Habían puesto la cama de Suldrun en la capilla que daba al jardín, y una doncella alta y huraña llamada Bagnold le llevaba comida todos los días, exactamente al mediodía. Bagnold era medio sorda y bien podía haber sido muda, pues no hablaba demasiado. Se le requería que verificara la presencia de Suldrun, y si Suldrun no estaba en la capilla, Bagnold recorría furiosamente el jardín hasta encontrarla. Esto ocurría casi todos los días, pues Suldrun no prestaba atención a la hora. Al cabo de un tiempo Bagnold se cansó del esfuerzo; dejaba el cesto lleno en la escalinata de la capilla, recogía el cesto del día anterior y se marchaba: era lo más cómodo para ambas.
Cuando Bagnold se iba, atrancaba la puerta con una gruesa viga de roble. Suldrun podía escalar los riscos de ambos lados del jardín, y se prometía que un día lo haría y se iría del jardín para siempre.
Así pasó la primavera y el verano, y el jardín estaba más bello que nunca, aunque siempre acosado por la quietud y la melancolía. Suldrun conocía el jardín a todas las horas. En el alba gris brillaba el rocío y los trinos de los pájaros eran claros y penetrantes como ecos del principio del tiempo. En plena noche, cuando la luna llena cabalgaba sobre las nubes, ella se sentaba bajo el tilo mirando el mar mientras el oleaje rugía contra la playa ripiosa.
Una noche apareció el hermano Umphred, la cara redonda radiante de candor. Traía un cesto, y lo dejó en la escalinata de la capilla. Observó atentamente a Suldrun.
—¡Maravilloso! ¡Estás tan bella como siempre! Tu pelo brilla, tu piel reluce. ¿Cómo te mantienes tan limpia?
—¿No lo sabes? —preguntó Suldrun—. Me baño en esa tina.
El hermano Umphred alzó las manos parodiando un gesto de horror.
—¡Es la pila de agua, bendita! ¡Has cometido sacrilegio! —Suldrun se encogió de hombros y se alejó.
El hermano Umphred vació el cesto con gestos felices.
—Traigamos alegría a tu vida. Aquí hay un vino oscuro. ¡Beberemos!
—No. Vete, por favor.
—¿No estás aburrida e insatisfecha?
—En absoluto. Toma tu vino y márchate.
El hermano Umphred se marchó en silencio.
Con la llegada del otoño las hojas cambiaban de color y el sol se ponía temprano. Hubo una sucesión de tristes y gloriosas puestas de sol, luego llegaron las lluvias y el frío del invierno. Suldrun apiló piedras para construir un hogar contra una de las ventanas. Tapó la otra con ramas y con hierba. Las corrientes que rodeaban el cabo arrojaban leños en la playa, y Suldrun los llevaba a la capilla para secarlos y luego los quemaba en el hogar.
Las lluvias amainaron; la luz del sol brilló en el aire vibrante y frío, y llegó la primavera. Brotaron narcisos en los canteros, y los árboles dieron nuevas hojas. En el cielo aparecieron las estrellas de primavera. Capella, Arcturus, Denebola. En las mañanas soleadas, los cúmulos de nubes se erguían sobre el mar, y la sangre de Suldrun parecía acelerarse. Sentía una extraña inquietud que nunca antes la había perturbado.
Los días se alargaron, y las percepciones de Suldrun se agudizaron, y cada día comenzó a tener su propia cualidad, como si fuera uno en un número limitado. Una tensión, una inminencia, comenzó a cobrar forma, y a menudo Suldrun permanecía despierta toda la noche para saber todo lo que ocurría en su jardín.
El hermano Umphred la visitó de nuevo. Encontró a Suldrun sentada en la escalinata de piedra de la capilla, tomando el sol. El hermano Umphred la miró con curiosidad. El sol le había bronceado los brazos, las piernas y la cara, y le había aclarado mechones de pelo. Parecía la viva imagen de la salud; en verdad, pensó el hermano Umphred, parecía casi feliz.
Eso despertó sus sospechas: se preguntó si ella habría encontrado un amante.
—Querida Suldrun, mi corazón sangra cuando pienso en tu soledad y tu aislamiento. Dime cómo estás.
—Bien —dijo Suldrun—. Me gusta la soledad. Por favor, no te quedes aquí por mi culpa.
El hermano Umphred rió alegremente. Se sentó junto a ella.
—Ah, querida Suldrun… —Le tomó la mano, y Suldrun miró los dedos blancos y regordetes. Eran húmedos y la molestaban. Apartó la mano y los dedos la soltaron con desgana—. No sólo te traigo solaz cristiano, sino también un consuelo humano. Debes reconocer que aunque soy sacerdote también soy hombre, y sensible a tu belleza. ¿Aceptarás esta amistad? —La voz de Umphred se volvió suave y servil—. ¿Aunque mi emoción sea más cálida y entrañable que la mera amistad? Suldrun se echó a reír. Se puso de pie y señaló la puerta.
—Tienes permiso para irte. Espero que no regreses.
Le dio la espalda y caminó hacia el jardín. El hermano Umphred masculló una maldición y se marchó.
Suldrun se sentó junto al tilo y miró hacia el mar.
—Me pregunto —se dijo— qué será de mí. Soy bella, o eso dicen todos, pero eso sólo me ha causado problemas. ¿Por qué me castigan como si hubiera actuado mal? Tengo que reaccionar de algún modo. Debo producir un cambio.
Después de cenar se dirigió a la villa abandonada, desde donde le agradaba observar las estrellas en las noches despejadas. Esa noche brillaban mucho y parecían hablarle, como maravillosas criaturas desbordantes de secretos. Se puso de pie y escuchó. Un presagio colgaba en el aire, pero no atinaba a descifrarlo.
La brisa nocturna refrescó. Suldrun regresó a la capilla, donde aún ardían brasas en el hogar. Las sopló para avivarlas, puso madera seca y el cuarto se entibió.
A la mañana siguiente despertó temprano y salió al alba. El rocío perlaba el follaje y la hierba; el silencio tenía una cualidad primitiva. Suldrun bajó por el jardín, lenta como una sonámbula, hasta la playa. El oleaje se estrellaba contra los guijarros. El sol se elevó coloreando las nubes del horizonte. En la curva sur de la playa, donde las corrientes traían leños, vio un cuerpo humano que la marea había arrastrado hasta allí; Suldrun se detuvo, y luego se acercó paso a paso. Lo miró con un espanto que pronto se convirtió en piedad. ¡Qué tragedia que una muerte tan fría hubiera arrebatado a alguien tan joven, tan frágil, tan apuesto! Una ola movió las piernas del hombre. Los dedos se estiraron espasmódicamente y se clavaron en los guijarros. Suldrun se arrodilló, arrastró el cuerpo lejos del agua, luego acarició los rizos mojados. Tenía las manos ensangrentadas y la cabeza magullada.
—No te mueras —susurró Suldrun—. Por favor, no te mueras.
Los párpados temblaron; los ojos vidriosos y empañados la miraron un instante antes de cerrarse.
Suldrun arrastró el cuerpo hasta la arena seca. Cuando tiró del hombro derecho él soltó un gemido. Suldrun corrió hasta la capilla para coger carbón y madera seca, y encendió una fogata. Enjugó la cara fría con un paño.
—No te mueras —repitió una y otra vez.
La piel del joven empezó a entibiarse. La luz del sol brilló sobre los riscos e iluminó la playa. Aillas abrió los ojos una vez más y se preguntó si había muerto y ahora estaba en los jardines del paraíso con el más bello de todos los rubios ángeles.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Suldrun.
—Me duele el hombro. —Aillas movió el brazo. El aguijonazo de dolor le confirmó que aún vivía—. ¿Dónde estoy?
—En un viejo jardín cerca de la ciudad de Lyonesse. Yo soy Suldrun. —Ella le tocó el hombro—. ¿Crees que está roto?
—No lo sé.
—¿Puedes caminar? Puedo ayudarte a subir.
Aillas intentó levantarse, pero se cayó. Lo intento de nuevo, con el brazo de Suldrun alrededor de la cintura, y trastabilló.
—Vamos, trataré de sostenerte.
Paso a paso subieron por el jardín. Se detuvieron a descansar en las ruinas.
—Debo decirte que soy troicino —jadeó Aillas—. Me caí de un barco. Si me capturan me encarcelarán… con suerte.
—Ya estás en la cárcel —rió Suldrun—. En la mía. No me permiten salir. No te preocupes. Te ocultaré.
Lo ayudó a levantarse; al fin llegaron a la capilla.
Suldrun se las ingenió para inmovilizar el hombro de Aillas con vendajes y ramas y lo obligó a tenderse en su catre. Aillas aceptó sus cuidados y se quedó observándola: ¿qué delito habría cometido esta bella muchacha para estar prisionera? Suldrun lo alimentó con miel y vino, luego con gachas. Aillas se relajó y se durmió.
Por la noche, el cuerpo de Aillas ardía de fiebre. Suldrun no conocía otro remedio que paños húmedos en la frente. A medianoche la fiebre bajó, y Aillas se durmió. Suldrun se acomodó en el suelo junto al fuego.
Por la mañana Aillas despertó, sospechando que todo era irreal, que se trataba de un sueño. Poco a poco recordó el Smaadra. ¿Quién lo había arrojado al mar? ¿Trewan? ¿Por repentina locura? ¿Por qué otra razón? Desde que había visitado la nave troicina en Ys se había portado extrañamente. ¿Qué habría sucedido a bordo de esa nave? ¿Qué había trastornado a Trewan?
El tercer día Aillas decidió que no tenía huesos rotos y Suldrun le aflojo los vendajes. Cuando el sol se elevó en el cielo, los dos bajaron al jardín y se sentaron entre las columnas rotas de la antigua villa romana. En la dorada tarde se contaron sus vidas.
—Este no es nuestro primer encuentro —dijo Aillas—. ¿Recuerdas a los visitantes de Troicmet, hace diez años? Yo sí te recuerdo.
Suldrun reflexionó.
—Siempre hubo muchas delegaciones. Creo recordar a alguien como tú. Pero fue hace tanto tiempo que no estoy segura.
Aillas le tomó la mano, la primera vez que la tocaba con afecto.
—En cuanto me recobre, escaparemos. Será simple escalar aquellas rocas; luego treparemos la colina y nos iremos.
—Si nos capturan —susurró Suldrun con un gesto de temor—, el rey no tendrá piedad.
—No nos capturarán —murmuró Aillas—. Especialmente si lo planeamos bien y somos prudentes. —Irguió el cuerpo y habló con energía—. ¡Quedaremos libres y huiremos por la campiña! Viajaremos de noche y nos ocultaremos de día. Nos mezclaremos con los vagabundos. ¿Quién nos reconocerá?
El optimismo de Aillas empezó a contagiar a Suldrun. La perspectiva de libertad la entusiasmó.
—¿De verás crees que escaparemos?
—¡Claro que sí! ¿Cómo podría ser de otro modo?
Suldrun miró pensativamente el jardín y el mar.
—No sé. Nunca he esperado ser feliz. Soy feliz ahora… aunque estoy asustada. —Rió nerviosamente—. Una se siente rara.
—No temas —dijo Aillas. La cercanía de ella lo abrumaba; le rodeó la cintura con el brazo. Suldrun se levantó de un brinco.
—¡Tengo la sensación de que mil ojos nos observan!
—Insectos, pájaros, un par de lagartos. —Aillas escrutó los riscos—. No veo a nadie más.
Suldrun observó el jardín.
—Yo tampoco. No obstante… —Se sentó a prudente distancia y lo miró de soslayo—. Tu salud parece mejorar.
—Sí, me siento muy bien, y no soporto mirarte sin tocarte —se le acercó, y ella se escabulló riendo.
—¡Aillas, no! Espera a que tu brazo esté mejor.
—Tendré cuidado con mi brazo.
—Alguien podría venir.
—¿Quién podría atreverse?
—Bagnold. El sacerdote Umphred. Mi padre el rey.
—El destino no podría ser tan cruel —gruñó Aillas.
—Al destino no le importa —murmuró Suldrun.
La noche llegó al jardín. Sentados ante el fuego, los dos cenaron pan, cebollas y unas almejas que Suldrun había recogido entre las rocas. Una vez más hablaron de la fuga.
—Tal vez me sienta extraña lejos de este jardín —comentó Suldrun—. Cada árbol, cada piedra, me resultan conocidos… Pero desde que llegaste todo ha cambiado. El jardín se me escapa. —Mirando el fuego, tiritó.
—¿Qué te pasa? —preguntó Aillas.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—No lo sé.
—Podríamos partir esta noche, si no fuera por mi brazo. En unos días volveré a estar bien. Entretanto debemos hacer planes. ¿Qué pasa con la mujer que te trae la comida?
—Al mediodía trae un cesto y se lleva el cesto vacío del día anterior. Nunca hablo con ella.
—¿Se la puede sobornar?
—¿Para qué?
—Para que traiga la comida como de costumbre, la tire y se lleve el cesto vacío al día siguiente. Con una semana de ventaja, podríamos alejarnos mucho sin temer que nos capturen.
—Bagnold no se atrevería, aunque estuviera dispuesta, cosa que no creo. Y no tenemos con qué sobornarla.
—¿No tienes joyas ni oro?
—Tengo oro y gemas en mi gabinete del palacio.
—Es decir, que son inaccesibles. —Suldrun reflexionó.
—No necesariamente. Nadie va a la Torre Este después de la puesta de sol. Yo podría subir a mis aposentos y nadie lo notaría. Podría entrar y salir en un santiamén.
—¿De veras es tan simple?
—¡Sí! Hice ese camino cientos de veces, y rara vez me encontré con nadie.
—No podemos sobornar a Bagnold, así que tendremos sólo un día libre, desde un medio día hasta otro, más el tiempo que necesite tu padre para organizar una búsqueda.
—No más de una hora. El actúa con rapidez y decisión.
—Entonces necesitamos ropa de campesinos, que no es tan fácil de conseguir como parece. ¿No hay nadie en quien puedas confiar?
—Sólo una persona, la nodriza que me cuidó cuando era pequeña.
—¿Y dónde está?
—Se llama Ehirme. Vive en una granja al sur, junto a la carretera. Nos daría ropas o cualquier otra cosa sin vacilar, si supiera que lo necesito.
—Con un disfraz, un día de ventaja y oro para un pasaje a Troicinet, la libertad será nuestra. Y una vez que crucemos el Lir serás simplemente Suldrun de Watershade. Nadie te conocerá como la princesa Suldrun de Lyonesse, salvo yo y quizá mi padre, quien te amará como yo.
—¿De verás me amas? —preguntó Suldrun.
Aillas le tomó las manos y la obligó a levantarse; sus caras estaban a poca distancia. Se besaron.
—Te adoro —dijo Aillas—. No quiero separarme de ti. Jamás.
—Te amo, Aillas. Yo tampoco deseo que nos separemos nunca. —En un arranque de alegría, los dos se miraron a los ojos.
—La traición y la tribulación me trajeron aquí —dijo Aillas—, pero doy gracias por ello.
—Yo también he sufrido —dijo Suldrun—. ¡Pero si no me hubieran echado del palacio, no podría haber rescatado tu cadáver del mar!
—Pues bien. Nuestro agradecimiento para el asesino Trewan y el cruel Casmir. —Acercó la cara a la de Suldrun. Se besaron una y otra vez; luego, recostándose, se abrazaron, y pronto les arrebató la pasión.
Las semanas pasaron, rápidas y extrañas: un periodo de júbilo, al que la sensación de aventura teñía de vividez. El dolor del hombro de Aillas se aplacó, y una tarde escaló el risco del este del jardín y cruzó el declive rocoso del lado del Urquial que daba a la costa, despacio y con cuidado, pues sus botas estaban en el fondo del mar y él iba descalzo. Más allá del Urquial se internó en un bosquecillo de robles achaparrados, saúcos y fresnos, y así alcanzó la carretera.
A esa hora del día había poca gente afuera. Aillas se encontró a un pastor y su rebaño y a un niño con su cabra, y ninguno de ellos le prestó demasiada atención.
Kilómetro y medio más tarde, tornó una senda que serpenteaba entre setos vivos, y pronto llegó a la granja donde vivía Ehirme con su esposo y sus hijos.
Aillas se detuvo a la sombra del seto. A su izquierda, en el extremo de un prado, Chastam, el mando, y sus dos hijos mayores cortaban heno. La casa estaba detrás de un huerto donde crecían puerros, zanahorias, nabos y repollos en pulcras hileras. Salía humo de la chimenea.
Aillas evaluó la situación. Si iba a la puerta y lo atendía alguien que no fuera Ehirme, le podrían hacer preguntas embarazosas para las cuales no tenía respuesta.
El problema quedó resuelto cuando una robusta mujer de cara redonda salió por la puerta con un balde. Se dirigió hacia la pocilga.
—¡Ehirme! —llamó Aillas.
La mujer se detuvo para examinar a Aillas con duda y curiosidad, luego se le acercó despacio.
—¿Qué quieres?
—¿Tú eres Ehirme?
—Sí.
—¿Prestarías un servicio, en secreto, a la princesa Suldrun? —Ehirme soltó el balde.
—Explícate, y diré si me es posible prestar ese servicio.
—¿Y en todo caso guardarás el secreto?
—Pues sí. ¿Quién eres?
—Soy Aillas, un caballero de Troicinet. Caí de un barco y la princesa Suldrun evitó que me ahogara. Estamos decididos a escapar del jardín y a viajar a Troicinet. Necesitamos ropa vieja, sombreros y zapatos para disfrazarnos, y Suldrun no tiene más amigos que tú. No podemos pagarte ahora, pero si nos ayudas recibirás una buena recompensa cuando yo regrese a Troicinet.
Ehirme reflexionó, y las arrugas le temblaron en la cara curtida.
—Haré todo lo posible —dijo—. He sufrido mucho tiempo por las crueldades cometidas contra la pobre Suldrun, que nunca dañó siquiera a un insecto. ¿Sólo necesitáis ropa?
—Nada más, y te lo agradecemos profundamente.
—En cuanto a la mujer que lleva comida a Suldrun… la conozco bien; es Bagnold, una criatura maligna y rencorosa. En cuanto vea que nadie toca la comida irá con el cuento al rey Casmir y se iniciará la búsqueda.
Aillas se encogió de hombros con resignación.
—No tenemos alternativa; nos ocultaremos bien durante el día.
—¿Tenéis armas cortantes? Hay criaturas malignas por la noche. A menudo las veo brincando por el prado, y volando entre las nubes.
—Encontraré un buen garrote. Con eso bastará. Ehirme resopló sin convicción.
—Iré al mercado todos los días. En mi camino de regreso abriré la poterna y vaciaré el cesto, para engañar a Bagnold. Lo puedo hacer durante una semana, y para entonces las huellas se habrán borrado.
—Eso significa un gran riesgo para ti. Si Casmir descubre lo que has hecho, no tendrá piedad.
—La poterna está oculta detrás de las ramas. ¿Quién puede verme? Tendré cuidado.
Aillas hizo nuevas objeciones a las que Ehirme no prestó atención. Ella miró hacia el prado y el bosque.
—En el bosque que hay más allá de la aldea de Glymwode viven mis ancianos padres. Él es leñador, y su cabaña está aislada. Cuando nos sobra mantequilla y queso, mando a mi hijo Collen con el asno para que se los dé. Mañana por la mañana, de camino al mercado os llevaré camisas, sombreros y zapatos. Por la noche, una hora después de la puesta del sol, nos encontraremos, en este sitio, y dormiréis en el heno. Al amanecer Collen estará preparado, y viajaréis a Glymwode. Nadie se enterará de vuestra fuga, y podréis viajar de día. ¿Quién pensará en la princesa Suldrun al ver tres campesinos con un asno? Mis padres os darán refugio hasta que haya pasado el peligro, y luego viajaréis a Troicinet, tal vez a través de Dahaut, un camino más largo pero más seguro.
—No sé como agradecértelo —dijo humildemente Aillas—. Al menos, no hasta que llegue a Troicinet. Allí podré demostrarte mi gratitud.
—¡No hay necesidad de gratitud! Si logro que la pobre Suldrun escape del tiránico Casmir, tendré suficiente recompensa. Mañana por la noche, pues, una hora después de la puesta de sol os veré aquí.
Aillas regresó al jardín y le comentó a Suldrun los planes de Ehirme.
—Así que no tendremos que andar de noche como ladrones sigilosos —asomaron lágrimas en los ojos de Suldrun.
—¡Mi querida y fiel Ehirme! ¡Nunca supe apreciar del todo su bondad!
—Desde Troicinet recompensaremos su lealtad.
—Pero aún necesitamos oro. Debo visitar mis aposentos de Haidion.
—La idea me asusta.
—No es un gran problema. En un abrir y cerrar de ojos puedo entrar y salir del palacio.
Cayó la tarde y el jardín quedó a oscuras.
—Ahora —dijo Suldrun—. Voy a ir a Haidion. Aillas se levantó.
—Debo ir contigo, al menos hasta el palacio.
—Como quieras.
Aillas trepó la pared, quitó la tranca de la poterna, y Suldrun pasó. Por un momento permanecieron pegados a la pared. Varias luces borrosas titilaban en el Peinhador. El Urquial estaba desierto al anochecer. Suldrun miró hacia la arcada.
—Ven.
Las luces de la ciudad de Lyonesse parpadeaban entre las columnas. La noche era cálida; las arcadas olían a piedra y a veces a amoníaco, en los sitios donde alguien había orinado. En el naranjal, la fragancia de las flores y las frutas prevalecía sobre lo demás. Ante ellos se erguía Haidion. El fulgor de las velas y las lámparas destacaba las ventanas.
La puerta de la Torre Este era un semióvalo de sombras profundas.
—Será mejor que esperes aquí.
—¿Y si viene alguien?
—Regresa al naranjal y espera allí. —Suldrun corrió la traba y empujó la gran puerta de hierro y madera, que se abrió con un chirrido. Suldrun miró hacia el Octógono a través de la abertura—. Voy a entrar —le dijo a Aillas. Arriba sonaron voces y pasos. Suldrun hizo entrar a Aillas en el palacio—. Bueno, ven conmigo.
Los dos cruzaron el Octógono, que estaba iluminado por una sola hilera de velas gruesas. A la izquierda una arcada se abría sobre la Galería Larga; unas escaleras conducían a los pisos superiores.
La Galería Larga estaba desierta. Desde la Recepción llegaron voces risueñas y animadas. Suldrun se cogió del brazo de Aillas.
—Ven.
Corrieron escalera arriba y pronto llegaron ante los aposentos de Suldrun. Una maciza cerradura unía un par de aldabas con remaches de piedra y madera.
Aillas examinó la cerradura y la puerta, y en vano intentó abrirla.
—No podemos entrar. La puerta es demasiado fuerte.
Suldrun lo llevó por el pasillo hasta una puerta que no tenía cerradura.
—Una alcoba, para nobles doncellas que podrían visitarme. Abrió la puerta, escuchó. Ningún ruido. El cuarto olía a perfume y ungüentos, con un desagradable tufo a ropa sucia.
—Alguien duerme aquí —susurró Suldrun—, pero ahora está de juerga. Entraron en el cuarto y se acercaron a la ventana. Suldrun abrió los postigos.
—Debes esperar aquí. Salí muchas veces por este lugar cuando quería eludir a Boudetta.
Aillas miró cautelosamente hacia la puerta.
—Espero que nadie entre.
—En tal caso, debes esconderte en el guardarropa, o bajo la cama. No tardaré.
Salió por la ventana, caminó por el ancho borde de piedra hasta su vieja habitación. Empujó los postigos, los abrió y saltó al suelo. El cuarto olía a polvo y a cerrado, tras largos días sin sol ni lluvia. Un rastro de perfume aún brotaba en el aire, un recuerdo melancólico de años pasados y las lágrimas empañaron los ojos de Suldrun.
Fue hasta el baúl donde había guardado sus pertenencias. No habían tocado nada. Encontró el cajón secreto y lo abrió: dentro, le decían los dedos, estaban esas rarezas y adornos, gemas preciosas, oro y plata que habían llegado a sus manos, en general de parientes visitantes; ni Casmir ni Sollace habían prodigado obsequios a su hija.
Suldrun envolvió sus bienes en un chal. Fue hasta la ventana y se despidió del cuarto. Jamás lo volvería a pisar, estaba segura de eso.
Regresó a través de la ventana, corrió los postigos y volvió al lugar donde Aillas se encontraba.
Cruzaron el cuarto a oscuras, abrieron la puerta y salieron al pasillo en penumbra. Esa noche, casualmente, había mucha actividad en el palacio; había multitud de notables en las cercanías, y desde el Octógono llegaba el sonido de voces. No podían marcharse con tanta rapidez como habían planeado. Se miraron, los ojos angustiados y el corazón palpitante.
Aillas soltó una maldición.
—Estamos atrapados.
—¡No! —susurró Suldrun—. Bajaremos por la escalera de atrás. No te preocupes. Escaparemos de un modo u otro. ¡Ven!
Atravesaron el pasillo con sigilo, y así se inició un juego estremecedor que les dio una serie de sustos y sobresaltos con los que no habían contado. Corrieron de aquí para allá por largas y viejas galerías pasando de un cuarto a otro, ocultándose en las sombras, asomándose en las esquinas: desde la Recepción hasta la Cámara de los Espejos, por una escalera de caracol hasta el viejo mirador, por el tejado hasta una sala alta donde jóvenes nobles celebraban sus citas amorosas, luego por una escalera de servicio hasta un largo y negro pasillo que llegaba a una galería de músicos situada frente al Salón de los Honores.
Las velas de los candelabros estaban encendidas y el salón, preparado para una ceremonia que tal vez se celebrara más avanzada la noche, pues ahora estaba desierto.
Bajaron por unas escaleras hasta la Sala Malva, así llamada por el tapizado de seda color malva de las sillas y los divanes; una espléndida sala de color oscuro con paneles de marfil y una alfombra verde esmeralda. Aillas y Suldrun corrieron en silencio hasta la puerta, donde miraron hacia la Galería Larga, en ese momento vacía.
—No está lejos —dijo Suldrun—. Primero iremos hacia el Salón de los Honores, si nadie aparece nos dirigiremos al Octógono y saldremos por la puerta.
Con un último vistazo a izquierda y derecha, los dos corrieron hacia la arcada que daba al Salón de los Honores. Suldrun miro hacia atrás y aferró el brazo de Aillas.
—Alguien salió de la biblioteca. Deprisa, adentro.
Entraron en el Salón de los Honores. Se quedaron frente a frente, conteniendo el aliento.
—¿Quién era? —susurró Aillas.
—Creo que era el sacerdote, Umphred.
—Quizá no nos vio.
—Quizá no… Si nos vio seguramente investigará. Vamos a la puerta trasera.
—¡No veo ninguna puerta trasera!
—Detrás de la cortina. ¡Rápido ya está aquí!
Atravesaron el salón y se agacharon detrás de la colgadura. Observando por la abertura, Aillas vio que la puerta se abría despacio. La figura corpulenta del hermano Umphred se recortó contra las luces de la Galería Larga.
Por un instante el hermano Umphred se quedó quieto, moviendo la cabeza. Pareció soltar un cloqueo de asombro y avanzó por el salón mirando a derecha e izquierda.
Suldrun fue hasta la pared trasera. Encontró la vara de hierro y la introdujo en los orificios.
—¿Qué estas haciendo? —preguntó asombrado Aillas.
—Es posible que Umphred conozca este cuarto trasero. Pero no este otro.
La puerta se abrió, irradiando una luz verde púrpura.
—Si se acerca más —dijo Suldrun—, nos ocultaremos aquí.
—No, se va —dijo Aillas, de pie junto a la cortina—. ¿Suldrun?
—Estoy aquí. Este es el lugar donde el rey, mi padre, oculta su magia. Ven a mirar.
Aillas se acercó a la puerta y miró temerosamente a izquierda y derecha.
—No te alarmes —dijo Suldrun—. He estado aquí antes. El pequeño trasgo es un skak; está encerrado en un frasco. Estoy seguro de que preferiría la libertad, pero temo su ira. El espejo es Persihan; habla con madurez. El cuerno de vaca da leche fresca o hidromiel, según quien lo sostenga.
Aillas entró despacio. El ska les miró fastidiado. Motas de luz multicolor encerradas en tubos se pusieron a temblar. Una máscara de gárgola que colgaba en las sombras les sonrió burlonamente.
—¡Vamos! —exclamó Aillas alarmado—. ¡Antes de que estas cosas malignas nos hagan daño!
—Nada me dañó nunca —dijo Suldrun—. El espejo sabe mi nombre y me habla.
—¡Las voces malignas son peligrosas! ¡Vamos! ¡Debemos abandonar el palacio!
—Un momento, Aillas. El espejo ha hablado con amabilidad. Tal vez lo haga de nuevo. ¿Persilian?
—¿Quién se llama Persihan? —dijo una voz melancólica.
—¡Soy Suldrun! Me hablaste antes y me llamaste por el nombre. Este es mi amante, Aillas.
Persihan soltó un gruñido, luego cantó con voz profunda y plañidera, tan despacio que cada palabra era muy clara:
Aillas conoció una marea sin luna; Suldrun lo salvó de la muerte. Ambos unieron sus almas para dar balito a sus hijos.
Aillas: escoge entre muchos caminos; todos recorren sangre y afanes, mas esta noche debes desposarte para sellar tu paternidad.
Largamente serví al rey Casmir, quien me hizo tres preguntas, mas nunca dirá la frase que me dará libertad.
Aillas, llévame ahora
Y ve a ocultarme
Junto al árbol de Suldrun,
Donde moraré junto a la piedra.
Aillas, moviéndose como en un sueño, alzó las manos hasta el marco de Persilian y lo descolgó de la pared. Alzó el espejo y preguntó asombrado:
—¿Cómo podemos casarnos esta misma noche? La voz resonante de Persilian salió del espejo:
—Me has robado de Casmir, soy tuyo. Esta es tu primera pregunta. Puedes hacer dos más. Si haces una cuarta, seré libre.
—Muy bien, como desees. Dime cómo nos casaremos.
—Regresa al jardín, no hay peligro. Allí se forjarán los vínculos de vuestro matrimonio; ved de que sean fuertes y verdaderos. ¡Deprisa, el tiempo apremia! ¡Debéis marcharos antes de que cierren Haidion hasta mañana!
Sin más tardanza Suldrun y Aillas partieron del cuarto secreto, tras cerrar la puerta. Suldrun atisbó por la abertura del pendón: el Salón de los Honores estaba vacío salvo por las cincuenta y cuatro sillas cuyas personalidades habían influido tanto en su infancia. Ahora parecían viejas y encogidas, y parte de su magnificencia se había esfumado; aún así, Suldrun sintió su meditabunda presencia mientras ella y Aillas corrían por el salón.
La Galería Larga estaba desierta; los dos corrieron al Octógono y salieron a la noche. Cruzaron la arcada y se desviaron hacia el naranjal cuando vieron a cuatro guardias de palacio que venían por el Urquial a paso firme, gritando insultos.
Los pasos cesaron. El claro de luna dibujaba formas pálidas, alternativamente plateadas y negras, en la arcada. Aún titilaban las lámparas en la ciudad de Lyonesse, pero ningún sonido llegaba al palacio. Suldrun y Aillas se escabulleron del naranjal, corrieron bajo la arcada y llegaron a la puerta del viejo jardín. Aillas extrajo a Persilian de su túnica.
—Espejo, tengo una pregunta, y me aseguraré de no hacer más mientras no sea necesario. No te preguntaré dónde debo esconderte, pues me lo has dicho, pero si quieres ampliar tus anteriores instrucciones, escucharé.
—Ocúltame ahora, Aillas —dijo Persilian—. Ocúltame ahora, junto al tilo. Debajo de la piedra hay una cavidad. Oculta también el oro que llevas, tan pronto como puedas.
Los dos bajaron hasta la capilla. Aillas fue por el sendero hasta el viejo tilo, alzó la piedra y encontró una cavidad donde colocó a Persilian y la bolsa de oro y joyas.
Suldrun fue a la puerta de la capilla. El fulgor de una vela le llamó la atención. Al abrir la puerta vio al hermano Umphred dormitando sobre la mesa. Umphred abrió los ojos y miró a Suldrun.
—¡Suldrun! ¡Al fin has regresado! ¡Ah, dulce y coqueta Suldrun! ¡Has cometido alguna travesura! ¿Qué haces fuera de tu pequeño dominio?
Suldrun guardó un consternado silencio. El hermano Umphred levantó el macizo cuerpo y se le acercó sonriendo, los ojos entornados. Asió las flojas manos de Suldrun.
—¡Querida niña! ¡Dime dónde has estado!
Suldrun trató de retroceder, pero el hermano Umphred la aferró con más fuerza.
—Fui al palacio a buscar una capa y un vestido. Suéltame las manos. Pero el hermano Umphred sólo la atrajo hacia sí. La respiración se le aceleró y la cara se le puso rosada.
—Suldrun, la más bonita criatura de la tierra. ¿Sabes que te vi bailando por los pasillos con uno de los jovenzuelos de palacio? Me pregunté: ¿puede ser ésta la pura Suldrun, la casta Suldrun, tan reflexiva y tímida? Imposible, me dije. Pero tal vez sea fogosa, después de todo.
—No, no —jadeó Suldrun. Se esforzó por apartarse—. Suéltame, por favor.
El hermano Umphred se negaba a soltarla.
—Se amable, Suldrun. Soy hombre noble de espíritu, pero no soy indiferente a la belleza. Durante mucho tiempo, querida Suldrun, anhelé saborear tu dulce néctar. Y recuerda, mi pasión está investida con la santidad de la iglesia. Ven, querida niña, sea cual fuere tu travesura de esta noche, sólo pudo haber entibiado tu sangre. ¡Abrázame, mi dorado de leite, mi dulce picarona, mi falsa virgen!
El hermano Umphred la arrojó sobre el diván. Aillas apareció en la puerta. Suldrun lo vio y le indicó que se alejara. Ella se puso de rodillas y se zafó del hermano Umphred.
—¡Sacerdote, mi padre sabrá lo que has hecho!
—A él no le importa lo que te ocurra —jadeó el hermano Umphred—. Cálmate, o tendré que forzar nuestra unión por medio del dolor.
Aillas ya no pudo contenerse. Entró y propinó al hermano Umphred un golpe en el costado de la cabeza, tumbándolo.
—Habría sido mejor que te mantuvieras alejado, Aillas —dijo Suldrun con desconsuelo.
—¿Y permitir su bestial lascivia? ¡Antes lo mataría! De hecho, lo mataré ahora, por su audacia.
El hermano Umphred se apoyó contra la pared, los ojos relucientes a la luz de la vela.
—No, Aillas —dijo Suldrun, titubeando—, no quiero su muerte.
—Nos delatará al rey.
—¡No, jamás! —gritó el hermano Umphred—. Oigo mil secretos, y todos son sagrados para mí.
—Será testigo de nuestra boda —sugirió Suldrun—. Nos casará mediante la ceremonia cristiana, que es tan legal como cualquier otra.
El hermano Umphred se incorporó farfullando.
—Cásanos, ya que eres sacerdote —le dijo Aillas—. Y hazlo propiamente.
El hermano Umphred se acomodó la sotana y recobró la compostura.
—¿Casaros? No es posible.
—Claro que es posible —dijo Suldrun—. Has celebrado bodas entre los sirvientes.
—En la capilla de Haidion.
—Esto es una capilla. Tú mismo la consagraste.
—Ahora ha sido profanada. En todo caso, sólo puedo administrar los sacramentos a los cristianos bautizados.
—¡Entonces bautízanos, y deprisa!
El hermano Umphred meneó la cabeza sonriendo.
—Antes debéis creer sinceramente y ser catecúmenos. Además, el rey Casmir se enfurecería. Se vengaría de todos nosotros.
Aillas recogió un grueso leño.
—Sacerdote, este garrote es más fuerte que el rey Casmir. Cásanos ahora, o te partiré la cabeza.
Suldrun le tomó el brazo.
—¡No, Aillas! Nos casaremos al estilo campesino, y él será testigo; entonces ya no importará que seamos cristianos o no.
El hermano Umphred se negó nuevamente.
—No puedo participar en vuestro rito pagano.
—Debes hacerlo —dijo Aillas.
Los dos permanecieron de pie junto a la mesa y entonaron la letanía nupcial de los campesinos.
—¡Presenciad, todos, cómo tomamos los votos del matrimonio! Por este bocado, que comemos juntos.
Los dos dividieron una hogaza y la comieron juntos.
—Por esta agua, que bebemos juntos.
Los dos bebieron agua del mismo vaso.
—Por este fuego, que nos da calor a ambos.
Los dos acercaron las manos a la llama de la vela.
—Por la sangre que mezclamos.
Con un fino punzón Aillas pinchó el dedo de Suldrun, luego el suyo, y unieron las gotas de sangre.
—Por el amor que une nuestros corazones.
Los dos se besaron, sonrieron.
—Así nos unimos en solemne matrimonio, y nos declaramos marido y mujer, de acuerdo con las leyes del hombre y la benévola gracia de la naturaleza.
Aillas cogió pluma, tinta y una hoja de pergamino.
—¡Escribe, sacerdote: «Esta noche, en esta fecha, he presenciado la boda de Suldrun y Aillas»! Y firma con tu nombre.
El hermano Umphred apartó la pluma con manos trémulas.
—¡Temo la ira del rey Casmir!
—¡Sacerdote, témeme más a mí!
Intimidado, el hermano Umphred escribió lo que le ordenaban.
—¡Ahora dejadme ir!
—¿Para que vayas a contarle al rey Casmir? —Aillas negó con la cabeza—. No.
—¡No temáis nada! —exclamó el hermano Umphred—. ¡Soy callado como una tumba! ¡Sé mil secretos!
—¡Júralo! —dijo Suldrun—. Ponte de rodillas. Besa el libro sagrado que llevas en el talego y jura que, por tu esperanza de salvación y tu temor al infierno eterno, no revelarás nada de lo que has visto y oído aquí esta noche.
El hermano Umphred, sudoroso y con la cara cenicienta, los miró a ambos. Se arrodilló despacio, besó el libro de los evangelios e hizo su juramento.
Se puso de pie.
—He sido testigo, he jurado. Ahora tengo derecho a irme.
—No —dijo Aillas sombríamente—. No confío en ti. Temo que tu resentimiento sea mayor que tu honra, y nos lleve a la ruina. No puedo correr ese riego.
El hermano Umphred guardó indignado silencio por un instante.
—¡Pero he jurado por todo lo sagrado!
—Y con la misma facilidad podrías renegar de ello y así quedar libre de pecado. ¿Debo matarte a sangre fría?
—¡No!
—Entonces debo hacer algo más contigo. Los tres se miraron unos instantes.
—Sacerdote —dijo al fin Aillas—, espera aquí, y no trates de irte, so pena de buenos garrotazos, pues estaremos junto a la puerta.
Aillas y Suldrun salieron y se detuvieron a poca distancia de la puerta de la capilla. Aillas habló en susurros, por temor a que el hermano Umphred estuviera escuchando.
—Ese sacerdote no es de fiar.
—Estoy de acuerdo —dijo Suldrun—. Es escurridizo como una anguila.
—Aun así no puedo matarlo. No podemos atarlo ni aprisionarlo, para que lo cuide Ehirme, porque entonces sabría que ella nos ayudó. Sólo se me ocurre una cosa. Debemos partir. Lo sacaré del jardín y los dos viajaremos hacia el este. Nadie se fijará en nosotros; no somos fugitivos. Me aseguraré de que no escape ni pida socorro: una tarea molesta y tediosa, pero debe hacerse. En un par de semanas lo abandonaré mientras duerme. Iré a Glymwode y te buscaré tal como habíamos planeado.
Suldrun abrazó a Aillas y le apoyó la cabeza en el pecho.
—¿Tenemos que separarnos?
—No hay otro modo de estar seguros salvo que lo matemos, y no puedo hacerlo a sangre fría. Me llevaré unas monedas de oro; tú lleva el resto, y también a Persilian. Mañana, una hora después de la puesta de sol, ve a ver a Ehirme y ella te enviará a la cabaña de su padre, y allí te iré a buscar. Ahora ve al tilo y tráeme unas joyas de oro, para cambiarlas por comida y bebida. Me quedaré para cuidar al sacerdote.
Suldrun corrió sendero abajo y regresó un instante después con el oro. Fueron a la capilla. El hermano Umphred estaba junto a la mesa, mirando el fuego.
—Sacerdote —dijo Aillas—, tú y yo haremos un viaje. Vuélvete, debo atarte los brazos para que no cometas ninguna imprudencia. Obedece y no sufrirás daño.
—¿Qué hay de mi comodidad? —balbuceó el hermano Umphred.
—Deberías haber pensado en eso antes de venir aquí esta noche. Vuélvete, quítate la sotana y pon los brazos a tus espaldas.
En cambio, el hermano Umphred se abalanzó sobre Aillas y lo golpeó con otro leño que había sacado de la pila.
Aillas trastabilló; el hermano Umphred apartó a Suldrun y huyó de la capilla por el sendero, seguido por Aillas. Cruzó la poterna y salió al Urquial, gritando a todo pulmón:
—¡Guardias a mí! ¡Socorro! ¡Traición! ¡Asesinato! ¡Socorro! ¡A mí! ¡Capturad al traidor!
Desde la arcada llegó un grupo de cuatro soldados, el mismo que Aillas y Suldrun habían eludido al entrar en el naranjal. Corrieron hacia Umphred y Aillas para aprehenderlos a ambos.
—¿Qué pasa aquí? ¿A qué viene este escándalo?
—¡Llamad al rey Casmir! —gritó el hermano Umphred—. ¡No perdáis el tiempo! Este vagabundo ha molestado a la princesa Suldrun, un acto terrible. ¡Traed al rey Casmir, os digo! ¡Deprisa!
El rey Casmir fue llevado al lugar, y el hermano Umphred dio una apresurada explicación.
—¡Los vi en el palacio! Reconocí a la princesa, y también vi a este hombre. ¡Es un vagabundo de las calles! Los seguí hasta aquí, y tuvieron la audacia de pedirme que los casara por el rito cristiano. Me negué enérgicamente y los previne sobre su delito.
Suldrun, que estaba junto a la poterna, se les acercó.
—Señor, no te enfades con nosotros. Este es Aillas, somos marido y mujer. Nos amamos entrañablemente; por favor, déjanos partir para vivir en paz. Si así lo decides, nos marcharemos de Haidion para no volver nunca.
El hermano Umphred, aún excitado por su papel en el asunto, no cerraba la boca.
—Me amenazaron. La maldad de ambos casi me hace perder el juicio. ¡Me obligaron a presenciar la boda! Si no hubiera firmado, me habrían roto la cabeza.
—¡Silencio! —ordenó fríamente Casmir—. De ti me encargaré más tarde. —Dio una orden—: Traed a Zerling. —Se volvió hacia Suldrun. En sus momentos de furia o excitación Casmir siempre hablaba con voz pareja y neutra, y así lo hizo ahora—. Parece que has desobedecido mi orden. Sea cual fuere tu razón, está lejos de satisfacerme.
—Eres mi padre —murmuró Suldrun—. ¿No te interesa mi felicidad?
—Soy el rey de Lyonesse. No importa cuáles hayan sido mis sentimientos, pero tu desobediencia los alteró, como bien sabes. Ahora te sorprendo casándote con un patán. ¡Así sea! Mi furia no se aplaca. Regresarás al jardín y vivirás allí. ¡Vete!
La abatida Suldrun fue hacia la poterna y bajó al jardín. El rey Casmir se volvió hacia Aillas.
—Tu presunción es asombrosa. Tendrás mucho tiempo para reflexionar sobre ella. ¡Zerling! ¿Dónde está Zerling?
—Aquí estoy, señor. —Un hombre calvo de hombros macizos, barba parda y ojos saltones, se adelantó: Zerling, el principal verdugo del rey, el hombre más temido de Lyonesse después de Casmir.
El rey de Casmir le dijo una palabra al oído.
Zerling puso un cabestro alrededor del cuello de Aillas y lo llevó por el Urquial hasta detrás del Peinhador. Bajo el claro de la luna, le quitó el cabestro y ciñó el pecho de Aillas con una soga. Lo alzó sobre un brocal de piedra y lo bajó a un pozo. Los pies de Aillas al fin tocaron el fondo y Zerling soltó la cuerda.
No había ruidos en la oscuridad. El aire olía a piedra húmeda y podredumbre. Durante cinco minutos, Aillas se quedó mirando hacia arriba. Luego avanzó a tientas hasta una pared: tres o cuatro pasos. Sus pies se toparon con un objeto duro y redondo. Al bajar la mano descubrió un cráneo. Se hizo a un lado y se sentó de espaldas a la pared. La fatiga le hizo cerrar los párpados; sintió somnolencia. Al fin se durmió.
Despertó, y sus temores se confirmaron. Al recordar gritó de incredulidad y angustia. ¿Cómo era posible semejante tragedia? Las lágrimas le inundaron los ojos; hundió la cabeza en los brazos y lloró.
Transcurrió una hora, durante la cual permaneció acurrucado y abatido.
Entró luz por la abertura, y Aillas pudo discernir las dimensiones de su celda. El suelo era una superficie circular de unos cuatro metros de diámetro, con pesadas losas de piedra. Las paredes, también de piedra, se elevaban casi dos metros y luego subían hacia el conducto central, situado a unos tres metros por encima del suelo. Había huesos y cráneos apilados contra las demás paredes; Aillas contó diez cráneos, y quizá hubiera otros escondidos bajo la pila de huesos. Cerca de donde estaba había otro esqueleto: evidentemente, el último ocupante de la celda.
Aillas se puso de pie. Fue al centro de la celda y miró hacia arriba. En lo alto vio un retazo de cielo azul, tan airoso, ventoso y libre que se le empañaron los ojos.
Reflexionó. El conducto tenía aproximadamente metro y medio de diámetro, estaba revestido de piedra tosca y se elevaba unos dieciocho o veinte metros por encima del punto donde entraba en la celda.
Aillas se apartó. En las paredes los previos ocupantes habían tallado nombres y tristes inscripciones. El prisionero más reciente había tallado unos doce nombres encolumnados en la pared que estaba sobre su esqueleto. Aillas, demasiado desanimado como para interesarse en nada salvo sus propias penurias, desvió los ojos.
La celda no tenía muebles. La cuerda formaba un bulto bajo el conducto. Cerca de la pila de huesos vio restos podridos de otras cuerdas, ropas, viejos cinturones y correas de cuero.
El esqueleto parecía observarlo desde las cuencas oculares vacías. Aillas lo arrastró hacia la pila de huesos y volvió el cráneo hacia la pared. Luego se sentó. Una inscripción de la pared le llamó la atención: «Recién llegado: bienvenido a nuestra hermandad».
Aillas gruñó y miró hacia otra parte. Así comenzó su vida de prisionero.