A Lucía ya le cuadra todo. Sus expresiones, la forma de comportarse, de relacionarse con ellos, cobraron sentido. Era un niño que había tenido que subsistir en las calles, convertirse en un indigente para hacerse invisible, siempre escapando del recuerdo de su padre, temeroso de que pudieran capturarle y castigarle. Se despertó a mitad del relato, pero escuchó lo suficiente para comprender el gran dolor de una vida sin la seguridad de una familia.
—¿Tú me quieres? —quiso asegurarse Pablo.
—Claro que te quiero —respondió el niño.
La asiática recuerda cómo ayudó a su compañero a sacarle de entre los cartones donde se refugiaba, cubierto de costras de suciedad, la barba crecida. A su alrededor, otros vagabundos se encogían en sus hogares conformados por desechos de basura. Si alguno les vio, no les plantó cara. Suficientes problemas tenían con los propios como para preocuparse por ellos. Dormía apartado de los demás, en una esquina, porque le temían y todo lo desconocido es rechazado.
—Yo estaba durmiendo en el portal y me desperté. Era un sitio calentito. Tenía ganas de hacer pis y no quería ensuciarlo.
El tono infantil resulta más claro. Encadena frases cortas, imágenes, un lenguaje sin desarrollar lo suficiente.
—Si sacas los pies te roban las zapatillas. Y andar sin zapatillas no mola, se te clavan cosas. A veces es peor. Hay personas malas por allí. Se divierten prendiéndote fuego a los calcetines. No sabía dónde ir. Tenía hambre y vi un grupo de gente pegados a una pared. Se reían. Yo me sentí alegre con ellos y me acerqué. Hubo fuego, como una explosión. Dejaron de reírse y se apartaron. Uno tenía un bote en la mano. Otro un mechero. En el suelo ardían unos cartones y dentro alguien gritaba. Daban patadas y se reían. Yo no me reía. Sabía que alguien estaba quemándose. Empecé a gritar yo también y ellos me vieron. Se dieron la vuelta y salieron corriendo.
Tiene los ojos rodeados de arrugas, como un pétalo de rosa entre las páginas de un libro, demasiado seco, y la cara se le ennegrece, tomando el aspecto de un papel de periódico incinerándose. Los presentes atienden sin pestañear. La mujer obesa se tapa la boca con una mano.
—Se marcharon y yo me acerqué. Los cartones seguían ardiendo pero ya no le tapaban. Al final de la calle les vi corriendo todavía. No había nadie más cerca. El señor estaba quemado. La cara llena de pompas que soltaban liquido. Le dolía mucho y no podía morirse. Yo le toqué y me sonrió.
El cabello se le encoge y la barba le crece con aspecto chamuscado. Su piel está plagada de túmulos que restallan expulsando fluidos que caen por los laterales de su cara. Y llora, como no podía ser de otra forma.
—Se murió. Yo no quería que se muriera pero no soy médico. Así que le copié. Eso sé hacerlo muy bien, como hice con mi mamá. Ella también estaba muerta y dejó de estarlo al ser yo ella. Me quité la ropa y me puse la suya. Olía mal pero no me importaba. Me fui de allí. La gente me miraba mal y nadie se sentaba conmigo. Les quería explicar lo que pasó, personas muy malas que hacían daño a otras. Se alejaban de mí y algunos me pegaron. No pude seguir con la cara del señor quemado. Me hacía mal. Cambié la piel, menos quemada. Pero ellos siguieron sin hacerme caso. La gente es muy mala.
Remata su explicación y calla.
La mujer obesa se alza de su cruz y la asiática se pone tensa, pero el niño menea la cabeza.
Se tambalea unos segundos recuperando el equilibrio y camina hasta el hombre que fue un vagabundo achicharrado. No son andares estables, semejante a la marcha con zancos sin una técnica apropiada. El hombre de rojo supone que debe ser el efecto de no percibir los pies, no saber cuando los tienes apoyados y cuando no. El movimiento instintivo continúa, pero le falta la gracilidad de los sentidos.
Lucía se acerca al vagabundo y extiende su mano, acariciando las llagas, imaginando que las yemas de sus dedos perciben la aspereza quemada y el líquido que expulsa al apretarlas. El hombre responde a su contacto. En el punto que roza, la piel cambia de color, se vuelve blanca y limpia, como un paño de algodón resbalando por un espejo recubierto de polvo. Lucía no volverá a saber lo que es la sensación de alguien tocándola, pero sí puede regalarla. Atendiendo a su historia ha aprendido que el dolor no tiene sentido si tienes a alguien a quien amar. Un amor puro que no necesite respuesta, un camino de una dirección que ella puede recorrer si se lo propone.
Sus dedos siguen recorriendo la piel, dejando atrás heridas y pus, remodelando los pómulos de hombre adulto en las suaves colinas infantiles que nunca debieron dejar de serlo. La nariz, un tubérculo grueso fruto de años de bebida en recipientes compartidos, se empequeñece bajo su presión, una adorable bola rematando un apéndice chato sin el puente malformado que regala la edad adulta. Peina el cabello, entrelazando sus dedos con las cerdas abrasadas que encuadran la cara de un niño que se llama Pablo y que va a tener una mujer que se encargará de pronunciar su nombre cada mañana antes de prepararle el desayuno. El niño polimorfo va volviendo poco a poco a su ser originario bajo las manos de una mujer que durante mucho tiempo se dedicó a procurarse dolor para dotar de algo de sentido a los sucesos que la manejaron. Igual que un escultor con la arcilla, la mujer retuerce y crea tirabuzones, orejas de lóbulo diminuto, un cuello sin nuez que sostiene una cabeza de un niño pequeño que no abre los ojos concentrado en el amor que le prodigan. Los hombros son transformados en perchas huesudas de bebé mal alimentado, empequeñeciendo los brazos y besando una a una las uñas que se retraen volviéndose rosas en deditos sin arrugas.
Ella esculpe, sintiendo a través de su vista los miembros del niño que fue vagabundo, escapando de las cintas cuando disminuyen su tamaño.
Frente a frente, ella de rodillas y él de pie, se abrazan y, en un cajón de un dormitorio con un espejo de cuerpo entero, unas agujas vuelven a servir para zurcir calcetines y pantalones.
Lucía está sentada en el piso con Pablo entre sus piernas, dejándose abrazar. El niño se ha desnudado y la ropa que llevó durante su época en la calle se amontona a los pies de la cruz que ya no retiene a nadie. Ella le acuna de forma suave.
—Es hermoso —dice el niño, quitándose la camiseta de Elmo y entregándosela a la mujer. Esta la recoge y se la pone a Pablo, que la acepta encantado. Rasca con su dedo la costra de suciedad que cubre la letra S y el lema vuelve a ser una recomendación infantil.
La asiática observa perpleja las marcas longitudinales que presenta el torso sin ropa de su compañero, semejantes a arañazos. Se pregunta por el origen de esas cicatrices en el cuerpo infantil, y lamenta no haberse dado cuenta antes para averiguar su origen. Aunque pensándolo bien, si no hizo referencia al tema con anterioridad, quizás no hubiese sido buena idea sonsacarle la información. No era amigo de facilitar datos a la ligera. Todas sus palabras parecían tan medidas que perdían la frescura que un niño tan pequeño debía mantener intacta.
El hombre ronco ha aprendido algo también; que si quiere salir de allí tiene que seguirle el juego al crío. Además, le importa muy poco el proyecto del que tanto se enorgullece. Solamente desea volver a casa, con su mujer y sus hijos. Ya verá la forma de empezar de nuevo su vida.
—Suéltame, haré lo que quieras. Estoy cansado de todo esto.
El colorado también lo está. Además, necesita saber cuál es el juego que se trae entre manos el niño. Había dejado liberarse a la gorda y al vagabundo. Fue increíble, por cierto. Como los efectos especiales de una película. Pero no se ha impresionado tanto porque se sabe rodeado de personas poco corrientes que aspiran a serlo. Él también se ha hartado de poderes, dones y magias varias.
—Yo también. ¿Qué quieres que hagamos?
El niño les mira encantado. La asiática no lo parece tanto, aunque es difícil descifrar la mueca que adopta. No se fía de ellos.
—Demos el paso. Y después os lo explicaré todo —exclama el niño.
Mete la mano en el bolsillo y saca una pequeña navaja suiza. Con ella va cortando todas las ataduras, liberando a los cautivos que se incorporan sentándose en sus cruces, frotándose muñecas y tobillos allá donde han sufrido la presión de las cintas.
La mujer asiática, muy estirada, vigila situando un pie adelantado. Su cabeza se mueve de uno a otro, analizando gestos, movimientos no esperados, alguna explosión de violencia que ella debe contener. Sigue pensando que el niño es demasiado confiado. Se entrega demasiado a su poder.
—Ven, ayúdame —pide el pequeño al hombre volador.
Se agacha y aferra a la mujer amputada por las axilas, pero es incapaz de levantarla. Es un peso muerto porque la droga todavía le hace efecto. El hombre de rojo le aparta y la sostiene. No se siente cohibido por su desnudez. El cuerpo es nada comparado con la vergüenza expuesta, su secreto que ya no lo es.
Entre los dos, invisible y volador, la transportan a otra zona de la sala, dando la espalda al círculo de cruces que se ha quedado desierto. Únicamente la asiática permanece allí.
La mujer se sabe desplazada al sentir la oscilación. Adivina la presión de las manos varoniles que la sostienen y desea estar despierta. También ha comprendido el papel que desempeñan en esa historia. La motivación del niño no es clara, pero su tarea sí. Ha reunido a las personas con mayor potencial de toda la tierra, condenados a morir o a matar si conservan el don que les hace tan formidables. Una pregunta sigue planteada sin respuesta. ¿Qué pinta la asiática en todo su juego? Es una cuestión que no consigue desvelar. Paralizada, no puede ver como los seis se han sentado en un círculo; todos menos ella, que permanece tumbada. También ignora que la asiática no se ha unido a ellos.
El anciano camina sin ayuda, manteniendo en vilo la bolsa que le inocula la droga que retiene aletargado su poder.
—¿Vas a explicárnoslo ya? ¿Cómo has sabido todo eso sobre nosotros?
—No es sencillo. Intentaré expresarlo para que comprendáis.
Extiende los brazos.
—Lo veo todo. Soy Metaprecognitivo.
—Vaya, muy esclarecedor —dice el hombre ronco, con un deje de burla.
—¿Qué? —pregunta Pablo, las cejas arqueadas en un ángulo imposible— ¿Metaqué?
—Presciencia y Metaconocimiento ¿Quieres que lo explique más sencillo?
El resto de los presentes, los que pueden hablar, callan y esperan la explicación conteniendo la respiración, algo que les de alguna pauta para aclarar que pasa allí.
—A ver como lo ilustro para que lo entendáis. Podría decir que la historia ha despertado en mí, que sé lo que hicisteis y lo que haréis, proyecto hacia el futuro y aprendo en un instante todo lo que vosotros sabéis ahora y sabréis mañana.
—¿Puedes ser más claro? Algunos no hemos tenido estudios.
—Lo intentaré de forma más básica. Sé como piensas y pensarás hasta que te mueras, veo el camino de tu vida y sus bifurcaciones, veo tus mil muertes, sé lo que sabes en tu experiencia acumulada.
El silencio que sigue a la explicación es frío como la luz de los fluorescentes que les iluminan.
—¿Y qué ves ahora? —pregunta el invisible.
—Todo.
Nadie hace más comentarios. Están impresionados. Tanto que no son capaces de sentir miedo.
—¿Y la china? ¿Qué pasa con ella? —es el volador el que pregunta. Ella se mantiene alejada, sentada entre las cruces.
—Quizás en algún momento os sentisteis poderosos. Comparados con ella, no sois nada. Mirad su cuerpo. Parece frágil.
La mujer se ruboriza, pero mantiene su silencio.
—Es una fachada, un camuflaje. Recibió un poder inconmensurable, demasiado atractivo y perturbador para una mente normal. Ven aquí, por favor.
La mujer se acerca, no demasiado convencida, y se sienta a su lado.
—Escuchad su historia. Enteraos todos y temblad.
Dirigiéndose a la asiática, le alerta.
—Preparaos, porque serán desvelados hechos que no os gustará oír.