7

Suldrun estaba sentada en el naranjal con sus dos doncellas favoritas: Lia, hija de Tandre, duque de Sondbehar, y Tuissany, hija del conde de Merce. Lia ya había oído hablar mucho de Carfilhiot.

—¡Es alto y fuerte, y tan orgulloso como un semidiós! ¡Dicen que su mirada fascina a todos quienes lo observan!

—Parece ser un hombre imponente —dijo Tuissany, y ambas muchachas miraron de soslayo a Suldrun, quien movió los dedos con desdén.

—Los hombres imponentes se toman a sí mismos demasiado en serio —dijo Suldrun—. Sólo saben quejarse y dar órdenes.

—¡Hay mucho más! —declaró Lia—. Me lo dijo mi costurera, quien se lo oyó decir a la dama Pedreia. Parece que Faude Carfilhiot es muy romántico. Todas las noches ve despuntar las estrellas desde una alta torre, languideciendo.

—¿Languideciendo? ¿Por qué?

—De amor.

—¿Y quién es la altiva doncella que le causa tanto dolor?

—Eso es lo curioso. Es imaginaria. Él adora a esta doncella de sus sueños.

—Me cuesta creerlo —dijo Tuissany—. Sospecho que debe de pasar más tiempo en la cama con doncellas verdaderas.

—Eso no lo sé. A fin de cuentas, los rumores pueden ser exagerados.

—Será interesante descubrir la verdad —dijo Tuissany—. Pero aquí viene tu padre, el rey.

Lia y Tuissany se pusieron de pie y Suldrun las imitó, aunque más despacio. Todas hicieron una reverencia formal. El rey Casmir se les acercó.

—Doncellas, deseo hablar con la princesa sobre un asunto privado. Por favor, dejadnos a solas unos instantes.

Lia y Tuissany se retiraron. El rey Casmir escudriñó a Suldrun un momento. Suldrun desvió los ojos con aprensión, sintiendo un nudo en el estómago.

El rey Casmir cabeceó bruscamente, como si corroborara una idea personal. Habló con voz portentosa.

—Sabrás que esperamos la visita de una persona importante, el duque Carfilhiot de Valle Evander.

—Lo he oído, sí.

—Estás en edad de casarte. Si el duque Carfilhiot te encuentra atractiva, yo contemplaría esa posibilidad con agrado, y se lo haré saber.

Suldrun alzó los ojos hacia la cara de barba dorada.

—Padre, no estoy preparada para eso. No tengo el menor interés en compartir la cama con un hombre.

El rey Casmir asintió.

—Ese sentimiento es adecuado en una doncella casta e inocente. No me desagrada. Aun así, tales aprensiones deben ceder ante los asuntos de estado. La amistad del duque Carfilhiot es vital para nuestros intereses. Pronto te acostumbrarás a la idea. Por tanto, tu conducta hacia el duque Carfilhiot debe ser amable y grácil, aunque sin exageraciones. No lo acoses con tu compañía. La reserva y la reticencia estimulan a un hombre como Carfilhiot. De todas formas, no seas esquiva ni fría.

—Padre —exclamó Suldrun con desesperación—, ¡no tendré que fingir reticencia! ¡No estoy preparada para el matrimonio! ¡Tal vez nunca lo esté!

—Silencio —ordenó el rey Casmir—. El pudor es grato, incluso atractivo, en dosis moderadas. Pero cuando se ejerce en exceso se vuelve fatigoso. Carfilhiot no debe pensar que eres una mojigata. Éstos son mis deseos. ¿Está claro?

—Padre, entiendo muy bien tus deseos.

—Bien. Asegúrate de que influyan en tu conducta.

Una procesión de veinte caballeros y hombres armados bajó por el Sfer Arct y entró en la ciudad de Lyonesse. Los encabezaba el duque Carfilhiot, erguido y aplomado: un hombre de pelo negro y ensortijado, tez clara, rasgos finos y regulares, aunque un tanto austeros, salvo por la boca, que era la de un poeta sentimental.

La compañía se detuvo en el patio de la Armería. Carfilhiot desmontó y un par de palafreneros vestidos con colores verde espliego de Haidion se llevaron su caballo. Su séquito también desmontó y se alineó detrás de él.

El rey Casmir bajó de la terraza superior y cruzó el patio. El duque Carfilhiot hizo una reverencia convencional, y su gente le imitó.

—¡Bienvenido! —dijo el rey Casmir—. ¡Bienvenido a Haidion!

—Tu hospitalidad me honra —dijo Carfilhiot con voz firme, rica y bien modulada, aunque carente de resonancia.

—Te presento a Mungo, mi senescal. El te mostrará tus aposentos. Se servirá una colación, y cuando estés cómodo tomaremos un refrigerio informal en la terraza.

Una hora más tarde Carfilhiot se presentó en la terraza. Se había puesto un blusón de rayas grises y negras, con pantalones negros y zapatos negros: un atuendo inusitado que realzaba su ya dramática presencia. El rey Casmir lo esperaba junto a la balaustrada. Carfilhiot se le acercó y se inclinó.

—Rey Casmir, ya encuentro mi visita muy placentera. El palacio Haidion es el más espléndido de las Islas Elder. El panorama de la ciudad y el mar es incomparable.

—Espero que tu visita se repita a menudo —repuso el rey Casmir con formal afabilidad—. A fin de cuentas, somos vecinos.

—¡Es cierto! —dijo Carfilhiot—. Lamentablemente, me acucian problemas que me obligan a permanecer en mi hogar. Problemas, por suerte, desconocidos para Lyonesse.

El rey Casmir enarcó las cejas.

—¿Problemas? ¡No somos inmunes a ellos! ¡Tengo tantos problemas como troicinos hay en Troicinet!

Carfilhiot rió cortésmente.

—En su momento intercambiaremos conmiseraciones.

—Preferiría intercambiar preocupaciones.

—¿Mis salteadores, bandidos y barones renegados, a cambio de tu bloqueo? Sería mal negocio para ambos.

—Para convencerme, podrías incluir un millar de tus ska.

—Con mucho gusto, si fueran mis ska. Por alguna extraña razón, eluden Ulflandia del Sur, aunque asolan el norte con entusiasmo.

Un par de heraldos tocaron una dulce y estridente fanfarria para anunciar la aparición de la reina Sollace y un séquito de damas.

El rey Casmir y Carfilhiot se volvieron para saludarla. El rey presento a su huésped. La reina Sollace agradeció los cumplidos de Carfilhiot con una mirada blanda que éste ignoró grácilmente.

Transcurrió el tiempo. El rey Casmir se inquietó. Cada vez con más frecuencia miraba hacia el palacio por encima del hombre. Por último, le murmuró unas palabras a un lacayo, y pasaron otros cinco minutos.

Los heraldos alzaron los clarines y tocaron otra fanfarria. Suldrun apareció en la terraza a la carrera, contoneándose como si la hubieran empujado; detrás de ella, en las sombras, se vio por un instante la cara consternada de Desdea.

Suldrun se acercó a la mesa con expresión grave. Su vestido, de tela suave y rosada, le ceñía la silueta; rizos dorados le sobresalían de una gorra blanca y redonda para caerle sobre los hombros.

Suldrun avanzó despacio, seguida por Lia y Tuissany. Se detuvo y miró hacia la terraza, rozando a Carfilhiot con los ojos. Un mayordomo se le acercó con una bandeja; Suldrun y sus doncellas cogieron copas de vino y luego se quedaron púdicamente aparte, murmurando.

El rey Casmir observó con ceño fruncido y al fin se volvió hacia Mungo, su senescal.

—Informa a la princesa que la estamos esperando.

Mungo comunicó el mensaje. Suldrun escuchó boquiabierta. Pareció suspirar, cruzó la terraza, se detuvo ante el padre y se inclinó en una desganada reverencia.

—Princesa Suldrun —declaró Mungo con voz resonante—, me honra presentaros al duque Faude Carfilhiot de Valle Evander.

Suldrun inclinó la cabeza; Carfilhiot, sonriendo, se inclinó para besarle la mano. Luego irguió la cabeza y la miró a la cara.

—Los rumores sobre la gracia y belleza de la princesa Suldrun han cruzado las montañas hasta llegar a Tintzin Fyral —dijo—. Veo que no eran exagerados.

—Duque, espero que no hayas escuchado esos rumores —contestó Suldrun con voz monótona—. Estoy segura de que me desagradarían si los oyera.

El rey Casmir, con mal ceño, intentó interponerse, pero Carfilhiot habló primero.

—¿De veras? ¿Por qué?

Suldrun se negó a mirar a su padre.

—Estoy destinada a ser algo que no escogí ser.

—¿No disfrutas de la admiración de los hombres?

—No he hecho nada admirable.

—Tampoco una rosa, ni un zafiro de muchas facetas.

—Son adornos. No tienen vida propia.

—La belleza no es indigna —rezongó el rey Casmir—. Es un don con cedido a unos pocos. Nadie, ni siquiera la princesa Suldrun, preferiría la fealdad.

Suldrun abrió la boca para decir: «Ante todo, yo preferiría estar en otra parte». Pero lo pensó dos veces y cerró la boca.

—La belleza es un atributo muy especial —declaró Carfilhiot—. ¿Quién fue el primer poeta? Fue él quien inventó el concepto de belleza.

El rey Casmir se encogió de hombros y bebió de su copa de cristal purpúreo.

—Nuestro mundo —continuó Carfilhiot con voz clara y musical— un lugar terrible y maravilloso, donde el poeta apasionado que ansia el ideal de la belleza casi siempre resulta frustrado.

Suldrun, las manos entrelazadas, se estudió las yemas de los dedos.

—Parece que tienes tus reservas —dijo Carfilhiot. Tu «poeta apasionado» podría ser una compañía muy aburrida—. Carfilhiot se llevó la mano a la frente, remedando un gesto de ultraje—. Eres tan despiadada como Diana. ¿No sientes piedad por nuestro poeta apasionado, ese pobre aventurero soñador?

—Tal vez no. Parece sensiblero y egoísta, como mínimo. El emperador romano Nerón, que bailó al son de las llamas de su ciudad ardiente, era quizás un poeta apasionado.

El rey Casmir se impacientó, pues esa conversación le resultaba frívola y vana. Aún así, Carfilhiot parecía disfrutarla. Quizá la tímida Suldrun fuera más lista de lo que él había imaginado.

—Esta conversación me resulta interesantísima. Espero que la continuemos en otra oportunidad.

—En verdad, duque Carfilhiot —repuso Suldrun con su voz más formal—, mis ideas no son profundas. Me avergonzaría exponerlas ante una persona de tu experiencia.

—Como desees —dijo Carfilhiot—. De todas formas, permíteme el simple placer de tu compañía.

El rey Casmir se apresuró a intervenir antes de que la imprevisible Suldrun dijera algo ofensivo.

—Duque Carfilhiot, veo a ciertos notables del reino que aguardan para ser presentados.

Luego el rey Casmir llevó a Suldrun aparte.

—¡Me sorprende tu conducta ante el duque Carfilhiot! Causas más daño del que imaginas. ¡Su buena voluntad es indispensable para nuestros planes!

De pie ante la majestuosa figura de su padre, Suldrun se sintió débil e indefensa.

—Padre —dijo con voz plañidera—, no me obligues a unirme al duque Carfilhiot. ¡Me asusta su compañía!

El rey Casmir estaba preparado para ese reclamo lastimero. Su respuesta fue inexorable:

—¡Bah! Eres tonta e irreflexiva. Hay partidos peores que el duque Carfilhiot, te lo aseguro. Se hará lo que yo decida.

Suldrun agachó la cabeza. Aparentemente no tenía nada más que decir. El rey Casmir se alejó, tomó por la Galería Larga y subió a sus aposentos. Suldrun lo siguió con los ojos, apretando, los puños con rabia. Se volvió y corrió galería abajo para salir a la evanescente luz de la tarde. Atravesó la arcada, cruzó la vieja puerta y bajó al jardín. El sol, bajo en el cielo, arrojaba una luz sombría bajo las altas nubes; el jardín parecía frío y remoto.

Suldrun caminó por el sendero, dejó atrás las ruinas, se sentó bajo el tilo, abrazándose las rodillas, y reflexionó sobre el destino que aparentemente la esperaba. Parecía indudable que Carfilhiot optaría por desposarla; la llevaría a Tintzin Fyral, y allí, a su antojo, exploraría los secretos de su cuerpo y de su mente. Las nubes taparon el sol; sopló un viento frío. Suldrun tiritó, se levantó y regresó por donde había venido, despacio, la cabeza gacha. Subió a sus aposentos, donde Desdea le dio una enérgica reprimenda.

—¿Dónde has estado? Por orden de la reina debo ponerte ropa apropiada; habrá un banquete y danzas. Tu baño está preparado.

Suldrun se quitó la ropa con desgana y entró en una tina de mármol, llena de agua tibia hasta el borde. Sus doncellas la frotaron con jabón de aceite de oliva y ceniza de aloe, luego la enjuagaron con agua perfumada de luisa y la secaron con toallas de algodón. Le cepillaron el cabello hasta que quedó brillante. Le pusieron un vestido azul oscuro y, en la cabeza, una diadema de plata incrustada con tablillas de lapislázuli.

Desdea retrocedió para contemplarla.

—No puedo hacer más por ti. Sin duda eres atractiva. Sin embargo falta algo. Debes ser más seductora… ¡No en exceso, por supuesto! Dale a entender que sabes lo que se propone. La picardía en una muchacha es como sal en la carne… Ahora, tintura de dedalera, para hacer brillar tus ojos.

Suldrun dio un paso atrás.

—¡No quiero!

Desdea sabía que era inútil discutir con Suldrun.

—¡Eres la criatura más terca que existe! Como de costumbre, te saldrás con la tuya.

—Si así fuera —rió amargamente Suldrun—, no iría al baile.

—Vamos, pequeña insolente. —Desdea besó la frente de Suldrun—. Espero que la vida baile al son de tu melodía… Ven ahora al banquete. Te ruego que seas cortés con el duque Carfilhiot, pues tu padre tiene esperanzas de que haya compromiso.

En el banquete, el rey Casmir y la reina Sollace ocuparon la cabecera de la gran mesa, con Suldrun a la derecha del padre y Carfilhiot a la izquierda de la reina Sollace.

Suldrun estudió a Carfilhiot de soslayo. Con esa tez clara, el tupido pelo negro y los ojos lustrosos, era innegablemente bien parecido, casi hasta en exceso. Comía y bebía grácilmente; su conversión era gentil; tal vez su única afectación era la modestia: hablaba poco de sí mismo, así, a Suldrun le costaba mirarlo a los ojos, y cuando le habló, como la ocasión lo exigía, las palabras le salieron con dificultad.

Carfilhiot intuía su aversión, o así lo creía Suldrun, y eso sólo servía para estimular su interés. Era aún más galante, como si procurara vencer el rechazo de Suldrun a fuerza de caballerosidad. Entretanto, como una fría ráfaga Suldrun notó la cuidadosa atención de su padre, hasta el extremo que empezó a perder la compostura. Trató de comer algo, pero no pudo.

Extendió la mano hacia su copa y sus ojos se cruzaron con los de Carfilhiot. Por un instante quedó petrificada. Sabe lo que estoy pensando pensó. Lo sabe, y ahora sonríe, como si ya le perteneciera. Suldrun se obligó a mirar el plato. Sin dejar de sonreír, Carfilhiot se volvió hacia la reina Sollace para escuchar sus comentarios.

En el baile, Suldrun intentó pasar inadvertida entre sus doncellas, pero fue en vano. Eschar, el subsenescal, fue a buscarla y la llevó ante el rey Casmir, la reina Sollace, el duque Carfilhiot y otros altos dignatarios. Cuando empezó la música, estaba junto al duque, y no se atrevió a rechazarlo.

Siguieron los compases calladamente de un lado a otro, inclinándose, volviéndose con gracilidad, entre sedas multicolores y satenes suspirantes. Desde seis macizos candelabros, mil velas inundaban la sala con una luz suave.

Cuando cesó la música, Carfilhiot apartó a Suldrun a un extremo del salón.

—No sé que decirte —dijo el duque—. Tu actitud es tan glacial que raya en lo amenazador.

—Duque —replicó Suldrun con su voz más formal—, no estoy habituada a estas celebraciones, y en realidad no me divierten.

—¿De modo que preferirías estar en otra parte?

Suldrun miró hacia Casmir, quien estaba rodeado por los notables de la corte.

—Mis preferencias, sean cuales fueren, parecen carecer de peso salvo para mí misma. Eso me han dado a entender.

—Pues te equivocas. A mí, por lo pronto, me interesan tus preferencias. En realidad te considero muy especial.

La única reacción de Suldrun fue un gesto de indiferencia, y el airoso aplomo de Carfilhiot se convirtió en tensión, incluso en brusquedad.

—Entretanto, ¿tu opinión es que soy una persona vulgar, monótona y tal vez algo aburrida? —dijo con la esperanza de suscitar un torrente de tímidas negaciones.

—Señor duque —dijo Suldrun con voz distraída, mirando hacia otra parte—, eres el huésped de mi padre. No me atrevería a formarme semejante opinión, ni ninguna otra.

Carfilhiot soltó una risa extraña y Suldrun se volvió con intrigado sobresalto para observar una suerte de fisura en el alma de Carfilhiot que pronto recobró la compostura. Nuevamente galante, Carfilhiot extendió las manos para expresar una cortés y bienhumorada frustración.

—¿Debes ser tan distante? ¿Tan deplorable soy? —Suldrun recurrió nuevamente a su fría conducta.

—Por cierto, no me has dado razones para formarme tales juicios.

—¿Pero no es esa una pose artificial? Debes saber que eres admirada. Por lo pronto, yo estoy ansioso de granjearme tu opinión favorable.

—Duque, mi padre quiere casarme. Eso es sabido. Él me pone en un trance difícil. No sé nada del enamoramiento ni del amor.

Carfilhiot le tomó ambas manos y la obligó a mirarle de frente.

—Te revelaré algunos arcanos. Las princesas rara vez se casan con sus enamorados. En cuanto al amor, con gusto enseñaría a una alumna tan inocente y tan bella. Aprenderías de la noche a la mañana, por así decirlo.

Suldrun apartó las manos.

—Volvamos donde los demás.

Carfilhiot escoltó a Suldrun hasta su lugar. Poco después la princesa informó a la reina Sollace que no se sentía bien, y se fue del salón. El rey Casmir, exaltado por la bebida, no lo advirtió.

En el prado de Derfwy, tres kilómetros al sur de la ciudad de Lyonesse, el rey Casmir ordenó un espectáculo y una procesión para celebrar la presencia de su huésped de honor, Faude Carfilhiot, duque de Valle Evander y señor de Tintzin Fyral. Los preparativos fueron complejos y generosos. Desde el día anterior giraban capones sobre las brasas, bien sazonados con aceite, zumo de cebollas, ajo y jarabe de tamarindo; ahora estaban a punto y un olor tentador invadía el prado. Había bandejas atiborradas de hogazas de pan blanco, y a un lado, seis cubas de vino esperaban tan sólo a que les abrieran los tapones.

Las aldeas vecinas habían enviado jóvenes hombres y mujeres en trajes de fiesta; al son de tambores y gaitas, bailaron jigas hasta que el sudor les perló la frente. Al mediodía unos payasos pelearon con vejigas y espadas de madera, y caballeros de la corte se trabaron luego en una justa con lanzas que tenían cojines de cuero en las puntas[10].

Entretanto, llevaron la carne asada a una mesa donde la trocearon. Los que deseaban disfrutar de la generosidad del rey se llevaban los trozos en hogazas, mientras el vino caía burbujeando de las espitas. El rey Casmir y Carfilhiot miraron la justa desde una plataforma elevada en compañía de la reina Sollace, la princesa Suldrun, el príncipe Cassander y otras personas de alto rango. El rey Casmir y Carfilhiot atravesaron luego el prado para ver una competición de tiro de arco, y conversaron al son del chasquido y el siseo de las flechas. Dos miembros del séquito de Carfilhiot participaron en la competición, y disparaban cotí tal destreza que el rey Casmir manifestó su admiración.

—Dispongo de una fuerza relativamente pequeña —respondió Carfilhiot—, y todos deben destacar en el uso de las armas. Calculo que cada uno de mis hombres equivale a diez soldados comunes. Vive y muere por el acero. No obstante, envidio tus doce grandes ejércitos.

—Es bueno comandar doce ejércitos —resopló el rey Casmir—, y gracias a ellos el rey Audry no duerme bien. Aun así, doce ejércitos son inútiles contra los troicinos. Navegan a lo largo de mis costas, ríen y se burlan, se acercan a mi puerto y me muestran el trasero.

—Pero sin ponerse a tiro de arco.

—Desde luego que no.

—Es ultrajante.

—Mis ambiciones no son secretas —declaró el rey Casmir—. Debo dominar Dahaut, someter a los ska y derrotar a los troicinos. Devolveré el trono Evandig y la mesa Cairba an Meadhan a sus lugares legítimos y una vez más un solo rey gobernará las Islas Elder.

—Es una noble ambición —dijo grácilmente Carfilhiot—. Si yo fuera rey de Lyonesse, pensaría del mismo modo.

—La estrategia no es fácil. Puedo avanzar hacia el sur contra los troicinos, con los ska como aliados; o internarme en las Ulflandias, suponiendo que el duque de Valle Evander me conceda libre paso por Tintzin Tyral. Luego mis ejércitos echarían a los ska de la costa, someterían a los godehanos y se volverían hacia el este para su campaña definitiva en Dahaut. Con una flota de mil naves dominaría Troicinet, y las Islas Elder serían nuevamente un solo reino. El duque de Valle Evander sería entonces duque de Ulflandia del Sur.

—Es una idea atractiva, y creo que plausible. Mis propias ambiciones no quedan afectadas; en realidad, me contento con Valle Evander. Tengo otro tipo de aspiración. Con toda franqueza, me he prendado de la princesa Suldrun. La considero la más bella de las criaturas vivientes. ¿Sería Presuntuoso de mi parte pedir su mano en matrimonio?

—Lo consideraría una propuesta muy apropiada y auspiciosa.

—Me alegra oír tu aprobación. ¿Qué dirá la princesa Suldrun? No ha manifestado sus favores.

—Es un poco caprichosa. Hablaré con ella. Mañana ambos tomaréis vuestros votos de compromiso en un rito ceremonial, y la boda se celebrará a su debido tiempo.

—Es una perspectiva alentadora para mí. Espero que también lo sea para la princesa.

Al caer la tarde, la carroza real regresó a Haidion, con el rey Casmir la reina Sollace y la princesa Suldrun. Carfilhiot y el joven príncipe Cassander la seguían a caballo.

El rey Casmir le habló a Suldrun con voz firme:

—Hoy he deliberado con el duque Carfilhiot, y se declara prendado de ti. La oportunidad es ventajosa y acepté vuestro compromiso.

Suldrun le miró atónita. Sus peores temores se habían cumplido. Al fin logró articular palabra.

—¿Acaso no me crees? ¡No quiero casarme ahora, y mucho menos con Carfilhiot! ¡No me agrada en absoluto!

El rey Casmir clavó en Suldrun sus ojos azules y redondos.

—¡Estoy harto de tu petulancia! ¡Carfilhiot es un hombre noble y apuesto! Tus prevenciones son mero capricho. Mañana al mediodía te comprometerás con Carfilhiot, y en tres meses te casarás. No hay más que decir.

Suldrun se hundió en los cojines. La carroza avanzó por la carretera bamboleándose sobre los resortes de madera de carpe. El sol parpadeaba entre los álamos que bordeaban el camino. A través de sus lágrimas, Suldrun observó el juego de luces y sombras en la cara de su padre. Con voz suave y quebrada intentó una última súplica:

—¡Padre, no me impongas esta boda!

El rey Casmir escuchó en silencio y desvió la cara sin responder. Suldrun, angustiada, buscó apoyo en su madre, pero sólo encontró reprobación.

—Estás en edad de casarte, como cualquiera que tenga ojos puede ver —señaló con voz cortante—. Es hora de que te vayas de Haidion. Con tus ensoñaciones y delirios no nos traes ninguna alegría.

—Como princesa de Lyonesse —dijo el rey Casmir—, no conoces fatigas ni penurias. Te vistes de suave seda y disfrutas de lujos a los que ninguna mujer común puede aspirar. Como princesa de Lyonesse también debes someterte a los dictados de la política, tal como lo hago yo, la boda se celebrará. Termina con esa actitud despectiva y trata al duque con amabilidad. No quiero hablar más del tema.

Cuando llegaron a Haidion, Suldrun fue enseguida a sus aposentos. Una hora después, Desdea la encontró mirando el fuego.

—Vamos —dijo Desdea—. El abatimiento afloja las carnes y amarillea la piel ¡Mejora ese humor! El rey desea que estés presente en la cena, dentro de una hora.

—Prefiero no ir.

—¡Pero debes hacerlo! El rey lo ha ordenado, e iremos a la cena, sin rodeos. Te pondrás ese terciopelo verde oscuro que te sienta tan bien, para que todas las demás mujeres parezcan pescados. Si yo fuera más joven, los dientes me castañetearían de celos. No entiendo por qué estás enfurruñada.

—No me agrada el duque Carfilhiot.

—Cállate. El matrimonio lo cambia todo. Tal vez llegues a adorarle; entonces reirás al recordar tus tontos caprichos. Ahora, quítate esa ropa. ¡Vamos! ¡Piensa cómo será cuando el duque Carfilhiot dé la orden! ¡Sosia! ¿Dónde está esa criada tan irresponsable? ¡Sosia! Cepilla el cabello de la princesa, cien veces de cada lado. ¡Esta noche debe relucir como un río de oro!

En la cena Suldrun trató de adoptar una actitud impersonal. Probó un trozo de paloma asada; bebió media copa de vino claro. Cuando le hablaban, respondía cortésmente, pero era obvio que pensaba en otra cosa. En una ocasión, cuando alzó la cabeza, su mirada se cruzó con la de Carfilhiot, y por un momento observó esos ojos radiantes como un pájaro fascinado.

Desvió los ojos y estudió meditativamente el plato. Carfilhiot era innegablemente gallardo, valeroso y apuesto. ¿Por qué su rechazo? Sabía que el instinto no la engañaba. Carfilhiot era un ser retorcido, hirviente de rencores y rarezas. Unas palabras le entraron en la mente como si vinieran de otra parte: Para Carfilhiot la belleza no era algo para adorar y amar sino para arrebatar y lastimar.

Las damas se retiraron a la sala de la reina; Suldrun corrió a sus aposentos.

Por la mañana temprano, una breve lluvia llegó del mar, limpió la vegetación y asentó el polvo. A media mañana el sol brillaba entre jirones de nubes, y arrojó sombras fugaces sobre la ciudad. Desdea le puso a Suldrun un vestido blanco con gabán blanco, con bordados rosados, amarillos y verdes, y una pequeña gorra blanca en una diadema dorada incrustada con granates.

Cuatro preciosas alfombras cubrían la terraza de un extremo al otro, desde la imponente entrada principal de Haidion hasta una mesa cubierta de grueso lino blanco. Antiguos floreros de plata de gran altura desbordaban de rosas blancas; la mesa sostenía el cáliz sagrado de los reyes lioneses: un recipiente de plata de treinta centímetros de altura, con caracteres tallados que ya no eran inteligibles en Lyonesse.

Al acercarse el mediodía, empezaron a llegar dignatarios con túnicas ceremoniales y antiguos emblemas.

Al mediodía llegó la reina Sollace. El rey Casmir la escoltó hasta su trono. Detrás vino el duque Carfilhiot, escoltado por el duque Tandre de Sondbehar.

Tras un instante, el rey Casmir miró hacia la puerta por donde debía entrar la princesa Suldrun, del brazo de su tía Desdea. En cambio, sólo notó movimientos agitados. Pronto vio que Desdea lo llamaba con señas.

El rey Casmir se levantó del trono y regresó al palacio, desde donde Desdea gesticulaba en confusión y desconcierto.

El rey Casmir miró alrededor y se volvió hacia Desdea.

—¿Dónde está la princesa Suldrun? ¿Cuál es la causa de tan indigna te demora?

—¡Estaba preparada! —exclamó Desdea—. ¡Estaba bella como un ángel! La conduje abajo, y ella me seguía. Fui por la galería, con un extraño presentimiento. Me detuve y me volví para mirar, y ella estaba allí, pálida como un lirio. Dijo algo, pero no pude oír. Creo que dijo: «¡No puedo, no puedo!». Y luego salió por la puerta lateral y echó a correr bajo la arcada. La llamé, pero en vano. Ni siquiera volvió la cabeza.

El rey Casmir regresó a la terraza. Se detuvo, miró el semicírculo de caras inquisitivas.

—Pido la indulgencia de los presentes —dijo con voz áspera y monótona—. La princesa Suldrun ha sufrido una indisposición. No se realizará la ceremonia. Se ha preparado una colación. Por favor, servios a gusto.

El rey Casmir volvió a entrar en el palacio. Desdea estaba a un lado, el pelo desaliñado, los brazos colgando como cuerdas.

El rey Casmir la miró unos segundos y luego salió. Caminó por la arcada, pasó bajo la Muralla de Zoltra Estrella Brillante, cruzó la puerta de madera y entró en el viejo jardín. Allí estaba Suldrun, sentada en una columna rota, los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos.

El rey Casmir se detuvo a varios pasos de ella. Suldrun se volvió despacio, los ojos grandes, la boca floja.

—Has venido a este lugar contraviniendo mis órdenes —dijo el rey Casmir.

—Así es. Sí —concedió Suldrun.

—Inexcusablemente has manchado el honor del duque Carfilhiot. —Suldrun movió la boca, pero no pudo hablar.

—Por un frívolo capricho —continuó el rey Casmir— has venido aquí en vez de asistir obedientemente al lugar requerido. Por tanto, quédate en este lugar, día y noche, hasta que el daño que me has causado se atempere, o hasta que mueras. Si te marchas de aquí, serás esclava de quien primero te reclame, sea caballero o labriego, idiota o vagabundo. Serás de su propiedad.

El rey Casmir se volvió, caminó sendero arriba, pasó la puerta y la cerró con fuerza.

Suldrun se volvió despacio, la cara inexpresiva y casi serena. Miró hacia el mar, donde rayos de sol atravesaban las nubes y caían en él.

Un grupo silencioso esperaba al rey Casmir en la terraza. El miró a ambos lados.

—¿Dónde está el duque Carfilhiot?

El duque Tandre de Sondbehar se le acercó.

—Majestad, esperó un minuto después que tu partida. Luego llamó a su caballo y se marchó de Haidion con su séquito.

—¿Qué dijo? —exclamó el rey Casmir—. ¿No dejó ningún mensaje?

—Majestad —repuso el duque Tandre—, no dijo una palabra.

El rey Casmir fulminó con la mirada a los presentes, luego se volvió y en dos zancadas entró en el palacio Haidion.

El rey Casmir caviló durante una semana, soltó una maldición y se puso a redactar una carta. La versión final decía:

Para el noble duque

Faude Carfilhiot

En el castillo de Tintzin Fyral.

Noble señor:

Escribo con dificultad estas palabras, en referencia a un episodio que me ha colmado de vergüenza. No puedo ofrecer las disculpas apropiadas, pues soy víctima de las circunstancias tanto como tú, tal vez más. Sufriste una afrenta que comprensiblemente causó tu exasperación. No obstante, no hay duda, de que tu dignidad está por encima de los caprichos de una tonta e impertinente doncella. Por mi parte, he perdido el privilegio de unir nuestras casas mediante un vínculo marital.

A pesar de todo, quiero expresarte mi pesar porque esto haya ocurrido en Haidion y así mancillado mi hospitalidad.

Confío en que tu generosa tolerancia te permita seguir considerándome un amigo y aliado en empresas futuras.

Con mi mayor consideración,

Casmir, rey de Lyonesse.

Un mensajero llevó la carta a Tintzin Fyral. A su debido momento regresó con una respuesta.

Para su augusta, majestad, Casmir, rey de Lyonesse.

Estimado señor:

Ten la certeza de que las emociones que me produjo el episodio a que te refieres, aunque surgieron en mí como una tormenta (comprensiblemente, espero), se esfumaron con la misma rapidez, y me dejaron avergonzado por los estrechos límites de mi consideración. Convengo en que los caprichos de una doncella no deberían comprometer nuestra asociación personal. Como siempre, puedes contar con mi sincero respeto y mi gran esperanza de que tus justas y legítimas aspiraciones se realicen. Cuando desees visitar Valle Evander, ten la certeza de que me agradará tener la oportunidad de ofrecerte la hospitalidad de Tintzin Fyral.

Tu amigo,

Carfilhiot.

El rey Casmir estudió la carta con atención. Aparentemente Carfilhiot no le guardaba rencor; aun así, sus declaraciones de buena voluntad, aunque fervientes, podrían haber ido más lejos y ser más específicas.