Shimrod, vástago del mago Murgen, reveló tempranamente un impulso interior de extraordinaria fuerza, y con el tiempo escapó al control de Murgen y se independizó.
No eran muy parecidos, salvo en la destreza, los recursos y una desbocada imaginación que en Shimrod se evidenciaba como un humor extravagante y a veces una dolorosa sensibilidad.
Se parecían aún menos en el aspecto. Murgen se revelaba como un hombre fuerte y canoso de edad indefinida. Shimrod parecía un joven de expresión casi ingenua. Era enjuto, de piernas largas, pelo de color arena y ojos castaños. Tenía una mandíbula larga, las mejillas algo ahuecadas, la boca ancha y torcida como ante una reflexión perversa. Al cabo de ciertos vagabundeos, Shimrod se instaló en Trilda, una residencia en el prado de Lally, antes ocupada por Murgen, dentro del Bosque de Tantrevalles, y así se dedicó al serio estudio de la magia, utilizando los libros, las fórmulas, los aparatos y los operadores que Murgen le había dejado en custodia.
Trilda era un sitio apropiado para los estudios intensos. El aire olía a follaje fresco. El sol brillaba de día, y la luna y las estrellas de noche. La soledad era casi absoluta, pues la gente rara vez se aventuraba en esas honduras del bosque. El constructor de Trilda había sido Hilario, un mago menor de gustos extravagantes. Las habitaciones, que rara vez eran cuadradas, daban al prado de Lally mediante balcones cerrados de muchas formas y tamaños. El abrupto tejado, además de seis chimeneas, estaba dispuesto en un sinfín de vigas, remates y caballetes; y el fuste superior sostenía una veleta de hierro negro que también servía para ahuyentar fantasmas.
Murgen había construido un dique para crear un estanque con el arroyo; la fuerza hidráulica hacía girar una rueda dentro del taller, donde impulsaba a varias máquinas diferentes, entre ellas un torno y un fuelle para el fuego.
A veces se acercaban semihumanos a la frontera del bosque para observar a Shimrod cuando salía del prado, pero de lo contrario lo ignoraban por temor a su magia.
Las estaciones pasaron; el otoño devino invierno. Copos de nieve cayeron del cielo amortajando el prado en silencio. Shimrod avivó el fuego del hogar e inició un intenso estudio de las Abstracciones y fragmentos de Balberry, un vasto compendio de ejercicios, métodos, esquemas y dibujos escritos en lenguajes antiguos o incluso imaginarios. Usando una lente diseñada para el ojo de un sandestin, Shimrod leía estas inscripciones como si estuvieran en lenguaje ordinario.
Para alimentarse, Shimrod se valía de un mantel de la abundancia que, tendido sobre la mesa, producía una comida deliciosa. Para entretenerse aprendía el uso del laúd, una habilidad apreciada por las hadas de Tuddifot Shee[17], en el otro extremo del prado de Lally. Las hadas amaban la música, aunque sin duda por razones equivocadas. Construían violas, guitarras y flautas de buena calidad, pero en el mejor de los casos su música era una dulzura plañidera e indisciplinada, como el cascabeleo de campanillas distantes. En el peor de los casos producían un alud de estridencias discordantes, que no podían distinguirse de sus mejores notas. Aun así, eran muy vanas. Los músicoshada, al descubrir que un paseante humano les había oído, le preguntaban si le había gustado la música, y ay del tonto que dijera la verdad, porque lo hacían bailar sin pausa una semana, un día, una hora, un minuto y un segundo. Sin embargo, si el oyente se declaraba cautivado, podía recibir una recompensa de los vanidosos semihumanos. A menudo, cuando Shimrod tocaba el laúd, encontraba criaturas feéricas, grandes y pequeñas[18] sentadas en la cerca, envueltas en abrigos verdes con bufandas rojas y sombreros de pico. Si él reconocía su presencia, manifestaban su aprobación y pedían más música. En ciertas ocasiones, querían tocar el cuerno para acompañarlo. Shimrod se negaba cortésmente; si permitía tal dueto se encontraría tocando para siempre: de día, de noche, en el prado, en las copas de los árboles, entre espinos y setos, en los pantanos, en los palacios de las hadas[19]. Shimrod sabía que el secreto consistía en no aceptar nunca los términos de las hadas, sino siempre cerrar trato según las propias estipulaciones, pues de lo contrario sería desfavorable.
Una de las que escuchaba tocar a Shimrod era una bella hada de melena castaña. Shimrod trató de atraerla a su casa ofreciéndole golosinas. Un día ella se acercó y se quedó mirándolo, la boca curvada y los ojos relucientes de picardía.
—¿Por qué deseas que entre en esta gran casa?
—¿Puedo ser franco? Me gustaría hacerte el amor.
—¡Ah! Pero esa es una dulzura que jamás deberías probar, pues podrías enloquecer y seguirme para siempre con vanos requiebros.
—¿Vanos, y para siempre? ¿Y te negarás cruelmente?
—Tal vez.
—¿Y si descubrieras que el cálido amor humano es más agradable que vuestros apareamientos de pájaro? ¿Entonces quién suplicaría y seguiría a quién para siempre, haciendo los vanos requiebros de un hada enferma de amor?
El hada hizo una mueca de asombro.
—Eso nunca se me había ocurrido.
—Entonces entra y veremos. Primero te serviré vino de granadas. Luego nos quitaremos la ropa y nos calentaremos la piel a la luz del fuego.
—¿Y después?
—Luego averiguaremos qué amor es el más fogoso. —El hada remedó un gesto de ultraje.
—No debería mostrarme ante un extraño.
—Pero yo no soy un extraño. Ahora, al mirarme, te derrites de amor.
—Estoy asustada. —El hada se marchó deprisa y Shimrod no la vio nunca más.
Llegó la primavera. La nieve se derritió y las flores ataviaron el prado. Una mañana de sol, Shimrod dejó su residencia y recorrió el prado disfrutando de las flores, el follaje verde y brillante, y los trinos de las aves. Descubrió un camino que conducía al norte internándose en el bosque.
Bajo robles de grueso tronco y extensas ramas, siguió el sendero: hacia atrás, hacia adelante, por una loma, en un oscuro valle, y a través de un claro bordeado por altos y plateados abedules y salpicado de azules botoncillos. El camino llevaba hasta una estribación de rocas negras, y al cruzar el bosque Shimrod oyó gritos y lamentos puntuados por golpes reverberantes. Corrió entre los árboles y descubrió en las rocas una laguna de aguas verdes. Al lado, un gnomo de barba larga, con un garrote de gran tamaño, golpeaba a una criatura flaca y velluda que colgaba como un felpudo de una cuerda atada entre dos árboles. Con cada golpe la criatura suplicaba misericordia.
—¡Basta! ¡Detente! ¡Me estás rompiendo los huesos! ¿No tienes piedad? ¡Me has confundido con otro! ¡Yo me llamo Grofinet! ¡Basta! ¡Usa la lógica y la razón!
Shimrod se acercó.
—¡Deja de pegarle!
El alto y corpulento gnomo dio un brinco de sorpresa. No tenía cuello; la cabeza se apoyaba directamente sobre los hombros. Usaba un chaquetón sucio y pantalones; un taparrabos de cuero protegía enormes genitales.
—¿Por qué golpeas al pobre Grofinet? —dijo Shimrod.
—¿Por qué uno hace algo? —gruñó el gnomo—. ¡Porque persigue un propósito! ¡Por hacer un trabajo bien hecho!
—Es una buena respuesta, pero deja muchas preguntas sin contestar —dijo Shimrod.
—Tal vez, pero no importa. Lárgate. Quiero aporrear a este bastardo, híbrido de dos malos sueños.
—¡Es un error! —exclamó Grofinet—. Se debe resolver antes de que me hagas daño. Bájame al suelo para que podamos hablar con calma, sin prejuicios.
El gnomo lo golpeó con el garrote.
—¡Silencio!
En un espasmo frenético, Grofinet se liberó de las ligaduras. Echó a correr por el claro con sus piernas grandes, dando brincos, mientras el gnomo lo perseguía con el garrote. Shimrod los siguió y empujó al gnomo a la laguna. Unas burbujas aceitosas subieron a la superficie y la laguna quedó nuevamente tersa.
—Ha sido un acto diestro —dijo Grofinet—. Estoy en deuda contigo.
—No ha sido gran cosa —repuso Shimrod con modestia.
—Lo lamento, pero no comparto tu opinión.
—Es verdad —dijo Shimrod—. He hablado sin pensar, y ahora debo despedirme de ti.
—Un momento. ¿Puedo preguntar con quién estoy en deuda?
—Me llamo Shimrod. Vivo en Trilda, a un kilómetro y medio de aquí a través del bosque.
—¡Sorprendente! Pocos humanos visitan solos esta comarca.
—Soy una especie de mago —dijo Shimrod—. Los semihumanos me eluden. —Miró a Grofinet de hito en hito—. Debo decir que nunca vi a nadie como tú. ¿Cuál es tu especie?
—Las personas educadas rara vez comentan esos temas —repuso altivamente Grofinet.
—¡Mis disculpas! No he querido ser vulgar. Te digo adiós una vez más.
—Te llevaré a Trilda —dijo Grofinet—. Esta región es peligrosa. Es lo menos que puedo hacer.
—Como desees.
Los dos regresaron al prado de Lally. Shimrod se detuvo.
—No necesitas acompañarme más. Trilda está a pocos pasos de aquí.
—Mientras caminábamos, reflexioné —dijo Grofinet—. He pensado que tengo una gran deuda contigo.
—No lo menciones más —declaró Shimrod—. Me alegra haberte ayudado.
—Para ti es fácil decirlo, pero esa carga pesa sobre mi orgullo. Estoy obligado a ponerme a tu servicio, hasta que quedemos en paz. No te niegues. ¡Soy terminante! Sólo tienes que darme techo y comida. Me responsabilizaré de las tareas que de lo contrario podrían distraerte, e incluso realizaré trucos menores.
—Ah, también eres mago.
—Un mero aficionado a esas artes. Si quieres, puedes enseñarme más. A fin de cuentas, dos mentes educadas son mejores que una. ¡Y nunca olvides la segundad! Cuando una persona mira atentamente hacia adelante, descuida sus espaldas.
Shimrod no pudo disuadir a Grofinet, y Grofinet se quedó a vivir con él.
Al principio, Grofinet y sus actividades lo distraían; en la primera semana Shimrod estuvo diez veces a punto de echarlo, pero siempre lo disuadían las virtudes de Grofinet, que eran notables. Grofinet era muy pulcro y obediente; no cometía irregularidades ni molestaba a Shimrod, sino que en realidad le distraía con su ingenio. Su mente era fértil y desbordaba de entusiasmo. Los primeros días Grofinet actuó con exagerada timidez; aun así, mientras Shimrod procuraba memorizar las interminables listas del Orden de los Mudables, Grofinet se paseaba por la casa hablando con compañeros imaginarios, o al menos invisibles.
El enfado de Shimrod pronto se convirtió en diversión, y se sorprendió esperando la próxima ocurrencia de Grofinet. Un día Shimrod ahuyentó una mosca de su mesa de trabajo; de inmediato Grofinet se convirtió en alerta enemigo de moscas, polillas, abejas y demás insectos alados, y no les permitía entrar en casa. Incapaz de capturarlos, trataba de echarlos abriendo la puerta de par en par, y entretanto entraban muchos más. Shimrod reparó en los esfuerzos de Grofinet e impregnó Trilda con un pequeño tósigo que puso en fuga a todos los insectos. Grofinet quedó muy complacido de su éxito.
Al fin, aburrido de alardear de su triunfo sobre los insectos, Grofinet tuvo un nuevo antojo. Pasó varios días fabricando unas alas de mimbre y seda amarilla que luego se sujetó al delgado torso. Shimrod, desde la ventana, le vio correr por el prado, agitando las alas y brincando en el aire con la esperanza de volar como un pájaro. Sintió la tentación de usar su magia para remontarlo en el aire, pero se contuvo temiendo que Grofinet se lastimara en un exceso de entusiasmo. Más tarde, Grofinet dio un gran salto y cayó en el lago de Lally. Las hadas de Tuddifot Shee se desternillaron de risa, agitando las piernas en el aire. El malhumorado Grofinet tiró las alas y regresó cojeando a Trilda. Luego, se dedicó al estudio de las pirámides egipcias.
—¡Son bellísimas y hablan bien de los faraones! —declaró Grofinet.
—Así es.
A la mañana siguiente Grofinet se explayó sobre el tema.
—Esos imponentes monumentos son fascinantes por su simplicidad —declaró.
—En efecto.
—Me pregunto cuál será el tamaño.
—Unos noventa metros por lado —dijo Shimrod, encogiéndose de hombros.
Luego Shimrod se dio cuenta de que Grofinet tomaba medidas en el prado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Nada importante.
—¡Espero que no planees construir una pirámide! Nos taparía la luz del sol.
Grofinet se detuvo.
—Tal vez tengas razón. —Renunció a sus planes de mala gana, pero pronto se interesó en otra cosa. Por la noche, cuando Shimrod entró en la sala para encender las lámparas, Grofinet salió de las sombras—. Bien, Shimrod, ¿me has visto al pasar?
Shimrod había estado pensando en otra cosa, y Grofinet permanecía muy a un lado.
—En realidad —dijo Shimrod—, no logré verte.
—En ese caso —dijo Grofinet—, he aprendido la técnica de la invisibilidad.
—¡Maravilloso! ¿Cuál es tu secreto?
—Uso la fuerza de la voluntad para situarme fuera de toda percepción.
—Debo aprender ese método.
—La clave es el puro impulso intelectual —dijo Grofinet, y añadió esta advertencia—: Si fracasas, no te sientas defraudado. Es un logro difícil.
—Ya veremos.
Al día siguiente Grofinet experimentó con su nuevo truco. Shimrod lo llamaba, preguntando si se había vuelto invisible otra vez, y Grofinet salía de un rincón con aire triunfal.
Un día Grofinet se colgó de las vigas del cielo raso del taller con un par de correas, meciéndose como si estuviera en una hamaca. Shimrod no lo habría visto al entrar, pero Grofinet había olvidado recoger su cola, que oscilaba en el centro del cuarto y terminaba en un penacho de piel leonada.
Por último Grofinet decidió olvidar sus previas ambiciones para convertirse en un mago de veras. Con esta finalidad frecuentaba el taller para observar las actividades de Shimrod. Sin embargo, tenía mucho miedo al fuego; cada vez que Shimrod provocaba una lengua flamígera, Grofinet salía despavorido, y al fin abandonó los planes de ser mago.
Se acercó el solsticio de verano, y una serie de vividos sueños turbaron el reposo de Shimrod. El paisaje era siempre el mismo: una terraza de piedra blanca que daba a una playa de blanca arena y un calmo mar azul. Una balaustrada de mármol cerraba la terraza, y olas bajas lamían la playa.
En el primer sueño Shimrod estaba apoyado en la balaustrada, mirando el mar. Por la playa se acercaba una doncella de pelo oscuro, con una bata sin mangas de tela suave y marrón. Shimrod notó que era alta y esbelta. El pelo negro, sujeto con un hilo rojo oscuro, le llegaba casi hasta los hombros. Los brazos y los pies descalzos eran gráciles; la piel era de color oliváceo claro. Shimrod la consideró exquisitamente bella. Además tenía un aire misterioso y provocativo que parecía implícito en su misma existencia. Al pasar, dedicó a Shimrod una oscura sonrisa que no era seductora ni intimidatoria, y luego siguió caminando por la playa hasta perderse de vista. Shimrod se movió en sueños y despertó.
El segundo sueño era igual, sólo que Shimrod llamaba a la doncella y la invitaba a su terraza; ella titubeaba, ladeaba la cabeza sonriendo y pasaba de largo.
La tercera noche, se detuvo y habló.
—¿Por qué me llamas, Shimrod?
—Quiero que te detengas y al menos hables conmigo.
—No —dijo la doncella, intimidada—. Sé poco sobre los hombres, y estoy asustada, pues siento un extraño impulso cuando paso.
En la cuarta noche, la doncella del sueño se detuvo, titubeó y se acercó despacio a la terraza. Shimrod bajó para salirle al encuentro, pero ella se paró en seco y Shimrod descubrió que no podía acercarse más, lo cual parecía natural en el contexto del sueño.
—¿Hoy hablarás conmigo? —preguntó.
—No tengo nada que contarte.
—¿Por qué caminas por la playa?
—Porque me agrada.
—¿De dónde vienes y adonde vas?
—Soy una criatura de tus sueños. Entro y salgo de tus pensamientos.
—Criatura de los sueños o no, acércate y quédate conmigo. Como el sueño es mío, tienes que obedecer.
—Ésa no es la naturaleza de los sueños.
Alejándose, ella miró por encima del hombro, y al despertar Shimrod recordó su expresión con exactitud. ¡Encantamiento! ¿Pero con qué propósito?
Shimrod salió al prado, evaluando cada aspecto de la situación. Alguien intentaba enredarlo con medios sutiles, sin duda para perjudicarlo. ¿Quién podía realizar ese hechizo? Shimrod recordó a las personas que conocía, pero nadie parecía tener razones para seducirlo con una doncella tan extrañamente hermosa.
Regresó al taller y trató de obrar un portento, pero le faltaba el distanciamiento necesario y el portento se artilló en una lluvia de colores discordantes.
Esa noche permaneció hasta tarde en el taller mientras un viento frío y oscuro suspiraba entre los árboles del fondo de la residencia. No quería dormir, aunque al mismo tiempo sentía un cosquilleo de excitación que en vano intentaba aplacar.
—Muy bien —se dijo en un arrebato de audacia—, enfrentemos el asunto y veamos adonde conduce.
Se acostó en el diván. Tardó en dormirse; pasó horas dormitando agitadamente, atento a cada fantasía que se le cruzaba por la mente. Al fin concilió el sueño.
Pronto empezó a soñar. Shimrod estaba en la terraza; por la playa vio a la doncella, los brazos desnudos, los pies descalzos, el pelo negro al viento. Se acercó sin prisa. Shimrod aguardó impasiblemente, apoyado en la balaustrada. Demostrar impaciencia no daba buenos resultados, ni siquiera en un sueño. La doncella se acercó; Shimrod bajó la ancha escalera de mármol.
El viento se calmó, y también el oleaje; la doncella de pelo negro se detuvo a esperar. Shimrod fue hacia ella y olió una ráfaga de perfume: el aroma de las violetas. Ambos estaban muy cerca; él la podría haber tocado.
Ella le miró la cara, sonriendo.
—Shimrod —dijo—, ya no podré visitarte.
—¿Quién te lo impedirá?
—Mi tiempo es breve. Debo ir a un lugar detrás de la estrella Achernar.
—¿Vas por tu propia voluntad?
—Estoy hechizada.
—Dime cómo romper el encantamiento. —La doncella titubeó.
—Aquí no.
—¿Dónde, pues?
—Iré a la Feria de los Duendes. ¿Nos veremos allá?
—¡Sí! Hablame del encantamiento para que pueda preparar un conjuro. —La doncella se alejó despacio.
—En la Feria de los Duendes —dijo, y se marchó. Miró hacia atrás sólo una vez.
Shimrod la observó pensativamente. Desde atrás llegó un sonido rugiente, como el de muchas voces enfurecidas. Sintió el trepidar de pasos pesados y se quedó petrificado, sin poder moverse ni mirar por encima del hombro.
Despertó en su diván de Trilda, con el corazón palpitante y un nudo en la garganta. Era la hora más oscura de la noche, mucho antes del alba. El fuego del hogar estaba bajo. De Grofinet, que roncaba suavemente en su profundo almohadón, sólo se veía un pie y una cola flaca.
Shimrod avivó el fuego y regresó al diván. Se quedó escuchando los ruidos de la oscuridad. Desde el prado llegó el triste y dulce silbido de un ave que despertaba, tal vez un búho.
Luego cerró los ojos y durmió el resto de la noche.
El momento de la Feria de los Duendes se acercaba. Shimrod empacó sus artefactos mágicos, libros, filtros y artilugios en una caja, sobre la cual obró un hechizo de ofuscación: la caja primero se escondió y se dobló siete veces al compás de una secuencia secreta, de modo que al final parecía un pesado ladrillo negro que Shimrod ocultó bajo el hogar.
Grofinet observaba perplejo desde la puerta.
—¿Por qué haces todo esto?
—Porque debo marcharme de Trilda durante un tiempo, y los ladrones no robarán lo que no pueden encontrar.
Grofinet reflexionó sobre la observación, meneando la cola al ritmo de sus pensamientos.
—Es un acto prudente, desde luego. Aun así, mientras yo vigile, ningún ladrón se atreverá siquiera a mirar en esta dirección.
—Sin duda —dijo Shimrod—, pero con dobles precauciones nuestra propiedad estará doblemente a salvo.
Grofinet, sin más que decir, salió a mirar el prado. Shimrod aprovechó para tomar una tercera precaución e instaló un Ojo Doméstico en las sombras para que observara lo que ocurría en la casa.
Shimrod preparó una pequeña mochila e impartió las últimas instrucciones a Grofinet, quien dormitaba al sol.
—¡Grofinet, una última palabra!
—Habla, te escucho —dijo Grofinet alzando la cabeza.
—Iré a la Feria de los Duendes. Quedas a cargo de la seguridad y la disciplina. No debes invitar a ninguna criatura salvaje ni de otra especie. No escuches los halagos ni las palabras dulces. Informa a todos y cada uno de que esta es la residencia Trilda, donde no se permite entrar a nadie.
—Entiendo perfectamente —declaró Grofinet—. Mi visión es aguda; tengo la fortaleza de un león. Ni siquiera una pulga entrará en la casa.
—Bien, me marcho.
—¡Adiós, Shimrod! ¡Trilda estará segura!
Shimrod se internó en el bosque. Una vez fuera de la visión de Grofinet, sacó cuatro plumas blancas del morral y se las pegó a las botas. Canturreó:
—Botas emplumadas, cumplid mis deseos y llevadme adonde quiero.
Las plumas aletearon, elevaron a Shimrod y lo llevaron a través del bosque, bajo robledales atravesados por haces de luz solar. Celidonias, violetas y campanillas crecían a la sombra; ranúnculos, velloritas y amapolas rojas brillaban en los claros.
Recorrió kilómetros. Atrás quedaron las fincas de las hadas: Áster Negro, Catterlein, Feair Foiry y Shadow Thawn, sede de Rhodion, rey de todas las hadas. Vio casas de duendes bajo las gruesas raíces de roble, y las ruinas antaño ocupadas por el ogro Fidaugh. Shimrod se detuvo a beber de una fuente y una voz lo llamó desde detrás de un árbol.
—Shimrod, Shimrod, ¿cuál es tu destino?
—Más allá del prado —dijo Shimrod poniéndose en marcha. La voz suave lo siguió—: Vaya, Shimrod, deberías esperar al menos un instante, quizá para alterar lo que va a suceder.
Shimrod no respondió ni se detuvo, pues sospechaba que todo lo que se ofreciera en el Bosque de Tantrevalles debía costar un precio exorbitante. La voz se convirtió en murmullo y dejó de oírse.
Pronto llegó al Gran Camino del Norte, una avenida apenas mas ancha que la primera, y se dirigió rápidamente hacia el norte.
Se detuvo a beber agua junto a una estribación de rocas grises y bajos arbustos cargados con rojas y oscuras bayas de donde las hadas extraían su vino, a la sombra de torcidos y negros cipreses que crecían en grietas y resquicios. Shimrod se agachó para recoger las bayas, pero al ver el aleteo de atuendos transparentes lo pensó mejor y volvió al camino. Le arrojaron un puñado de bayas pero Shimrod pasó por alto la impertinencia, así como las risas burlonas que siguieron.
El sol estaba bajo y Shimrod entró en una región de pequeñas rocas y riscos, donde crecían árboles nudosos y deformes, el sol tenía el color de la sangre diluida y las sombras eran borrones azules. Nada se movía, ningún viento agitaba las hojas; no obstante, ese extraño territorio era sin duda peligroso y le convenía dejarlo atrás antes del anochecer; Shimrod corrió hacia el norte a gran velocidad.
El sol se hundió en el horizonte; colores tristes cubrieron el cielo. Shimrod trepó a la cima de un monte pedregoso. Dejó en el suelo una caja pequeña que se expandió hasta parecer una cabaña. Entró, cerró y atrancó la puerta, comió de la despensa y durante media hora observó las procesiones de lucecitas rojas y azules que titilaban en el suelo del bosque. Luego volvió a su diván.
Una hora después, dedos o garras que arañaban cautelosamente la pared, luego la puerta y al fin la ventana, lo despertaron. La cabaña tembló cuando la criatura trepó al techo.
Shimrod encendió la lámpara, desenvainó la espada y esperó. Transcurrió un instante, un largo brazo del color de la masilla bajó por la chimenea. Dedos viscosos como patas de rana entraron en el cuarto. Shimrod atacó con la espada, cortando la mano a la altura de la muñeca. El muñón manó sangre verde y oscura; un alarido llegó desde el techo. La criatura cayó al suelo y nuevamente se hizo el silencio.
Shimrod examinó el miembro cortado. Había anillos en los cuatro dedos; el pulgar tenía un grueso anillo de plata con un cabujón turquesa. Una inscripción que Shimrod no entendía rodeaba la piedra. ¿Magia? Si lo era, no había logrado proteger la mano.
Arrancó los anillos, los lavó, se los guardó en el morral y volvió a dormir.
Por la mañana Shimrod encogió la cabaña y reanudó la marcha por el camino, que se interrumpía a orillas del río Tway. Cruzó de un brinco. El camino continuaba junto al río, que por momentos se ensanchaba en plácidas lagunas que reflejaban sauces llorones y juncos. Luego el río giraba hacia el sur y el sendero hacia el norte.
A media tarde llegó al poste de hierro que indicaba la intersección conocida como Rincón de Twitten. El letrero de El Sol Risueño y La Luna Plañidera colgaba en la entrada de una posada larga y baja, construida de madera labrada. Debajo del letrero, una pesada puerta con pasantes de hierro daba paso al comedor.
Al entrar, Shimrod vio mesas y bancos a la izquierda, un mostrador a la derecha. Allí trabajaba un joven alto de cara angosta con pelo blanco y ojos plateados. Shimrod sospechó que tenía sangre de semihumano en las venas. Se acercó al mostrador y el joven le atendió.
—Deseo alojamiento, si hay lugar disponible.
—Creo que está lleno, señor, a causa de la feria, pero será mejor que pregunte a Hockshank, el posadero. Yo soy el camarero y carezco de autoridad.
—Ten la bondad de llamar a Hockshank.
—¿Quién pronuncia mi nombre? —dijo una voz.
Un individuo de hombros gruesos, piernas cortas y sin cuello salió de la cocina. Un pelo espeso que parecía paja le cubría la cabezota redonda; los ojos dorados y las orejas puntiagudas también indicaban sangre de semihumano.
—Yo mencioné tu nombre, señor —repuso Shimrod—. Deseo alojamiento, pero entiendo que tal vez ya esté todo ocupado.
—Así es. Habitualmente puedo brindar toda clase de alojamiento a diversos precios, pero ahora las opciones son limitadas. ¿Qué tienes en mente?
—Desearía un cuarto limpio y aireado, sin insectos, una cama confortable, buena comida y precios entre bajos y moderados.
Hockshank se frotó la barbilla.
—Esta mañana una nátride de cuernos de bronce picó a uno de mis huéspedes. Éste se inquietó y echó a correr por el Camino Oeste sin arreglar cuentas. Puedo ofrecerte su habitación, con buena comida, a un precio moderado. O tal vez prefieras compartir un sitio con la nátride por una suma menor.
—Prefiero la habitación —dijo Shimrod.
—Eso elegiría yo —dijo Hockshank—. Por aquí, entonces. —Condujo a Shimrod hasta su cuarto que éste encontró apropiado para sus necesidades.
—Hablas con buena voz y tienes porte de caballero —dijo Hockshank—. Aun así, detecto en ti el olor de la magia.
—Tal vez emane de estos anillos.
—¡Interesante! —dijo Hockshank—. Te canjearé los anillos por un fogoso unicornio negro. Algunos dicen que sólo una virgen puede montar esa criatura, pero no lo creas. ¿Qué le importa la castidad a un unicornio? Aunque tuviera esa delicadeza, ¿cómo lo comprobaría? ¿Acaso las doncellas estarían dispuestas a presentar las pruebas? Creo que no. Podemos desechar la idea como una fábula cautivadora, pero nada más.
—En todo caso, no necesito un unicornio. —Hockshank, defraudado, se marchó.
Shimrod regresó al comedor poco después, y allí cenó a sus anchas. Otros visitantes de la Feria de los Duendes formaban grupos, comentando sus mercancías y negociando trueques. Reinaba poca alegría. No se bebía cerveza en abundancia ni se hacían bromas. Por el contrario, los visitantes se acomodaban sobre las mesas, murmurando, susurrando y mirando a los lados con suspicacia. Algunos echaban la cabeza hacia atrás, ofendidos, clavando los ojos en el cielo raso, o agitaban el puño, contenían el aliento o soltaban exclamaciones ante precios que consideraban excesivos. Comerciaban amuletos, talismanes, curiosidades y rarezas de valor real o supuesto. Dos usaban las túnicas rayadas azules y blancas de Mauretania, otros la tosca túnica de Irlanda. Algunos hablaban con el monótono acento de Armórica y un hombre rubio de ojos azules y rasgos angulosos podía haber sido un lombardo o un godo oriental. Otros exhibían indicios de sangre de semihumano: orejas puntiagudas, ojos de raro color, dedos adicionales. Había pocas mujeres, y ninguna se parecía a la doncella que Shimrod había ido a conocer.
Shimrod terminó de cenar y fue a su cuarto, donde durmió sin turbaciones toda la noche.
Por la mañana desayunó damascos, pan y tocino, y luego se dirigió sin prisa al claro que había detrás de la posada, que ya estaba rodeado de un círculo de puestos.
Durante una hora Shimrod paseó por todas partes, luego se sentó en un banco entre una jaula de bellos y jóvenes duendes de alas verdes y un vendedor de afrodisíacos.
El día transcurrió sin acontecimientos notables; Shimrod regresó a la posada.
El día siguiente también transcurrió en vano, aunque la feria había alcanzado el punto álgido de actividad. Shimrod aguardó sin impaciencia; por la misma naturaleza de estos asuntos, la doncella demoraría su aparición hasta que la inquietud de Shimrod le hubiera erosionado la prudencia, si aparecía siquiera.
El tercer día por la tarde, la doncella entró en el claro. Llevaba un manto acampanado y negro sobre un vestido tostado. La cogulla, echada hacia atrás, permitía ver la guirnalda de violetas blancas y rojas que le ceñía el pelo. Miró alrededor con actitud soñadora, como preguntándose por qué había ido. Clavó los ojos en Shimrod, miró hacia otra parte y volvió a mirarlo.
Shimrod se puso de pie y se le acercó.
—Doncella de mi sueño, aquí estoy —dijo con voz galante.
Ella lo miró sonriendo, por encima del hombro. Se volvió despacio hacia él. Shimrod creyó notarla más segura de sí misma, más una criatura de carne y hueso que la doncella de abstracta belleza que había recorrido sus sueños.
—También yo, tal como lo prometí —dijo ella.
La espera había puesto a prueba la paciencia de Shimrod.
—No viniste deprisa —observó.
—Sabía que esperarías —dijo la doncella con aire divertido.
—Si sólo viniste para reírte de mí, no me complace.
—De un modo u otro, aquí estoy.
Shimrod la estudió con frialdad, algo que pareció irritarla.
—¿Por qué me miras así? —preguntó la doncella.
—Me pregunto qué quieres de mí. —Ella volvió la cabeza con tristeza.
—Eres cauteloso. No confías en mí.
—Si confiara en ti, me creerías tonto.
—Pero un tonto galante y temerario.
—Soy galante y temerario por sólo haber venido.
—En el sueño no eras tan desconfiado.
—¿Entonces tú también soñabas cuando caminabas por la playa?
—¿Cómo podría entrar en tus sueños a menos que tú estuvieras en los míos? Pero no debes hacer tales preguntas. Tú eres Shimrod, yo soy Melancthe. Estamos juntos y eso define nuestro mundo.
Shimrod le cogió las manos y se le acercó; el aroma de las violetas impregnaba el aire.
—Cada vez que hablas presentas una nueva paradoja. ¿Por qué me has llamado Shimrod? En mis sueños no revelé ningún nombre.
Melancthe rió.
—¡Se razonable, Shimrod! ¿Crees posible que entrara en el sueño de alguien de quien ni siquiera sé el nombre? Eso violaría los preceptos de la cortesía y el decoro.
—Es un punto de vista nuevo e interesante —dijo Shimrod—. Me sorprende que tuvieras ese atrevimiento. Debes saber que en los sueños, a menudo, no se respeta el decoro.
Melancthe ladeó la cabeza, hizo una mueca y sacudió los hombros como una niña tonta.
—Intento evitar los sueños indecorosos.
Shimrod la condujo a un banco un poco apartado del bullicio de la feria. Los dos se sentaron, casi tocándose las rodillas.
—¡Deseo saber toda la verdad!
—¿A qué te refieres, Shimrod?
—Si no puedo hacer preguntas o, mejor dicho, si me niegas las respuestas, ¿cómo puedo no sentir inquietud y recelo en tu compañía?
Ella se inclinó hacia él y él reparó nuevamente en el olor de las violetas.
—Viniste aquí por propia voluntad, para conocer a alguien que sólo conocías en tus sueños. ¿No fue un acto de compromiso?
—En cierto sentido, sí. Me sedujiste con tu belleza. Sucumbí gratamente. Entonces, tal como ahora, ansiaba poseer belleza tan fabulosa y tal inteligencia. Al venir aquí asumo un compromiso implícito, en el reino del amor. Al encontrarme aquí, también hiciste el mismo juramento implícito.
—Yo no hablé de juramentos ni promesas.
—Tampoco yo. Ahora debemos hacerlos, para que todas las cosas se puedan sopesar con justeza.
Melancthe rió incómodamente y se movió en el banco.
—Tales palabras no acudirán a mis labios. No puedo decirlas. Estoy comprometida, en cierto modo.
—¿Por tu virtud?
—Sí, si así quieres decirlo. —Shimrod le cogió las manos.
—Si hemos de ser amantes, la virtud debe quedar a un lado.
—No es sólo la virtud. Es el miedo.
—¿De qué?
—Me resulta demasiado extraño hablar de ello.
—No se debe temer el amor. Hemos de desprenderte de ese miedo.
—Me estás acariciando las manos —dijo Melancthe en voz baja.
—Sí.
—Eres el primero que lo hace.
Shimrod le miró la cara. La boca, roja como una rosa contra el color oliva de la cara, era fascinante en su flexibilidad. Se inclinó para besarla, temiendo que ella volviera la cabeza para evitarlo. Le pareció que la boca de Melancthe temblaba al tocar la suya. Ella se apartó.
—¡Esto no significa nada!
—¡Sólo significa que, como amantes, nos besamos!
—En realidad, no ha ocurrido nada. —Shimrod, perplejo, sacudió la cabeza.
—¿Quién seduce a quién? Si ambos buscamos lo mismo, no se necesitan tantos rodeos.
Melancthe buscó a tientas una respuesta. Shimrod la abrazó de nuevo para volver a besarla, pero ella se zafó y dijo:
—Antes debes servirme.
—¿Cómo?
—Es bastante simple. En el bosque cercano una puerta da al trasmundo de Irerly. Uno de nosotros ha de atravesar la puerta y traer trece gemas de diversos colores, mientras el otro custodia el acceso.
—Parece peligroso. Al menos para quien nunca haya entrado en Irerly.
—Por eso acudí a ti. —Melancthe se puso de pie—. Ven, te lo enseñaré.
—¿Ahora?
—¿Por qué no? La puerta está en el bosque.
—De acuerdo, guíame.
Melancthe, titubeando, miró a Shimrod de reojo. Él actuaba sin remilgos. Ella había esperado súplicas, protestas, declaraciones e intentos de obligarla a compromisos que hasta ahora creía haber evadido.
—Ven.
Lo llevó lejos del prado por una borrosa senda hasta llegar al bosque. La senda iba de aquí para allá entre sombras moteadas de luz, troncos cubiertos de hongo arcaico, junto a matas de celidonias, anémonas, napelos y campanillas. Los sonidos se apagaron a sus espaldas y quedaron solos.
Llegaron a un pequeño claro a la sombra de altos abedules, alisos y robles. Una negra estribación de roca sobresalía entre las matas de amarilis blanco, para transformarse en un peñasco bajo con una sola cara abrupta. En esta ladera de roca negra habían puesto una puerta con listones de hierro.
Shimrod miró a su alrededor. Escuchó. Escudriñó el cielo y los árboles. No se veía ni se oía nada.
Melancthe fue hasta la puerta. Tiró de una pesada tranca de hierro, la entreabrió y apareció una pared de roca.
Shimrod la observó desde lejos, con cortés aunque distante interés.
Melancthe lo miró por el rabillo del ojo. El desinterés de Shimrod era llamativo. Ella extrajo del manto un curioso objeto hexagonal con el cual tocó el centro de la piedra, a la cual se adhirió. Al cabo de un instante la piedra se disolvió convirtiéndose en una bruma luminosa. Ella retrocedió y se volvió hacia Shimrod.
—Ésta es la grieta que conduce a Irerly.
—Una bonita grieta. Hay preguntas que debo hacer para custodiar con eficacia. Primero, ¿por cuánto tiempo te irás? No quisiera estar tiritando aquí toda la noche.
Melancthe se acercó a Shimrod y le puso las manos en los hombros. El dulce olor de las violetas invadió el aire.
—Shimrod, ¿me amas?
—Estoy fascinado y obsesionado. —Shimrod le ciñó la cintura con los brazos y la atrajo hacia sí—. Hoy es demasiado tarde para ir a Irerly. Ven, regresaremos a la posada. Esta noche compartirás mi cuarto, y muchas otras cosas.
Melancthe dijo suavemente:
—¿De veras deseas saber cuánto podría amarte?
—Eso es precisamente lo que tengo en mente. ¡Ven! Irerly puede esperar.
—Shimrod, haz esto por mí. Entra en Irerly y tráeme trece joyas consteladas, cada cual de distinto color, y yo vigilaré la entrada.
—¿Y luego?
—Ya lo verás.
Shimrod intentó acostarla en la hierba.
—Ahora.
—¡No, Shimrod! ¡Después!
Los dos se miraron de hito en hito. Shimrod no se atrevió a presionarla más: ya le había arrancado una promesa.
Cerró los dedos sobre un amuleto y dijo entre dientes las sílabas de un hechizo que tenía en la mente, y el tiempo se separó en siete ramales. Uno de los siete se alargó y se dobló en ángulos rectos para crear un hiato temporal; Shimrod avanzó a lo largo de este ramal mientras Melancthe, el claro del bosque y todo lo de alrededor permanecía estático.