9

Al alba, el aire estaba frío y en calma; el cielo mostraba los colores del cidro, la perla y el damasco, que se reflejaban en el mar. La negra nave Smaadra salió del estuario del Tumbling impulsada por sus remos. A una milla de la costa se levantaron los remos. Se izaron las vergas, se desplegaron las velas y se ajustaron a las traversas. Con el amanecer vino la brisa; la nave se deslizó rápida y serenamente hacia el este, y pronto Troicinet fue una sombra en el horizonte.

Aillas, cansado de la compañía de Trewan, fue a proa, pero Trewan le siguió y aprovechó la ocasión para explicarle el funcionamiento de las catapultas. Aillas escuchó con cortés distanciamiento; la exasperación y la impaciencia eran inútiles con Trewan.

—Esencialmente, sólo se trata de dos monstruosas ballestas —dijo Trewan con la voz de quien explica detalles interesantes a un niño respetuoso—. Su alcance funcional es de doscientos metros, aunque la precisión se dificulta en una nave en movimiento. El miembro extensible está laminado de acero, fresno y carpe, ensamblados y pegados con un método hábil y secreto. Los instrumentos arrojan arpones, piedras o bolas de fuego, y son muy eficaces. Con el tiempo, y me encargaré de eso personalmente, si es preciso, desplegaremos una armada de cien naves como ésta, equipadas con diez catapultas más grandes y pesadas. También habrá naves de aprovisionamiento, y una nave insignia para el almirante, con instalaciones adecuadas. No me agradan mucho mis actuales aposentos. Es un lugar absurdamente pequeño para alguien de mi rango. —Trewan se refería al cubículo que ocupaba junto a la cabina de popa. Aillas ocupaba un sitio similar enfrente, y Famet disfrutaba de la relativamente cómoda cabina de popa.

—Tal vez Famet acceda a cambiar de lugar contigo, si se lo pides de un modo razonable —dijo Aillas con seriedad.

Trewan escupió sobre la borda. El humor de Aillas le resultaba un poco hiriente a veces, y el resto del día no dijo nada más.

Al caer el sol los vientos amainaron. Famet, Trewan y Aillas cenaron en una mesa en la cubierta de popa, bajo el alto farol de bronce. Mientras bebía vino tinto, Famet se volvió más locuaz.

—Pues bien —preguntó, casi expansivamente—, ¿cómo va el viaje? Trewan no vaciló en presentar sus quejas mientras Aillas escuchaba boquiabierto. ¿Cómo podía Trewan ser tan insensible?

—Bastante bien, o eso supongo —dijo Trewan—. Las cosas pueden mejorar.

—¿De veras? —preguntó Famet sin demasiado interés—. ¿Y cómo?

—Ante todo, mi cuarto es intolerablemente sofocante. El diseñador del buque pudo haberlo hecho mejor. Añadiendo tres o cuatro metros de eslora, habría logrado dos cómodas cabinas en vez de una y, dicho sea de paso, un par de retretes dignos.

—Es verdad —dijo Famet, pestañeando mientras bebía—. Y con diez metros más, habríamos podido traer criados, barberos y concubinas. ¿Qué más te inquieta?

Trewan, absorto en sus quejas, no captó la ironía de la observación.

—Los tripulantes son demasiado informales. Visten como quieren, carecen de elegancia. No saben nada del protocolo. No toman en cuenta mi rango… Hoy, mientras inspeccionaba la nave, me dijeron que me hiciera a un lado porque estorbaba… como si fuera un escudero.

A Famet no se le movió un músculo de la cara. Meditó sus palabras y repuso:

—En el mar, así como en el campo de batalla, el respeto no se obtiene automáticamente. Se debe ganar. Serás juzgado por tu competencia y no por tu cuna. Es una condición que me satisface. Descubrirás que el marinero servil, tanto como el soldado excesivamente respetuoso, no es el que quieres tener al lado en medio de una batalla o de una tormenta.

Un poco ofuscado, Trewan insistió.

—Aun así, la deferencia adecuada es importante. De lo contrario, se pierde todo orden y autoridad, y viviríamos como animales salvajes.

—Esta es una tripulación selecta. La encontrarás realmente ordenada cuando llegue el momento del orden. —Famet se irguió en la silla—. Tal vez debería decir algo sobre nuestra misión. El propósito manifiesto es el de negociar varios tratados ventajosos. Tanto el rey Granice como yo nos sorprenderíamos si lo consiguiéramos. Trataremos con personas de jerarquía superior a la nuestra, de variada disposición, y todas ellas terca mente aferradas a sus propias concepciones. El rey Deuel de Pomperol es un apasionado ornitólogo, el rey Milo de Blaloc bebe una copa de aquavit por la mañana antes de levantarse. La corte de Avallen bulle con intrigas eróticas, y el principal efebo del rey Audry ejerce mayor influencia que el general Ermice Propyrogeros. Nuestra política, pues, es flexible.

»Como mínimo, esperamos obtener un cortés interés y una percepción de nuestro poder.

Trewan frunció el ceño y apretó los labios.

—¿Por qué contentarse con lo mínimo? Preferiría algo más cercano a lo máximo. Sugiero que diseñemos una estrategia más acorde con estos términos.

Famet irguió la cabeza, sonrió fríamente y bebió más vino. Bajó la copa con fuerza.

—El rey Granice y yo hemos establecido la táctica y la estrategia y nos atendremos a estos procedimientos.

—Desde luego. Aun así, dos mentes son mejores que una —dijo Trewan, como si Aillas no estuviera presente—, y obviamente hay un margen para variaciones.

—Cuando las circunstancias lo permitan, consultaré con el príncipe Aillas y contigo. El rey Granice planeó esto para vuestra educación. Estaréis presentes en ciertas conversaciones, en cuyo caso escucharéis, pero no hablaréis a menos que yo lo indique. ¿Está claro, príncipe Aillas?

—Absolutamente señor.

—¿Príncipe Trewan?

Trewan hizo una brusca reverencia, cuyo efecto intentó atemperar de inmediato con un gesto suave.

—Desde luego, señor. Estamos a tus órdenes. No expondré mis puntos de vista personales. De todas formas, espero que me mantengas informado acerca de las negociaciones y compromisos, pues al final seré yo quien deba enfrentarme a las consecuencias.

Famet reaccionó con una fría sonrisa.

—En ese aspecto, príncipe Trewan, haré lo posible por complacerte.

—En tal caso —declaró Trewan—, no hay más que decir.

A media mañana apareció un islote a babor. A un cuarto de milla, aflojaron las velas y la nave perdió velocidad. Aillas se acercó al contramaestre, que estaba junto a la borda.

—¿Por qué nos detenemos?

—Allá está Mlia, la isla de los tritones. Mira con atención: a veces se los ve en las rocas bajas, e incluso en la playa.

Subieron una balsa de madera al puente de carga y la llenaron con jarras de miel, paquetes de pasas y damascos secos; pusieron la balsa en el mar y la dejaron a la deriva. Mirando las claras aguas Aillas vio el centelleo de sombras pálidas, una cara alzada con una melena flotando detrás. Era una cara rara y angosta con límpidos ojos negros, nariz larga y delgada, y un gesto salvaje, ávido, eufórico o alegre: en el mundo de Aillas no había preceptos para aprehender esa expresión.

Por unos minutos, el Smaadra flotó casi inmóvil en el agua. La balsa navegó despacio al principio, luego cobró impulso y avanzó cabeceando hacia la isla.

—¿Y si fuéramos a la isla con estos regalos? —le preguntó Aillas al contramaestre.

—Quién sabe. Si uno se atreviera a llegar allá sin tales regalos, sin duda encontraría infortunio. Es sabio ser cortés con las gentes del mar. Después de todo, el océano les pertenece. Bien, es hora de ponerse en marcha. ¡Vosotros! ¡Desplegad las velas! ¡A ver ese timón! ¡A surcar la espuma!

Pasaron los días; tocaron tierra varias veces, y zarparon otras tantas. Luego Aillas recordaría los episodios del viaje como una confusión de sonidos, voces y músicas; caras y formas; cascos, armaduras, sombreros y atuendos, hedores, perfumes y aires; personalidades y posturas; puertos, muelles, fondeaderos y radas. Hubo recepciones, audiencias, banquetes y bailes.

Aillas no pudo calibrar el efecto de sus visitas. Pensaba que causaban buena impresión: la integridad y fortaleza de Famet eran inconfundibles, y Trewan en general contenía la lengua.

Los reyes eran siempre evasivos, y se resistían a comprometerse. El ebrio Milo de Blaloc estaba tan sobrio como para decir:

—¡Allá se yerguen los altos fuertes de Lyonesse, donde la armada troicina no ejerce ninguna influencia!

—Es nuestra esperanza, mi señor, que como aliados reduzcamos la amenaza de esos fuertes.

El rey Milo respondió con un gesto melancólico y se llevó un pichel de aquavit a la boca.

El loco rey Deuel de Pomperol mostró igual indecisión. Para obtener una audiencia, la delegación troicina viajó hasta Alcantade, el palacio de verano, a través de una tierra agradable y próspera. Los habitantes de Pomperol, lejos de quejarse de las obsesiones del monarca, disfrutaban de sus extravagancias; sus delirios no sólo eran tolerados sino alentados.

La locura del rey Deuel era inofensiva; sentía una gran afición por las aves, y se complacía en fantasías absurdas, algunas de las cuales podía convertir en realidad gracias a su poder. Bautizaba a sus ministros con títulos tales como Jilguero, Becardón, Frailecico, Tanagra. Sus duques eran Chorlito, Golondrina de Cresta Negra, Ruiseñor. Sus edictos prohibían comer huevos, considerado como un «delito cruel y asesino, sujeto a atroz y severo castigo».

Alcantade, el palacio de verano, se había aparecido al rey Deuel en un sueño. Al despertar llamó a sus arquitectos y ordenó que concretaran su visión. Previsiblemente, Alcantade era una estructura insólita, pero no obstante encantadora: ligera, frágil, pintada de alegres colores y con altos techos en variables niveles.

Al llegar a Alcantade, Famet, Aillas y Trewan descubrieron al rey Deuel descansando a bordo de su barca con cabeza de cisne. Doce muchachas vestidas con plumas blancas la empujaban despacio por el lago.

El rey Deuel, un hombre menudo y cetrino de mediana edad, desembarcó y saludó a los enviados con cordialidad.

—¡Bienvenidos, bienvenidos! Un placer conocer a los ciudadanos de Troicinet, una tierra de la que he oído cosas magníficas. El colimbo de pico ancho anida profusamente en las costas rocosas, y el trepatroncos se sacia de bellotas en vuestros espléndidos robles. Los grandes búhos cornúpetos troicinos son reconocidos por doquier por su majestad. Confieso mi afición por las aves; me deleitan con su gracia y coraje. Pero basta de hablar de mis entusiasmos. ¿Qué os trae a Alcantade?

—Majestad, somos enviados del rey Granice y traemos un importante mensaje. Cuando estés dispuesto, te lo repetiré.

—¿Qué mejor momento que ahora? ¡Camarero, tráenos un refresco! Nos sentaremos a esa mesa. Habla pues.

Famet miró a los cortesanos que se mantenían a prudente distancia.

—Señor, ¿no preferirías oírme en privado?

—¡En absoluto! —declaró el rey Deuel—. En Alcantade no tenemos secretos. Somos como pájaros en un huerto de fruta madura, donde todos trinan su canción más alegre. Habla, Famet.

—Muy bien, majestad. Citaré ciertos acontecimientos que preocupan al rey Granice de Troicinet.

Famet habló mientras el rey Deuel escuchaba atentamente, la cabeza ladeada. Famet terminó su exposición.

—Estos son, majestad, los peligros que nos amenazan a todos en un futuro cercano.

El rey Deuel hizo una mueca.

—¡Peligros, peligros por doquier! Me acucian por todas partes, y rara vez descanso de noche. —El rey Deuel adoptó una voz nasal, moviéndose en la silla mientras hablaba—. A diario oigo gritos lastimeros pidiendo protección. Protegemos toda nuestra frontera norte contra los gatos, armiños y comadrejas empleados por el rey Audry. Los godelianos también son una amenaza, aunque sus nidos están a cien leguas de distancia. Crían y adiestran a sus halcones caníbales, cada uno de los cuales es un traidor a su especie. Al oeste hay una amenaza aún más aterradora, el duque Faude Carfilhiot, que respira aire verde. Al igual que los godelianos, caza con halcones, instigando a un pájaro contra el otro.

—¡Aun así, no debes temer un ataque desde allí! —exclamó Famet con voz tensa—. Tintzin Fyral está mucho más allá del bosque.

El rey Deuel se encogió de hombros.

—Está a un día de vuelo, lo admito. Pero debemos enfrentar la realidad. He llamado cobarde a Carfilhiot, y él no se atrevió a replicar, por miedo a mis poderosas garras. Ahora se oculta en su madriguera planeando las peores maldades.

El príncipe Trewan, ignorando la glacial mirada de Famet intervino vivazmente:

—¿Por qué no unir la fuerza de esas garras a la de aves similares? Nuestra bandada comparte tu opinión sobre Carfilhiot y su aliado el rey Casmir. Juntos podemos responder a sus ataques con fuertes picotazos.

—Es verdad. Un día veremos la formación de tan poderosa fuerza. Entretanto cada cual debe contribuir donde puede. He atemorizado al escamoso Carfilhiot y retado a los godelianos; y no reservo piedad alguna para los asesinos de pájaros de Audry. De modo que vosotros podéis ayudarnos contra los ska y barrerlos del mar. Cada cual hace su parte: yo en el aire, vosotros en las olas del océano.

El Smaadra llegó a Avallon, la mayor y más antigua ciudad de las Islas Elder: un lugar de grandes palacios, con su universidad, sus teatros y un enorme baño público. Había una docena de templos erigidos a la gloria de Mitra, Dis, Júpiter, Jehová, Lug, Gea, Enlil, Dagón, Baal, Cronos y el tricéfalo Dipon del antiguo panteón hybrasiano. El Somrac lam Dor, una maciza estructura en forma de cúpula, albergaba el trono sagrado Evading y la tabla Cairbra an Meadhan, objeto cuya custodia había legitimado a los reyes de Hybras en tiempos antiguos[12].

El rey Audry regresó de su palacio de verano en un carruaje escarlata y dorado tirado por seis unicornios blancos. Esa misma tarde concedió una audiencia a los seis emisarios troicinos. El rey Audry, un hombre alto y saturnino, tenía una cara de fascinante fealdad. Era célebre por sus amoríos y se decía que era perceptivo, autocomplaciente, vanidoso, y a veces cruel. Saludó a los troicinos con urbanidad y los hizo poner cómodos. Famet comunicó su mensaje, mientras el rey Audry se recostaba en los cojines, los ojos entornados, acariciando al gato blanco que le había saltado encima.

—Señor, éste es el mensaje del rey Granice —dijo Famet al concluir. El rey Audry cabeceó despacio.

—Es una propuesta con muchos lados y muchos filos. ¡Sí, desde luego! Claro que ansío subyugar a Casmir y terminar con sus ambiciones. Pero antes de comprometer mis arcas, mis armas y mis hombres en tal proyecto, debo proteger mis flancos. Si me descuidara un instante, los godelianos se abalanzarían sobre mí para saquear, incendiar y capturar esclavos. Ulflandia del Norte es un páramo, y los ska se han asentado en la costa. Si lucho contra los ska en Ulflandia del Norte Casmir me atacará —el rey Audry reflexionó un instante y añadió—: La franqueza rinde tan pocos frutos que todos ocultamos la verdad automáticamente. En este caso, os diré la verdad. Es conveniente para mí que Troicinet y Lyonesse se mantengan en un empate.

—Los ska se fortalecen a diario en Ulflandia del Norte. Ellos también tienen ambiciones.

—Los mantengo a raya con mi fortaleza Poelitetz. Primero los godelianos, después los ska, luego Casmir.

—¿Y si Casmir, con ayuda de los ska, toma Troicinet?

—Un desastre para todos nosotros. ¡Luchad bien!

Dartweg, rey de los celtas godelianos escuchó a Famet con majestuosa y afable cortesía.

—Ésa es la situación vista desde Troicinet —concluyó Famet—. Si los acontecimientos favorecen al rey Casmir, él entrará finalmente en Godelia y vosotros seréis destruidos.

El rey Dartweg se mesó la barba roja. Un druida se inclinó para murmurarle al oído y Dartweg asintió. Se puso de pie.

—No podemos dejar en paz a Dahaut para que conquiste Lyonesse. Luego nos atacarían con renovadas fuerzas. ¡No! Debemos proteger nuestros intereses.

El Smaadra continuó su viaje durante días de sol brillante y noches consteladas de estrellas: atravesó la bahía de Dafdilly, rodeó Cabeza de Tawgy y surcó el Mar Angosto, con viento parejo y burbujeante estela; luego enfiló hacia el sur, más allá de Skaghane y Frehane, y de un sinfín de islas más pequeñas: lugares boscosos, pantanosos y rocosos ceñidos por peñascos, expuestos a todos los vientos del Atlántico, habitados por multitudes de aves marinas y los ska. En varias ocasiones avistaron barcos ska, y muchas pequeñas naves pesqueras de Irlanda, Cornualles, Troicinet o Aquitania, a las que los ska permitían surcar el Mar Angosto.

Los barcos ska no intentaron acercarse, quizá porque era obvio que el Smaadra podía dejarlos atrás con buen viento.

No atracaron en Oáldes, donde el enfermizo rey Onante mantenía una parodia de corte; la última escala sería Ys, en la desembocadura del Evander, donde los Cuarenta Factores conservaban la independencia de Ys contra Carfilhiot.

A seis horas de Ys el viento amainó y avistaron una nave ska, impulsada por remos y una vela cuadrangular roja y negra, que pronto cambió de rumbo para seguir al Smaadra. Éste, incapaz de dejar atrás la nave ska, se dispuso para el combate. Cargaron las catapultas, prepararon calderos con fuego y los sujetaron a botalones; escudos contra flechas se izaron sobre las amuradas.

La batalla se desarrolló deprisa. Al cabo de varias andanadas de flechas los ska se acercaron para tratar de abordarlos.

Los troicinos devolvieron los flechazos, luego arrojaron un caldero sobre la nave ska, donde provocó un sorpresivo estallido de llamas amarillas. A unos treinta metros las catapultas del Smaadra desbarataron fácilmente la nave. El Smaadra se dispuso a rescatar supervivientes pero los ska no intentaron ni alejarse del despedazado barco, que pronto se hundió.

El capitán ska, un hombre alto de pelo negro con casco de acero de tres picos, apoyó su gorra blanca contra las escamas de su armadura y se quedó en la cubierta de popa, hundiéndose con su nave.

El Smaadra no sufrió muchas bajas, pero entre ellas, lamentablemente, estaba Famet, que en la andanada inicial había recibido un flechazo en el ojo y ahora yacía en la cubierta de popa con el asta de la flecha clavada en la cabeza.

El príncipe Trewan, considerándose el segundo miembro en importancia de la delegación, tomó el mando de la nave.

—Al mar con nuestros honorables muertos —le dijo al capitán—. Los ritos de duelo deberán esperar hasta nuestro regreso a Domreis. Continuaremos, como antes, rumbo a Ys.

El Smaadra se acercó a Ys desde el mar. Al principio sólo se vio una hilera de colinas bajas paralela a la costa, luego, como una sombra irguiéndose en la bruma, apareció el alto perfil dentado del Teach tac Teach[13].

Una playa pálida y ancha relucía al sol, con una chispeante franja de oleaje. Pronto se vio la desembocadura del río Evander junto a un aislado palacio blanco en la playa. Su aire de reclusión y ensimismamiento llamó la atención de Aillas, así como su extraña arquitectura, pues nunca había visto nada semejante.

El Smaadra entró en el estuario del Evander, y los huecos en el oscuro follaje que cubría las colinas revelaron más palacios blancos en terrazas escalonadas: sin duda Ys era una ciudad rica y antigua.

Vieron un muelle de piedra con naves amarradas a lo largo, y, detrás, una hilera de tiendas: tabernas, puestos de verduras y de pescadores.

El Smaadra se acercó al muelle, y lo sujetaron a postes de madera tallada con forma de tritones. Trewan, Aillas y un par de oficiales navales saltaron a la costa. Nadie reparó en su presencia.

Trewan se había puesto totalmente al mando del viaje. De diversas maneras dio a entender a Aillas que, en esa situación, Aillas y los oficiales de la nave ocupaban exactamente la misma posición como miembros del séquito. Aillas, amargamente divertido, aceptó la situación sin comentarios. Después de todo, el viaje casi había terminado y era muy probable que Trewan, para bien o para mal, fuera rey de Troicmet en el futuro.

Por orden de Trewan, Aillas hizo averiguaciones, y el grupo fue enviado al palacio de Shein, Primer Factor de Ys. El camino los llevó colina arriba, de terraza en terraza, a la sombra de altos árboles.

Shein recibió a los cuatros troicinos sin sorpresa ni efusividad. Trewan se encargó de las presentaciones.

—Señor, yo soy Trewan, príncipe de la corte de Miraldra y sobrino del rey Granice de Troicinet. Estos son Leves, Elmoret y mi primo, el príncipe Aillas de Watershade.

Shein los saludó informalmente.

—Sentaos, por favor.

Señaló canapés e indicó a sus sirvientes que trajeran un refrigerio. Él permaneció de pie: un hombre maduro y esbelto de tez olivácea, pelo negro, que se movía con la elegancia de un mítico bailarín. Su inteligencia era obvia; sus modales, corteses, pero contrastaban tanto con la sentenciosidad de Trewan, que casi parecía frívolo.

Trewan explicó el cometido de la delegación según lo que había oído decir a Famet en previas ocasiones: al parecer de Aillas, una errónea interpretación de la situación de Ys, ya que Faude Carfilhiot dominaba el Valle Evander, apenas treinta kilómetros al este, y naves ska eran diariamente visibles desde el muelle.

Shein, con una media sonrisa, negó con la cabeza y desechó las propuestas de Trewan.

—Comprende, príncipe, que Ys es un caso especial. Supuestamente somos súbditos del duque de Valle Evander, a su vez fiel vasallo del rey Oriante. En realidad, prestamos tanta atención a las órdenes de Carfilhiot como la que él presta a las órdenes del rey Oriante, es decir, ninguna. Estamos al margen de la política de las Islas Elder. El rey Casmir, el rey Audry, el rey Granice, todos están más allá de nuestras preocupaciones.

Trewan soltó una exclamación de incredulidad.

—Parecéis ser vulnerables por ambas partes, tanto ante los ska como ante Carfilhiot.

Shein, sonriendo, refutó a Trewan.

—Somos trevenas, como todas las gentes del valle. Carfilhiot sólo tiene cien hombres propios. Podría reunir mil e incluso dos mil hombres en el valle si hubiera una necesidad urgente, pero nunca para atacar Ys.

—¿Y los ska? Ellos podrían dominar la ciudad en cualquier momento.

—No creas —dijo Shein—. Los trevenas somos una antigua raza, tan antigua como los ska. Jamás nos atacarán.

—No lo entiendo —murmuró Trewan—. ¿Sois magos?

—Hablemos de otros asuntos. ¿Cuándo regresáis a Troicinet?

—De inmediato.

Shein miró al grupo con curiosidad.

—Sin intención de ofender, me llama la atención que el rey Granice envíe lo que parece un grupo inexperto en asuntos de tanta importancia. Especialmente teniendo en cuenta sus intereses específicos aquí en Ulflandia del Sur.

—¿Qué intereses específicos?

—¿No son obvios? Si el príncipe Quilcy muere sin descendencia, Granice será el próximo heredero legítimo, mediante el linaje que comienza con Danglish, duque de Ulflandia del Sur, quien fue abuelo del padre de Granice y también abuelo de Oriante. Pero sin duda tú sabías todo esto.

—Naturalmente —dijo Trewan—. Nos mantenemos al corriente de tales asuntos.

Shein ahora sonreía abiertamente.

—Y, naturalmente, estabas al corriente de las nuevas circunstancias en Troicinet.

—Por supuesto —dijo Trewan—. Regresaremos de inmediato a Dorareis. —Se puso de pie y se inclinó envaradamente—. Lamento que no adoptes una actitud más positiva.

—Aun así, deberás aceptarla. Te deseo un grato viaje de regreso. Los emisarios troicinos regresaron al muelle.

—¿Qué habrá querido decir con «nuevas circunstancias en Troicinet»? —masculló Trewan.

—¿Por qué no le preguntaste? —preguntó Aillas, con voz estudiada mente neutra.

—Porque preferí no hacerlo —replicó Trewan.

En el muelle estaban amarrando una nave troicina recién llegada. Trewan se paró en seco.

—Debo hablar con el capitán. Vosotros tres preparad el Smaadra para zarpar enseguida.

Los tres abordaron el Smaadra. Diez minutos después, Trewan salió de la otra nave y vino por el muelle con paso lento y pensativo. Antes de abordar, miró hacia Valle Evander. Luego subió al Smaadra.

—¿Cuáles eran las nuevas circunstancias? —preguntó Aillas.

—El capitán no me dijo nada.

—De pronto pareces muy abatido.

Trewan apretó los labios pero no hizo comentarios. Escudriñó el horizonte.

—El vigía de esa nave avistó un barco pirata. Debemos estar alerta. —Trewan se apartó—. No me siento bien. Tengo que descansar. —Se dirigió a la cabina de popa que había ocupado desde la muerte de Famet.

El Smaadra partió de la bahía. Mientras pasaba frente al blanco palacio de la playa, Aillas, desde la cubierta, vio a una mujer joven que había salido a la terraza. La distancia desdibujaba sus rasgos, pero Aillas pudo distinguir su pelo largo y negro y, por su porte o algún otro atributo, supo que era atractiva, quizás incluso hermosa. Alzó el brazo para saludarla, pero ella no respondió y entró en el palacio.

El Smaadra se hizo a la mar. Los vigías otearon el horizonte pero no vieron ninguna otra embarcación; el barco pirata, si existía, no se veía por ninguna parte.

Trewan no regresó a cubierta hasta el mediodía del día siguiente. Su indisposición, fuera cual fuese, había pasado y parecía haber recobrado la buena salud, aunque estaba un poco pálido y demacrado. Intercambió unas palabras con el capitán sobre el estado del buque, pero no habló con nadie más, y pronto regresó a su cabina, donde el camarero le llevó un cuenco de carne hervida con puerros.

Una hora antes de que el sol se pusiera Trewan subió nuevamente a cubierta. Miró el sol bajo y le preguntó al capitán:

—¿Por qué seguimos este rumbo?

—Señor, hemos ido demasiado tiempo hacia el este. Si el viento sube o cambia, Tark puede amenazarnos; debe estar allá, tras el horizonte.

—Pero avanzamos con lentitud.

—Iremos un poco lentos, pero seguros. No veo razones para usar los remos.

—Bien.

Aillas cenó con Trewan, que de pronto se puso locuaz y formuló varios planes ambiciosos.

—Cuando ocupe el trono, me haré conocer como el Monarca de los Mares. Construiré treinta naves de guerra, y cada cual tendrá cien tripulantes. —Describió detalladamente las naves que proyectaba—. Nos importará un bledo si Casmir se alía con los ska o los tártaros, o con los mamelucos de Arabia.

—Es un noble plan.

Trewan reveló proyectos aún más complejos.

—Casmir se propone ser el rey de las Islas Elder, pues dice descender del primer Olam. El rey Audry también aspira al mismo trono, y cuenta con Evandig para respaldar su reclamo. Yo también desciendo de Olam, y si realizara una gran campaña y tomara Evandig, ¿por qué no podría aspirar al mismo reino?

—Es una idea ambiciosa —dijo Aillas. Y pensó que muchas cabezas rodarían antes de que Trewan alcanzara su propósito.

Trewan miró de soslayo a Aillas. Bebió una copa de vino de un trago y una vez más se puso taciturno. Aillas salió a cubierta, donde se reclinó sobre el pasamano y observó los reflejos del crepúsculo en el agua. Se consoló pensando que en dos días el viaje terminaría y ya no tendría que soportar a Trewan ni sus costumbres irritantes. Se apartó del pasamano y se dirigió al sitio donde la tripulación que no estaba de servicio se reunía bajo un farol para jugar a los dados; alguien entonaba melancólicas baladas al son de un laúd. Aillas se quedó allí media hora y luego fue a su cubículo de popa.

El alba sorprendió al Smaadra en el Estrecho de Palisidra. Al mediodía avistaron al Cabo Palisidra, el extremo occidental de Troicinet. Pronto desapareció, y el Smaadra se internó en las aguas del Lir.

Por la tarde el viento amainó y el Smaadra flotó inmóvil, con mástiles rechinantes y velas batientes. El viento regresó hacia poniente, pero desde otro rumbo; el capitán viró hacia estribor para navegar casi directamente hacia el norte. Trewan manifestó su insatisfacción.

—¡Con este rumbo no llegaremos mañana a Domreis!

El capitán, que se había adaptado a Trewan sólo con dificultad, se encogió de hombros.

—Señor, el impulso de babor nos lleva hacia el cementerio marino de Twirles. Los vientos nos llevarán mañana a Domreis, si las corrientes no nos desvían.

—¿Qué pasa con esas corrientes?

—Son imprevisibles. La marea sube y baja en el Lir; las corrientes pueden arrastrarnos en cualquier dirección. Son veloces, y forman un remolino en el centro del Lir. Han arrojado muchas buenas naves contra los arrecifes.

—En ese caso, mantente alerta y dobla la vigilancia.

—Señor, todo lo que hay hacer ya está hecho.

Al atardecer el viento murió de nuevo y el Smaadra perdió impulso.

El sol se puso en un resplandor brumoso y anaranjado, mientras Aillas cenaba con Trewan en la cabina de popa. Trewan parecía preocupado y apenas habló durante la comida, así que Aillas se alegró de marcharse.

El resplandor del crepúsculo se perdía en un cúmulo de nubes; la noche era oscura. En lo alto brillaban las estrellas. Una brisa helada sopló de pronto desde el sudeste, pero el Smaadra mantuvo su rumbo.

Aillas se dirigió a popa, donde los marineros en descanso se divertían. Se puso a jugar a los dados. Perdió unos cobres, los recuperó, y finalmente perdió todas las monedas que llevaba en el bolsillo.

A medianoche cambió la guardia y Aillas regresó a popa. En vez de recluirse en su cubículo subió a la cubierta por la escalerilla. La brisa aún henchía las velas. Una estela chispeante y fosforescente burbujeaba a popa. Inclinándose sobre la barandilla, Aillas observó las luces fluctuantes.

A sus espaldas, una aparición. Unos brazos le aferraron las piernas; lo alzaron y lo arrojaron al aire. Por un instante vio girar el cielo y las estrellas, luego chocó contra el agua. Mientras se hundía en la turbulencia de la estela, su principal sensación aún era el asombro. Subió a la superficie. Todas las direcciones eran iguales. ¿Dónde estaba el Smaadra? Abrió la boca para gritar y tragó agua. Jadeando y tosiendo, Aillas quiso pedir auxilio pero sólo le salió un gemido ronco. Lo intentó de nuevo, pero sólo emitió el débil y estridente graznido de un ave marina.

La nave se había ido. Aillas flotó a solas en el centro de su cosmos privado. ¿Quién lo había arrojado al mar? ¿Trewan? ¿Por qué haría semejante cosa? No había ninguna razón. ¿Pero quién entonces? Las especulaciones se desvanecieron de su mente; eran irrelevantes, parte de otra existencia. Su nueva identidad era una con las estrellas y las olas. Sentía una pesadez en las piernas; se retorció en el agua, se quitó las botas y las dejó hundir. Ahora flotaba con menos esfuerzo. El viento soplaba del sur; Aillas nadó con el viento a favor, lo cual era más cómodo que nadar con las olas rompiéndole en la cara. Las olas lo elevaban y lo impulsaban.

Se sentía cómodo, casi exaltado, aunque el agua, al principio fría, luego tolerable, volvía a aguijonearlo. De nuevo comenzó a relajarse, y temió esa sensación de sopor. Si se dormía, no despertaría nunca. Peor aún, nunca descubriría quién lo había arrojado al mar.

—¡Soy Aillas de Watershade! —se dijo.

Recobró las fuerzas; movió los brazos y las piernas para nadar y por un momento sintió un incómodo frío. ¿Cuánto tiempo había flotado en esas aguas oscuras? Miró el cielo. Las estrellas habían cambiado; Arcturus se había ido y Vega colgaba a poca altura en el oeste. Se amodorró durante un rato y conoció sólo una borrosa conciencia que comenzó a extinguirse. Algo le perturbaba. De pronto reaccionó. Había un fulgor amarillo en el cielo del este; pronto amanecería. El agua que le rodeaba era negra como el hierro. A unos cien metros las olas se encrespaban alrededor del pie de una roca. La miró con triste interés, pero el viento, las olas y la corriente lo arrastraron más allá.

Un sonido rugiente le llenó los oídos; sintió un impacto súbito y brusco. Una ola lo succionó, lo recogió y lo arrojó contra algo filoso. Con brazos aturdidos y dedos resbaladizos intentó aferrarse, pero otra ola lo arrebató.