Miran a la asiática con otros ojos, colmados de temor. Ninguno de sus poderes es nada comparado con el suyo.
Lucía cae en la cuenta de que hubiese muerto en el accidente que causó el ciclista de no ser por el chiquillo que le salvó secuestrándola en la ambulancia. El autobús entró en el cruce pero ella no estaría pasando en ese momento, como era su futuro previsto.
—¿Fue ella la que me ordenó entrar en el piso del pajillero? ¿Me hizo olvidarlo? ¿Por eso no podía respirar cuando me capturasteis? —pregunta el ronco.
—En efecto. También anuló el dolor que te produce volar.
El volador cae en la cuenta de ese dato. Es cierto. No le duele ya. Se guarda el insulto que iba a proferir. No quiere tentar más a la suerte. Una orden suya detuvo su respiración y bien podía interrumpir su corazón.
—También procuró que el ruso por el que tanto te preocupas se metiese un tiro en el corazón con su propia pistola de forma, digamos, voluntaria. No sin antes acribillar a sus secuaces. Caso resuelto.
El miedo escapa de su corazón como murciélagos de una cueva. Está tan aliviado que ríe sin poder contenerse, palmeándose las rodillas.
Ella permanece sentada. Su voz habla y todos se encogen de miedo.
—Terminemos ya. Llevo demasiado tiempo arrastrando esta maldición. Intento contenerme y me tengo miedo.
—Ten fe.
—No sabes lo que significa tener a mi disposición vuestras voluntades.
—Claro que lo sé. He sido tu víctima también.
—Tenías que haberme avisado.
—Lo sé.
Mientras ellos dialogan, la mujer amputada nota como se van pasando los efectos de la droga. Por sus miembros corretean hormigas a medida que el cerebro admite señales que, minutos antes, eran interrumpidas artificialmente. Y eso es bueno, porque quiere levantarse para destrozar a la asiática.
Ya entiende las palabras que le susurró en el oído el niño.
«Tu hija podía estar de vuelta contigo si no llegamos a cometer un error».
Esa zorra mató la única oportunidad que existía en el mundo de devolver la vida a su pequeña. Si no hubiese ordenado al pederasta que se diese un banquete con su propia carne, ahora estaría con ellos, crucificado en el lugar que le pertenecía, y podría obligarle a resucitarla. El cómo era posible no le importaba, como tampoco de donde salía la energía que le daba a ella la fuerza necesaria para levantar coches y derribar muros. Lo único a tener en cuenta era la capacidad divina de traer a los muertos de vuelta, un demonio con el poder de Cristo. Lo que le ocurriese después a ese bastardo le traía sin cuidado, siempre y cuando volviese a ver la cara serena de su niña en su sueño, acunarla en los lloros de la noche, saciar su hambre con su pecho. Ya no la enseñaría a caminar, ni jamás le llamaría «mamá», no podría deshacer todos los errores que sus padres cometieron con ella y enseñarle que la única verdad que existía es que ella era el ser más importante del mundo, que moriría sin dudarlo por cuidarla, que su vida estaba a su disposición.
Algo le sucede. El hormigueo ha desaparecido y le zumban los oídos. Se nota enfebrecida y palpitante, como el desagüe de un canal de potencia que irradia del mismo centro del planeta, encauzado por toda su superficie hacia sus músculos. Es el alambique que destila la esencia de las fuerzas que mantienen el mundo en la tensión necesaria para rotar toda una eternidad.
Y una mujer iba a pagar su culpa.
—¡Ay! —se queja el anciano. Tres empastes han escapado de sus muelas y se pegan a la mujer amputada después de atravesar la sala volando.
—¿Qué pasa? —dice Pablo, hundiéndose en las carnes de la mujer obesa.
Las siete cruces trepidan, levantándose enhiestas, atraídas por el magnetismo que desprende la mujer. Se pone en pie sin apoyar las manos, vibrando como un martillo neumático.
La asiática busca al niño con pavor, que se mantiene sentado con las piernas cruzadas. No sabe qué hacer y teme causar otro daño irreparable.
La amputada se ha erguido. Las luces parpadean, sobrecargadas. Da un paso en su dirección.
—Debías haberte callado —pronuncia en voz alta, señalándola con el brazo sano.
—Fue inevitable. Tenías que haber visto sus caritas —se defiende la asiática—. Esos pobres niños.
Los espectadores sienten un leve temblor en las raíces de las muelas cuando escuchan su voz, reverberando en la base del cráneo. Algo peligroso. La tensión crece a su alrededor…
—¡Estaban vivos! Y mi niña muerta.
Agarra una cruz y la arranca de cuajo de la bisagra. La blande por encima de su cabeza como si fuese un juguete de plástico.
—Voy a matarte por eso.
Detrás de ellas, el niño permanece estático, esperando un desenlace que ya ha sido previsto. La asiática no entiende por qué no actúa. Los demás se han retirado a la pared más alejada, temerosos de la furia desatada. Ambas mujeres son temibles y no quieren estar cerca de su batalla.
—No me obligues a usarla contra ti. Me prometí no hacerlo más —implora.
—¡Tenías que contenerte! ¡Mi hija está muerta por tu culpa!
—¡Yo no la maté! ¡Tú lo hiciste con tu poder! ¿No entiendes que dañamos lo que más queremos?
La mujer amputada coge impulso y se dispone a lanzar una estocada mortal con setenta kilos de hierro que aplastarían con facilidad un cuerpo humano.
—¡Suéltala! —ordena.
Sin saber cómo, su mano suelta el objeto, que cae rebotando ruidosamente. En una esquina, los demás abren las manos aunque no sujetan nada y sufren una presión inaguantable en la nuca.
—Te lo he advertido una vez. Es mejor que no sigas intentándolo. Me estoy cabreando de verdad.
Por toda contestación, la amputada se dispone a lanzarse con un salto. Quiere atraparla por el cuello y quebrárselo.
—Párate.
El paso que iba a dar se detiene en el aire y todos se quedan congelados. Lucía abrazando a Pablo, que se tapa los oídos con un rictus de dolor. El volador abrazándose las rodillas. El de rojo incorporándose para decirle al niño que detenga esa locura. El viejo con las manos en un acto de plegaria. Y el niño en la sonrisa que mantenía previa a la orden paralizadora…
La asiática se pone en cuclillas, apoyándose en una rodilla.
—Tú también estás cayendo en la tentación de tu poder. Como yo. Deberías entenderme mejor.
La amputada lo único que entiende es la furia que la domina. Si el poder que contiene no es suficiente, usará más. La cruz que había dejado caer se eleva sostenida por los campos de fuerza que emanan de la mujer. También los demás paralizados se separan unos centímetros del suelo. El niño no puede moverse, pero encuentra encantadora esa demostración. ¿Hasta dónde llegarán?
Ella concentra todo ese flujo en los músculos de su pierna derecha, que deja escapar finos haces de energía sólida. Un pequeño paso para inmovilizar a la mujer que alejó a su hija para siempre.
—Detente —repite la Voz, con más énfasis.
Pero ella no se detiene. Avanza un paso más. Se concentra en la imagen de su niñita para seguir adelante.
—¡Para!
Se interrumpe unos segundos, los suficientes para recuperar más potencia de la que se concentró jamás en un punto.
Otro paso en su avance. Las manos dirigiéndose al cuello de la china.
—¡He dicho que te pares! —tiene la frente cubierta de venas pulsátiles.
Los demás gritan de dolor, sin poder moverse para escapar, llevados al límite de su resistencia física.
Los dedos están llegando a su cuello, plagado de tendones a punto de romperse por el esfuerzo. Le duelen las cuerdas vocales y teme quedarse muda en cualquier momento. Rebusca en su interior para recuperar cualquier vestigio de poder que se acumule en sus células, sabiendo que es su última oportunidad, que si no es obedecida ahora puede morir y no quiere, que tienen una misión que cumplir, que el futuro que les depara exige que detenga como sea a esa mujer enloquecida por el dolor. Su garganta se hincha y un arco de luz se desprende de su nuez y se une a los que rodean a la mujer amputada, bailando una danza que puede consumirlas.
Es el momento, no hay más poder en ella, encauzado en su cuello. Si no lo suelta le va a explotar el cráneo. Abre la boca y su poder concentrado salta a su lengua.
—¡Perdónanos! —brama con todas sus fuerzas.
Las luces se apagan un instante y vuelven a encenderse entre parpadeos. Las cruces caen con estruendo metálico. Los hombres, mujeres y niños dejan de levitar entre gemidos asustados, sujetándose las cabezas.
El niño se incorpora y se sitúa a la altura de la mujer amputada, empapada en sudor.
—¿Qué iba a hacerte, dios mío? ¿Qué iba a hacerte?
Cae de rodillas y empieza a sollozar, abrazándose a los muslos de la Voz.
—¿En qué me había convertido?
La asiática, muda de verdad, se arrodilla con ella y le abraza. Tiene el poder en su interior pero no va a poder usarlo más y eso le hace feliz. Algo se ha roto en sus cuerdas vocales y está convencida de que es definitivo. Una especie de sobrecarga que ha acabado con su condenación. La carne no ha aguantado la presión del poder que acumuló para doblegar a la mujer. También ha terminado con la violencia homicida que dormitaba en la mujer amputada. Su última orden la liberó de su sentimiento de venganza, el odio que la envenenaba desde que unos hombres sin escrúpulos dispararon contra ella y mataron al bebé por error, que la llevó a devastar su cuerpo y el de los demás que se cruzaron en su camino. Está orgullosa de su acto y se estima limpia por fin, gracias al niño. Le sonríe sin emitir sonido porque no puede, y este le devuelve una sonrisa más brillante que el sol.
Apoyándose mutuamente, las dos mujeres se acercan a la esquina en que se recuestan los demás. Se arrebujan unos contra otros, atemorizados por su presencia. El niño intenta infundirles calma.
—No temáis. No os causarán ningún daño. Están en paz consigo mismas.
Ninguno se atreve a replicarle, impactados por lo que han presenciado.
—Sentaos, por favor.
Obedecen entre quejidos ocasionales. El anciano es el primero en hablar.
—Deberías darte prisa.
—Me la daré. Tenéis que conocer el porqué de todo. Venid a mí.
Cuando se colocan círculo, declama en voz alta.
—La hora ha llegado. Atendedme porque de vuestra decisión consciente y voluntaria va a depender el futuro de muchos millones.
La mayoría se estremece y calla.