En Irerly las condiciones eran menos favorables de lo que Shimrod había esperado. La vaina de material de sandestin carecía de consistencia y permitía que el sonido y otras dos sensaciones irerlesas, el toice y el gliry, le castigaran las carnes. Los insectos de hierro, Acá y Acullá, de inmediato se transformaron en montículos de ceniza. La estofa de Irerly era perversamente maligna o tal vez —pensó Shimrod— las criaturas no habían sido sandestins. Además, los discos que debían adaptarle la percepción no estaban bien sintonizados, y Shimrod experimentó sorprendentes dislocaciones: un sonido que le llegó como un chorro de líquido maloliente; otros aromas eran conos rojos y triángulos amarillos que desaparecieron cuando ajustó los discos. La visión se expresaba como líneas tensas que cruzaban el espacio, goteando fuego.
Tanteó los discos, probando diversas orientaciones, temblando ante increíbles dolores y sonidos que se le arrastraban por la piel con patas de araña, hasta que por accidente las percepciones establecieron contacto con las regiones adecuadas de su cerebro. Las sensaciones desagradables se redujeron, al menos de momento, y Shimrod, agradecido, examinó Irerly.
Captó un paisaje de gran extensión salpicado de aisladas montañas de un gris amarillento que culminaban en ridículas caras semihumanas. Todas las caras miraban hacia arriba con expresión reprobatoria. Algunas hacían muecas y gestos cataclísmicos, otras emitían atronadores eructos de desdén. Las más destempladas sacaban un par de lenguas de color hígado de las que chorreaban gotas de magma que al caer tintineaban como campanillas. Un par de ellas escupieron chorros de sonido verde y siseante; Shimrod los eludió y golpearon otras montañas, causando nuevas perturbaciones.
Shimrod, siguiendo las instrucciones de Murgen, gritó con voz amistosa:
—¡Caballeros, caballeros! Calma. A fin de cuentas, soy un huésped en vuestros notables dominios, y merezco vuestra consideración.
Una gran montaña que estaba a gran distancia rugió en un crescendo:
—¡Hubo otros que se decían huéspedes, pero resultaron ser ladrones y depredadores! Vinieron a quitarnos nuestros huevos de trueno; ahora no confiamos en nadie. Requiero a las montañas Mank y Elfard que se concatenen sobre tu sustancia.
De nuevo Shimrod reclamó atención.
—No soy lo que creéis. Los grandes magos de las Islas Elder admiten los daños que habéis sufrido. Se maravillan ante vuestra estoica paciencia. De hecho, me han enviado aquí para elogiar esas virtudes y vuestra excelencia en general. Jamás observé magma arrojado con tal precisión. Jamás he visto gestos tan grotescos.
—Eso es fácil de decir —gruñó la montaña que había hablado antes.
—Más aún —declaró Shimrod—, mis colegas y yo compartimos vuestro odio por los ladrones y depredadores. Hemos matado a vanos y ahora deseamos devolver el botín. Caballeros, tengo aquí tantos huevos de trueno como fue posible recobrar en tan corto tiempo. —Abrió la mochila y dejó caer varios guijarros. Las montañas manifestaron recelo y desconcierto, y varias escupieron chorros de magma.
Un pergamino surgió de la mochila de Shimrod. El lo cazó al vuelo y leyó:
Yo, Murgen, escribo estas palabras. Ahora sabes que la belleza y la fe no son cualidades intercambiables. Después de que engañaste a la bruja Melancthe con un hiato, ella realizó un truco similar y te quitó tus huevos de trueno para que las montañas te golpearan con sus chorros de magma. Sospeché dicho truco y me mantuve alerta para obrar un tercer hiato, durante el cual repuse en tu morral los huevos de trueno y todo lo demás que ella te había robado. Continúa como antes, pero ten cuidado.
Shimrod gritó a las montañas:
—¡Y ahora, los huevos de trueno!
Buscó a tientas en el morral y extrajo una bolsa. Con un ademán elegante desparramó el contenido en una protuberancia cercana. Las montañas se aplacaron. Una de las más notables, a ochenta kilómetros de distancia, proyectó un mensaje:
—¡Bien hecho! Acepta nuestra cordial bienvenida. ¿Te propones permanecer aquí mucho tiempo?
—Tareas urgentes requieren mi retorno casi inmediato. Sólo quería devolveros vuestra propiedad y observar vuestros espléndidos logros.
—Permíteme explicarte algunos aspectos de nuestra querida comarca. Ante todo debes comprender que nos suscribimos a tres religiones que compiten entre sí: la Doctrina de la Cintura Arcoide, el Macrolito Amortajado, que personalmente considero una falacia, y la noble Alarma Desamparadora. Estas difieren en detalles significativos. —La montaña se explayó en sus explicaciones, proponiendo analogías y ejemplos y a veces poniendo gentilmente a prueba la comprensión de Shimrod.
—¡Apasionante! —dijo al fin Shimrod—. Mis ideas han sufrido profundas alteraciones.
—Es una pena que debas irte. ¿Vas a regresar con más huevos de trueno?
—¡Cuánto antes! Entretanto, quisiera llevarme algunos recuerdos, para mantener a Irerly en mi memoria.
—No hay problema. ¿Qué es lo que te agradaría?
—Bien… ¿qué me dices de los pequeños objetos relucientes de muchos y cautivantes colores, trece en total? Me gustaría eso.
—Te refieres a las floridas pústulas que se acumulan alrededor de algunos de nuestros orificios. Las consideramos chancros, con perdón de la palabra. Llévate cuantas desees.
—En ese caso, tantas como entren en este morral.
—Sólo podrás llevar un grupo. ¡Mank, Idisk! Una partida de vuestras pústulas más selectas, por favor. Ahora, volviendo a nuestro comentario sobre las anomalías teológicas, ¿cómo concilian vuestros sabios las diversas y extravagantes visiones a que hicimos referencia?
—Bien… en general, mezclan lo malo con lo bueno.
—¡Ajá! Eso concordaría con el Gnosticismo Original, como he sospechado durante mucho tiempo. Bien, quizá los sentimientos fuertes no sean sabios. ¿Has empacado los recordatorios? Bien. Por cierto, ¿cómo regresarás? Veo que tus sandestins se han convertido en polvo.
—Sólo necesito seguir esta línea hasta el portal.
—¡Una ingeniosa teoría! Revela una lógica totalmente nueva y revolucionaria.
Una montaña lejana mostró su desagrado escupiendo un chorro de magma azul.
—Como de costumbre, los conceptos de Dodar bordean casi supersticiosamente lo inconcebible.
—¡En absoluto! —replicó Dodar—. Una última anécdota para ejemplificar mi punto de vista… No, veo que Shimrod está ansioso por partir. ¡Qué tengas un viaje agradable!
Shimrod avanzó tanteando el hilo, a veces en varias direcciones al mismo tiempo, a través de nubes de música amarga, y del blando vientre de lo que caprichosamente consideró ideas muertas. Vientos verdes y azules soplaban desde abajo y arriba con tal fuerza que temió que se cortara el hilo, que parecía haber adquirido una curiosa plasticidad. Al fin, el ovillo recobró su dimensión original y Shimrod supo que debía estar cerca de la abertura. Se topó con un sandestin con forma de niño de cara lozana, sentado en una piedra y aferrado a la punta del hilo. Shimrod se detuvo. El sandestin se irguió lánguidamente.
—¿Llevas trece gemas?
—Así es, y ahora estoy preparado para regresar.
—Dame las gemas. Debo llevarlas a través del vórtice.
—Será mejor que las lleve yo —dijo Shimrod con desconfianza—. Son demasiado delicadas para confiarlas a un subalterno.
El sandestin arrojó a un lado el cabo suelto del hilo y desapareció en una niebla verde, y Shimrod se quedó asiendo un inútil ovillo de hilo. El tiempo pasó. Shimrod esperó, cada vez más incómodo. El manto protector se había deteriorado mucho y los discos de percepción presentaban imágenes poco fiables.
El sandestin regresó, con aire de quien no tiene nada mejor que hacer.
—Traigo las mismas órdenes de antes. Dame las gemas.
—Me niego. ¿Acaso tu ama me considera tan bobo?
El sandestin se marchó entre una maraña de membranas verdes, mirando sardónicamente por encima del hombro.
Shimrod suspiró. Se le había demostrado una deslealtad total. Extrajo del morral los artículos que le había dado Murgen: un sandestin de la especie conocida como hexamorfo, vanas cápsulas de gas y una teja donde estaba inscrito el hechizo del Impulso Invencible.
—Llévame de regreso a través del vórtice —le dijo Shimrod al sandestin—, de vuelta al claro de Rincón de Twitten.
—Tus enemigos han cerrado el esfínter. Debemos ir por las cinco hendeduras y una perturbación. Usa gas y prepárate para emplear el hechizo.
Shimrod se rodeó con el gas de una de las vejigas, y el gas lo envolvió como jarabe. El sandestin lo condujo durante mucho tiempo y al fin le permitió descansar.
—Ponte cómodo. Debemos esperar.
Transcurrió un tiempo cuya duración Shimrod no pudo calcular.
—Prepara el hechizo —dijo el sandestin.
Shimrod llevó las sílabas a su mente, y las runas se desvanecieron de la teja, dejando un objeto en blanco.
—Ahora, di tu hechizo.
Shimrod se encontró en el claro adonde había ido con Melancthe. Ella no estaba por ninguna parte. Era el atardecer de un gris y frío día de otoño o invierno. Nubes bajas colgaban sobre el claro; los árboles circundantes alzaban ramas desnudas, delineando el cielo de negro. En la ladera del peñasco ya no se veía una puerta de hierro.
Esa noche de invierno, El Sol Risueño y la Luna Plañidera estaba tibia y cómoda, apenas con huéspedes. Hockshank el posadero saludó a Shimrod con una gentil sonrisa.
—Me alegra verte. Temía que hubieras tenido un accidente.
—Tus temores eran bastante acertados.
—No es novedad. Todos los años hay personas que desaparecen extrañamente de la feria.
La ropa de Shimrod estaba hecha jirones y la tela estaba algo podrida; cuando se miró en el espejo vio unas mejillas enjutas, unos ojos saltones y una piel tan manchada como madera podrida.
Después de cenar se quedó reflexionando junto al fuego. Pensó que Melancthe le había enviado a Irerly por una de varias razones: para adquirir las trece gemas de color, para asegurarse de su muerte o ambas cosas. Su muerte parecía ser el propósito primordial. De lo contrario, le habría permitido traer las gemas. ¿A costa de su virtud? Shimrod sonrió. Burlaría su promesa tal como había burlado su buena fe.
Por la mañana Shimrod pagó su cuenta, se ajustó las plumas a sus nuevas botas y se marchó de Rincón de Twitten.
Cuando llegó a Trilda, el prado lucía desolado y lúgubre bajo las nubes bajas. Una nueva desolación rodeaba la residencia. Shimrod se acercó despacio y se detuvo a examinar el lugar. La puerta estaba entornada y desvencijada. Al entrar, encontró el cadáver de Grofinet: lo habían colgado de las vigas cabeza abajo y lo habían quemado en el fuego, tal vez para obligarle a revelar dónde estaban los tesoros de Shimrod. A juzgar por lo que se veía, primero habían asado la cola de Grofinet, centímetro a centímetro, en un brasero. Al final le habían puesto la cabeza en las llamas. Sin duda, en un ataque de histeria, había gritado lo que sabía, sufriendo tanto por su debilidad como por el fuego que tanto temía. Y luego, para silenciar sus alaridos, alguien le había partido la cara chamuscada con un hacha.
Shimrod miró debajo del hogar, pero el objeto anudado que representaba su colección de artefactos mágicos no estaba. Lo sospechaba. Tenía habilidades rudimentarias, conocía un par de trucos de charlatán, un par de hechizos. Shimrod, que nunca había sido un gran mago, ahora apenas era un mago.
¡Melancthe! Ella había creído en él tan poco como él en ella. Aun así, él no le habría causado un gran daño, mientras que ella había cerrado el portal para que muriera en Irerly.
—¡Melancthe, malvada Melancthe! ¡Pagarás por tus delitos! Escapé y vencí, pero en la ausencia que causaste yo perdí mis pertenencias, y Grofinet perdió la vida. Sufrirás en la misma proporción. —Así despotricaba Shimrod mientras paseaba por la casa.
Los que habían asaltado Trilda en su ausencia también debían ser capturados y castigados. ¿Quiénes serían?
¡El Ojo Doméstico! ¡Preparado para tales contingencias! Pero antes sepultaría a Grofinet, y así lo hizo, en una glorieta detrás de la casa, junto con las pequeñas pertenencias de su amigo. Terminó a la luz evanescente del atardecer. Regresó adentro, encendió todas las lámparas y prendió un fuego en el hogar. Trilda aún lucía lúgubre.
Shimrod bajó el Ojo Doméstico de la viga y lo puso en la mesa tallada de la sala, donde, una vez estimulado, recreó lo que había observado en ausencia de Shimrod.
Los primeros días habían transcurrido sin incidentes. Grofinet cumplía celosamente con sus deberes y todo andaba bien. Luego, en una lánguida tarde de verano, el Anunciador exclamó:
—¡Veo a dos extraños de especie desconocida! Se aproximan desde el sur. Grofinet se apresuró a ponerse el casco y a plantarse en la puerta, en lo que consideraba una actitud de autoridad.
—¡Extraños! —gritó—. Tened la bondad de deteneros. Esto es Trilda, residencia del mago Shimrod, y de momento bajo mi protección. Como no veo razones para que estéis aquí, tened la cortesía de seguir vuestro camino.
—Te solicitamos un refrigerio: una hogaza, un trozo de queso, un vaso de vino, y continuaremos nuestro viaje —contestó una voz.
—No os acerquéis más. Os llevaré comida y bebida adonde estáis, pero luego debéis reanudar la marcha enseguida. Tales son mis órdenes.
—Caballero, haz lo que juzgues apropiado.
Grofinet, halagado, se volvió, pero de inmediato lo capturaron y lo sujetaron con correas de cuero, y así empezaron los espantosos acontecimientos de la tarde.
Los intrusos eran dos: un hombre alto y apuesto con ropa y modales de caballero, y su subalterno. El caballero tenía un físico delicado y grácil, pelo negro y lustroso que enmarcaba rasgos armónicos. Llevaba ropa de cuero verde, con una capa negra y espada larga propia de su condición.
El segundo ladrón era más bajo y corpulento. Sus rasgos parecían comprimidos, retorcidos y abigarrados y poco esclarecidos. Un bigote marrón le caía sobre la boca. Sus brazos eran gruesos, y las delgadas piernas parecían dolerle al caminar, de modo que su andar era vacilante. El torturaba a Grofinet mientras el otro, apoyado en una mesa, bebía vino y proponía ideas.
Todo terminó. Grofinet colgaba humeando y, por fin, pudieron sacar del escondrijo la caja plegada de artefactos.
—Hasta ahora, todo ha ido bien —dijo el caballero de pelo negro—, pero Shimrod ha ocultado sus tesoros con un acertijo. Aun así, no nos fue mal.
—Es un momento feliz. He trabajado con afán. Ahora puedo descansar y disfrutar de mis riquezas.
El caballero rió con indulgencia.
—Me alegro por ti. Tras una vida de cortar cabezas, estirar el potro y retorcer narices, te has convertido en una persona importante, incluso encumbrada. ¿Te convertirás en caballero?
—No. Mi cara me delata: «He aquí un ladrón y un verdugo». Así sea: buenos oficios ambos, y bravo por mis estropeadas rodillas, que me impiden practicarlos.
—¡Una lástima! Tus habilidades son raras de encontrar.
—En verdad, he perdido el gusto por degollar a la luz del fuego, y en cuanto al robo, mis pobres rodillas ya no me lo permiten. Se tuercen hacia ambos lados y chasquean. Aun así, no me negaré algún acto de ratería para divertirme.
—¿Y dónde iniciarás tu nueva carrera?
—Iré a Dahaut y allí seguiré las ferias, quizás hasta me haga cristiano. Si me necesitas, deja un mensaje en Avallon, en el lugar que te mencioné.
Shimrod voló a Swer Smod con los pies emplumados. Había un letrero en la puerta:
La tierra está agitada y el futuro es incierto. Murgen debe renunciar a su tranquilidad para resolver los problemas del Destino. A sus visitantes pide excusas por su ausencia. Los amigos y las personas necesitadas pueden buscar refugio aquí, pero no garantizo mi protección. Para quienes tienen malas intenciones, no necesito decir nada. Ellos ya saben.
Shimrod escribió un mensaje y lo dejó en la mesa del salón principal:
Tengo poco que decir, excepto que fui y volví. En mis viajes las cosas salieron según lo planeado, pero hubo pérdidas en Trilda. Espero regresar dentro de un año, o tan pronto como se haya hecho justicia. Dejo a tu cuidado las gemas de trece colores.
Comió de la despensa de Murgen y durmió en un diván del vestíbulo.
Por la mañana se vistió de músico ambulante: gorra verde con penacho de plumas de búho, pantalones ceñidos de sarga verde, túnica azul y capa marrón.
En la gran mesa encontró una moneda de plata; una daga y un pequeño y raro instrumento que producía vividas tonadas casi por propia iniciativa. Shimrod se guardó la moneda en el bolsillo, se puso la daga en la cintura, se colgó el instrumento del hombro. Luego se marchó de Swer Smod y atravesó el Bosque de Tantrevalles rumbo a Dahaut.