1

Un lúgubre día de invierno, mientras la lluvia barría la ciudad de Lyonesse, la reina Sollace sintió las primeras contracciones. La llevaron a la sala de partos, donde la asistieron dos comadronas, cuatro doncellas, el médico Balhamel y Dyldra, una vieja herbolaria a quien algunos consideraban bruja. Dyldra estaba presente por deseo de la reina Sollace, quien hallaba más consuelo en la fe que en la lógica.

El rey Casmir entró. Los jadeos de Sollace se convirtieron en sollozos, y la reina se aferró la espesa melena rubia con los dedos agarrotados. Casmir la miró desde el otro extremo de la sala. Vestía una sencilla túnica escarlata con un sayo púrpura; una corona de oro le ceñía el pelo rubio y rojizo.

—¿Cuáles son las señas? —le preguntó a Balhamel.

—No hay ninguna hasta ahora, señor.

—¿No hay modo de adivinar el sexo?

—Que yo sepa, ninguno.

De pie en la puerta, las piernas ligeramente apartadas, las manos detrás de la espalda, Casmir parecía la encarnación de la majestad y la imponencia. En verdad, esta actitud lo acompañaba a todas partes, y las criadas, entre risas y cuchicheos, a menudo se preguntaban si Casmir usaba la corona en el lecho nupcial. El rey inspeccionó a Sollace frunciendo las cejas.

—Parece que siente dolor —dijo.

—El dolor no es tan fuerte como podría ser, señor. Aún no, al menos. Recordad que el miedo magnifica el dolor que ya existe.

Casmir no respondió a esta observación. Vio a la vieja Dyldra en las sombras de un lado de la sala, encorvada sobre un brasero. La señaló con el dedo.

—¿Qué hace aquí esa bruja?

—Señor —susurró la comadrona—, vino a petición de la reina Sollace.

—Perjudicará al niño —gruñó Casmir.

Dyldra se encorvó aún más ante el brasero. Arrojó un puñado de hierbas a las brasas; una bocanada de humo acre atravesó la sala y rozó la cara de Casmir. El rey tosió, retrocedió y abandonó la sala.

La criada extendió colgaduras en el ambiente húmedo y encendió los farolillos de bronce. Sollace yacía tensa en el diván, las piernas extendidas, la cabeza hacia atrás, un regio objeto de fascinación para quienes la atendían.

Los retortijones se agudizaron; Sollace gritó, primero de dolor, luego de furia, porque sufriría como cualquier otra mujer.

Dos horas más tarde el bebé había nacido: una niña menuda. Sollace cerró los ojos y se acostó. Cuando le mostraron a la niña, la apartó con un ademán y cayó en un sopor.

La celebración que siguió al nacimiento de la princesa Suldrún fue discreta. El rey Casmir no emitió ninguna proclama de júbilo y la reina Sollace negó audiencia a todos excepto a un tal Ewaldo Idra, adepto de los Misterios Caucásicos. Al fin, pero con el solo propósito de respetar la tradición, el rey Casmir ordenó una procesión de gala.

En un claro día de sol blanco y viento cortante en que altas nubes surcaban el cielo, se abrieron las puertas del castillo Haidion. Cuatro heraldos vestidos de satén blanco avanzaron con paso majestuoso. De sus clarines colgaban pendones de seda blanca donde estaba bordado el emblema de Lyonesse: un negro Árbol de la Vida, donde crecían doce granadas de color escarlata[6]. Avanzaron cuarenta metros, se detuvieron, alzaron los clarines y tocaron la fanfarria de las «Buenas Nuevas». Cuatro nobles salieron del patio del palacio en jadeantes caballos blancos: Cypris, duque de Skroy; Bannoy, duque de Tremblance; Odo, duque de Folize, y Gamel, caballero con estandarte del castillo Swange y sobrino del rey. Luego vino la carroza real, tirada por cuatro unicornios blancos. La reina Sollace iba arropada en mantos verdes, llevando a Suldrun en un cojín carmesí; el rey Casmir seguía la carroza montado en Sheuvan, su gran caballo negro. Detrás marchaban los Guardias Selectos, todos ellos de sangre noble, llevando ceremoniales alabardas plateadas. Detrás venía una carreta desde donde un par de doncellas arrojaba monedas a la multitud.

La procesión bajó por Sfer Arct, la avenida central de la ciudad de Lyonesse, hasta el Chale, la carretera que seguía el semicírculo de la bahía. En el Chale, la procesión rodeó el mercado de pescadores y regresó a Haidion por el Sfer Arct. Frente a las puertas había puestos que ofrecían, por gracia del rey, pescado en salmuera y bizcochos a todos los que padecían hambre, y cerveza a todos los que deseaban brindar por la nueva princesa.

Durante los meses de invierno y primavera el rey Casmir miró a la princesa sólo un par de veces, con distanciamiento. Ella había burlado su voluntad real al nacer hembra. Así como no podía castigarla inmediatamente por ese acto, tampoco podía otorgarle la plenitud de sus favores.

Sollace, enfurruñada ante el disgusto de Casmir, apartaba a la niña con ademanes afectados.

Ehirme, una tosca campesina, sobrina de un ayudante de jardinero, había perdido a su propio hijo varón por culpa de la peste amarilla. Con abundancia de leche y solicitud, se convirtió en la nodriza de Suldrun.

Siglos atrás, en ese tiempo brumoso en que se confunden la leyenda y la historia, Blausreddin el pirata construyó una fortaleza en el fondo de una pedregosa bahía semicircular. No le preocupaban tanto los ataques desde el mar como los ataques imprevistos desde las cimas y gargantas de las montañas del norte de la bahía.

Un siglo después, Tabbro, el rey danaan, cerró la bahía con una notable escollera y añadió a la fortaleza el Salón Antiguo, nuevas cocinas y varias alcobas. Su hijo, Zoltra Estrella Brillante, construyó un macizo muelle de piedra y drenó la bahía para que ningún barco pudiera atracar en el muelle[7].

Zoltra amplió aún más la vieja fortaleza, añadiendo el Gran Salón y la Torre Oeste, aunque murió antes de la conclusión de las obras, que continuaron durante los reinados de Palaemon I, Edvarius I y Palaemon II.

El Haidion del rey Casmir ostentaba cinco torres principales: la Torre Este, la Torre del Rey, la Torre Alta (también conocida como Nido de Águila), la Torre de Palaemon y la Torre Oeste. Había cinco salones principales: el Gran Salón, el Salón de los Honores, el Salón Antiguo, el Clod an Dach Nair —o Salón de Banquetes—, y el Pequeño Refectorio. Entre ellos, el Gran Salón era notable por su majestuosidad, que parecía trascender el mero esfuerzo humano. Las proporciones, los espacios, las masas y los claroscuros, que cambiaban de la mañana a la noche y luego variaban en la luz fluctuante de las antorchas, se combinaban para asombrar los sentidos. Las personas pasaban casi inadvertidas al entrar; en todo caso, nadie podía hacer una entrada imponente en el Gran Salón. En un extremo, un portal daba a un escenario angosto desde el cual seis anchos escalones bajaban al salón, junto a columnas tan macizas que dos hombres con los brazos extendidos no podían rodearlas. A un costado, una hilera de ventanas altas, con gruesos vidrios que el tiempo había teñido de color de espliego, dejaban pasar una luz acuosa. De noche, las antorchas parecían arrojar no sólo luz sino negras sombras desde sus soportes de hierro. Doce alfombras mauritanas atenuaban la aspereza del suelo de piedra.

Un par de puertas de hierro daba al Salón de los Honores, que en tamaño y proporciones semejaba la nave de una catedral. Una gruesa y oscura alfombra roja atravesaba el centro desde la entrada hasta el trono real. Contra las paredes se alineaban cincuenta y cuatro sillas macizas, cada cual signada por un emblema de nobleza que colgaba de la pared. En las ocasiones ceremoniales, los notables de Lyonesse se sentaban en estas sillas, cada cual bajo el emblema de sus ancestros. El trono real había sido Evandig hasta que Olam III lo trasladó a Avallon, junto con la mesa redonda Cairbra an Meadhan. La mesa, donde estaban tallados los nombres de los nobilísimos entre los nobles, había ocupado el centro del salón.

El Salón de los Honores era un añadido del rey Caries, último de la dinastía Methewen. Chlowod el Rojo, primero de los Tirrenos[8] extendió el Castillo Haidion hasta el este de la Muralla de Zoltra. Pavimentó el Urquial, la antigua plaza de armas de Zoltra, y hacia el fondo construyó el macizo Peinhador, donde albergó el hospital, las barracas y la penitenciaría. Las mazmorras que había bajo la vieja armería cayeron en desuso, y las antiguas jaulas, potros, parrillas, ruedas, cabrias, prensas, punzones y torcederos enmohecieron en la humedad.

Uno tras otro gobernaron los reyes, y cada cual amplió los salones, pasajes, miradores, galerías, torres y torreones de Haidion como si cada uno de ellos, al cavilar sobre la mortalidad, procurara eternizarse en el palacio.

Para sus habitantes, Haidion era un pequeño universo indiferente a los acontecimientos externos, aunque la membrana de separación no era impermeable. Desde el exterior llegaban rumores, indicios de las cambiantes estaciones, viajeros y visitantes, y a veces una novedad o alarma; pero eran murmullos sofocados, imágenes borrosas, que apenas conmovían el palacio. ¿Un cometa llameando en el cielo? Una maravilla que se olvidaba en cuanto Shilk el mozo pateaba al gato de la cocinera. ¿Los ska asolando Ulflandia del Norte? Los ska eran fieras, pero esa mañana, tras tomar nata con gachas, la duquesa de Skroy había encontrado un ratón muerto en la jarra de la nata y había gritado mientras atacaba a las criadas a zapatazos: ¡vaya episodio tan emocionante!

Las leyes que gobernaban este pequeño universo eran precisas. Las jerarquías estaban graduadas con celosa discriminación, desde el grado más alto hasta el más bajo entre los bajos. Cada cual sabía su calidad y comprendía la delicada distinción entre el rango inmediato superior (al que se debía quitar importancia) y el rango inmediato inferior (que se debía señalar y enfatizar). Algunos creaban tensiones con sus aspiraciones desmedidas, y entonces el penetrante hedor del resentimiento flotaba en el aire. Cada cual estudiaba la conducta de los de arriba mientras ocultaba sus asuntos a los de abajo. Se observaba atentamente a la realeza, cuyos hábitos se comentaban y analizaban varias veces por día. La reina Sollace mostraba gran cordialidad a los fanáticos religiosos y los sacerdotes, y se interesaba en sus creencias. Se creía que era sexualmente frígida y que nunca tenía amantes. El rey Casmir visitaba su lecho regularmente, una vez por mes, y se apareaban con majestuosa pesadez, como elefantes.

La princesa Suldrun ocupaba un sitio peculiar en la estructura social del palacio. Todos habían reparado en la indiferencia del rey Casmir y la reina Sollace, y Suldrun era víctima de pequeñas mezquindades que quedaban impunes.

Los años pasaron y, sin que nadie lo notara, Suldrun se convirtió en una callada niña de cabello largo, suave y rubio. Como nadie se opuso, Ehirme ascendió de nodriza a doncella de la princesa.

Ehirme, ignorante de la etiqueta y poco dotada en otros sentidos, había asimilado el saber de su abuelo celta, y con el paso de las estaciones y los años se lo fue comunicando a Suldrun: cuentos y fábulas, los peligros de los lugares lejanos, conjuros contra las maldades de las hadas, el lenguaje de las flores, precauciones para salir a medianoche, cómo eludir los fantasmas, y el conocimiento de los árboles buenos y los árboles malos.

Suldrun supo sobre las tierras que estaban más allá del castillo.

—Dos caminos salen de la ciudad de Lyonesse —dijo Ehirme—. Puedes ir al norte, atravesando las montañas por el Sfer Arct, o al este, cruzando la Puerta de Zoltra y atravesando el Urquial. Pronto llegas a mi pequeña casa y nuestras tres parcelas, donde cultivamos repollos, nabos y heno para los animales; luego hay una encrucijada. A la derecha sigues la costa del Lir hasta Slute Skeme. A la izquierda viajas al norte y tomas la Calle Vieja, que corre junto al Bosque de Tantrevalles, donde viven las hadas. Dos caminos atraviesan el bosque, de norte a sur y de este a oeste.

—¡Dime lo que ocurre en la encrucijada! —Suldrun ya lo sabía, pero disfrutaba de las detalladas descripciones de Ehirme.

—¡Comprende que nunca he llegado tan lejos! —advertía Ehirme—. Pero mi abuelo dice esto: en los viejos tiempos las encrucijadas se desplazaban, porque el lugar estaba encantado y no conocía la paz. Esto podía favorecer al viajero, porque, al fin y al cabo, adelantaba un pie y luego el otro y ya había cruzado el camino, sin saber que había visto dos veces más bosque del que pretendía. Los más preocupados eran los que cada año vendían sus mercancías en la Feria de los Duendes, que estaba precisamente en la encrucijada. Los que iban a la feria se contrariaban, porque la feria tenía que celebrarse en la encrucijada en la Noche del Solsticio de Verano, pero cuando llegaban, la encrucijada se había desplazado cuatro kilómetros y la feria no se veía por ninguna parte.

»En esa época los magos se enfrentaron en un tremendo conflicto. Murgen resultó ser el más fuerte y derrotó a Twitten, cuyo padre era un semihumano y cuya madre era una sacerdotisa calva en Kai Kang, bajo las Montañas Altas. ¿Qué hacer con el mago derrotado, que hervía de odio y maldad? Murgen lo enrolló y lo convirtió en un gran poste de hierro de tres metros de largo y tan grueso como mi pierna. Luego, llevó este poste encantado a la encrucijada y esperó a que se desplazara al lugar adecuado, después clavó el poste de hierro en el centro, fiándolo en la encrucijada para que no se moviera más, y la gente de la Feria de los Duendes quedó satisfecha, y habló bien de Murgen.

—¡Háblame de la Feria de los Duendes!

—Bien, es el lugar y el momento en que los semihumanos y los hombres pueden encontrarse sin que ninguno dañe al otro mientras se actúe con amabilidad. La gente instala puestos y vende toda clase de cosas bonitas: tela de araña, vino de violetas en botellas de plata, libros de paño mágico, escritos con palabras que no te puedes sacar de la cabeza una vez que entraron… Ves toda clase de semihumanos: hadas, duendes, gnomos, tonoalegres, e incluso algún falloy, aunque estos rara vez se muestran, pues son muy tímidos, a pesar de ser los más bellos de todos. Oyes canciones y música y el retintín del oro de las hadas, que ellas extraen de los ranúnculos. ¡Oh, seres muy extraños!

—¡Dime cómo los viste!

—Vaya. Fue hace cinco años, cuando estaba con mi hermana, que se casó con el picapedrero de la aldea Frogmarsh. Una vez, al anochecer, me senté junto al portón para descansar los huesos y mirar el atardecer en el prado. Oí un tintineo, miré y escuché. De nuevo un tintineo, y allí, a veinte pasos de distancia, vi a un hombrecito con un farol que emitía una luz verde. Del pico del gorro le colgaba una campanilla de plata que tintineaba con sus brincos. Me quedé quieta como un poste, hasta que se fue con su campana y su farol verde, y eso es todo.

—¡Háblame del ogro!

—No, es suficiente por hoy.

—Cuéntame, por favor.

—Bien, en verdad no sé demasiado. Hay varias especies entre los semihumanos, tan distintas como el zorro del oso, de modo que hay gran diferencia entre un hada, un ogro, un duende y un skite. Todos son enemigos entre sí, excepto en la Feria de los Duendes. Los ogros viven en la hondura del bosque, y sí, es verdad que secuestran a niños para asarlos en los espetones. Así que nunca te internes demasiado en el bosque para recoger bayas, no vaya a ser que te pierdas.

—Tendré cuidado. Ahora dime…

—Es la hora de comer. Y quién sabe. Tal vez hoy haya una bonita y rosada manzana en mi bolso…

Suldrun almorzaba en su salita, o, si el tiempo era agradable, en el naranjal: mordisqueaba y sorbía con delicadeza cuando Ehirme le llevaba la cuchara a la boca. Con el tiempo aprendió a comer sola, con atentos movimientos y seria concentración, como si comer pulcramente fuera lo más importante del mundo.

Para Ehirme ese hábito era tan absurdo como enternecedor, y a veces se acercaba a Suldrun por detrás y le hacía «¡Bu!» en el oído, justo cuando Suldrun abría la boca para meterse una cucharada de sopa. Suldrun fingía enfadarse y le reprochaba a Ehirme la travesura. Luego seguía comiendo, mirando a Ehirme por el rabillo del ojo.

Lejos de los aposentos de Suldrun, Ehirme trataba de pasar inadvertida, pero pronto se corrió la noticia de que Ehirme la campesina había ascendido más de lo pertinente. El rumor llegó a oídos de Boudetta, una dama severa y rígida, nacida en la nobleza menor, que estaba al mando del personal doméstico. Sus deberes eran múltiples: supervisaba a las criadas, controlaba su virtud y arbitraba en cuestiones de decoro. Conocía las convenciones del palacio. Era un compendio de información genealógica y, sobre todo, de historias escandalosas.

Bianca, una criada de alto rango, fue la primera en quejarse de Ehirme.

—Viene de fuera y ni siquiera vive en el palacio. Huele a pocilga y ahora se da aires porque barre la alcoba de la pequeña Suldrun.

—Sí, sí —dijo Boudetta, irguiendo la nariz prominente—. Lo sé todo.

—¡Otra cosa! —exclamó Bianca con taimado énfasis—. La princesa Suldrun, como todos sabemos, habla poco, y puede ser algo retardada…

—¡Bianca! Es suficiente.

—Pues cuando habla, su acento es atroz. ¿Qué dirá el rey Casmir cuando decida charlar con la princesa y oiga la voz de un mozo de cuadra?

—Entiendo perfectamente —dijo altivamente Boudetta—. Aun así, ya he reflexionado sobre el asunto.

—Recuerda que soy adecuada para la función de doncella personal, que mi acento es excelente, y que estoy muy versada en cuestiones de atuendo y modales.

—Lo tendré en cuenta.

Finalmente Boudetta designó para el puesto a una dama de rango mediano: su prima Maugelin, a quien debía un favor. Ehirme fue despedida y regresó a casa con la cabeza gacha.

Suldrun tenía entonces cuatro años, y solía ser dócil, gentil y bien predispuesta, aunque algo remota y meditabunda. Al enterarse del cambio quedó atónita. Ehirme era la única criatura viviente a quien amaba.

Suldrun no provocó ningún escándalo. Subió a su cámara y permaneció diez minutos mirando la ciudad. Luego arropó su muñeca en un pañuelo, se puso su suave capa de lana de cordero gris y se marchó en silencio del palacio.

Corrió por la arcada que flanqueaba el ala este de Haidion y se escurrió bajo la Muralla de Zoltra por un pasaje húmedo de casi siete metros de largo. Atravesó el Urquial a la carrera, sin fijarse en el lúgubre Peinhador ni en los cadalsos del tejado, donde se mecían un par de cadáveres.

Con el Urquial detrás, Suldrun trotó por el camino hasta cansarse, luego fue a paso más lento. Sabía bien por dónde ir: por la carretera hasta el primer sendero, y por la izquierda del sendero hasta la primera casa.

Abrió la puerta con timidez y encontró a Ehirme sentada a una mesa de mal humor, mondando nabos para la sopa de la cena.

—¿Qué haces aquí? —exclamó Ehirme asombrada.

—No me gusta Maugelin. He venido a vivir contigo.

—¡Ay, princesa, eso es imposible! Ven, debes regresar antes de que se arme un escándalo. ¿Quién te vio partir?

—Nadie.

—Ven entonces. Deprisa. Si alguien pregunta, salimos a tomar el aire.

—¡No quiero quedarme sola allá!

—Querida Suldrun, debes hacerlo. Eres una princesa, no lo olvides. Eso significa que debes hacer lo que te dicen. Vamos.

—Pero no haré lo que me dicen si eso significa que te vas.

—Bien, ya veremos. Deprisa. Quizá podamos entrar sin que nadie lo advierta.

Pero la ausencia de Suldrun ya se había notado. Aunque su presencia en Haidion no significaba mucho para nadie, su ausencia tenía gran importancia. Maugelin había revisado toda la Torre Este: la buhardilla bajo las tejas, pues se sabía que Suldrun la visitaba (acechando y escondiéndose, la muy pícara, pensaba Maugelin), el mirador desde donde el rey Casmir observaba la bahía, las cámaras del piso siguiente, que incluían los aposentos de Suldrun. Al fin, acalorada, cansada y temerosa, bajó al piso principal y se detuvo con una mezcla de alivio y furia cuando vio que Suldrun y Ehirme abrían la pesada puerta y entraban quedamente en la antesala al final de la galería principal. Agitando furiosamente el manto, Maugelin bajó los últimos tres escalones y se acercó a ambas:

—¿Dónde habéis estado? ¡Todos estábamos inquietos! Venid, debemos encontrar a Boudetta. El asunto queda en manos de ella.

Maugelin atravesó la galería y un corredor lateral y entró en la oficina de Boudetta. Suldrun y Ehirme la siguieron aprensivamente.

Boudetta oyó el excitado informe de Maugelin mientras miraba a Suldrun y Ehirme. El asunto no parecía importante, sino trivial y fatigoso. Aun así, representaba un grado de insubordinación y era preciso ser expeditiva. La cuestión de la culpa era irrelevante; para Boudetta la inteligencia de Suldrun estaba casi en el mismo nivel de la simple torpeza campesina de Ehirme. Desde luego no podía castigar a Suldrun; incluso Sollace podía enfurecerse si se enteraba de que habían azotado carnes reales.

Boudetta encaró el asunto de una manera práctica. Volvió su fría mirada hacia Ehirme.

—¿Qué has hecho, mujer?

Ehirme, que no se caracterizaba por su agilidad mental, miró azorada a Boudetta.

—No hice nada, señora. —Luego, con la esperanza de facilitarle las cosas a Suldrun, continuó—. Tan sólo habíamos salido a caminar. ¿Verdad princesa?

Suldrun, mirando a la aquilina Boudetta y a la majestuosa Maugelin, sólo descubrió expresiones de frío disgusto.

—Salí a caminar. Eso es verdad.

—¿Cómo te atreves a tomarte tales atribuciones? —dijo Boudetta, volviéndose hacia Ehirme—. ¿Acaso no te despidieron de tu puesto?

—Sí, señora, pero no se trata de eso…

—Basta. No oiré excusas. —Boudetta llamó a un lacayo—. Lleva a esta mujer al patio y reúne al personal.

Sollozando con desconcierto, Ehirme fue llevada al patio contiguo a la cocina. Se llamó a un carcelero del Peinhador y se reunió al personal de palacio para que observara mientras un par de lacayos con la librea de Haidion inclinaban a Ehirme sobre un caballete. El carcelero se acercó: un hombre corpulento de barba negra y tez pálida, amarillenta. Esperó, mirando a las criadas y doblando su látigo de ramas de sauce.

Boudetta estaba en un balcón con Maugelin y Suldrun.

—¡Atención! —exclamó con voz clara y nasal—. ¡Acuso a esta mujer, Ehirme, de haber cometido una fechoría! En un acto de locura e imprudencia secuestró la persona de la amada princesa Suldrun, causándonos pena y consternación. Mujer, ¿te arrepientes?

—¡Ella no hizo nada! —exclamó Suldrun—. ¡Me trajo a casa!

Poseída por esa peculiar pasión que embarga a quienes asisten a una ejecución, Maugelin llegó al extremo de pellizcar el brazo de Suldrun y apartarla con brusquedad.

—¡Silencio! —susurró.

—¡Me avergüenzo si actué mal! —gimió Ehirme—. Sólo traje a la princesa a casa, deprisa.

Boudetta comprendió de pronto la verdad del asunto. Se le aflojó la boca. Dio un paso adelante. Las cosas habían ido demasiado lejos; su dignidad estaba en juego. Sin duda Ehirme había escapado al castigo por otras ofensas. Al menos debía pagar por su conducta presuntuosa. Boudetta alzó la mano.

—¡Para todos, una lección! ¡Trabajad con esmero! ¡No presumáis! ¡Respetad a vuestros superiores! ¡Observad y aprended! ¡Carcelero! ¡Ocho azotes, dolorosos pero justos!

El carcelero retrocedió, se cubrió la cara con una negra máscara de verdugo y avanzó hacia Ehirme. Le levantó la falda parda de aulaga hasta los hombros, dejando al descubierto un par de amplias nalgas rosadas. Alzó las ramas de sauce. Se oyó un chasquido y un grito de Ehirme. Entre los presentes se oyeron jadeos y risas.

Boudetta miraba impasible. Maugelin sonreía con indiferencia. Suldrun permanecía callada, mordiéndose el labio inferior. El carcelero empuñaba el látigo con autocrítica firmeza. Aunque no era hombre amable, no le agradaba el dolor y hoy estaba de buen humor. Fingía un gran esfuerzo, meciendo los hombros, arqueándose y gruñendo, pero en realidad ponía poca energía en los golpes y no arrancaba la piel. Aun así, Ehirme gemía con cada latigazo, y todos estaban pasmados por la severidad de la azotaina.

—Siete… ocho. Suficiente —declaró Boudetta—. Trinthe, Molotta, atended a la mujer; ungidla con buen aceite y enviadla a casa. Los demás, regresad a vuestra labor.

Boudetta se volvió, y pasó del balcón a una sala para sirvientes encumbrados tales como ella, el senescal, el tesorero, el sargento de los guardias de palacio y el mayordomo, donde podían merendar y deliberar. Maugelin y Suldrun la siguieron.

Boudetta interceptó a Suldrun cuando, por fin, vio que entraba.

—¡Niña! ¡Princesa Suldrun! ¿Adónde vas?

Maugelin corrió pesadamente para plantarse junto a Suldrun. Suldrun se detuvo y miró a ambas mujeres, los ojos relucientes y húmedos.

—Por favor, princesa, escúchame —dijo Boudetta—. Empezaremos algo nuevo, que tal vez se haya demorado demasiado tiempo: tu educación. Debes aprender a ser una dama de estima y dignidad. Maugelin te instruirá.

—No la quiero.

—Aun así la tendrás, por orden personal de la graciosa reina Sollace. Suldrun miró a Boudetta a los ojos.

—Algún día seré reina. Entonces tú serás azotada.

Boudetta abrió la boca, y la volvió a cerrar. Avanzó hacia Suldrun, quien se quedó quieta, entre pasiva y desafiante. Boudetta se detuvo. Maugelin, con una seca sonrisa, observaba de soslayo.

—Pues bien, princesa Suldrun —dijo Boudetta con voz cascada, forzadamente gentil—, actúo sólo por devoción a ti. El ansia de venganza no es propio ni de una reina ni de una princesa.

—Por cierto —dijo servilmente Maugelin—. ¡Recuerda lo mismo para Maugelin!

—El castigo se ha impartido —declaró Boudetta, aún con tono cuidadoso y tenso—. Sin duda todos han aprendido algo de él. Ahora debemos olvidarlo. Tú eres la preciosa princesa Suldrun, y la honesta Maugelin te instruirá en las reglas del decoro.

—No la quiero. Quiero a Ehirme.

—Silencio, se complaciente.

Llevaron a Suldrun a su cámara. Maugelin se repantigó en una silla y se puso a bordar. Suldrun fue a la ventana y se puso a mirar la bahía.

Maugelin subió por la escalera circular de piedra hasta los aposentos de Boudetta, meciendo las caderas bajo el vestido marrón oscuro. En el tercer piso se detuvo con un jadeo, luego siguió hasta una puerta arqueada de madera machihembrada, sujeta con listones de hierro negro. La puerta estaba entornada. Maugelin la empujó un poco, haciendo crujir los goznes de hierro, para que su corpulencia pasara por la abertura. Avanzó un paso, mirando hacia todas partes.

Boudetta estaba sentada a una mesa, sirviendo nabo silvestre con la punta de su largo y delgado índice a un pájaro enjaulado.

—¡Picotea, Dicco! ¡Cómo un buen pájaro! ¡Así me gusta! Maugelin avanzó dos pasos más y al fin Boudetta se volvió hacia ella.

—¿Qué ocurre ahora?

Maugelin movió la cabeza, se restregó las manos y se relamió los labios fruncidos.

—Esa niña es como una piedra. No puedo hacer nada con ella.

—¡Debes ser enérgica! —exclamó Boudetta—. ¡Establece un plan! ¡Insiste en la obediencia!

—¿Cómo? —suspiró Maugelin abriendo los brazos.

Boudetta chasqueó la lengua con fastidio. Se volvió hacia la jaula del pájaro.

—¿Dicco? Oye, Dicco. Un picotazo más y ya está… Eso es. —Boudetta se levantó y, seguida por Maugelin, bajó la escalera y subió al aposento de Suldrun. Abrió la puerta y miró la sala.

—¿Princesa?

Suldrun no respondió. No se la veía en ninguna parte. Las dos entraron en el cuarto.

—¿Princesa? —insistió Boudetta—. ¿Te escondes de nosotras? Ven, no seas traviesa.

—¿Dónde está esa criatura perversa? —gimió Maugelin—. Le ordené que se quedara sentada en la silla.

Boudetta miró la alcoba.

—¿Princesa Suldrun? ¿Dónde estás?

Ladeó la cabeza para escuchar, pero no oyó nada. Los aposentos estaban vacíos.

—Se fue de nuevo a ver a esa campesina —masculló Maugelin. Boudetta fue hasta la ventana para mirar hacia el este, pero el camino estaba oculto por el tejado en declive que cubría la arcada y por la mole enmohecida de la Muralla de Zoltra. Debajo estaba el naranjal. Al costado, semioculto bajo el follaje verde oscuro, vio el destello del vestido blanco de Suldrun. Abandonó el cuarto en hosco silencio, seguida por Maugelin, que susurraba y farfullaba frases airadas.

Bajaron la escalera, salieron y fueron al naranjal.

Suldrun estaba sentada en un banco, jugando con un manojo de hierba. Notó que las dos mujeres se acercaban, no le dio importancia y siguió jugando con la hierba.

Boudetta se detuvo y miró la pequeña cabeza rubia. Hervía de furia, pero era demasiado astuta y cauta como para demostrarlo. Detrás estaba Maugelin, la boca fruncida de excitación, esperando que Boudetta fuera terminante con la princesa: una sacudida, un pellizcón, una palmada en las nalgas firmes y pequeñas.

La princesa Suldrun alzó los ojos, miró a Boudetta un instante y desvió la cara con indiferencia. Boudetta tuvo la extraña sensación de que la niña estaba viendo el futuro.

—Princesa Suldrun, ¿no estás contenta con las enseñanzas de Maugelin? —preguntó Boudetta, la voz cascada por el esfuerzo.

—Ella no me gusta.

—¿Pero te gusta Ehirme?

Suldrun torció apenas el tallo de hierba.

—Muy bien —dijo pomposamente Boudetta—. Así sea. No podemos permitir que nuestra preciosa princesa sea infeliz.

Suldrun le echó una rápida ojeada, como si le leyera el pensamiento.

Boudetta pensó, entre amargada y divertida: «Que así sea, si así ha de ser. Al menos nos entendemos».

Para salvar la cara dijo con severidad:

—Ehirme regresará, pero debes escuchar a Maugelin, quien te instruirá en modales.