En el día de Beltane, en la primavera siguiente al año que Suldrun cumplió once, se celebró el antiguo rito conocido como Blodfadh o Florecimiento. Con otras veintitrés niñas de linaje noble, Suldrun atravesó un círculo de rosas blancas y luego bailó una pavana con el príncipe Bellath de Caduz como acompañante. Bellath, de dieciséis años, era más bien enjuto. Sus rasgos eran marcados y armoniosos, aunque un poco austeros; sus modales eran precisos y correctos, y agradablemente modestos. En ciertas cualidades le recordaba a Suldrun otra persona que había conocido. ¿Quién podía ser? En vano intentó recordar. Mientras seguía las pausadas cadencias de la pavana, le estudió la cara y descubrió que él también la examinaba.
Suldrun había resuelto que le gustaba Bellath. Rió tímidamente.
—¿Por qué me miras con tanta intensidad?
—¿Te digo la verdad? —preguntó Bellath, casi disculpándose.
—Desde luego.
—Muy bien, pero debes dominar tu angustia. Me han dicho que tú y yo debemos casarnos.
Suldrun no supo qué decir. Realizaron en silencio los majestuosos movimientos de la danza.
—Espero que lo que dije no te haya turbado —jadeó al fin Bellath.
—No… Debo casarme un día, o eso supongo. No estoy preparada para pensar en ello.
Más tarde, esa noche, mientras yacía en la cama evocando los episodios del día, Suldrun recordó a quién le recordaba el príncipe Bellath: nada menos que a maese Jaimes.
Blodfadh provocó cambios en la vida de Suldrun. Contra sus deseos, la trasladaron de sus queridos y familiares aposentos de la Torre Este a un sitio más cómodo un piso más abajo, y el príncipe Cassander ocupó las antiguas habitaciones de Suldrun. Dos meses antes, Maugelin había muerto de hidropesía. Fue reemplazada por una costurera y un par de criadas.
La supervisión del príncipe Cassander quedó a cargo de Boudetta. El nuevo archivista, un pedante menudo y gris llamado Julias Sagamundus, se hizo cargo de instruir a Suldrun en ortografía, historia y cálculos numéricos. Para el perfeccionamiento de sus gracias doncellescas, Suldrun fue encomendada a la dama Desdea, viuda del hermano de la reina Sollace, quien residía en Haidion y realizaba tareas gentiles por lánguida solicitud de la reina Sollace. Cuarentona, sin propiedades, de huesos grandes, alta, con rasgos toscos y mal aliento, Desdea no tenía ninguna perspectiva; aun así, se engañaba a sí misma con fantasías imposibles. Se acicalaba, empolvaba y perfumaba; se arreglaba el pelo castaño con gran cuidado, con un complicado rodete e hileras gemelas de rígidos bucles encerrados en redecillas sobre las orejas.
La joven y lozana belleza de Suldrun y sus distraídos hábitos conmovían las más sensibles fibras de Desdea. Las visitas de Suldrun al viejo jardín ahora eran conocidas por todos. Desdea las reprobaba. Para una doncella de alta cuna —o cualquier otro tipo de doncella— el deseo de privacidad no sólo era excéntrico, sino que despertaba sospechas. Suldrun era demasiado joven para tener un amante. Y sin embargo… La idea era absurda. Apenas se le notaban los pechos. Aun así, la podía haber seducido un fauno, cuya preferencia por los agridulces encantos de las púberes era conocida.
Así pensaba Desdea. Un día sugirió que Suldrun la llevara al jardín. Suldrun trató de evadirla.
—No te agradaría el lugar. El sendero va sobre piedras, y no hay mucho que ver.
—Aun así, me gustaría visitarlo.
Suldrun guardó silencio, pero Desdea insistió.
—El tiempo es bueno. Supongo que podríamos dar nuestro paseo ahora…
—Debes excusarme, señora —dijo Suldrun cortésmente—. Voy a ese lugar únicamente cuando estoy sola.
Desdea enarcó las finas cejas castañas.
—¿Sola? No es procedente que una joven de tu posición ande sola en sitios alejados.
—No tiene nada de malo disfrutar del propio jardín —repuso Suldrun con desenvuelta calma, como si enunciara una verdad conocida.
Desdea no supo qué responder. Luego mencionó la obstinación de Suldrun a la reina Sollace, quien en ese momento estaba probando una nueva pomada compuesta con cera de lirios.
—He oído algo de eso —dijo la reina Sollace, frotándose la muñeca con crema blanda—. Es una criatura extraña. A su edad yo me fijaba en varios jóvenes galantes, pero tales ideas no entran en la rara cabecita de Suldrun… ¡Vaya! ¡Esto tiene un rico aroma! ¡Huele este ungüento!
Al día siguiente el sol brillaba claramente entre altos jirones de nubes. Suldrun asistió de mala gana a las lecciones de Julias Sagamundus, con un delicado vestido de rayas blancas y verdes, ceñido bajo los pechos y con encaje en el ruedo y el cuello. Sentada en un taburete, Suldrun copió la ornamentada escritura lionesa con una pluma de ganso gris, tan fina y larga que la punta se mecía a cierta altura sobre su cabeza. Suldrun miraba hacia la ventana cada vez más, y escribía cada vez menos.
Julias Sagamundus, viendo cómo eran las cosas, suspiró un par de veces, pero sin énfasis. Arrebató la pluma de los dedos de Suldrun, empacó sus libros de ejercicios, plumas, tintas y pergaminos y fue a atender sus propios asuntos. Suldrun bajó del taburete y permaneció embelesada junto a la ventana, como si escuchara una música lejana. Dio media vuelta y se marchó a la biblioteca.
Desdea entró en la galería procedente de la Sala Verde, donde el rey Casmir le había dado cuidadosas instrucciones. Llegó a tiempo para ver el fulgor verde y blanco del vestido de Suldrun, que entraba en el Octógono.
Desdea la siguió deprisa, recordando las instrucciones del rey. Entró en el Octógono, miró a derecha e izquierda, luego salió y vio a Suldrun, que ya estaba en el extremo de la arcada.
—Vaya niña tan sigilosa —murmuro la dama para sí misma—. Ahora veremos. Muy pronto, muy pronto. —Se llevó los dedos a la boca y subió a los aposentos de Suldrun, donde hizo preguntas a las criadas. Ninguna conocía el paradero de Suldrun.
—No importa —dijo Desdea—. Sé dónde encontrarla. Ahora, sacad su vestido azul claro con corpiño de encaje, ropa haciendo juego, y preparadle un baño.
Desdea bajó a la galería y pasó media hora caminando de aquí para allá. Al fin volvió de nuevo por la Galería Larga.
—Ahora veremos —se dijo.
Subió la arcada y atravesó el túnel hasta la plaza de armas. A su derecha cerezos silvestres y alerces cubrían una vieja pared de tierra, donde entrevió una deteriorada puerta de madera. Siguió adelante, se agachó bajo el alerce y empujó la puerta. Un sendero bajaba entre salientes y protuberancias de roca.
Subiéndose la falda hasta más arriba de los tobillos, Desdea avanzó Por irregulares escalones de piedra que doblaban a derecha e izquierda y dejó atrás un viejo templo de piedra. Siguió adelante, tratando de no tropezar y caer, lo cual, ciertamente pondría en jaque su dignidad.
Las paredes de la barranca se separaron; Desdea vio el jardín. Bajó despacio por el sendero y, si no hubiera estado tan atenta a un posible desliz, habría reparado en los macizos de flores y las agradables hierbas, el arroyuelo que se derramaba en delicados estanques y luego saltaba de piedra en piedra hasta caer en otro remanso. Desdea sólo vio un escabroso, húmedo y solitario desierto rocoso. Tropezó, se lastimó el pie y maldijo, enfurecida por las circunstancias que la habían alejado tanto de Haidion, y pronto vio a Suldrun a poca distancia, totalmente sola (y Desdea sabía que sería así, a pesar de sus sospechas de escándalo).
Suldrun oyó los pasos y alzó los ojos azules, que le brillaron ferozmente en la cara pálida.
—Me lastimé el pie en las piedras —dijo Desdea con rencor—. Es una vergüenza.
Suldrun movió la boca. No encontraba palabras para expresarse. Desdea soltó un suspiro de resignación y fingió mirar en derredor.
—Conque, querida princesa, este es tu pequeño refugio —dijo con voz condescendiente. Tiritó exageradamente, encogiendo los hombros—. ¿No eres sensible al aire? Siento una ráfaga húmeda. Debe de venir del mar. —De nuevo miró en derredor, frunciendo la boca con divertida reprobación—. Aun así, es un pequeño rincón salvaje, tal como debió de ser el mundo antes de que aparecieran los hombres. Vamos, niña muéstrame el lugar.
La furia deformó la cara de Suldrun, que ahora mostraba los dientes en la boca tensa. Alzó la mano y señaló.
—¡Lárgate de aquí! Desdea irguió la cabeza.
—Querida niña, eres impertinente. Sólo me preocupa tu bienestar y no merezco tu desprecio.
—¡No te quiero aquí! —chilló Suldrun—. ¡No te quiero cerca de mí! ¡Lárgate!
Desdea retrocedió; su cara era una máscara desagradable. Sentía impulsos conflictivos. Ante todo deseaba encontrar una rama, alzar la falda de esa niña impúdica y darle una buena tunda: un acto que no se atrevía a cometer. Retrocediendo unos paso rezongó:
—Eres una ingrata. ¿Crees que es agradable instruirte en todo lo que es noble y bueno, y guiar tu inocencia a través de los escollos que encuentras en la corte, cuando ni siquiera me respetas? Busco amor y res peto, encuentro rencor. ¿Es esta mi recompensa? Me esfuerzo por cumplir con mi deber y me dicen que me largue. —Su voz se convirtió en un zumbido. Suldrun dio media vuelta y observó el vuelo de una golondrina, luego otra. Miro el chispeante y espumoso oleaje que se estrellaba contra las rocas y se desplomaba en la playa. Desdea continuó:
—Hablaré con claridad: no es por mi beneficio que ando entre piedras y abrojos para notificarte sobre deberes tal como la importante recepción de hoy. No, debo aceptar el papel de la entrometida Desdea. Te lo he notificado y no puedo hacer más.
Desdea dio media vuelta, subió por el sendero y se marchó del jardín. Suldrun la miró pensativa. Había notado un indefinible aire de satisfacción en el movimiento de sus brazos y la inclinación de su cabeza. Se preguntó qué significaría.
Para proteger del sol al rey Deuel de Pomperol y su cortejo, se había erigido un dosel de seda roja y amarilla, los colores de Pomperol, en el gran patio de Haidion. Bajo este dosel, el rey Casmir, el rey Deuel y vanas personas de alto rango disfrutaban de un banquete informal.
El rey Deuel, un hombre delgado y musculoso de edad mediana exhibía una energía mercurial y gran vitalidad. Había traído sólo un pequeño séquito: su único hijo, el príncipe Kestrel, cuatro caballeros, varios ayudantes y lacayos; así, decía el rey Deuel, eran «libres como los pájaros, esas benditas criaturas que surcan el aire, para ir dondequiera y a nuestro antojo».
El príncipe Kestrel había cumplido quince años y se parecía al padre sólo en el pelo amarillento. Por lo demás, era grave y flemático, con un torso corpulento y una expresión plácida. Aun así, el rey Casmir pensaba en Kestrel como un posible partido para la princesa Suldrun, si no se presentaban opciones más ventajosas, y por ello dispuso que hubiera un sitio para Suldrun en la mesa del banquete.
Cuando notó que ese sitio permanecía desocupado, el rey Casmir le habló aparte a la reina Sollace.
—¿Dónde está Suldrun? —preguntó con furia.
La reina Sollace encogió sus marmóreos hombros.
—No sé. Es imprevisible. Me resulta más fácil librarla a sus propios caprichos.
—Me parece muy bien. ¡Pero yo ordené su presencia!
La reina Sollace se encogió nuevamente de hombros y cogió un dulce.
—En ese caso Desdea debe informarnos.
El rey Casmir miró a un lacayo por encima del hombro.
—Trae a Desdea.
Entretanto, el rey Deuel disfrutaba de las piruetas de los animales amaestrados que el rey Casmir había traído para complacerlo. Osos con azules sombreros de tres picos arrojaban pelotas; cuatro lobos con trajes de satén rosado y amarillo bailaban una contradanza; seis garzas marchaban en formación con seis cuervos.
El rey Deuel aplaudió el espectáculo, y demostró especial entusiasmo por los pájaros.
—¡Espléndido! ¿No son dignas criaturas, majestuosas y sabias? ¡Observad la gracia de su andar! ¡Un paso, otro paso!
El rey Casmir aceptó el cumplido con un gesto imponente.
—¿Te agradan las aves?
—Me parecen extraordinarias. Vuelan con desenvuelta audacia y con una gracia que excede en mucho nuestra capacidad.
—Es verdad… Excúsame, debo hablar con la dama Desdea. —El rey Casmir se apartó a un lado—. ¿Dónde está Suldrun?
La dama fingió asombro.
—¿No se encuentra aquí? ¡Qué extraño! Es obstinada, y tal vez un poco extraña, pero no puedo creer que desobedezca a propósito.
—¿Dónde está, entonces?
Desdea hizo una mueca y agitó los dedos.
—Como decía, es una niña terca y dada a las extravagancias. Ahora se ha aficionado a un viejo jardín que está bajo el Urquial. Intenté disuadirla, pero lo ha convertido en su refugio favorito.
—¿Dónde está ahora? ¿Sola? —estalló el rey Casmir.
—Majestad, no permite que nadie más vaya a ese jardín. Hablé con ella y le comuniqué vuestros deseos. No me quiso escuchar y me pidió que me marchara. Supongo que todavía está en el jardín.
El rey Deuel observaba fascinado la actuación de un simio amaestrado que caminaba sobre la cuerda floja. El rey Casmir masculló una excusa y se marchó. Desdea volvió a sus asuntos con una agradable sensación de satisfacción.
El rey Casmir no había pisado el antiguo jardín en veinte años. Bajó por un sendero de guijarros incrustados en arena, entre árboles, hierbas y flores. A medio camino de la playa se encontró con Suldrun. Ella estaba arrodillada, incrustando guijarros en la arena.
Suldrun alzó los ojos sorprendida. El rey Casmir observó el jardín en silencio, luego miró a Suldrun, que se levantó despacio.
—¿Por qué no obedeciste mis órdenes? —rezongó el rey. Suldrun lo miró boquiabierta.
—¿Qué órdenes?
—Pedí que estuvieras presente en la recepción del rey Deuel de Pomperol y su hijo el príncipe Kestrel.
Suldrun hizo memoria y recobró el eco de la voz de Desdea.
—Tal vez Desdea lo mencionó —dijo, mirando de soslayo el mar—. Habla tanto que rara vez la escucho.
El rey Casmir permitió que una airosa sonrisa le iluminara la cara. Él también pensaba que esa dama hablaba más de la cuenta. Una vez más inspeccionó el jardín.
—¿Por qué vienes aquí?
—Aquí nadie me molesta —dijo Suldrun, tartamudeando.
—¿Pero no te sientes sola?
—No. Finjo que las flores me hablan.
El rey Casmir gruñó. Tales fantasías eran necesarias y poco prácticas en una princesa. Tal vez era excéntrica de veras.
—¿No deberías divertirte con otras doncellas de tu posición?
—Padre, eso hago en mis lecciones de danza.
El rey Casmir la examinó desapasionadamente. Suldrun se había puesto una florecilla blanca en el pelo reluciente y dorado; sus rasgos eran regulares y delicados. Por primera vez el rey Casmir vio en su hija algo más que una niña bella y despistada.
—Ya —gruñó—. Vamos a la recepción. Tu atuendo no es apropiado, pero ni el rey Deuel ni Kestrel pueden pensar peor de ti. —Reparó en la melancólica expresión de Suldrun—. ¿No te atrae la idea de ir a un banquete?
—Padre, son extraños. ¿Por qué debo conocerlos hoy?
—Porque con el tiempo debes casarte y Kestrel podría ser el partido más ventajoso.
Suldrun se acongojó aún más.
—Creí que debía casarme con el príncipe Bellath de Caduz. —Los rasgos del rey Casmir se endurecieron.
—¿Dónde has oído eso?
—Me lo dijo el príncipe Bellath. —El rey Casmir soltó una risotada.
—Bellath se ha comprometido hace tres semanas con la princesa Mahaeve de Dahaut.
—¿No es una mujer mayor? —preguntó Suldrun con desánimo.
—Tiene diecinueve años y para colmo es fea. Pero eso no importa: obedeció a su padre el rey, quien prefirió Dahaut a Lyonesse, cosa que lamentará… ¿Así que te agradaba Bellath?
—Me gustaba bastante.
—Ahora no importa. Necesitamos a Pomperol y Caduz; si llegamos a un trato con Deuel, conseguiremos ambas. Ven y se amable con el príncipe Kestrel. —Giró sobre sus talones. Suldrun lo siguió sendero arriba arrastrando los pies.
En la recepción se sentó junto al príncipe Kestrel, que la miraba con expresión altiva, aunque Suldrun no lo notó. Kestrel y el banquete la aburrían.
En el otoño de ese año, el rey Quairt de Caduz y el príncipe Bellath fueron a cazar a las Colinas Largas. Allí los sorprendió y asesinó una partida de salteadores enmascarados. Caduz quedó sumida en el caos y la confusión.
En Lyonesse el rey Casmir descubrió que podría reclamar el trono de Caduz, pues su abuelo, el duque Cassander, había sido hermano de la reina Lydia de Caduz.
Este reclamo, basado en el vínculo entre hermanos, y de allí con un descendiente lejano, era legal (con reservas) en Lyonesse y en las Ulflandias, pero era contrario a las costumbres de Dahaut, que se guiaban estrictamente por la línea paterna. En cuanto a Caduz, sus propias leyes eran ambiguas.
Para hacer valer su reclamo, Casmir viajó a Montroc, capital de Caduz, a la cabeza de cien caballeros, lo cual irritó al rey Audry de Dahaut. Advirtió que en ninguna circunstancia permitiría que Casmir se anexionará Caduz tan fácilmente, y empezó a movilizar un gran ejército.
Los duques y condes de Caduz, así instigados, comenzaron a expresar disgusto por Casmir, y muchos se preguntaban cada vez más por la identidad de esos salteadores, tan rápidos, mortales y anónimos en una campiña habitualmente tan plácida.
Casmir vio por dónde soplaba el viento. Una tarde tormentosa, mientras los nobles de Caduz celebraban un cónclave, una extraña mujer vestida de blanco entró en el aposento alzando un recipiente de vidrio que irradiaba colores ondulantes como humo. Como en trance, la mujer recogió la corona y la puso en la cabeza del duque Thirlach, esposo de Etaine, hermana menor de Casmir. La mujer de blanco se marchó y nunca más la vieron. Tras ciertas deliberaciones, se aceptó esta profecía al pie de la letra y Thirlach ocupó el trono como nuevo rey. Casmir regresó a Haidion con sus caballeros, contento de haber hecho todo lo posible para favorecer sus intereses, y en verdad su hermana Etaine, ahora reina de Caduz, era una mujer de formidable personalidad.
Suldrun tenía catorce años y estaba en edad de casarse. Los rumores acerca de su belleza habían llegado lejos, y una sucesión de jóvenes y no tan jóvenes dignatarios llegó a Haidion para juzgar por sí mismos a la fabulosa princesa de Suldrun.
El rey Casmir ofrecía a todos similar hospitalidad, pero no tenía prisa en alentar una boda hasta que todas sus opciones estuvieran claras.
La vida de Suldrun se volvió cada vez más compleja, con bailes, banquetes, fiestas y juergas. Algunos visitantes le resultaban agradables, otros no tanto. El rey Casmir, sin embargo, nunca le pedía su opinión, que en todo caso no le interesaba.
Un visitante distinto llegó a la ciudad de Lyonesse: el hermano Umphred, un evangelista robusto de cara redonda, originario de Aquitania, que había llegado a Lyonesse a través de la isla de Whanish y la diócesis de Skro.
Con un instinto tan certero como el que guía al hurón hacia la garganta del conejo, el hermano Umphred logró hacerse escuchar por la reina Sollace. El hermano Umphred usaba una voz meliflua e insistente, y la reina Sollace se convirtió al cristianismo.
El hermano Umphred estableció una capilla en la Torre de Palaemon, a pocos pasos de los aposentos de la reina.
A sugerencia del hermano Umphred, Cassander y Suldrun fueron bautizados y se requirió que todas las mañanas asistieran a misa en la capilla.
Después el hermano Umphred intentó convertir al rey Casmir, y fue demasiado lejos.
—¿Cuál es tu propósito aquí? —preguntó el rey Casmir—. ¿Eres un espía de Roma?
—Soy un humilde servidor del Dios único y todopoderoso —dijo el hermano Umphred—. Llevo este mensaje de esperanza y amor a todas las personas, a pesar de penurias y tribulaciones. Eso es todo.
El rey Casmir rió con sarcasmo.
—¿Qué me dices de las grandes catedrales de Avallen y Taciel? ¿Dios donó el dinero? No. Se lo extrajeron a los labriegos.
—Majestad, humildemente aceptamos limosna.
—Para un Dios todopoderoso parecería más fácil crear dinero… ¡Basta de proselitismo! Si aceptas una sola moneda de cualquier persona de Lyonesse, serás azotado desde aquí hasta Puerto Fader y embarcado hacia Roma en un saco.
El hermano Umphred se inclinó sin manifestar enfado.
—Hágase como tú ordenas.
Suldrun encontró incomprensibles las doctrinas del hermano Umphred, y un exceso de familiaridad en su trato. Dejó de asistir a misa y así provocó el enfado de su madre.
Suldrun tenía poco tiempo para sí misma. Nobles doncellas la acompañaban casi todo el día para charlar y chismorrear, para planear pequeñas intrigas, para hablar de vestidos y modales, y para analizar a los pretendientes que visitaban Haidion. Suldrun encontraba poca soledad y escasas ocasiones para visitar el jardín.
Una mañana de verano el sol brillaba tan dulcemente y el tordo cantaba canciones tan plañideras en el naranjal que Suldrun sintió el impulso de abandonar el palacio. Eludió a sus criadas fingiendo una indisposición y furtivamente, para que nadie sospechara una cita de amor, corrió arcada arriba, cruzó la vieja puerta y entró en el jardín.
Algo había cambiado. Se sintió como si viera el jardín por primera vez, aunque cada detalle, cada árbol y cada flor le resultaba entrañable y familiar. Con tristeza, buscó la perdida visión de la niñez. Vio señales de descuido: las campanillas, anémonas y violetas que crecían modestamente a la sombra habían sido desafiadas por insolentes malezas. Enfrente, entre los cipreses y los olivos, las ortigas habían crecido con más orgullo que el asfódelo. La lluvia había deteriorado el sendero que ella había pavimentado con guijarros.
Suldrun bajó despacio hasta el tilo, bajo el cual había pasado tantas horas de ensoñación. El jardín parecía más pequeño. La común luz del sol impregnaba el aire, en vez del viejo encanto que había signado este lugar, y sin duda las rosas silvestres habían despedido una fragancia más rica cuando ella entró en el jardín por primera vez. Oyó pasos y al volverse vio al radiante hermano Umphred. Usaba una sotana parda sujeta con un cordel negro. La cogulla le colgaba entre los hombros regordetes; la calva tonsurada tenía un brillo rosado.
El hermano Umphred, tras una rápida mirada a izquierda y derecha, se inclinó y entrelazó las manos.
—Bendita princesa, no habrás venido tan lejos sin escolta.
—Pues claro que sí vine en busca de soledad —dijo Suldrun secamente—. Me gusta estar sola.
El hermano Umphred, sin dejar de sonreír, echó otra ojeada al jardín.
—Éste es un refugio tranquilo. Yo también disfruto de la soledad. Tal vez tú y yo estemos hecho de la misma estofa. —Avanzó, deteniéndose a tres pasos de Suldrun—. Es un gran placer encontrarte aquí. Con franqueza, hace tiempo que deseo hablarte.
—No me interesa hablar contigo ni con nadie más —dijo fríamente Suldrun—. He venido para estar sola.
El hermano Umphred torció la boca en una mueca jocosa.
—Me iré enseguida. Aun así, ¿te parece adecuado aventurarte sola en un lugar tan apartado? ¡Cuántos rumores correrían, si se supiera! Todos se preguntarían quién goza de tus favores.
Suldrun le dio la espalda en un silencio helado. El hermano Umphred ensayó otra mueca jocosa, se encogió de hombros y echó a andar sendero arriba.
Suldrun se sentó junto al tilo. Sospechaba que el hermano Umphred había ido a ocultarse entre las rocas con la esperanza de descubrir quién venía a verla.
Al fin se levantó y subió por el sendero. La ultrajante presencia del hermano Umphred había devuelto al jardín parte de su encanto, y Suldrun se detuvo a arrancar malezas. Tal vez al día siguiente fuera a arrancar las ortigas.
El hermano Umphred habló con la reina Sollace y le hizo varias sugerencias. Sollace reflexionó con iría y deliberada malicia: hacía tiempo que había decidido que no sentía cariño por Suldrun. Dio las ordenes correspondientes.
Pasaron varias semanas antes de que Suldrun, a pesar de su resolución, regresara al jardín. Al pasar por la vieja puerta de madera, descubrió una cuadrilla de alhamíes trabajando en el viejo templo. Habían ampliado las ventanas, instalado una puerta y derrumbado la pared trasera para ampliar el interior; también habían añadido un altar.
—¿Qué estáis construyendo? —preguntó la consternada Suldrun al maestro albañil.
—Alteza, construimos una pequeña Iglesia, o capilla, o como se llame, para que el sacerdote cristiano celebre sus rituales.
Suldrun apenas podía hablar.
—¿Pero quién dio esa orden?
—Fue la reina Sollace, alteza, para sentirse a gusto durante sus devociones.