4

Una mañana de verano, antes de cumplir los diez años, Suldrun fue al cuarto del tercer piso de la cuadrangular y vieja Torre de los Búhos para su lección de danza. Era la habitación que más le alegraba en todo Haidion. Un lustroso suelo de abedul reflejaba la luz de tres ventanas con cortinas de satén gris perla. Muebles tapizados en gris claro y escarlata se alineaban contra las paredes; y Laletta, la profesora, se cercioraba de que hubiera flores frescas en todas las mesas. Los alumnos incluían a ocho varones y ocho niñas de alto rango, cuyas edades oscilaban entre ocho y doce años. A Suldrun le causaban reacciones diversas: algunos le resultaban agradables, otros latosos y aburridos.

Laletta, una esbelta joven de ojos oscuros, de alta cuna pero escasas perspectivas, enseñaba bien y no demostraba favoritismos; a Suldrun ni le agradaba ni le desagradaba.

Esa mañana Laletta estaba indispuesta y no podía enseñar. La princesa regresó a sus aposentos y descubrió a Maugelin desnuda en la cama de Suldrun, montada por un fogoso y joven lacayo llamado Lopus.

Suldrun observó fascinada hasta que Maugelin la vio y gritó.

—¡Repugnante! —dijo Suldrun—. ¡Y en mi cama!

Lopus se apartó tímidamente, se puso los pantalones y se fue. Maugelin se vistió con igual prisa, parloteando sin cesar.

—Qué pronto has vuelto de tu clase de danza, querida princesa. ¿Has tenido buena lección? Lo que viste no fue nada importante, un mero juego. Sería mejor, mucho mejor, que nadie se enterara…

—¡Has ensuciado mi cama! —dijo Suldrun con fastidio.

—Vamos, querida princesa…

—Cambia toda la ropa de cama… No, primero lávate, luego trae sábanas limpias y airea la habitación.

—Sí, querida princesa. —Maugelin se apresuró a obedecer, y la princesa corrió alegremente escaleras abajo, riendo y haciendo cabriolas.

Maugelin sería menos estricta ahora, y Suldrun podría actuar a su antojo.

Suldrun corrió por la arcada, observó el Urquial para cerciorarse de que nadie miraba, se agachó bajo el viejo alerce y abrió la vieja y crujiente puerta. Pasó, cerró la puerta y bajó por el serpenteante sendero, dejando atrás el templo e internándose en el jardín.

Era un día brillante y soleado; el aire dulzón olía a heliotropo y a hojas frescas y verdes. Suldrun observó el jardín con satisfacción. Había arrancado las malezas que le parecían toscas, incluyendo todas las ortigas y casi todos los abrojos; ahora el jardín estaba casi ordenado. Había barrido las hojas y la suciedad del suelo teselado de la vieja villa, y había limpiado los detritos del cauce de un arroyuelo que corría a un costado del barranco. Aún tenía mucho que hacer, pero no hoy.

De pie a la sombra de una columna, se soltó la hebilla del hombro, dejó caer el vestido y quedó desnuda. La luz del sol le cosquilleaba la piel; el aire fresco le producía un delicioso contraste de sensaciones.

Paseó por el jardín. Así ha de sentirse una dríade, pensó Suldrun; así ha de moverse, quedamente, sin más ruido que el suspiro del viento entre las hojas.

Se detuvo a la sombra del solitario tilo, luego continuó hasta la playa para ver qué habían traído las olas. Cuando el viento soplaba del sudoeste, como ocurría a menudo, las corrientes giraban alrededor del promontorio y se curvaban en su pequeña caleta, trayendo hasta la orilla toda clase de objetos hasta la próxima marea alta, cuando la misma corriente arrastraba esos objetos y se los llevaba de nuevo. Hoy la playa estaba limpia. Suldrun corrió de aquí para allá, eludiendo el oleaje que lamía la tosca arena. Se detuvo para observar una roca a unos cincuenta metros bajo el promontorio, donde una vez había descubierto a un par de jóvenes sirenas. Éstas la habían visto y la habían llamado, pero usaban un lenguaje lento y extraño que Suldrun no entendía. El pelo verde oliva les colgaba sobre los pálidos hombros; los labios y los pezones también eran de color verde claro. Una de ellas agitó la mano y Suldrun le vio la membrana que le unía los dedos. Ambas se volvieron para mirar hacia el mar, donde un tritón barbado salía de las olas. Llamó con voz ronca y ventosa; las sirenas se deslizaron por las rocas y desaparecieron.

Pero hoy las rocas estaban desiertas. Suldrun dio media vuelta y caminó despacio hacia el jardín.

Se puso el arrugado vestido y trepó por el barranco. Atisbó por la puerta para asegurarse que nadie miraba, regresó a la carrera y a brincos a la arcada, dejó atrás el naranjal y entró en el castillo.

Una tormenta estival que soplaba desde el Atlántico trajo una lluvia suave a la ciudad de Lyonesse. Suldrun quedó confinada en Haidion. Una tarde entró en el Salón de los Honores.

Haidion estaba en silencio; el castillo parecía contener el aliento. Suldrun caminó despacio por la habitación, examinando cada una de las grandes sillas como si evaluara su fuerza. Las sillas también la evaluaban a ella. Algunas eran orgullosas y distantes; otras estaban enfadadas. Algunas eran oscuras y siniestras, otras benévolas. Junto al trono de Casmir, Suldrun examinó el pendón rojo oscuro que ocultaba el cuarto trasero. Nada podía inducirla a aventurarse allí adentro, con la magia tan cerca.

Apartándose a un costado, sorteó el trono y se sintió más tranquila. A pocos pasos colgaba el pendón. Naturalmente no se atrevía a entrar en el cuarto trasero, ni siquiera a acercarse. Pero una mirada no podía causar daño.

Se aproximó con sigilo a la colgadura y la descorrió suavemente. La luz de las altas ventanas pasó sobre su hombro para caer sobre la lejana pared de piedra. Allí, en una hendedura, estaba la vara de hierro. Allí, dos cerraduras. Y más allá el cuarto donde sólo el rey Casmir podía entrar. Suldrun soltó la colgadura y se marchó en silencio del Salón de los Honores.

Las relaciones entre Lyonesse y Troicinet, nunca cálidas, se habían vuelto tensas por diversas razones que poco a poco habían contribuido a crear hostilidad. Las ambiciones del rey Casmir no excluían a Troicinet ni a Dascinet, y sus espías estaban presentes en todos los estratos de la sociedad troicina.

El rey Casmir veía frustrados sus planes porque no tenía una armada. A pesar de su larga costa, Lyonesse carecía de acceso al mar, y sólo tenía puertos marinos en Slute Skeme, Bulmer Skeme, la ciudad de Lyonesse y Pargetta, detrás de Cabo Despedida. La accidentada costa de Troicinet creaba docenas de puertos, cada cual con muelles, astilleros y caminos. Abundaban los hábiles constructores y la buena madera: olmo y alerce para las curvas, roble para la estructura, bosquecillo de joven abeto para los mástiles, y un pino denso y resinoso para las planchas. Los navíos mercantes de Troicinet llegaban hasta Jutlandia, Gran Bretaña e Irlanda en el norte. Hasta Mauretania y el Reino de los Hombres Azules en el sur, surcando el Atlántico, y en el este pasaban Tmgis y se internaban en el Mediterráneo.

El rey Casmir se consideraba un experto en intrigas y buscaba incesantemente alguna ventaja que pudiera explotar. En una ocasión, un cargado navío troicino, que bordeaba la costa de Dascinet en una densa niebla, se atascó en un banco de arena. Yvar Excelsas, el irascible rey de Dascinet, reclamó enseguida el barco y su cargamento, citando la ley marítima, y envió peones para descargar el buque. Acudieron un par de navíos de guerra troicinos, rechazaron lo que ya era una pequeña flota de piratas dascinos, y con la marea alta arrastraron la nave hasta aguas profundas.

Enfurecido, el rey Yvar Excelsus envió un insultante mensaje al rey Granice, que residía en Alceinor, exigiendo reparaciones, so pena de acción punitiva.

El rey Granice, que conocía bien el temperamento de Yvar Excelsus, ignoró el mensaje, lo cual puso rojo de furia al rey dascino.

El rey Casmir envió un emisario secreto a los dascinos, apremiándoles a atacar Troicinet y prometiéndoles su ayuda. Los espías troicinos interceptaron al mensajero y lo llevaron a Alceinor con los documentos.

Una semana más tarde el rey Casmir recibió en Haidion un tonel con el cadáver del enviado, que tenía los documentos metidos en la boca.

Entretanto el rey Yvar Excelsus tuvo que ocuparse de otro asunto, y sus amenazas contra Troicinet quedaron en nada.

El rey Granice no tomó más medidas contra el rey Casmir, pero comenzó a pensar seriamente en la posibilidad de una guerra no deseada. Troicinet, con una población que era la mitad de la de Lyonesse, no podía tener esperanzas de victoria, de modo que no tenía nada que ganar y todo que perder.

Desde la ciudad de Pargetta, cerca de Cabo Despedida, llegaron malas nuevas de matanzas y desmanes cometidos por los ska. Dos navíos negros habían llegado al amanecer y descargaron tropas que saquearon la ciudad con una desapasionada precisión más aterradora que salvaje. Todos los que se interponían eran asesinados. Los ska robaron tinajas de aceite de oliva, azafrán, vino, oro del templo de Mitra, hojalata, lingotes de plata y recipientes de mercurio. No tomaron cautivos, no incendiaron ningún edificio, no cometieron violaciones ni torturas, y mataron sólo a quienes intentaban detenerlos.

Dos semanas después, la tripulación de un buque troicino que llegó a Lyonesse con un cargamento de lino irlandés mencionó un navío ska inmovilizado en el Mar de Tethra, al oeste del Cabo Despedida. El buque troicino se había acercado y había descubierto a cuarenta ska sentados en los bancos, demasiado débiles para remar. Los troicinos se ofrecieron a remolcarlos, pero los ska se negaron a aceptar una línea y los troicinos se marcharon.

El rey Casmir despachó inmediatamente tres galeras de guerra a la zona, donde encontraron el largo y negro navío meciéndose sin mástiles en el oleaje.

Las galeras se acercaron y descubrieron desastre, angustia y muerte. Una tormenta había roto la traversa del navío; el mástil se había desplomado sobre el delgado de proa, aplastando los cascos de agua, y la mitad de la tripulación había muerto de sed.

Había diecinueve supervivientes; demasiado débiles para resistirse, les llevaron a bordo de las naves lionesas y recibieron agua. Se ató una línea a la nave; los cadáveres se arrojaron al mar y todos regresaron a la ciudad de Lyonesse. Se encerró a los ska en un viejo fuerte al oeste del puerto. El rey Casmir, montado en su caballo Sheuvan, fue hasta el puerto para inspeccionar la embarcación. Habían descargado en el muelle el contenido de las bodegas de proa y popa: un cofre de oro y adornos de plata, jarras de azafrán recogido en los protegidos valles detrás de Cabo Despedida y piezas de alfarería con el símbolo de Bulmer Skeme.

El rey Casmir examinó el botín y el navío, montó en Sheuvan y rodeó Chale para ir a la fortaleza. Hizo salir y formar a los prisioneros, que pestañearon al sol: hombres altos de pelo oscuro y tez pálida, delgados y musculosos pero no macizos. Miraban en derredor con la calma curiosidad de huéspedes de honor, y hablaban entre sí con voz suave.

—¿Cuál de vosotros es el capitán? —preguntó el rey Casmir. Los ska lo miraron cortésmente, pero nadie respondió.

El rey Casmir señaló a un hombre de la primera fila.

—¿Quién de vosotros tiene autoridad? Señálalo.

—El capitán está muerto. Todos estamos muertos. La autoridad se ha ido, y todo lo demás en la vida.

—Por lo que yo veo, estáis bastante vivos —dijo Casmir, sonriendo fríamente.

—Nosotros nos consideramos muertos.

—¿Por qué esperáis que os mate? ¿Y si os ofreciera rescate?

—¿Quién pagaría rescate por un muerto?

El rey Casmir hizo un gesto de impaciencia.

—Quiero información, no cháchara. —Examinó el grupo y en un hombre un poco mayor que los demás creyó reconocer un aire de autoridad—. Tu te quedarás aquí. —Llamó a los guardias—. Llevad a los demás a su encierro.

El rey Casmir llevó aparte al hombre que había escogido.

—¿Tú también estás muerto?

—Ya no estoy entre los ska vivientes. Para mi familia, mis camaradas y para mí mismo, estoy muerto.

—Dime una cosa. Si yo quisiera hablar con tu rey, ¿vendría a Lyonesse con garantía de protección?

—Claro que no. —El ska parecía divertirse.

—Supón que deseara explorar la posibilidad de una alianza.

—¿Con qué fin?

—La armada ska y los siete ejércitos de Lyonesse, actuando en conjunto, podrían ser invencibles.

—¿Invencibles? ¿Contra quién?

El rey Casmir se fastidió ante ese hombre que pretendía ser más sagaz que él.

—¡Contra todos los demás habitantes de las Islas Elder, desde luego!

—¿Te imaginas a los ska ayudándote contra tus enemigos? La idea es ridícula. Si yo estuviera vivo, reiría. Los ska están en guerra con todo el mundo, incluyendo Lyonesse.

—Eso no te salvará. Te juzgaré por piratería. —El ska miró el sol, el cielo y el mar.

—Haz como gustes. Nosotros estamos muertos. El rey Casmir sonrió con fiereza.

—Muertos o no, vuestro destino servirá para intimidar a otros asesinos. La hora será mañana al mediodía.

A lo largo del espigón se erigieron diecinueve bastidores. Pasó la noche; el día amaneció claro y brillante. A media mañana se habían reunido multitudes a lo largo del Chale, incluyendo gente de aldeas costeras, campesinos con ropas limpias y sombreros acampanados, vendedores de salchichas y pescado seco. En las rocas al oeste del Chale se amontonaron los tullidos, leprosos y retardados, de acuerdo con los estatutos de Lyonesse.

El sol llegó al cénit. Sacaron a los ska de la fortaleza. Los ataron desnudos a los bastidores y los colgaron cabeza abajo, de cara al mar. Zerling, el verdugo principal, vino desde el Peinhador. Caminaba a lo largo de la fila, se detenía ante cada hombre, le abría una brecha en el abdomen, arrancaba los intestinos con un garfio de doble punta, de modo que cayeran sobre el pecho y la cabeza, y pasaba al siguiente. Se izó una bandera negra y amarilla en la entrada de la bahía y los moribundos quedaron librados a su suerte.

Maugelin se puso un bonete bordado en la cabeza y fue al Chale. Suldrun pensó que la dejarían tranquila, pero Boudetta la llevó al balcón de la alcoba de la reina, donde las damas de la corte se reunían para mirar la ejecución. Al mediodía cesaron las conversaciones y todos se acercaron a la balaustrada para presenciar el acontecimiento. Mientras Zerling cumplía con su deber, las damas suspiraban y murmuraban. Alzaron a Suldrun a la balaustrada para que conociera el destino de los que quebrantaban la ley. Con fascinada repugnancia observó como Zerling iba de un hombre al otro, pero la distancia ocultó los detalles del acontecimiento.

Pocas de las damas presentes hablaron favorablemente de la ocasión. Para Duisane y Ermoly, que tenían mala vista, la distancia era excesiva. Spaneis consideró que el asunto era aburrido.

—Fue como un trabajo de carnicero con animales muertos. Los ska no demostraron temor ni arrepentimiento. ¿Qué clase de ejecución es ésta?

—Para colmo —rezongó la reina Sollace—, el viento sopla desde la bahía hacia nuestras ventanas. En tres días el hedor nos obligará a ir a Sarris.

Suldrun escuchó con esperanza y entusiasmo; Sarris era el palacio de verano, a unas cuarenta millas al este, junto al río Glame.

Pero no hubo viaje a Sarris, a pesar de las inclinaciones de la reina Sollace. Las aves carroñeras devoraron pronto los cuerpos. El rey Casmir se aburrió de los bastidores y de los colgajos de hueso y cartílago y ordenó que desmantelaran todo.

Haidion estaba en silencio. Maugelin, que sufría de hinchazón en las piernas, gemía en su cuarto de la Torre de los Búhos. Suldrun, sola en su habitación, se impacientó, pero un tumultuoso viento, crudo y frío, la disuadió de ir al jardín secreto.

Se quedó mirando por la ventana, turbada por un dulce y triste malestar. ¡Si un corcel mágico la elevara en el aire! Volaría lejos a través de las blancas nubes, sobre la Tierra del Río de Plata, hasta las montañas del confín del mundo.

Por un instante soñó con ponerse la capa, escabullirse del palacio y marcharse: por el Sfer Arct hasta la Calle Vieja, con toda la ancha tierra por delante. Suspiró y sonrió ante sus locas fantasías. Los vagabundos que había visto desde los parapetos eran de dudosa catadura, hambrientos, sucios y a veces groseros. Esa vida carecía de atractivos y Suldrun, pensándolo bien, decidió que le gustaba tener un refugio contra el viento y la lluvia y ropas bonitas y limpias y la dignidad de su persona.

¡Si tan sólo tuviera un carruaje mágico que de noche se convirtiera en una casa donde pudiera comer las cosas que le gustaban y dormir en una cama tibia!

Suspiró una vez más. Se le ocurrió una idea. Se relamió los labios ante su audacia. ¿Se atrevería? ¿Qué podía tener de malo, si actuaba con prudencia? Pensó un instante, frunciendo los labios y ladeando la cabeza: ta clara imagen de una niña planeando una travesura.

Suldrun encendió en la chimenea la vela de su mesilla; la tapó con un capirote y bajó por la escalera.

El Salón de los Honores estaba opaco y lúgubre, tan silencioso como una tumba. Suldrun entró en la cámara con exagerada cautela. Las grandes sillas le prestaron poca atención. Las sillas hostiles mantenían una pétrea reserva; las sillas amables parecían absortas en sus propios asuntos. Muy bien, que la ignoraran. Hoy ella también las ignoraría.

Llegó hasta la pared trasera rodeando el trono, donde quitó el capirote de la vela. Sólo un vistazo, no se proponía más. Era una niña demasiado sabia como para aventurarse en el peligro. Descorrió la colgadura. La luz de la vela alumbró el cuarto y la pared de piedra.

Suldrun se apresuró a buscar la vara de hierro; si titubeaba, perdería la audacia, así que decidió actuar deprisa. Introdujo la vara en ambos orificios y la dejó en su sitio.

La puerta se abrió temblando, revelando una luz verde y púrpura. Suldrun dio un paso cauteloso. ¡Sólo una ojeada! Con prudencia, y despacio. Sabía que la magia tenía sus trampas.

Empujó la puerta. El cuarto nadaba en capas de luz multicolor: verde, púrpura, rojo níspola. A un lado había una mesa con un raro instrumento de vidrio y madera negra tallada; estantes con redomas, frascos, bajos cuencos de barro, así como libros, piedras de toque y extraños artefactos. Suldrun avanzó con cautela.

Una voz suave y gutural preguntó:

—¿Quién viene a vernos, callada como un ratón, paso a paso, con pequeños dedos blancos y olor a flores?

—¡Entra, entra! —dijo una segunda voz—. Quizá puedas prestarnos un amable servicio, para ganar nuestras bendiciones y nuestras recompensas.

En la mesa Suldrun vio un frasco de vidrio verde de unos cuatro litros de capacidad. La boca rodeaba el cuello de un homúnculo bicéfalo, de modo que sólo sobresalían sus dos pequeñas cabezas. Eran chatas, no mayores que la cabeza de un gato, con coronillas arrugadas y calvas, ojos negros y movedizos y un pico córneo y pardo. El cuerpo estaba ensombrecido por el vidrio y por un líquido oscuro, parecido a la cerveza fuerte. Las cabezas se volvieron hacia Suldrun. Ambas hablaron.

—¡Qué niña tan bonita!

—¡Y tan amable, además!

—Sí, es la princesa Suldrun. Ya es conocida por sus buenas obras.

—¿Supiste cómo cuidó de un gorrión hasta que se sanó?

—Acércate, querida, para que podamos disfrutar de tu belleza.

Suldrun permaneció en su lugar. Otros objetos le llamaban la atención; todos parecían más raros y asombrosos que funcionales. Una urna despedía una luz coloreada que bajaba o subía como un líquido hasta su nivel adecuado. En la pared colgaba un espejo octogonal con un marco de madera carcomida. Más lejos, unas perchas sostenían un esqueleto cuasihumano de huesos negros, delgados como juncos. De los omoplatos sobresalía un par de piñones curvos, llenos de orificios donde podrían haber crecido plumas o escamas. ¿El esqueleto de un demonio? Mirando las cuencas oculares, Suldrun tuvo la inquietante convicción de que esa criatura nunca había volado por los aires de la tierra. Los trasgos insistieron:

—¡Suldrun, bella princesa! ¡Acércate!

—¡Permítenos gozar de tu presencia!

Suldrun avanzó un paso más. Se inclinó para examinar una plomada suspendida sobre una bandeja de mercurio arremolinado. En la pared, una tablilla de plomo exhibía ininteligibles caracteres negros que fluctuaban bajo sus ojos: un objeto realmente notable. Suldrun se preguntó qué dirían los caracteres; no se parecían a nada que ella hubiera visto.

Una voz salió del espejo, y Suldrun vio que una parte inferior del marco tenía forma de boca ancha, curvada en las comisuras.

—Los caracteres dicen esto: «Suldrun, dulce Suldrun, sal de este cuarto antes de que sufras algún daño».

Suldrun miró alrededor.

—¿Qué me podría causar dolor?

—Deja que los trasgos embotellados te aferren el pelo o los dedos y aprenderás qué significa el dolor.

Las dos cabezas hablaron al mismo tiempo.

—¡Qué comentario tan malicioso! Somos fieles como palomas. Ay, es triste sufrir calumnias sin poder remediarlo.

Suldrun se hizo a un lado y se volvió hacia el espejo.

—¿Quién me habla?

—Persihan.

—Eres amable al advertirme.

—Quizá, pero en ocasiones me mueve la perversidad. —Suldrun avanzó con cautela.

—¿Puedo mirarme en el espejo?

—Sí, pero te prevengo: quizá no te guste lo que veas.

Suldrun reflexionó. ¿Qué podría no gustarle? En todo caso, la idea acicateaba su curiosidad. Empujó un taburete de tres patas por la habitación y se subió encima para mirarse en el espejo.

—Persilian, no veo nada. Es como mirar al cielo.

La superficie del espejo onduló. Por un instante la miró otra cara, una cara de hombre. Un pelo oscuro y rizado cubría un semblante liso; cejas finas se arqueaban sobre ojos oscuros y lustrosos; una nariz complementaba una boca carnosa y blanda. La magia se esfumó. Suldrun vio de nuevo el vacío. Preguntó con voz pensativa:

—¿Quién era ése?

—Si algunas vez lo conoces, pronunciarás su nombre. Si nunca más lo ves, no tiene sentido que sepas cómo se llama.

—Persilian, te burlas de mí.

—Tal vez. En ocasiones demuestro lo inconcebible, o me burlo de los inocentes, o respaldo a embusteros, o desbarato la virtud, cuando la perversidad me inspira. Ahora callo. Tal es mi estado de ánimo.

Suldrun bajó del taburete, parpadeando para enjugarse las lágrimas que le habían humedecido los ojos. Estaba confundida y deprimida. El duende bicéfalo de pronto estiró un cuello y aferró el pelo de Suldrun con el pico. Atrapó sólo unos mechones que arrancó de raíz. Suldrun salió tambaleándose del cuarto. Iba a cerrar la puerta cuando recordó su vela. Entró precipitadamente, sacó la vela y se fue. Los chillidos burlones del duende bicéfalo se apagaron cuando cerró la puerta.