3

Suldrun despertó con frío ante la luz húmeda y lúgubre que entraba por la ventana: habían vuelto las lluvias y la criada se había olvidado de encender el fuego. Esperó unos minutos y se levantó resignadamente. Se vistió y se peinó tiritando.

La criada apareció al fin y encendió el fuego deprisa, temiendo que Suldrun la denunciara ante Boudetta, pero la princesa ya había olvidado el descuido.

Se acercó a la ventana. La lluvia desdibujaba el paisaje; la bahía parecía un charco; los tejados de la ciudad eran diez mil formas en muchos tonos grises. ¿Adónde se había ido el color? ¡El color! ¡Qué cosa tan extraña! Relucía al sol, pero se desvanecía en la opacidad de la lluvia: muy extraño. Llegó el desayuno y Suldrun comió mientras reflexionaba sobre las paradojas del color. Rojo y azul, verde y púrpura, amarillo y naranja, marrón y negro: cada cual con su carácter y su cualidad específica, pero impalpable…

Suldrun bajó a la biblioteca para recibir sus lecciones. Su preceptor era ahora maese Jaimes, archivista, erudito y bibliotecario en la corte del rey Casmir. Al principio Suldrun lo había considerado una figura intimidatoria, severa y precisa, pues era alto y esmirriado y la nariz, grande y delgada como un pico, le daba un aire de ave de presa. Maese Jaimes ya había dejado atrás los frenesíes de la juventud, pero aún no era viejo, ni siquiera maduro. Su pelo tosco y negro estaba cortado a la altura de la mitad de la frente y formaba un saliente sobre las orejas; la piel era pálida como pergamino; los brazos y las piernas eran largos y delgados como el torso; no obstante, tenía un porte digno e incluso una gracia rara y desganada. Era el sexto hijo de Crinsey de Hredec, una finca que abarcaba más de doce hectáreas de ladera pedregosa, y no había heredado nada del padre salvo una cuna noble. Resolvió enseñar a la princesa Suldrun con desapasionada formalidad, pero Suldrun pronto aprendió como seducirlo y confundirlo. Él se enamoró perdidamente de ella, aunque fingía que esa emoción era mera tolerancia. Suldrun, que era perceptiva cuando se lo proponía, veía lo que había detrás de esos intentos de airoso distanciamiento y llevaba la voz cantante, como cuando Jaimes fruncía el ceño y decía:

—Esas aes y esas ges parecen iguales. Tenemos que hacerlas de nuevo, con buena letra.

—¡Pero la pluma está rota!

—Entonces afílala. Con cuidado, no te cortes. Es una habilidad que debes aprender.

—¡Ay!

—¿Te has cortado?

—No. Sólo practicaba por si me corto.

—No necesitas practicar. Los gritos de dolor salen con facilidad y naturalidad.

—¿Hasta dónde has viajado?

—¿Qué tiene que ver eso con afilar una pluma?

—Me pregunto si los estudiantes de lugares lejanos, como África, afilan sus plumas de otro modo.

—No sé decírtelo.

—¿Hasta dónde has viajado?

—Oh… no demasiado lejos. Estudié en la universidad de Avallon, y también en Metheglin. Una vez visité Aquitania.

—¿Cuál es el lugar más lejano del mundo?

—Mm. Es difícil decirlo. ¿Catay? ¿El otro extremo de África?

—¡Ésa no puede ser la respuesta adecuada!

—¿No? Dímela tú, entonces.

—No existe tal lugar; siempre hay algo más lejos.

—Sí, tal vez. Permíteme afilar la pluma. Eso es. Ahora volvamos a las aes y las ges.

La mañana lluviosa en que Suldrun fue a la biblioteca para sus lecciones, Jaimes ya la esperaba con una docena de plumas afiladas.

—Hoy —dijo maese Jaimes—, debes escribir tu nombre completo, y con tal exquisita habilidad que soltaré una exclamación de sorpresa.

—Haré lo posible —dijo Suldrun—. ¡Qué plumas tan bellas!

—Excelentes.

—¿Son todas blancas?

—Sí, creo que sí.

—Esta tinta es negra. Creo que las plumas negras serían mejores para la tinta negra.

—No creo que la diferencia sea perceptible.

—Podríamos usar tinta blanca con estas plumas.

—No tengo tinta blanca, ni pergamino negro. Así que…

—Maese Jaimes, esta mañana me han intrigado los colores. ¿De dónde vienen? ¿Qué son?

Maese Jaimes pestañeó y ladeó la cabeza.

—¿Los colores? Existen. Los vemos por todas partes.

—Pero van y vienen. ¿Qué son?

—La verdad es que no lo sé. Qué pregunta tan inteligente. Las cosas rojas son rojas y las cosas verdes son verdes, y parece que es así.

Suldrun movió la cabeza sonriendo.

—A veces, maese Jaimes, creo que sé tanto como tú.

—No seas impertinente. ¿Ves esos libros? Platón, Neso, Rohan y Herodoto… los he leído todos, y sólo he aprendido cuánta es mi ignorancia.

—¿Y los magos? ¿Ellos lo saben todo?

Maese Jaimes se relajó en la silla y desistió de toda esperanza de crear una atmósfera formal y severa. Miró por la ventana de la biblioteca y dijo:

—Cuando vivía en Hredec, siendo apenas un muchacho, trabé amistad con un mago. —Al mirar de soslayo a Suldrun, notó que había captado su atención—. Se llamaba Shimrod. Un día visité su casa, Trilda, y me olvidé de la hora. Llegó la noche y yo estaba lejos de casa. Shimrod atrapó un ratón y lo transformó en un hermoso caballo. «Vuelve al galope», me dijo. «No desmontes ni toques el suelo antes de llegar a destino, pues en cuanto tu pie toque el suelo, el caballo volverá a ser ratón».

»Y así fue. Cabalgué gallardamente, para envidia de quienes me veían, y tuve cuidado de apearme detrás del establo, para que nadie supiera que había cabalgado en un ratón.

»¡Cielos! Estamos perdiendo el tiempo. —Se enderezó en la silla—. Ahora, toma tu pluma, mójala con tinta y traza una buena R, pues la necesitarás para escribir tu nombre.

—Pero no has respondido a mi pregunta.

—¿Si los magos lo saben todo? La respuesta es no. Ahora, los caracteres, con letra clara y cuadrada.

—Oh, maese Jaimes, hoy estoy aburrida de escribir. Enséñame magia.

—¡Ja! Si supiera magia, no estaría trabajando aquí a dos florines por semana. No, mi princesa. Tengo mejores planes en mi mente. Cogería dos buenos ratones y los transformaría en un par de hermosos caballos; y me convertiría en un apuesto príncipe apenas mayor que tú, e iríamos a cabalgar por colinas y valles hasta un maravilloso castillo en las nubes, y allí podríamos comer fresas con crema y escuchar música de arpas y campanillas de hadas. Ay, pero no sé magia. Soy el desdichado maese Jaimes, y tú eres la dulce y traviesa Suldrun que se niega a aprender sus letras.

—No —dijo Suldrun con repentina firmeza—. Trabajaré mucho para saber leer y escribir. ¿Y sabes para qué? Para poder aprender magia, y entonces sólo necesitarás saber atrapar ratones.

Maese Jaimes soltó una risa ahogada. Extendió los brazos sobre la mesa y le tomó ambas manos.

—Suldrun, tú ya sabes magia.

Por un instante se sonrieron. Luego, con repentino embarazo, Suldrun agachó la cabeza.

Las lluvias continuaban. Maese Jaimes contrajo una fiebre mientras caminaba en el frío y la humedad y no pudo enseñar. Nadie se molestó en avisar a Suldrun, que fue a la biblioteca y la encontró vacía.

Durante un rato practicó su escritura y hojeó un libro encuadernado en cuero que habían traído de Northumbria, iluminado con exquisitas figuras de santos en paisajes trazados con tintas vividas.

Por último Suldrun dejó el libro y salió al pasillo. Era media mañana y los sirvientes estaban atareados en la Galería Larga. Las criadas lustraban las losas con cera de abeja y piel de cordero; un lacayo con zancos rellenaba los candelabros con aceite de nenúfar. Desde fuera del palacio, sofocado por las paredes, llegó el ruido de los clarines que anunciaban la llegada de unos visitantes. Desde la galería, Suldrun los vio entrar en la antesala: tres notables, pateando el suelo y sacudiendo las ropas mojadas. Varios lacayos se le acercaron deprisa para ayudarles a quitarse el manto, el casco y la espada. Un heraldo elevó la voz para anunciarlos.

—¡Desde el reino de Dahaut, tres nobles personajes! ¡Declaro sus identidades: Lenard, duque de Mech! ¡Milliflor, duque de Cadwy y Josselm Imphal, marqués de la Marca Celta!

El rey Casmir se adelantó.

—Caballeros, bienvenidos a Haidion.

Los tres notables hicieron una genuflexión ritual, bajando la rodilla derecha hacia el suelo y extendiendo las manos sin alzar la cabeza ni los hombros. Las circunstancias indicaban una ocasión formal pero no ceremonial.

El rey Casmir los saludó con un grácil ademán.

—Caballeros, sugiero que vayáis a vuestros aposentos, donde encontraréis un tibio fuego y ropa seca. Ya llegará el momento de deliberar.

—Gracias, rey Casmir —respondió Milliflor—. En verdad estamos mojados. La maldita lluvia no nos ha dado respiro.

Los visitantes se marcharon y el rey Casmir echó a andar por la galería. Vio a Suldrun y se detuvo.

—¿Qué es esto? ¿Por qué no estás tomando tus lecciones? —Suldrun prefirió no mencionar la ausencia de maese Jaimes.

—Acabo de terminar mi tarea diaria. Sé escribir bien todos los caracteres, y puedo usarlos para formar palabras. Esta mañana he leído un gran libro sobre los cristianos.

—¿De verás? ¿Leíste también los caracteres?

—No todos, padre. Era letra uncial y el idioma era latín. Tengo problemas con ambos. Pero miré las figuras atentamente, y maese Jaimes dice que voy bien.

—Me alegra saberlo. Aún así, debes aprender a comportarte con decoro y no andar por la galería sin compañía.

—Padre, a veces prefiero estar sola —dijo Suldrun con aprensión.

Casmir, el ceño ligeramente fruncido, tenías las piernas separadas y las manos a la espalda. Le disgustaba que alguien se opusiera a sus juicios, y sobre todo una niña tan pequeña e inexperta. Con voz mesurada que intentaba definir la situación de manera precisa y terminante, dijo:

—En ocasiones tus preferencias deben ceder ante las fuerzas de la realidad.

—Sí, padre.

—Debes recordar tu importancia. ¡Eres la princesa Suldrun de Lyonesse! Pronto la flor y nata del mundo vendrá a cortejarte para pedirte en matrimonio, y no debes parecer una tunante. Queremos ser selectivos, para provecho tuyo y del reino.

—Padre —dijo Suldrun con incertidumbre—, no me interesa pensar en el matrimonio.

Casmir entornó los ojos. ¡De nuevo esa terquedad!

—¡Espero que no! —repuso jocosamente—. ¡Eres apenas una niña! Pero nunca se es demasiado pequeño para recordar nuestro rango. ¿Entiendes la palabra «diplomacia»?

—No, padre.

—Significa tratar con otros países. La diplomacia es un juego delicado, como una danza. Troicinet, Dahaut, Lyonesse, los ska y los celtas, todos van girando, listos para agruparse de tres en tres o de cuatro en cuatro para asestar un golpe mortal a los demás. Debo asegurarme de que Lyonesse no quede excluida de la contradanza. ¿Entiendes a qué me refiero?

Suldrun reflexionó.

—Creo que sí. Me alegra no tener que participar en esa danza. —Casmir retrocedió, preguntándose si ella habría entendido bien.

—Eso es todo por ahora —dijo al fin—. Ve a tu cuarto. Hablaré con Desdea. Ella te encontrará compañía adecuada.

Suldrun intentó explicar que no necesitaba nuevas compañías, pero al ver la cara del rey Casmir contuvo la lengua y se marchó.

Para obedecer la orden del rey Casmir en su sentido exacto y literal, Suldrun subió a sus aposentos de la Torre Este. Maugelin roncaba en una silla, la cabeza echada hacia atrás.

Suldrun miró por la ventana y vio la lluvia. Reflexionó un instante, luego entró en el cuarto ropero y se puso un vestido de lino verde oscuro. Miró a Maugelin por encima del hombro y se marchó. La orden del rey Casmir había sido obedecida; si él llegaba a verla, se lo podía demostrar por su cambio de vestimenta.

Con cuidado, paso a paso, bajó la escalera hasta el Octógono. Allí se detuvo a mirar y escuchar. La Galería Larga estaba desierta. No se oía nada. Recorría un palacio encantado donde todos dormitaban.

Corrió al Gran Salón. La luz gris que se filtraba por las altas ventanas se perdía en las sombras. Caminó en silencio hasta un alto y angosto portal de la larga pared, miró por encima del hombro, estirando las comisuras de la boca. Luego abrió la maciza puerta y entró en el Salón de los Honores.

La luz era tan gris y opaca como en el Gran Salón, y eso realzaba la solemnidad del aposento. Como siempre, cincuenta y cuatro sillas estaban alineadas a izquierda y derecha a lo largo de las paredes y todas parecían contemplar con meditabundo desdén la mesa que, con cuatro sillas más pequeñas, ocupaba ahora el centro del cuarto.

Suldrun examinó esos muebles con similar desaprobación. Se interponían entre las altas sillas, y estorbaban su contacto mutuo. ¿Quién haría algo tan torpe? Sin duda la llegada de los tres notables había impuesto ese arreglo. Suldrun se paró en seco al pensarlo. Decidió largarse, pero no lo hizo a tiempo. Oyó voces afuera. Sobresaltada, se puso rígida como una estatua. Luego corrió de un lado a otro, y al fin se ocultó tras el trono.

Detrás de ella colgaba el pendón rojo oscuro. Suldrun aprovechó la abertura de la tela para entrar en el cuarto de almacenamiento. De pie junto a la colgadura, y entreabriendo la abertura, Suldrun vio un par de lacayos entrando en la sala. Hoy vestían una pomposa librea ceremonial: pantalones abolsados color escarlata, calzas de rayas negras y rojas, zapatos negros con punta curva y tabardos ocre que llevaban bordado el Árbol de la Vida. Recorrieron la habitación encendiendo las antorchas. Otros dos lacayos trajeron un par de pesados candelabros de hierro negro y los apoyaron en la mesa. También encendieron las velas, de dos pulgadas de grosor y hechas con cera de baya; Suldrun nunca había visto el Salón de los Honores tan resplandeciente.

Sintió fastidio. Ella era la princesa Suldrun y no tenía por qué ocultarse de los lacayos; aun así, permaneció escondida. Las noticias viajaban deprisa en los corredores de Haidion; si los lacayos la veían, pronto se enteraría Maugelin, luego Boudetta, y quién sabía hasta dónde podía llegar el rumor.

Los lacayos terminaron los preparativos y se retiraron dejando las puertas abiertas.

Suldrun salió a la cámara. Se detuvo a escuchar junto al trono, la cara ladeada, frágil y pálida, llena de excitación. Con repentina audacia echó a correr. Oyó nuevos ruidos: el campanilleo del metal, el retumbar de pasos pesados; se volvió asustada y se ocultó de nuevo detrás del trono. Mirando por encima del hombro vio al rey Casmir en toda su pompa. Entró en el Salón de los Honores con la cabeza alta irguiendo la barbilla y la barba corta y rubia. Las llamas de las antorchas se reflejaban en la corona, una simple banda de oro bajo un círculo de hojas de laurel de plata. Tenía una larga capa negra que le llegaba casi a los talones, un jubón negro y marrón, pantalones negros y botas negras hasta el tobillo. No portaba armas ni lucía ornamentos. Su cara era fría e impasible como de costumbre. Para Suldrun representaba la encarnación de lo majestuoso; se apoyó en las manos y las rodillas y se arrastró bajo el pendón hasta la habitación trasera. Por último se animó a ponerse de pie para atisbar por la abertura.

El rey Casmir no había notado que el pendón se movía. Se paró junto a la mesa, de espaldas a Suldrun, las manos apoyadas en la silla.

Entraron los heraldos, de dos en dos, hasta completar ocho, cada cual portando un estandarte que exhibía el Árbol de la Vida de Lyonesse. Se alinearon a lo largo de la pared trasera y aparecieron los tres notables que habían llegado ese día.

El rey Casmir permaneció de pie hasta que los tres se separaron para detenerse junto a las sillas, luego se sentó, seguido por sus tres huéspedes.

Los mayordomos pusieron un cáliz de plata junto a cada hombre, y el mayordomo principal vertió vino rojo oscuro de una jarra de alabastro. Luego se inclinó y salió de la habitación, seguido por los lacayos y los heraldos. Los cuatro permanecieron solos a la mesa.

El rey Casmir alzó su cáliz.

—¡Alegría a nuestros corazones, satisfacción a nuestras necesidades, y éxito a nuestros planes! Brindemos por eso.

Los cuatro bebieron vino.

—Bien, ahora a nuestros asuntos —dijo el rey Casmir—. Es una reunión privada e informal. Hablemos con franqueza, sin reservas. Semejante charla nos beneficiará a todos.

—Haremos como dices —dijo Milliflor, apenas sonriendo—. Pero dudo de que los deseos de nuestros corazones sean tan similares como crees.

—Permitidme definir una posición que todos nosotros debemos suscribir —dijo el rey Casmir—. Deseo recordar los antiguos tiempos en que un gobierno único mantenía la paz. Luego conocimos incursiones, pillaje, guerra y suspicacia. Las dos Ulflandias son páramos ponzoñosos, donde sólo los ska, los salteadores y las fieras se atreven a caminar en pleno día. Los celtas sólo se reprimen mediante una vigilancia constante, como atestiguará Imphal.

—Es verdad —dijo Imphal.

—Entonces expondré el asunto con sencillez —dijo el rey Casmir—. Delhaut y Lyonesse deben obrar de mutuo acuerdo. Con esta fuerza combinada bajo un mando único, podemos echar a los ska de las Ulflandias y someter a los celtas. Luego Dascinet, Troicinet y las Islas Elder volverán a ser un solo reino. Primero: la fusión de nuestras dos tierras.

—Tus afirmaciones son indiscutibles —dijo Milliflor—. Pero nos inquietan varios interrogantes. ¿Quién tendrá preeminencia? ¿Quién conducirá los ejércitos? ¿Quién gobernará el reino?

—Son preguntas difíciles —dijo el rey Casmir—. Dejemos que las respuestas esperen hasta que estemos de acuerdo en los principios, luego examinaremos esas posibilidades.

—Estamos de acuerdo en los principios —dijo Milliflor—. Ahora exploremos los verdaderos problemas. El rey Audry ocupa el antiguo trono Evandig. ¿Aceptarás su preeminencia?

—Imposible. Aun así, podemos gobernar ambos, como iguales. Ni el rey Audry ni el príncipe Dorcas son soldados enérgicos. Yo comandaré los ejércitos; el rey Audry se ocupará de la diplomacia.

Lenard rió con sarcasmo.

—Ante la primera diferencia de opinión, los ejércitos podrían someter a los diplomáticos.

El rey Casmir también rió.

—No es preciso llegar a eso. El rey Audry puede gobernar hasta su muerte. Luego yo gobernaré hasta mi muerte. El príncipe Dorcas me sucederá. Si no tiene hijos varones, el príncipe Cassander será el siguiente.

—Es un concepto interesante —dijo secamente Milliflor—. El rey Audry es viejo, y tú eres relativamente joven, no necesito recordártelo. El príncipe Dorcas podría esperar treinta años por su corona.

—Posiblemente —concedió el rey Casmir sin interés.

—El rey Audry nos ha dado instrucciones —dijo Milliflor—. Sus ansiedades son similares a las tuyas, pero es cauto ante tus obvias ambiciones. Sospecha que te gustaría que Dahaut se enfrentara con los ska, lo cual te permitirá atacar Troicinet.

El rey Casmir guardó silencio un instante, luego habló.

—¿Aceptará Audry una campaña conjunta contra los ska?

—Por supuesto, siempre que los ejércitos estén bajo sus órdenes.

—¿No tiene otra propuesta?

—El advierte que la princesa Suldrun pronto estará en edad de casarse. Sugiere la posibilidad de un compromiso entre la princesa Suldrun y el príncipe Whemus de Dahaut. —El rey Casmir se reclinó en la silla.

—¿Whemus es su tercer hijo?

—Así es, majestad[9].

El rey Casmir sonrió y se tocó la barba corta y rubia.

—Sería mejor que unamos a su primera hija, la princesa Cloire, con mi sobrino, Nonus Román.

—Comunicaremos tu sugerencia a la corte de Avallen.

El rey Casmir bebió del cáliz; los emisarios también bebieron. El rey Casmir los miró uno por uno.

—¿Entonces sois meros mensajeros, podéis negociar?

—Podemos negociar —dijo Milliflor— dentro de los límites impuestos por nuestras instrucciones. ¿Podrías repetir tu propuesta en palabras simples, sin eufemismos?

El rey Casmir alzó el cáliz con ambas manos, se lo acercó a la barbilla y examinó el borde con sus ojos claros y azules.

—Propongo que las fuerzas conjuntas de Lyonesse y Dahaut, bajo mi mando, ataquen a los ska y los echen al Atlántico, y que luego sometamos a los celtas. Propongo que unamos nuestros reinos no sólo mediante la cooperación sino también mediante el matrimonio. Uno de nosotros dos tiene que morir primero, sea Audry o yo. El superviviente gobernará luego los reinos unidos, que integrarán el Reino de las Islas Elder, como en tiempos antiguos. Mi hija, la princesa Suldrun, desposará al príncipe Dorcas. Mi hijo, el príncipe Cassander, se casará… convenientemente. Ésa es mi propuesta.

—La propuesta tiene mucho en común con nuestra posición —dijo Lenard—. El rey Audry prefiere comandar las operaciones militares que se realicen en tierras de Dahaut. En segundo lugar…

Las negociaciones continuaron una hora más, pero sólo enfatizaron la mutua inflexibilidad. Como no se había esperado nada más, las deliberaciones terminaron cortésmente. Los enviados abandonaron el Salón de los Honores para descansar antes del banquete de esa noche, mientras el rey Casmir permanecía a la mesa, pensativo y a solas. En el cuarto trastero Suldrun miraba fascinada. Se asustó cuando el rey Casmir tomó uno de los candelabros, se volvió y caminó pesadamente hacia el cuarto trastero.

Suldrun se paralizó. ¡Había reparado en su presencia! Se volvió, corrió a un costado, se agachó en el rincón junto a una caja de embalaje y se cubrió el brillante cabello con un trapo viejo.

La colgadura se entreabrió y la luz de las velas tembló en el aposento. Suldrun se agachó, esperando la voz del rey Casmir. Pero él permaneció en silencio, dilatando las fosas nasales, tal vez disfrutando de la fragancia de lavanda de las ropas de Suldrun. Miró por encima del hombro y caminó hasta la pared trasera. De una hendedura tomó una delgada vara de hierro y la introdujo en un orificio a la altura de su rodilla, luego en otro un poco más alto. Se abrió una puerta, emitiendo un leve parpadeo, casi palpable, como una fluctuante alternación de púrpura y verde. De ese cuarto brotó el cosquilleo estremecedor de la magia. Se oyó un par de voces chillonas.

—Silencio —dijo el rey Casmir. Entró y cerró la puerta.

Suldrun se levantó de un brinco y salió del cuarto. Cruzó a la carrera el Salón de los Honores, pasó al Gran Salón y de allí a la Galería Larga. Una vez más, regresó serenamente a sus aposentos, donde Maugelin la riñó por la ropa sucia y la cara mugrienta.

Suldrun se bañó y se puso una túnica cálida. Fue hasta la ventana con su laúd y fingió que ensayaba, desafinando con tanta energía que Maugelin alzó las manos y se fue a otra parte.

Quedó a solas. Dejó el laúd y se puso a contemplar el paisaje. Caía la tarde; el cielo se había despejado; la luz del sol relucía en los tejados húmedos de la ciudad de Lyonesse.

Suldrun recordó los acontecimientos de ese día, episodio por episodio.

Los tres enviados de Dahaut le interesaban poco, excepto porque querían llevarla a Avallen para casarla con un extraño. ¡Jamás! Escaparía. ¡Se haría labriega, o trovadora, o recogería setas en el bosque!

El cuarto secreto que había detrás del Salón de los Honores no parecía extraordinario ni notable en sí mismo. En verdad, sólo le confirmaba ciertas vagas sospechas sobre el rey Casmir, que esgrimía un poder tan absoluto y formidable.

Maugelin regresó deprisa a la habitación, jadeando de excitación.

—Tu padre ordena que asistas al banquete. Desea que actúes tal como corresponde a una bella princesa de Lyonesse. ¿Me oyes? Puedes usar el vestido de terciopelo azul y las piedras lunares. ¡Ten presente el protocolo de la corte! No vuelques tu comida. Bebe muy poco vino. Habla sólo cuando te hablen, y responde con cortesía y sin masticar las palabras. No rías entre dientes ni te rasques, ni te muevas en la silla como si te picara el trasero. No eructes ni hagas gorgoritos. Si alguien suelta un viento, no mires ni señales ni trates de hallar al culpable. Desde luego, tú también te controlarás. No hay nada más conspicuo que una princesa que pedorrea. Vamos. Debo cepillarte el cabello.

Por la mañana Suldrun fue a tomar sus lecciones en la biblioteca, pero Jaimes tampoco estaba ese día, ni estuvo al día siguiente, ni el otro. Suldrun se enfadó. Sin duda maese Jaimes podría haberse comunicado con ella a pesar de su indisposición. Durante una semana entera faltó a la biblioteca, pero aun así no tuvo noticias de maese Jaimes.

Repentinamente alarmada, acudió a Boudetta, quien envió un lacayo a la sórdida celda que maese Jaimes ocupaba en la Torre Oeste. El lacayo descubrió a maese Jaimes tieso en su catre. La fiebre se había convertido en neumonía, y el preceptor había muerto sin que nadie se enterara.