Yo era feliz en mi ignorancia.
Mi madre, mi padre, mis juguetes y mis compañeros de clase. No necesitaba más. Bueno, a veces un pescozón si no me controlaba en mis pataletas, lo que no solía producirse muy a menudo.
De esa época recuerdo el tacto de la falda de mi madre cuando llegaba de trabajar, su olor a suavizante desvaído, el contorno de sus muslos bien formados al abrazarla sin sobrepasar la cintura, como si fuese un gigante. Revolvía mi pelo, me apartaba con manos ligeras y yo me quedaba atrás esperando algo más que nunca llegaba. Con ella siempre faltaba una pizca. Más tarde supe cómo y cuándo llenaba ese hueco.
Mis compañeros de juego en el colegio eran dos hermanos gemelos, niño y niña. Con ellos descubrí que las hormigas tienen un sabor amargo y que los dos sexos se diferenciaban por algo más que la longitud del cabello o la ropa que vistes. Tenía un sentimiento vago de envidia por la relación que mantenían. Rabiaba para adentro si me encontraba en una conversación muda de gestos y sonrisas que nada más ellos entendían. Mi sentimiento entonces era el de una mujer que atrapa a su marido en una infidelidad. Yo les daba todo y ellos me mantenían aparte en esos diálogos. Ambos morirán en un accidente de tráfico dentro de dos años y ya no volverán a intercambiarse muecas de su idioma inventado. No siempre los más afortunados en su nacimiento gozan de un futuro más esperanzador.
No éramos de una familia acomodada, pero nunca me faltó de nada. Por lo menos en el plano material. Mi padre siempre estaba cerca si le necesitaba. No trabajaba en la época en que comencé a tener cierto conocimiento del ambiente que me rodeaba y tomaba pastillas que llevaba en su bolsillo derecho del pantalón. Recuerdo que deseaba meter la mano allí para jugar con ese paquete tan atractivo de chucherías. Nunca me atreví, era una zona vedada. Él extraía las grageas con mano temblorosa y la volvía a meter firme como una roca. El suicidio era una idea que planeaba en círculos de halcón en sus pensamientos y las píldoras le ayudaban a mantenerlo allá arriba. En el momento en que el ave de presa se lanzaba en picado para atraparle con sus garras, lo alejaba a golpe de barbillazo y deglución. Disueltas en su sangre, solía sonreírme y me quería.
A veces jugábamos juntos a las construcciones y conseguía hacer los castillos más alucinantes que un niño ha visto jamás. O eso me parecía a mí. Se concentraba de tal forma en el equilibrio de las piezas, desafiando las leyes básicas de la arquitectura, que se olvidaba de todo y todos hasta que conseguía colocarla en la forma que su imaginación había prediseñado. Conseguido el objetivo, me animaba a poner el siguiente bloque en mi castillo, que se construía a una distancia prudencial por el continuo riesgo de derrumbe. Y aplaudía cuando lograba el éxito.
Me encantaba el chocolate con almendras. El mayor premio que podían darme era una onza cuadrada y gruesa, que yo comía separando los dos ingredientes, royéndolos y manteniendo cada uno de ellos acumulado en un carrillo. El derecho era la despensa del chocolate y el izquierdo de la almendra. Los dejaba allí hasta que el cacao se derretía y fluía a chorros por la punta de la lengua, donde sentimos el dulzor con más intensidad. Llegado ese momento, chocaba ambos ingredientes en una orgía semilíquida y masticaba. No he llegado a sentir mayor placer que ese.
Era normal que mi padre se encerrase en el cuarto de baño para llorar y enseguida aprendí que no era buena idea llamarle en esas circunstancias; acrecentaba su intensidad y me hacía sentirme culpable.
Mi madre era de otra ralea. Dura y consistente, su presencia en nuestra casa traía un concierto de orden y seguridad que se escurría por los resquicios de las ventanas en su ausencia. En cuanto entraba de vuelta del trabajo todos nos sentíamos más seguros.
Como todos los niños de seis años, vivía mi día a día sin preocuparme del mañana, flotando en el mundo que me construyeron los adultos, imperfecto pero mío. Nadie podía entrar en él y lo sabía en la forma en que los niños son conscientes de las grandes verdades de su existencia: Mamá y Papá te quieren, el médico sí que hace daño y es desagradable que te limpien los oídos. Esas tres aseveraciones gobernaban el palpitar de mi corazón desde que me levantaba hasta que mis padres me depositaban un beso en la frente antes de dormir.
Algunas noches, mi padre me contaba un cuento. Los inventaba él mismo y siempre eran protagonizados por un niño valiente que luchaba con monstruos y desastres que solucionaba con su cinturón mágico. Aunque nunca me lo dijo, yo sabía que ese niño era yo y que algún día podría tumbar un demonio con mis puños.
Cuando se me caía algún diente dormía a duras penas de los nervios, deseando que el ratoncito Pérez me trajese ese cinturón que me pertenecía y, por la mañana, sin haberse iniciado los ruidos hogareños, levantaba la almohada para rebuscar en ella con mi linterna de petaca. Me sentía un poco triste al no hallar nada, pero no perdía la esperanza ya que me quedaban muchos dientes por caer.
No recuerdo grandes enfermedades si dejamos de lado una varicela que me tumbó durante una semana bajo la vigilancia constante de mi padre, que impedía mis intentos de rascarme las pupas que colonizaron cada centímetro de mi piel, convirtiéndola en una mala copia de la cara visible de la luna, una especie de mapa a escala que picaba horrores. Continuamente me recordaba las cicatrices que me quedarían si me arrancaba las costras que picaban como garrapatas. Yo buscaba burlar su vigilancia. En cuanto se despistada rascaba una o dos veces con fuerza, la suficiente para despegarla y me la comía con deleite. La venganza sabe mejor si se sirve fría y cruje.
En general, puedo decir que tenía una buena vida.
Algunas personas creen que el Universo es como un reloj. Un mecanismo muy complejo pero comprensible si dispones de suficientes datos de sus causas y movimientos.
Otros reniegan de este concepto, lapidándolo bajo la base de una realidad que está afecta por tensiones que producen reacciones no siempre previsibles, salvo que conozcas todas las posibles que pueden existir para generar un mapa de probabilidades.
Estos últimos se acercan más a la verdad. Yo soy la prueba viviente.
Sin ninguna causa aparente, esa idea se encarnó en mí y faltó poco para que me matase.
El Aleph de las probabilidades y experiencias pasadas, presentes y futuras encontró un hueco en mi cerebro y se instaló. Todos los multiversos que desaparecieron en el pasado y que están por existir se colapsaron y recubrieron mi córtex. Podríamos decir que se me incrustó una lente gran angular cuántica.
Y Supe. Yo era el Conocimiento.
Caí en un coma que duró tres segundos de tiempo real pero cientos de miles de años en tiempo subjetivo. En el paréntesis al que fui lanzado renací con el cuerpo recubierto de vello, usando mis manos para despiezar una pata de venado, avanzando por tierras demasiado cálidas intentando ubicar un valle que acogiera mi estirpe y fundase la primera civilización. Viví, sobreviví y caí en la cuenta de la magnitud de su catástrofe y de la gloria que podían alcanzar, de la sabiduría perdida por la muerte accidental de un Cristo prehistórico, del salto obtenido con la ganadería y la agricultura. Y me vi aprendiendo milenios de historia en una aceleración que me llevó por bifurcaciones en que fui zarandeado de un lado al otro, siendo y dejando de ser, sufriendo y gozando de todo lo que la humanidad ha descubierto y perdido sin llegar a conseguirlo, fecundado por las ilusiones y saberes de miles de millones de almas que han nacido y muerto en el vasto horizonte del pasado.
Desperté anciano en mi corazón y con un odio profundo a mi madre.
Sabía quién era y lo que hacía, las opciones que tuvo para evitarlo y la ruta que escogió, el presente donde estoy instalado por culpa de sus elecciones pretéritas.
Disponer de esa información me llevó a hundirle las tijeras en el pecho, resbalando entre las costillas, desgarrando la aorta y atravesando el ventrículo izquierdo, despertándola de su sueño con ojos desorbitados sin emitir una queja, arañando mi pecho desnudo a manotazos, cubriéndomelo de franjas enrojecidas que me dejarían cicatrices indelebles. Borboteaba una pregunta que respondí sin esperar a su vocalización.
Ella intentaba construir una justificación pero no conseguía más que escupir burbujas de saliva. Con un último pálpito, las paredes ventriculares se escindieron y murió.
Mi padre no llegó a despertarse, nadando en su dormitar artificial, ahuyentando el vuelo del ave de presa que bajaba para arrancarle el velo de los ojos y obligarle a mirar la realidad de su hijo, ese con el que construía castillos e ilusiones siendo consciente del secreto de su filiación sin prestarle atención.
El mundo perdió su color. Me levanté de la cama y vagué por la casa que dormía sin ilusión. Estaba exhausto.
Algo se me expandió. Caí de rodillas y me agarré las sienes que presionaban de dentro a afuera, un flujo en reverso, contrario al anterior. Si antes la misma existencia se engullía en mí, ahora empujaba para salir. Creo que grité. No lo sé.
Me proyecté.
Y vi el final de la Historia. El horror. Un sinfín de afluentes que terminaban en distintos ríos, todos negros con el barro que transportaban, convirtiendo su final en una ciénaga. Y uno transparente que desembocaba en un lago de calma y lleno de vida. El filtro que limpiaba el último era yo.
Entonces os sentí. Brillabais sobre la masa de personalidades que irrumpían en mi universo y sabía cómo llegar a vosotros, recorriendo el hilo que nos unía en una telaraña que no podía romperse salvo por la muerte.
El mundo necesitaba un cambio para evitar que siguiese caminando al desastre sin remedio.
Vosotros eráis la materia prima.
Yo sería el catalizador.
El resultado, una tierra nueva hecha a mi imagen y semejanza. Perfecta y omnisciente.
El objetivo se me presentó claro. Tenía que salir a buscaros, localizaros y reuniros en algún lugar seguro. Era fácil porque yo era el Saber. Me bastaba con quererlo y venía a mí. Bebía de una botella que nunca se vacía.
Me atraíais como un imán. Saldría a la calle y llegaría a vuestra casa. Pero no disponía de demasiado tiempo, ya que la aptitud que os fue otorgada acabaría con vosotros, no sabíais usarla adecuadamente sin derramar vuestra sangre. Tenía que darme prisa.
Una de vosotros sería la herramienta clave y fui a por ella en primer lugar. El resto ya lo sabéis.
Es posible que tengáis envidia de mi poder. Me ha llevado al abismo de la locura y aún estoy tambaleándome en él.
Creéis que soy un demente y no voy a negarlo. Voy y vuelvo en una posición de equilibrio precario que puede arrastrar esta realidad al desastre absoluto si no me mantengo en el emplazamiento que me exige el papel que debo desempeñar.
La creación ha dejado de tener secretos para mí. Sé todo lo que se supo, se pudo saber y se sabrá.
Únicamente hay una salida y os la voy a mostrar.
Os tengo a todos conmigo, juntos después de tanto esfuerzo.
Os voy a mostrar mi profecía y tendréis opción de elegir.
No es una visión agradable porque el mundo no lo es. Harán falta algunos sacrificios cuya culpa estoy dispuesta a asumir.
Pero si queremos que el mundo siga siendo mundo, alguien tiene que asumirlo.
Escuchadme por última vez. La decisión final dependerá de vosotros, libre y voluntaria. No puedo obligaros a tomar vuestra decisión. Ni ella tampoco.