1

Mirando al hombre que volaba tendido en la acera no tenías la sensación de estar haciendo lo correcto, como si la validez de las razones que te aduje el día anterior se hubiese desvanecido con la noche.

Fue tan sencillo como habituaba. Un simple «no respires» en su oído mientras permanecía atento a las palabras con las que le entretenía y el diafragma se le paralizó al instante, bloqueados los impulsos automáticos de inspiración. Al desmayarse, susurraste «respira» y el músculo resucitó. Ojalá no tuviese daños permanentes por la falta de oxígeno, rezabas.

En un tiempo, los primeros momentos, fue bastante divertido. La novedad de tu poder mostraba un mundo entregado a tu voluntad verbal, una sociedad ansiosa de satisfacer todos tus deseos, por estrambóticos que estos fueran.

Nunca has tenido demasiada tolerancia a la frustración. Si ambicionabas una muñeca, la querías ya, ipso facto. De joven robabas lo que no podías comprar. Tus uñas roídas son testigos silenciosos de tu falta de autocontrol.

Supongo que ser una niña adoptada y tener unos padres que se sintieron inferiores al resto te llevó a ser así; siempre te consideraron una extraña en su casa, temiendo permanentemente que les echases en cara que te quisieran menos por no haber sido engendrada en su vientre. Creciste en un ambiente demasiado permisivo, donde todo te era concedido. Tú eras la que conseguías los regalos más caros por tu cumpleaños, todos los caprichos que solicitabas se te concedían. Manejabas tu hogar con tan solo cinco años, sin ser aún consciente de ello. El afán de control modificó tu conducta y te llevó a proyectarlo al resto de tu ambiente, quedándote pronto sin amigas. En la adolescencia ya gobernabas tu familia con mano férrea, tiranizándolos con tus desaires.

Deseando sin control, nunca alcanzando la paz. Envidiosa y egoísta, eras la niña más infeliz del mundo.

Al lanzarle un «piérdete» a tu supervisora de departamento no te imaginabas que ese sería el inicio de tu perdición. Esa mujer te estuvo haciendo la vida imposible durante meses, acosándote laboralmente, buscando excusas para sancionarte. Te convocó a una reunión con otros coordinadores y expuso públicamente tu incompetencia para el puesto que desempeñabas; hora y media de presentación vergonzosa que te adelantó la regla. No habían terminado de humillarte y notaste el acolchamiento cálido de tus bragas. Sin excusarte, te levantaste, corriendo por los pasillos enmoquetados hasta llegar a los baños. Te encerraste y trataste de frenar el chorreo de sangre que manchaba tu ropa interior y que no paraba.

—Falta una semana y me viene justo ahora. ¡Joder!

Tiraste las bragas al suelo, plena de rabia, manchándolo y no arrepintiéndote de ello. Desenrollaste abundante papel higiénico e improvisaste una compresa. Recogiste las bragas y volviste a ponértelas, su tacto pringoso y frío. Alguien llamó a la puerta.

—¡Sal de ahí! ¿Te crees que puedes abandonar una reunión así como así?

No te lo pensaste, tu mal humor más veloz que su sentido común.

—¡Piérdete, puta!

Desde luego que se perdió. Y todavía no la han encontrado. Si rebuscases en los archivos televisivos podrías localizar diez minutos de un programa de alta audiencia dedicados a la señora de treinta y cinco años, un hijo y marido desconsolado que salió de su trabajo sin motivo aparente y desapareció para siempre. En la fotografía que se mostraba en el plasma de cincuenta pulgadas situado tras el cogote del presentador parecía que no se maquillaba, pero no era cierto. Tenía esa cualidad que pocas mujeres consiguen desarrollar y que le otorgaba un aspecto fresco desde que salía del baño a primera hora de la mañana, haciendo que los padres volviesen sus cabezas cuando ella entraba en el colegio a dejar a su hijo, todos deseándola en secreto. Fuiste espectadora de ese programa recostada en el sofá de tu casa, brindando con una copa de vino al aire por la mujer que nunca más te iba a molestar.

Sabes, porque yo te lo conté, que no va a volver a reunirse con su familia, que el marido que duerme en el lado de la cama que todavía huele a su perfume no sentirá más la calidez de su piel contra la suya, ni degustará su risa de zumo de naranja al terminar de contarle un chiste. El hijo ya casi ni la echa de menos. Quienes más la visitan son las hormigas que recorren sus huesos pelados en lo más profundo de un bosque, en un lugar donde nadie jamás va a buscarla, perdida y bien perdida, debajo de un tronco abatido, excavada la tierra para hacerse más hueco y después recubierta desde dentro para escapar a la vista de cualquier excursionista que pase por allí desviado de su senda.

Sus dedos sonaban como ramas secas al rascar la arena con sus terceras falanges asomando sin carne por la erosión. El ansia de perderse era mayor que el dolor inhumano que sentía y por eso siguió arañando la tierra hasta llegar a la hondura adecuada para reposar su cuerpo menudo, sin importarle cuando las falanges se quebraron una tras otra, terminando su tarea con los metacarpos ya desgastados. Tardó treinta y seis horas en morir deshidratada a pesar de lamer la sangre de sus muñones que coaguló infecta, picada y comida por la multitud de insectos que pueblan esas oscuridades nunca visitadas por el sol mortificante.

¿Te molesta recordarlo? ¿Palideces?

Claro, te alegraste al día siguiente al no acudir ella a la plataforma donde doscientas personas os sentabais cada mañana, tarde y noche frente a un monitor, con unos auriculares que os aislaban de vuestros compañeros, aguantando las peticiones y reclamaciones de los clientes de ese Banco que es amigo de todos. No relacionaste su ausencia con tu frase hasta más tarde, al tomar plena conciencia del don que la vida, dios o el universo te dispensaron. Ella ya no pertenecía a tu presente y eso te alegraba.

Estoy convencido de que yo recuerdo mejor que tú los pormenores de tu siguiente ocasión.

Era un viernes de madrugada. Quedaste con un par de conocidas para tomar unas copas y divertirte un rato. Digo conocidas y no amigas. Tú no tienes amigos. Quizá por algo en tu genética oriental. O debido a una errónea sensación de inferioridad por pertenecer a una raza minoritaria en un país que no era el tuyo, avergonzada por el hecho de que tus padres te rescataron de ese orfanato público a raíz de un documental televisado que multiplicó por mil las peticiones de niñas chinas. En realidad tú no estuviste en ninguno, pero de eso ellos no tuvieron constancia y tampoco se empeñaron demasiado en solicitarla. Estaban encantados con la idea de rescatar una niña de las garras de un Estado machista y cruel, sin llegar a saber jamás que la agencia que gestionó tu adopción compraba niños a buen precio a familias sin demasiados recursos, porque los orfanatos se vaciaron en las dos primeras semanas.

A las dos de la mañana estabas cansada y querías emborracharte, alejarte del aburrimiento de ser tú misma, harta de las luces estroboscópicas que enmascaraban tus movimientos y te hacían parecer más dinámica de lo que te sentías. Tus amigas, llamémoslas así para simplificar el relato, se divertían en la pista de baile acompañadas por dos morenazos de cuerpos musculosos. El tercero, el que te tocaba a ti, terminó retirándose hastiado de tus desaires.

—Dame un cubata —gritaste al camarero para hacerte oír por encima del ritmo monótono y distorsionado que pulverizaba las paredes del local.

Dejó sin servir el resto de consumiciones y te ofreció tu bebida en un vaso de tubo. Posteriormente se dio la vuelta y continuó con su trabajo, aguantando diálogos de borrachos.

Algo no cuadraba. Lo había servido con inusitada celeridad, sin respetar el turno establecido en ese tipo de lugares: primero las de tetas grandes, después los demás.

—¡Oye, dame otro cubata! —repetiste levantando un poco la mano. El camarero abandonó a medio hacer la mezcla que preparaba y depositó otro vaso al lado del que todavía no habías probado. Como antes, prosiguió con su tarea como si no hubiese existido interrupción alguna.

¿Qué estaba pasando allí?

—¡Camarero, otro cubata! —y uno más ensució la superficie de la bar, sin solicitarte el pago de las consumiciones.

Te detuviste al tener dieciséis vasos delante de ti, todas llenas, el resto de clientes asombrados. La situación era muy incómoda y ya no te divertía. Sobre todo cuando una joven de pelo rubio platino y un escote que podía esconder una fragata militar se acercó y te empujó con un dedo en el hombro.

—Ya está bien, mona. ¿Quién te has creído que eres? —según te echaba el aliento a chicle de fresa demasiado masticado seguía apuntándote con ese dedo de uñas moradas, hincándolo en la carne de tu brazo.

No tenías ganas de jaleo, confundida por lo que había pasado con el camarero.

—Bébetelos todos si tanta sed tienes, gilipollas.

Sin dudarlo, la mujer dejó de acribillarte el hombro y empezó a beber los dieciséis cubatas que esperaban en la barra, uno tras otro, sin respirar. No dejó caer una sola gota, con la nuez subiendo y bajando, tragando tanto alcohol que podía matarla, sin degustarlo, vaciando vasos como si le fuera la vida en ello.

A vuestro alrededor se arremolinó un círculo de gente que la jaleaba como si fuese una atleta a punto de batir el record mundial.

A falta de dos, lagrimeaba como una fuente. Al terminar el último, eructó tan fuerte que se escuchó sobre la música machacona y se desmayó. Nadie intentó ayudarla. Tu tampoco.

Te fuiste del local sin despedirte de tus «amigas».

En la vuelta a tu casa, no pagaste el taxi y el conductor te invitó a la carrera después de escucharte.

Esa noche probaste a conseguir comida gratis por teléfono y cenaste pizza sin pagar.

Estabas encantada.

2

El domingo por la noche no pudiste dormir de la excitación previendo la jornada laboral del día siguiente. ¿Os imagináis lo que se podría hacer con su poder trabajando en un centro en que atendía ciento cincuenta llamadas diarias? Ella sí. Todo el resquemor acumulado, los abusos e insultos recibidos en los seis meses que llevabas trabajando iban a verse vengados en unas pocas horas. Por eso no podías conciliar el sueño y te corrían mariposas por el vientre. Nadie más iba a llamarte niña con desprecio, ni exigirte esa actitud servil que espera todo el que llama a un servicio de atención al cliente. No más argumentarios predefinidos ni disculpas por los errores de otros. Tenías una Voz, con mayúsculas, y ya sabías como usarla. Te importaba poco su origen.

Enfrente de tu ordenador, registrada en el sistema, timbró tu teléfono con la primera llamada del día. Abriendo la ficha del cliente en la pantalla creías que ibas a correrte de la emoción.

—¿Qué quiere? —respondiste con desdén. El cliente guardó silencio unos segundos, desorientado por tu contestación. No esperaba encarar esa actitud en la voz de su banco amigo.

—Disculpe —era un buen principio, porque ellos nunca pedían perdón— tengo un problema con la tarjeta de crédito.

—Me importa una mierda.

—¿Cómo? —más silencio, unos jadeos al otro lado de la línea—. Mire, si cree que le voy a consentir que me trate de esta forma está muy equivocada. Quiero hablar con su superior.

—Creo que no lo has entendido. Me importa una mierda tu tarjeta y me importas una mierda tú —tenías que contenerte para no dejar escapar una carcajada. Mantenías la voz con un tono profesional, como te enseñaron en el curso de acceso a la empresa.

—¡Señorita! ¡Exijo que me pase con su responsable!

—Escúcheme bien. Va a coger su puta tarjeta y se la va a comer cruda —hacías alarde de tu poder sin pensar en las consecuencias.

—Por supuesto —dijo el cliente.

—Quiero una disculpa, idiota.

—Lo siento. Voy a comerme mi tarjeta.

—Gracias por llamar a su banco amigo, buenos días.

Y colgaste. Tuviste que correr al cuarto de baño ya que te morías de risa y temías reventar si no dejabas escapar la euforia que te inundaba. Ya tranquila y limpia la pintura de ojos que se descorrió por las mejillas, volviste a tu puesto y continuaste tu cruzada.

Ciento cuarenta y siete llamadas nada menos.

No te lo habías pasado tan bien en tu vida. Y para rematar, el servicio recibió catorce contactos de clientes felicitando a la empresa por la excelente atención que dispensaste, todos con la dicción desapasionada de un robot. La responsable del Departamento se acercó en persona para darte la mano y agradecerte el esfuerzo que demostrabas, asegurando que iba a promoverte para ser una Blue Star, ese premio de pacotilla que daban a los mejores empleados del mes. Tú correspondiste a su sonrisa y le mandaste a cagar, dicho lo cual ella puso una cara rara y se fue trotando hacia los baños.

Llegaron las cinco de la tarde y acabó tu jornada laboral. Volviste a casa pidiendo un taxi que tampoco pagaste. Ese día las oficinas de tu banco superamigo cerraban tarde, así que te dirigiste a la sucursal más cercana a tu domicilio y le pediste amablemente a la cajera que te diese seis mil euros en billetes de veinte y cincuenta, gritando al salir en voz muy alta, para que nadie dejase de enterarse, que podían olvidarse de todo lo ocurrido en los últimos treinta minutos.

Encima de tu cama, rodeada de billetes nuevos, supiste que no volverías a ese trabajo y reíste sin parar hasta dormirte.

No eras consciente del daño que ocasionaste ese día.

Ciento cuarenta y siete llamadas.

Tu primera víctima, la que se tragó la tarjeta, se sentó en la mesa del comedor y desparramó el contenido de su cartera. Al localizarla, dorada y reluciente, se la metió entera en la boca y masticó, la saliva chorreando por su barbilla, el plástico deformándose e incrustándose entre las muelas, triturando las encías. Como bien imaginarás, una tarjeta de crédito no se deshace a base de mordiscos, así que pasados diez minutos forzando la mandíbula en un esfuerzo vano, con los espumarajos que caían por su pecho teñidos de rojo, tu cliente decidió empujar el trozo de plástico doblado por la mitad con los dedos, obviando las arcadas en el momento en que todos sus sistemas de defensa antiasfixia se activaron. Murió sin conseguir su meta, con la cabeza apoyada en el cristal ensangrentado de la mesa en que solía comer con su familia por la noche.

Ya solo quedan ciento cuarenta y seis clientes.

La señora que te transfirió el sistema de enrutamiento de llamadas, esa a la que se le había bloqueado el PIN de la web por cometer más de tres errores, la perra que se atrevió a incomodarte en esa mañana porque no veía bien los números de su teclado por culpa de su presbicia, se fracturó la mano al romper el monitor a puñetazos como le aconsejaste, justo la que utilizaba para cocinar una riquísima lasaña que hacía las delicias de sus nietos cada quince días.

¿Y el que te amenazó con denunciarte, al que exigiste que se matase a pajas para relajarse? No llegó a morir, aunque me temo que nunca más va a poder usar su miembro, convertido en carne picada de tanto machacársela. La esposa tuvo que golpearle con el paragüero para que se detuviese al regresar a las siete horas de su trabajo.

Ciento cuarenta y cuatro.

La niñata que quería aumentar su límite de gasto mensual pero que tenía activado un bloqueo automático establecido por su progenitora para evitar despilfarros. ¿Qué le ordenaste? Ah, sí, que la diese de ostias para que le facilitase el código de seguridad que tú veías en el sistema. Desafortunadamente, con el primer puñetazo la madre se desvaneció y la adolescente siguió golpeando su cara, convirtiéndola en pulpa, preguntando sin cesar por un código que ya no le interesaba, llorando de horror por lo que estaba haciendo, sin poder frenarse, hundiendo los nudillos rotos en el cráneo, convirtiendo el rostro de la mujer que le tapaba por las noches y le esperaba de madrugada los días que salía de juerga, en un salpicadillo de fluidos y astillas hasta que la policía la retuvo a porrazos.

Ciento cuarenta y tres.

El hombre del crédito rechazado. Desesperado ya que necesitaba el dinero para cancelar unas deudas que amenazaban su negocio, aquel que inició su abuelo hace setenta años y por el que sudó día tras día su padre, transmitido como herencia orgullosa cuando se jubiló, pero que él no supo gestionar con acierto y se arruinaba, a un paso de la bancarrota. Prendió fuego al local esa misma tarde con tres latas de gasolina, siguiendo tu consejo para dejar de lado las ataduras terrenales, con las llamas devorando los escaparates de madera de abedul tratada para aguantar las lluvias y el frío de la ciudad en invierno, atónito en la consciencia de la aberración que acababa de realizar, lanzándose después a su interior para intentar apagarlo porque no podía permitir que el sueño de su familia acabase convertido en carbonilla, conjuntando al final sus moléculas con las de las prendas que se disolvían por la alta temperatura, abrasado como las cajas de cartón que se incineraban en el almacén, elevada su esencia al cielo con las ráfagas de aire caliente.

Ciento cuarenta y dos.

La mujer que te pidió con muy buenos modales que enviases una nota al departamento administrativo solicitando un cambio de dirección de envío de la correspondencia, aquella a la que mandaste callar, colgando la comunicación con brusquedad. Siguiendo tus órdenes dejó de hablar y no ha vuelto a pronunciar una palabra. Perdió el trabajo y en la actualidad sigue un programa de re-entrenamiento para personas con afasia.

El que quería una copia de su tarjeta de claves y terminó en una sauna gay solicitando una sodomización sin lubricante.

La que se tiró de un puente. El que mató a su perro que ladraba sin cesar mientras te comentaba sus problemas con la sucursal de su barrio. La que lanzó todo su mobiliario por la ventana y aplastó a una pareja que paseaba por debajo.

3

Deja de sudar. ¿Quieres que siga? No, ya veo que no. Pero es necesario.

Estoy convencido de que tus compañeros ansían saber más, enterarse de esa parte de tu historia que les va a revelar datos de gran interés.

Corrígeme si me equivoco.

Fue un domingo por la tarde, soleado y seco, de esos que enrojecen las mejillas y te deshidratan la piel de los labios. Estabas en un parque, sentada en un banco sin hacer otra cosa que mirar al frente, cubriéndote con unas gafas de sol demasiado anchas. No te percataste del niño que se sentó a tu lado calando tu alma, absorbiendo tu pasado, presente y futuro como se aspira un buen perfume.

Tú seguías ensimismada, centrada en la ocasión en que no pudiste contenerte y forzaste otra voluntad ajena con la voz, rememorando la imagen del sinvergüenza que metió su mano en tu bolso según caminabas por la calle. Fue esa sensación, la representación mental de la violación a tu intimidad que estabas sufriendo, la que te obligó a darte la vuelta y susurrarle al oído, transformando su expresión de sorpresa en una seguridad fanática. No le acompañaste a la estación de metro, pero te lo imaginabas al otro lado de los cristales del vagón peleando con los demás pasajeros para evitar que pulsasen el sistema de emergencia del convoy mientras este arrancaba y aceleraba, su brazo asomando entre las puertas, el crujido cuando entrase en el túnel, los gritos de los pasajeros ante la amputación.

Ese fue tu primer asesinato consciente.

De los viajes en taxi gratuitos pasaste a las cenas en restaurantes de lujo, atravesando sus fronteras de clase con un par de palabras, enviando a su casa a los comensales de la mesa que más te gustaba, obligando a los camareros a servirte los mejores platos y vinos de la carta, todo gratis. Si el ruido de las conversaciones te incomodaba, te subías a la silla, pedías atención con unos golpecitos a un vaso y exigías a todos los presentes que se marchasen a descansar, salvo el personal del restaurante. Nunca habías disfrutado de una ensalada de pichón con aceto de manzana y germinados, ni de una botella de Valbuena del 2003. En realidad no los degustabas como merecían; era mayor el placer de alcanzar a catarlos que la comida en sí. No te sientes orgullosa del día en que la langosta del atlántico con salsa de arándanos te pareció espantosa y llamaste al maître a tu mesa, ordenándole engullir el marisco con su cáscara y cabeza hasta que vomitó atragantado por las patas rígidas y finas.

Deberías acudir a un especialista para que te ayude a controlar la ira.

Cada semana acudías a una sucursal bancaria distinta, cubierta con una gorra y gafas de sol, y retirabas tres mil euros en billetes pequeños, deteniéndote el día en que viste una instantánea tuya sacada de una grabación de seguridad en un cartel en el cual se alertaba de tu presencia a los empleados. Tuviste que buscar una alternativa para tus gastos.

Te creías invulnerable y te costó caro.

Seguro que tienes pesadillas todavía, ¿verdad? Paseando sola por el parque, de madrugada, tan segura de ti misma que dejaste de lado toda precaución, despreciando el cuidado mínimo exigible en un mujer joven que decide adentrarse sin compañía en un lugar donde no existe la vigilancia nocturna, lleno de sombras y huecos en que se desarrollan escenas urbanas que la mayoría de la gente de bien desconoce. Meditando sobre las acciones del siguiente día, explorando en tu imaginación más posibilidades para tu don, jugando con apuestas cada vez más arriesgadas y analizando los efectos colaterales y los puntos débiles de las acciones planeadas. Te veías más allá de comer gratis, robar dinero o conseguir sexo de cualquier persona que te propusieras.

Eran dos y no sabían nada de tu poder. Simplemente no querían atraer la atención de algún ciudadano ejemplar y buscaban terminar su faena en unos minutos sin interrupciones. Te lanzaron al suelo, aplastándote boca abajo sin liberar tus labios e impidiéndote hablar, arrancando tu falda de un tirón, seguida por las bragas, arañando tu piel dorada con uñas sin cuidar. Te las imaginabas sucias. Abrieron tus piernas y te violaron por detrás, sin cuidado alguno, abrasando tus entrañas. Primero uno y, al terminar, el otro; tú te empeñabas en contar los granos de tierra que reposaban a unos milímetros de tus ojos, aguantando la barrena que penetraba en tus intimidades, creyéndote morir. Cuando se marcharon corriendo eras incapaz de pedir ayuda. Nada más podías boquear, la lengua sucia de tierra y las rodillas despellejadas.

Ese día tu odio se catapultó e hiciste cosas malas con conocimiento de causa.

En cuanto pudiste te incorporaste, escupiendo granos de arena, y perseguiste a los violadores, corriendo por el camino, desoyendo los latidos de tu ano dilatado, hasta localizarlos saliendo del parque, uno pasando el brazo por el hombro del otro, golpeándose las panzas satisfechos con su hazaña. El dolor era menor que la humillación y te guiaba la necesidad de resarcir la dignidad perdida a golpe de cadera, ensuciada por el esperma que recorría tus intestinos. Al alcanzarlos, expusiste tu voluntad.

—Seguidme.

Y te siguieron. Dos orangutanes de brazos largos y expresión alelada internándose en la zona más oscura del parque, con los calzoncillos todavía manchados de los restos de su pasión. A vuestro alrededor, los restos de una valla metálica que guardaba un parterre ahora marchito de rosales dibujaba sombras verticales. Señalaste los postes, posiblemente roñosos, y les ejecutaste.

—Empalaos en ellos.

Te sentaste y miraste hasta el final, disfrutando de sus dificultades para alcanzar la parte superior del poste, otrora redondeado, sentándose en él y forzándolo a entrar. Uno murió pronto. El otro consiguió encauzarlo hasta la garganta sin atravesar ningún órgano vital y se asfixió.

En el banco de ese parque iluminado por un cielo sin nubes, recordando todo eso, te fijaste en mí, un niño de seis años que se sentó a tu lado, vestido con una camiseta de un programa infantil.

—Lo sé todo de ti.

—¿Cómo?

Experimentaste la ira que te dominaba. Un reducto ético te impidió darme alguna orden que acabase conmigo. En cambio, te sentiste intrigada. Justo lo que yo quería. Caíste en mi trampa como un conejillo. Ese niño con cara de sabio que te conocía te atrajo de inmediato…

—Cuéntamelo todo —me ordenaste.

Y te lo conté.

4

Fui tu confesor, el recipiente en el que vertiste todo el horror y la culpa que sentías. Descorchaste tus remordimientos y me bañaron. No me hacía falta porque yo soy omnisciente, pero tú lo necesitabas y yo quería que tus heridas empezasen a sanar.

Te arrepentiste de tus accesos de ira más incontrolables a medida que tu poder se hacía más presente, un río fuera de su cauce inundándote. Me lo contabas apretando las palmas de las manos, conteniendo la angustia.

Vomitaste tus excesos, uno a uno, recuperando el horror de cabalgar encima de algo que no puedes domar pero que es divertido por unos minutos.

Me detallaste tus errores. Esos de conductores maleducados que te pitaban al cruzar un paso de cebra y que terminaban partiéndose la frente contra el volante, de madres que se fracturaban la nariz a sí mismas después de darle unos azotes a su hijo delante de ti, de funcionarios maleducados que se desmayaban al terminar de comer papeles oficiales.

Y tú escapando de ellos horrorizada por los efectos que causaba tu voz, descubriendo que tras el conductor había quizás un hombre honrado que volvía a su casa al finalizar un día de trabajo mal pagado. Que el hijo castigado con el azote de su madre lloraba desconsolado por verla sangrando como un gorrino, manchándole la camisa.

Podía imaginarte en el salón de tu casa, esa en la que vivías sin pagar al obligar a su dueño a cedértela gratis, iluminada con la luz cambiante del televisor mientras el presentador del telediario daba paso a la unidad móvil desplazada al domicilio de la víctima de un atraco a una sucursal bancaria, un vigilante jurado que se metió el cañón de la pistola en la boca y se disparó frente a una mujer que intentaba llevarse una bolsa de dinero. Las lágrimas que rodaban por tus mejillas reflejaban la imagen distorsionada de sus familiares, destrozados por la noticia y clamando justicia.

O cómo leíste en una revista la noticia del suicidio de la última novia de aquel cantante al que obligaste a follarte, todos sus sueños de amor eterno frustrados por una infidelidad que no lo fue pero que ella no supo entender.

Hubo más y no te guardaste ninguno.

Los dos adolescentes que te molestaban al impedirte dormir con sus risas bajo la ventana de tu domicilio y que se mataron el uno al otro a puñetazos, silenciados para siempre. El policía que te quería multar por aparcar en doble fila y que te trató especialmente mal, acabando su vida aporreándose el cráneo hasta abrirlo como una granada. El ciclista que te rozó durante tu caminar por la acera y que tuvo la osadía de enfrentarse a ti después de tu recriminación, que se lanzó por la pendiente dando tantos pedales como le permitían sus piernas y no frenó en el semáforo, empotrándose contra un autobús que cruzaba en ese momento, que perdió el control y causó un accidente en cadena al entrar en barrena en un cruce, causando varios muertos.

Llegó un momento en que tanta violencia te estragó y te dieron arcadas.

Uno tras otro salieron de ti para venir a mí. Quedaste vacía, esperando que te los devolviera libres de culpa.

5

Te prometí un buen uso de tu voz y he cumplido. Tú también. Te lo agradezco.

Conversamos sobre cómo conseguir cambiar el mundo, este cuyas instituciones se han podrido, de sanear sus cimientos y derribar la estructura que lo sostiene, y estuvimos de acuerdo.

Diste credibilidad a un niño de seis años y nos asociamos.

Conociste mi plan y te pedí que confiases en mí. Lo hiciste.

Esperamos catorce horas, dejando pasar la noche y fuimos a por la primera.

Esa maravillosa mujer era muy predecible. Prendida la chispa que dinamitó toda su vida, ofrecía un único camino a seguir, por lo que, después de verla en acción, nos limitamos a desplazarnos a su finca particular, aquella donde se refugió el cobarde de su marido, y esperamos ocultos entre los arbustos de su jardín el momento apropiado. Claro que podríamos haber evitado su amputación, pero el final que ella buscaba estaba íntimamente asociado a ese dolor, y la forma en que su marido iba a morir me parecía tan poética que no podía interferir. Llamadme sentimental si os place; estaré orgulloso. Hay veces en que un acto violento es un soneto cósmico. Podemos calificarlo de emocionante. Era la primera y había sido tan fácil que no te lo podías creer.

De todos los que nos reunimos aquí, fue la que más cerca estuvo de la muerte. Nos tenía a nosotros al acecho para evitarlo y tuvimos éxito. La Voz ordenó a su cuerpo que dejase de bombear tanta sangre, ralentizando el pulso y regalándonos unos segundos preciosos para detener la hemorragia y cauterizar la herida. Quedó poco estética y asumo mi culpa en ello: un soplete de acetileno no es la herramienta más adecuada para esa operación sanitaria, pero es muy efectivo. Ya tendrá oportunidad de acudir a un experto que le rehaga la cicatriz en la forma que ella considere más adecuada. Mientras tanto, me he limitado a evitar infecciones sobrevenidas. La bolsa que la mantiene inmóvil contiene una buena mezcla de antibióticos de amplio espectro. Aun así, no me voy a sentir seguro hasta que no ingrese en un hospital. Espero terminar pronto, según el plazo previsto.

El segundo fue un hombre volador sin talento, con un futuro prometedor que nunca iba a alcanzar. Quiso aprovechar su poder para obtener un beneficio, sin tener presente que no tenía capacidad para ello, que era demasiado mediocre para llevar a buen puerto cualquier empresa que se propusiese. Su camino se torció, amargándole y dirigiendo sus pasos a un final de oscuridad y muerte.

Fue sencillo hacerse con él, atraerle cerca de donde te escondías para que le hablases y quedase a nuestra merced.

A continuación llegó el tercero. Un joven que acababa de descubrir su invisibilidad, pero demasiado concentrado en sus impulsos onanistas para desarrollar carrera como benefactor de la sociedad. En su caso no existía más futuro que uno y teníamos que darnos prisa para evitarlo. Por muy poco no llegamos a tiempo.

Recuerdo tu expresión concentrada al ir cambiando de medios de transporte hacia su vivienda, buscando minimizar los periodos de traslado, atenta a mis indicaciones, conjugándolas con tus órdenes a los taxistas para evitar el desastre. No podré olvidar el espectáculo maravilloso cuando sacaste a los policías del furgón y exigiste por megáfono a todos los conductores que maldecían y pitaban en el atasco monumental que se apartasen a un lado para dejarnos pasar. Las imágenes que exhibieron los periódicos no son nada comparado con la visión en directo de la ola de vehículos aplastándose unos contra otros, comprimiendo metal y chapa para dejar un hueco suficiente por el que pudiera discurrir nuestra carrera contra reloj, esforzándose en realizar algo que no sabían para que era pero que se sentían compelidos a hacer sin remedio. Un mal día para las compañías aseguradoras.

Por fortuna no hizo falta usar tu don para anularle. Nuestro amigo volador nos facilitó el acceso y nos lo encontramos dormido al entrar en la casa. Un pinchazo de Droperidol hizo el resto.

Con el siguiente disponíamos de unos segundos antes de que se moviese de nuevo y le perdiésemos de vista. Al aparecer enfrente de nosotros, ordenaste que se detuviese y fue nuestro. Toda su velocidad no valió de nada frente a tu palabra.

La siguiente estuvo a punto de escapársenos. Estaban ya subiéndola a la ambulancia, arrancando para salir del hospital. Tuve que hacer que frenase en seco y te diese la oportunidad de gritar un «¡Detente!» tan fuerte que paralizó a cincuenta personas que circulaban a nuestro alrededor. No te costó maniobrar para salir del aparcamiento sin llamar más la atención, con el público detenido volviendo en sí confundido por el parón temporal. Por el espejo retrovisor, ascendiendo la rampa en dirección al tráfico de la ciudad, vi como el conductor y el camillero se levantaban del suelo, ilesos.

¿Y Pablo? No iba a morir, por supuesto. Su capacidad de adaptación al entorno es impecable, un desarrollo evolutivo acorde con su poder. Solo le ha limitado su exceso de empatía, circunstancia que podría ser reeducada en un estadio superior. Pero no hay tiempo para esa tarea. Le recogimos en un campamento de vagabundos, durmiendo en las estaciones del metro, transformado en un adulto más. Es posible que alguno de vosotros le haya dado limosna.

El penúltimo se nos escapó de las manos y erramos. Su poder era maravilloso y yo pequé no advirtiendo a mi compañera de sus cualidades y costumbres excepcionales. Su ira acabó con la captura. Fue como pescar sardinas con dinamita. Eso me enseñó una lección crucial. Las probabilidades de acierto confluyen en un embudo que aumenta su diámetro a medida que dejas transcurrir el tiempo. Ahora manejo aún mejor las opciones que se nos presentan y, por lo tanto, puedo garantizar con más seguridad la tasa de éxito.

¿Os preguntáis que pasó?

Aquí deberíais encontraros siete personas y sois seis. Una de las cruces estaba destinada para el séptimo, que tenía la Vida en sus manos. Manos sucias que merecían ser amputadas.

Entramos en la casa durante su fase de recuperación, agotado por el flujo poderoso del que abusaba cada día, retrayendo el sufrimiento de los cuatro niños a un nuevo despertar que no deseaban. Jornadas inacabables en las que consagraba sus pequeños cuerpecitos a satisfacer la lujuria que le dominaba hasta matarlos. Y los reanimaba con su poder. Semana tras semana.

Tenía el poder de resucitar a los muertos, de devolverles al punto exacto que él desease. A él le gustaba hacerlos sufrir. Por eso, cuando ya los había matado, les devolvía la vida en el acto. Resucitar a cuatro consumía su energía y necesitaba reposar para recargarse. Diez horas como mínimo.

Era una visión atroz. Los chiquillos atados de cualquier forma, con las marcas de su maltrato, mirándonos con ojos poseídos por la locura. Querían morir y no les dejaban.

Ella lo presenció y enloqueció.

Yo le manifesté que necesitaba el poder, que era esencial para nuestro plan, pero su ira pudo más que mis explicaciones. Me ordenó quedarme quieto y no fui capaz de evitarlo. Fue la primera ocasión desde que desperté a esta nueva conciencia en que tuve miedo; no había previsto ese cambio y me sentí vulnerable. No lo sabía todo. Debía recapacitar sobre eso.

Despertó al hombre y le ordenó devorarse a sí mismo, sin ruido y muy despacio. Como un autómata, se agachó y empezó por los pies, dedicándose con fruición a arrancar tendones y músculo, degustando la piel que se arracimaba en su paladar. Un espectáculo desagradable, os lo aseguro.

Un pequeño error de cálculo que pudo haber dado al traste con todo. Durante unos segundos, todo mi plan se emponzoñó y quise morir. Por fortuna, enseguida volvió a clarearse, menos transparente que antes, pero ahí seguía. Y suspiré de alegría porque todavía había esperanza…

Muerto el monstruo, la ira aventada, espantada como siempre que se dejaba llevar, me liberó de su orden. Se abrazó a mí pidiéndome perdón y se lo concedí. Le expliqué porqué necesitaba el poder del pederasta y tomó su determinación de guardar silencio, pero antes conminó a los niños a que olvidasen las últimas semanas y todo lo relacionado con esa morada de pesadilla. Les adormeció con una palabra y llamamos a la policía. Los dos aprendimos una lección a costa de una vida.

Fue culpa mía. Me centré demasiado en la meta y olvidé el recorrido.

Eso me volvió cauto con ella. Su don la hace demasiado impredecible. Continuamente se alteran sus futuros, como el reflejo del agua en una pared.

Por lo tanto, la más importante eras tú, mi amada compañera.

Todos reunidos aquí, con tu inestimable ayuda, juntos para lograrlo.

Te estoy eternamente agradecido.