hasta la superficie como un cangrejo.

—Con esta finalidad, tengo que subir cuatro metros hasta el conducto, y éste es un problema formidable. No puedo saltar tan alto. No tengo escalerilla. Vosotros, colegas míos, aunque tenéis fuertes huesos, carecéis de tendones y músculos… ¿Será posible elaborar algo mediante estos huesos y aquella cuerda? Veo ante mí doce cráneos, doce pelvis, veinticuatro fémures, veinticuatro tibias e igual número de brazos, así como muchas costillas y gran cantidad de partes accesorias.

—Caballeros, hay que trabajar. Ha llegado el momento de levantar la sesión. ¿Alguna moción?

—Yo propongo disolver la reunión sine die —dijo una voz gutural. Aillas miró la fila de esqueletos. ¿Cuál había hablado? ¿O había sido su propia voz?

—¿Hay votos negativos? —preguntó al cabo de una pausa. Silencio.

—En ese caso —dijo Aillas—, el cónclave se disuelve.

De inmediato puso manos a la obra, desarmando cada esqueleto, ordenando los componentes, articulándolos en nuevas combinaciones para descubrir la combinación óptima. Luego se puso a construir, encajando un hueso en otro con cuidado y precisión, raspándolos contra la piedra cuando era necesario y afirmando las articulaciones con fibra de cuerda. Empezó con cuatro pelvis, que unió con columnas de costillas atadas. Sobre esta base montó los cuatro fémures más grandes y sobre ellos puso cuatro pelvis más, y los aseguró con más costillas. Sobre esta plataforma fijó otros cuatro fémures y otras cuatro pelvis, enlazándolas para asegurarse de que estuvieran firmes. Así fabricó una escalera de dos peldaños que soportó su peso sin problemas. Luego construyó un peldaño más, y otro. Trabajaba sin prisa, mientras los días se convertían en semanas, pues no quería que la escalera le fallara en el momento crítico. Para controlar la oscilación, clavó astillas de hueso en el suelo y fijó tensores de soga; la solidez de la estructura le produjo una eufórica satisfacción. Ahora la escalera era toda su vida, un objeto bello en sí mismo que en cierto modo se volvió más importante que la fuga. Se regodeaba en las delgadas columnas blancas, en las pulcras articulaciones, en el noble impulso ascendente.

La escalera quedó terminada. El nivel superior, compuesto por cúbitos y radios, estaba a poca distancia de la apertura del conducto y, Aillas, con gran cautela, practicó cómo introducirse en él. No había nada que demorara su partida, excepto la llegada del próximo cesto con pan y agua, pues no quería cruzarse con Zerling cuando el verdugo le traía comida. En la siguiente ocasión, cuando Zerling subiera la comida intacta, movería la cabeza y no traería más cestos.

El pan y el agua llegaron al mediodía. Aillas los sacó del cesto, que luego subió vacío por el conducto.

Pasó la tarde; el tiempo nunca había transcurrido tan despacio. La parte superior del conducto se oscureció; había llegado la noche. Aillas subió por la escalera. Apoyó los hombros en un costado del conducto y los pies en el otro, para afirmarse. Luego subió poco a poco, al principio torpemente, con miedo a resbalar, luego con creciente soltura. Se detuvo una vez a descansar y, cuando estuvo a poca distancia del brocal, a escuchar.

Silencio.

Continuó, apretando los dientes, la cara tensa. Asomó por el borde de la pared baja y rodó al costado. Apoyó los pies en el suelo, se irguió.

La noche callaba a su alrededor. A un lado, la masa del Peinhador tapaba el cielo. Aillas corrió agazapado hasta la vieja pared que cercaba el Urquial. Como una gran rata negra se deslizó por las sombras y fue hasta la vieja poterna.

La puerta estaba entornada y desquiciada. Aillas miró hacia abajo. Entró por la apertura, agazapado. Nadie acechaba en la oscuridad, e intuyó que el jardín estaba desierto.

Bajó hasta la capilla y, tal como esperaba, ninguna vela ardía allí, el hogar estaba apagado. Siguió bajando por el sendero. La luna, asomando sobre las colmas, brillaba sobre el mármol pálido de las ruinas. Después de mirar y escuchar un instante, bajó hasta el tilo.

—Aillas.

Se detuvo. Oyó de nuevo la voz, un susurro estremecedor.

—Aillas.

Se acercó al tilo.

—¿Suldrun? Estoy aquí.

Junto al árbol se erguía una forma borrosa.

—Aillas, Aillas, llegas demasiado tarde. Nos han arrebatado a nuestro hijo.

—¿Nuestro hijo? —exclamó Aillas, sorprendido.

—Se llama Dhrun, y ahora se me ha ido para siempre… Oh, Aillas, no es agradable estar muerta.

Brotaron lágrimas de los ojos de Aillas.

—Pobre Suldrun. ¿Cómo pudieron tratarte así?

—La vida no fue amable conmigo. Ahora se ha ido.

—¡Suldrun, regresa a mí!

La forma pálida se movió y pareció sonreír.

—No. Estoy fría y húmeda. ¿No tienes miedo?

—Nunca más tendré miedo. Cógeme las manos, te daré calor —la forma se movió de nuevo en el claro de luna.

—Soy Suldrun, pero no soy Suldrun. Siento un frío tan doloroso que ni todo tu calor podría aplacar… Estoy cansada, debo irme.

—¡Suldrun! Quédate conmigo, te lo ruego.

—Querido Aillas, sería mala compañía para ti.

—¿Quién nos traicionó? ¿El sacerdote?

—Sí, el sacerdote. Dhrun, nuestro niño: encuéntralo, dale cariño y amor. ¡Promete que lo harás!

—Lo haré. Haré todo lo posible.

—¡Querido Aillas, debo irme!

Aillas se quedó solo, tan acongojado que ni podía llorar. No había nadie más en el jardín. La luna trepó en el cielo. Aillas al fin decidió actuar. Cavó bajo las raíces del tilo y extrajo a Persilian el espejo, la bolsa de las monedas y las gemas del cuarto de Suldrun.

Pasó el resto de la noche en la hierba junto a los olivos. Al alba escaló las rocas y se ocultó en las matas junto a la carretera.

Un grupo de mendigos y peregrinos venía del este, de Kercelot. Aillas se unió a ellos y así llegó a la ciudad de Lyonesse. No temía ser reconocido ¿Quién confundiría a ese andrajoso con el príncipe Aillas de Troicmet?

Un grupo de posadas exhibía sus letreros allí donde el Sfer Arct se cruzaba con el Chale. Aillas se alojó en la Cuatro Malvas, y, escuchando al fin las quejas de su estómago, pidió sopa de repollo, pan y vino, y comió despacio para que esa comida desacostumbrada no le dañara el estómago encogido. La comida le dio somnolencia; fue a su cuarto y durmió hasta la tarde en el jergón de paja.

Al despertar, miró las paredes con una alarma rayana en la consternación. Se quedó acostado, temblando, hasta que el pulso se le calmó. Permaneció un rato sentado en el jardín, las piernas cruzadas, sofocándose de terror. ¿Cómo había conservado la cordura en esa mazmorra? Ahora era presa de toda clase de apremios; necesitaba tiempo para pensar, para recobrar el equilibrio.

Se levantó y se dirigió hacia una glorieta frente a la posada, donde una parra y un rosal protegían los bancos y las mesas del caliente sol de la tarde.

Aillas se sentó en un banco junto al sendero, y un camarero le llevó cerveza y tortas de centeno fritas. Dos necesidades lo impulsaban en direcciones opuestas: una casi insoportable añoranza por Watershade, y el anhelo, reforzado por su promesa, de encontrar a su hijo.

Junto al muelle, un barbero lo rasuró y le cortó el pelo. Compró ropas en un puesto, se aseó en un baño público, se vistió con el nuevo atuendo y se sintió mucho mejor. Ahora podían confundirlo con un marino o un aprendiz de mercader.

Regresó a la glorieta de la posada, donde abundaba la clientela del atardecer. Aillas bebió cerveza y trató de escuchar lo que se comentaba, esperando recibir noticias. Un viejo de cara regordeta y rubicunda, pelo blanco sedoso y ojos azules se sentó a la mesa. Saludó a Aillas amablemente, pidió cerveza y pastel de pescado y pronto trabó conversación con Aillas. El príncipe, temeroso de los famosos informadores de Casmir, respondió con precaución. El nombre del viejo era Byssante, según supo Aillas cuando lo saludó alguien que pasaba. No titubeó en brindar a Aillas toda clase de información. Habló de la guerra y Aillas supo que la situación no había cambiado mucho. Los troicinos aún inmovilizaban los puertos de Lyonesse. Una flota de naves troicinas había obtenido una notable victoria sobre los ska cerrando el Lir a su actividad depredadora.

Aillas respondía sólo con vagas exclamaciones, pero le bastaba, sobre todo cuando pedía más cerveza y así daba a Byssante nueva oportunidad de hablar.

—Temo que los planes de Casmir para Lyonesse no están dando buenos resultados; aunque si Casmir oyera mi opinión, me pondría en el cepo. Aun así, las condiciones pueden empeorar aún más, según la sucesión troicina.

—¿Por qué?

—Bien, el viejo rey Granice es fuerte, pero no puede vivir para siempre. Si Granice muriera hoy, heredaría la corona Ospero, un hombre apacible. Cuando muera Ospero, lo sucederá el príncipe Trewan, pues el hijo de Ospero se perdió en el mar. Si Ospero muere antes que Granice, Trewan heredará la corona directamente. Se dice que Trewan es un guerrero feroz; Lyonesse puede esperar lo peor. Si yo fuera el rey Casmir, buscaría las mejores condiciones de paz y olvidaría mis ambiciones.

—Tal vez eso sería lo mejor —convino Aillas—. ¿Pero qué será del príncipe Arbamet? ¿No era el primer heredero del trono después de Granice?

—Arbamet murió al caer del caballo, hace más de un año. De todas formas, da lo mismo. Uno es tan fiero como el otro, de modo que ahora ni siquiera los ska se acercan. Ah, mi garganta. Se reseca de tanto hablar. ¿Qué dices, muchacho? ¿Puedes convidar a un viejo inválido con una cerveza?

Aillas llamó desganadamente al camarero.

—Una cerveza para el caballero. Nada más para mí.

Byssante siguió hablando mientras Aillas cavilaba sobre lo que acababa de oír. El príncipe Arbamet, padre de Trewan, estaba vivo cuando él había zarpado de Domreis a bordo del Smaadra. La línea de sucesión era recta: Granice, Arbamet, Trewan, y luego los hijos varones de Trewan. En Ys, Trewan había visitado la nave troicina, y aparentemente se había enterado de la muerte de su padre. La línea hereditaria se había vuelto difícil desde su punto de vista: Granice, Ospero, Aillas, sorteando a Trewan. ¡Con razón Trewan estaba de mal talante al regresar de la nave troicina! ¡Y con razón había intentado asesinarlo!

Era necesario regresar pronto a Troicinet. ¿Pero qué ocurriría con Dhrun, su hijo?

Casi como respondiéndole, Byssante lo golpeó con su nudillo rosado.

—¡Mira allá! ¡La casa real de Lyonesse sale a airearse en la tarde!

Precedido por un par de heraldos a caballo y seguido por doce soldados en uniforme de gala, un espléndido carruaje tirado por seis unicornios blancos atravesaba el Sfer Arct. Con la vista hacia adelante, el rey Casmir y el príncipe Cassander, un esbelto joven de ojos grandes y catorce años de edad, iban en el asiento trasero. Frente a ellos iban sentadas la reina Sollace, en un vestido de seda verde, y Fareult, duquesa de Relsimore, quien llevaba o intentaba llevar en el regazo a un bebé de pelo rojizo con bata blanca. El bebé pretendía subir al respaldo del asiento a pesar de las admoniciones de la duquesa Fareult y del ceño fruncido de Casmir. La reina Sollace miraba hacia el otro lado.

—Allí tienes a la familia real —dijo Byssante con un ademán desdeñoso—. El rey Casmir, el príncipe Cassander, la reina Sollace y una dama a quien no conozco. Junto a ella está la princesa Madouc, hija de la princesa Suldrun, ahora muerta por su propia mano.

—¿La princesa Madouc? ¿Una niña?

—Sí, y dicen que es una extraña criatura. —Byssante empinó su cerveza—. ¡Tienes suerte al poder presenciar la pompa real desde tan cerca! Y ahora me iré a dormir.

Aillas fue a su cuarto. Sentado en la silla, desenvolvió a Persihan y lo apoyó en la mesita. El espejo, de ánimo jocoso, reflejó la pared cabeza abajo, luego la invirtió de izquierda a derecha, luego mostró una ventana que daba al patio del establo, luego al rey Casmir mirando hoscamente por la ventana.

—Persilian —dijo Aillas.

—Aquí estoy.

Aillas habló con gran cautela, pues no quería que se le escapara una frase en forma de pregunta.

—Puedo hacerte tres preguntas, ninguna más.

—Puedes hacer cuatro, pero si respondo a la cuarta quedaré libre. Tú ya has hecho una pregunta.

—Quiero encontrar a mi hijo Dhrun, recuperarlo, regresar con él deprisa y a salvo a Troicinet —dijo Aillas con cuidado—. Dime cómo hacerlo.

—Debes expresar tus requerimientos en forma de pregunta.

—¿Cómo puedo hacer lo que describí?

—Esencialmente, son tres preguntas.

—Muy bien —dijo Aillas—. Dime cómo encontrar a mi hijo.

—Pregunta a Ehirme.

—¿Sólo eso? —exclamó Aillas—. ¿Sólo tres palabras?

—La respuesta es adecuada —dijo Persilian, negándose a decir más. Aillas envolvió el espejo en un paño y lo ocultó bajo el jergón.

Caía la tarde. Aillas caminó por el Chale, reflexionando sobre las noticias recibidas. En la tienda de un orfebre morisco ofreció un par de las esmeraldas de Suldrun, cada cual del tamaño de un guisante.

El moro examinó las gemas con una nueva y extraña lente de aumento. Al terminar su evaluación, dijo con voz estudiadamente neutra:

—Son gemas excelentes. Pagaré cien florines de plata por cada una… aproximadamente la mitad de su valor. Es mi primera, última y única oferta.

—Acepto —dijo Aillas. El moro le entregó monedas de oro y plata; Aillas las guardó en el morral y se marchó de la tienda.

Al caer el sol Aillas regresó a la posada Cuatro Malvas, donde cenó pescado seco, pan y vino. Durmió profundamente y cuando despertó, la mazmorra parecía un mal sueño. Desayunó, pagó la cuenta, se echó al hombro el paquete donde llevaba a Persilian y se dirigió hacia el sur a lo largo de la costa.

Por una ruta que recordaba de lo que parecía una existencia anterior, llegó a la granja donde vivía Ehirme. Como en la otra ocasión, se detuvo ante el seto y examinó los alrededores; vio hombres y muchachos apilando heno. En el jardín de la cocina una anciana robusta cojeaba entre los repollos, cortando malezas con una hoz. Tres cerdos escaparon de la pocilga y entraron al trote en la parcela de los nabos. La anciana soltó un chillido vibrante y una niña salió de la casa para perseguir a los cerdos, que iban hacia todas partes menos hacia la pocilga.

La niña pasó corriendo junto al portón. Aillas la detuvo.

—Dile a Ehirme que alguien desea hablar con ella.

La niña lo examinó con hostilidad y desconfianza. Llamó a la anciana que desbrozaba el jardín y siguió persiguiendo a los cerdos, ahora acompañada por un pequeño perro negro.

La vieja caminó hacia el portón. Un pañuelo le cubría la cabeza e impedía verle bien los rasgos.

Aillas la miró consternado. ¿Esa criatura vieja y encorvada era Ehirme? Ella se acercó: un paso con la pierna derecha, una sacudida de la cadera, un giro de la pierna izquierda. Se detuvo. La cara revelaba extrañas arrugas y deformidades; los ojos parecían hundidos en las cuencas.

—¡Ehirme! —tartamudeó Aillas—. ¿Qué te ha sucedido?

Ehirme abrió la boca y masculló unas palabras. Aillas no le entendió. Ella hizo un ademán de frustración y llamó a la niña, quien se les acercó.

—El rey Casmir le cortó la lengua y la lastimó por todas partes —explicó la niña.

Ehirme habló; la niña escuchó y tradujo:

—Quiere saber qué te sucedió a ti.

—Me encerraron en una mazmorra. Escapé, y ahora quiero encontrar a mi hijo.

Ehirme habló; la niña meneó la cabeza.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Aillas.

—Cosas sobre el rey Casmir.

—Ehirme, ¿dónde está mi hijo Dhrun?

Ehirme soltó unos graznidos incomprensibles, que la niña tradujo:

—No sabe lo que ha ocurrido. Ella envió el niño a su madre, en el gran bosque. Casmir envió una partida, pero trajeron una niña. Así que el varón debe de estar aún allá.

—¿Y cómo hallaré ese lugar?

—Ve hasta la Calle Vieja, luego viaja al este hasta Pequeña Saffield. Allí toma la carretera lateral y viaja al norte hasta Tawn Timble, y de allí hasta la aldea Glymwode. Luego, debes preguntar por Graithe el leñador y su esposa Wynes.

Aillas hurgó en su morral y extrajo un collar de perlas rosadas. Se lo dio a Ehirme, quien lo aceptó sin entusiasmo.

—Era el collar de Suldrun. Cuando llegue a Troicinet mandaré que os busquen, y viviréis el resto de vuestra vida cómodamente y con tantas satisfacciones como sea posible.

Ehirme soltó un graznido.

—Ella dice que es una amable oferta, pero que no sabe si los hombres querrán abandonar su tierra.

—Arreglaremos esos asuntos más tarde. Aquí soy sólo Aillas el vagabundo, y no tengo nada que ofrecer excepto mi gratitud.

—Así sea.

Al atardecer, Aillas llegó a Pequeña Saffield, una aldea de rústica piedra ocre a orillas de río Timble. En el centro de la aldea encontró la posada del Buey Negro, donde pasó la noche.

Por la mañana tomó por una senda que seguía hacia el norte a lo largo del río Timble, a la sombra de álamos. Volaban cuervos sobre los campos, anunciando su presencia a quienes quisieran escuchar.

El sol atravesaba la bruma de la madrugada y le entibiaba la cara; ya estaba perdiendo la enfermiza palidez de su cautiverio. Mientras caminaba, un extraño pensamiento le cruzó la mente: «Algún día debo regresar para visitar a mis doce buenos amigos…». Emitió un sonido huraño. ¡Vaya idea! ¿Regresar a ese negro agujero? Jamás… al menos, eso creía. Zerling habría soltado el balde con sus raciones. El pan y el agua permanecerían en el cesto y se pensaría que el pobre diablo había muerto. Quizá Zerling se lo comunicara al rey Casmir. ¿Cómo reaccionaría el rey? ¿Un gesto de indiferencia? ¿Un cosquilleo de curiosidad por el padre del hijo de su hija? Aillas sonrió pensando en las posibilidades que deparaba el futuro.

Hacia el norte el paisaje culminaba en una presencia oscura en el horizonte: el Bosque de Tantrevalles. A medida que Aillas se acercaba, la campiña se alteraba, volviéndose cada vez más accidentada. Los colores eran más variados y fuertes; las sombras eran más enfáticas y mostraban curiosos colores propios. El río Timble, sombreado por sauces y álamos, zigzagueaba en majestuosos meandros; el camino viraba para internarse en la aldea Tawn Timble.

En la posada, Aillas comió un plato de habichuelas y bebió una jarra de cerveza.

El camino de Glymwode atravesaba los prados, cada vez más cercanos al sombrío bosque; unas veces bordeando el linde, y otras paseando entre las arboledas limítrofes.

A media tarde Aillas entró en Glymwode. El dueño de la Posada del Hombre Amarillo le indicó cómo llegar a la casa de Graithe el leñador.

—¿Por qué tantos caballeros visitan a Graithe? —preguntó asombrado—. Es sólo un hombre común, un mero leñador.

—La explicación es simple —dijo Aillas—. Ciertas personas importantes de la ciudad de Lyonesse querían que su hijo fuera criado con discreción, si entiendes a qué me refiero, y luego cambiaron de parecer.

—¡Ah! —El posadero se apoyó el dedo en la nariz—. Ahora está claro. Aun así, es un largo camino tan sólo para ocultar una travesura.

—¡Bah! No se puede juzgar a los de alta alcurnia con criterios de sensatez.

—¡Eso es absolutamente cierto! —declaró el posadero—. Viven con la cabeza por encima de las nubes. Pues bien, ya conoces el camino. No entres en el bosque, especialmente después del anochecer. Podrías encontrar algo que no buscas.

—Quizá regrese antes de que caiga el sol. ¿Tendrás una cama para mí?

—Sí. Si no hay nada mejor, tendrás un jergón en el desván.

Aillas se marchó de la posada, y pronto se encontró la casa de Graithe y Wynes: una pequeña cabaña de dos habitaciones, construida de piedra y madera, con techo de paja, en el linde del bosque. Un delgado anciano de barba blanca intentaba partir un leño con mazo y cuñas. Una mujer corpulenta con una bata tejida en casa y un chal rastrillaba el jardín. Ambos se irguieron en silencio cuando vieron a Aillas.

Aillas se detuvo en el patio de entrada y esperó mientras el hombre y la mujer se acercaban despacio.

—¿Sois Graithe y Wynes? —preguntó.

El hombre cabeceó gravemente.

—¿Quién eres? ¿Qué deseas?

—Vuestra hija Ehirme me envió aquí.

Los dos se quedaron mirándolo, quietos como estatuas. Aillas sintió el olor del miedo.

—No he venido a molestaros —dijo—. Por el contrario. Soy el esposo de Suldrun y el padre de nuestro hijo. Era un varón llamado Dhrun. Ehirme lo envió aquí; los soldados del rey Casmir se llevaron una niña llamada Madouc. Sólo quiero saber dónde está mi hijo Dhrun.

Wynes rompió a llorar. Graithe alzó la mano.

—Cállate, mujer, no hemos hecho nada malo. Amigo, sea cual sea tu nombre, esa historia terminó para nosotros. Nuestra hija sufrió gran angustia. Odiamos con toda el alma a las personas que le causaron dolor. El rey Casmir se llevó a la niña. No hay más que decir.

—Sólo esto. Casmir me encerró en una mazmorra de la cual acabo de escapar. Es mi enemigo, no menos que el vuestro, como algún día sabrá. Pido lo que me corresponde. Dadme al niño, o decidme dónde encontrarlo.

—¡Esto no significa nada para nosotros! —exclamó Wynes—. Somos viejos. Sobrevivimos día a día. Cuando nuestro caballo muera, ¿cómo llevaremos nuestra leña a la aldea? Uno de estos inviernos moriremos de hambre.

Aillas buscó en su morral y extrajo otro de los objetos de Suldrun: una pulsera de oro incrustada con granates y rubíes. Añadió también un par de coronas de oro.

—Por ahora sólo puedo daros esto, pero al menos no deberéis temer el hambre. Habladme de mi hijo.

Wynes, vacilando, cogió el oro.

—Muy bien, te hablaré de tu hijo. Graithe entró en el bosque para cortar leña. Yo llevaba al niño en un cesto, y lo dejé en el suelo mientras recogía setas. Ay, estábamos cerca del prado de Madling, y las hadas de Thripsey Shee nos jugaron una mala pasada. Se llevaron al niño y dejaron una niña hada en el cesto. Sólo me di cuenta cuando quise levantarlo y me mordió. Entonces vi a esa niña de pelo rojo y supe que las hadas habían hecho de las suyas.

—Luego llegó la soldadesca del rey —dijo Graithe—. Nos pidieron el niño so pena de muerte y le dimos lo que nos habían dejado, y al demonio con ellos.

Aillas los miró atónito. Luego volvió sus ojos hacia el bosque.

—¿Podéis llevarme a Thripsey Shee? —preguntó al fin.

—Oh, sí, podemos llevarte allí, y si cometes alguna torpeza, te pondrán una cabeza de sapo, como hicieron con el pobre Wilclaw el arriero, o te pondrán los pies en movimiento de tal manera que bailarás para siempre por caminos y carreteras, como sucedió con un joven llamado Díñele, cuando lo sorprendieron comiéndoles la miel.

—Nunca molestes a las hadas —advirtió Wynes—. Agradece que te dejen en paz.

—Pero mi hijo, Dhrun… ¿cómo está?