1

El niño, cuyo nombre solo pronunció una vez su padre, se llama Pablo. Sus apellidos no importan; el hombre no le quiere y su madre está muerta.

El hecho de que las primeras ecografías detectaran algo raro, ciertas incongruencias en el peso y medidas del feto que alarmaron a los obstetras, ensombrecieron el ánimo de sus padres durante el desarrollo del embarazo. Ella lloraba amargamente y se acariciaba la barriga en movimientos circulares, como esperando la salida de un genio mágico. Él la veía caminar con pasos sonámbulos por la casa, frotando la hinchazón triste, empezando a odiar un poco al bebé que les arrancaba su felicidad.

En el hospital revisaron los historiales clínicos, pidieron copias y verificaciones manuales. El resultado siempre fue el mismo: las fechas y datos coincidían. No había error.

El feto crecía a un ritmo irregular en sus extremidades y ocasionalmente inverso. El caso trajo de cabeza a los médicos durante semanas, hasta que dejaron de querer entenderlo y claudicaron.

No pudo determinarse el sexo del futuro bebé. La ropa que rellenó los cajones de su habitación fue toda en colores neutros, ni rosa ni azul. Del móvil que compraron para la cuna no colgaban ni ositos ni coches. Sus padres consultaron multitud de presupuestos en varios centros especializados en el tratamiento de dolencias graves para neonatos y por la noche él aguantaba los sollozos de su esposa hasta que los calmantes hacían efecto.

En la semana treinta y dos, la madre se despertó a media noche con las bragas empapadas. A oscuras, para no importunar al marido, se dirigió al cuarto de baño. Con los ojos medio cerrados se las quitó y las echó al bidé para lavar la orina al día siguiente. Al estrellarse contra la cerámica, salpicaron sangre a su derredor. En menos de seis minutos el marido ya no dormía y conducía a toda velocidad hacia el hospital, despejando a volantazos las últimas telarañas del sueño reciente.

En el ingreso, la toalla que tenía entre las piernas empezaba a desbordarse y dejaba escapar gotas que resbalaban por la cara interna del muslo, cosquilleantes y frías. Tenía la cara muy pálida y le costaba enfocar la realidad que le rodeaba, avanzando a trompicones, haciendo fuerza para dentro, intentando que ese niño no saliese de golpe porque todavía no era su momento. Se imaginaba al bebé escurriéndose por su útero, atraído por la fuerza de la gravedad, la coronilla chocando contra la toalla y asfixiándose allí dentro, tan oscuro, con el cordón umbilical incapaz de suministrarle el oxígeno necesario. Eso le daba fuerzas para no desmayarse.

Al llegar, enseguida la tumbaron en una camilla y corrieron con ella puertas adentro, dejando al marido despeinado y con los hombros vencidos en mitad del pasillo, sin saber muy bien qué hacer. A las puertas de la zona de urgencias, por la que introdujeron a su mujer hacía unos segundos, reposaba en el suelo la toalla empapada dejando escapar regueros de su contenido, ensuciando las losas blancas. La recogió con dos dedos y la echó en una papelera, junto a envoltorios de comida de máquina y latas de refresco.

A esas horas, rememorando cómo ha llegado a esa sala de espera casi vacía, mira a su única compañía, una señora mayor con rasgos latinoamericanos que espera con un collar de cuentas entre los dedos, rezando su rosario con palabras silenciosas, húmedas de saliva vieja. Se sienta lejos de ella y se dedica a detestar a su hijo.

Su rechazo parte de la base de que él no quiso engendrarlo. Su mujer se empeñó al comprobar cómo su vida de hembra fértil se terminaba, su nido agostándose en la sequía hormonal. Era un sentimiento primario e incontrolable que dominaba su cordura, arrastrándole a él en la caída. Amaba a su esposa y dejó que ella le guiase durante el momento de la explosión seminal sin protección en que su mujer se mordió el labio inferior y su faz se inundó de una paz que no volvería a alcanzar jamás. Sabiendo que la tarea estaba cumplida, ella se durmió en el acto abrazada a su pecho velludo. Él no pegó ojo en toda la noche, intentando discernir los sentimientos que poblaban su corazón.

A las pocas semanas él se dio cuenta de que sus pezones se volvían oscuros. Dejó de lamerlos al hacer el amor. Ya no le pertenecían. Sin la necesidad de ningún test de farmacia, supo que la concepción había sido un éxito.

Su esposa vivió esa primera etapa con una alegría semejante al enamoramiento. Pero él no era el objetivo, sino su hijo. Verse apartado de golpe de la relación le desorientó en un principio y después le agrió el carácter. Se masturbaba frente a fotos de preñadas en internet, intentando destapar un deseo que no sentía por su mujer, extraer la lascivia de esos contenedores de bebés que se movían con dificultad y que presentaban sus volúmenes como fruta sabrosa. No lo consiguió y pronto perdió todo interés sexual por ella. Afortunadamente, su esposa tampoco pareció echarlo de menos.

Al darles la mala noticia, su esposa se aferró a ese bebé como su última esperanza. Él propuso el aborto ante el evidente riesgo de malformaciones, de sorprenderse atados de por vida a un ser que no sería capaz de valerse por sí mismo, que arruinaría su vida y su matrimonio para siempre. Ella rechazó la idea y dejó de hablarle hasta que él suplicó un perdón que no sentía por la propuesta de la que seguía convencido. Al abrazarle llorando por la alegría de la reconciliación, la presión del vientre de su mujer en su ombligo le repugnaba.

2

Al otro lado de urgencias, en esa zona fría y solitaria donde los enfermos se enfrentan a su dolor sin amigos ni familiares, la madre permanece recostada, la vagina rellena de gasas estériles, acompañada por cuatro personas con batas verdes esforzándose en detener la hemorragia que la está matando.

Rodeada de cables de monitorización, puede escuchar en estéreo los latidos de su corazón y el de su hijo, acompasados en ritmo aunque no en fuerza. El palpitar de su pequeño resuena vibrante y rápido como el de un pájaro, mientras que el suyo repica acelerado por la adrenalina de la supervivencia, una caldera que fuerza la máquina a toda marcha con paletadas de transfusiones sanguíneas.

Tiene la pelvis y las piernas elevadas, tanto para favorecer la exploración como disminuir el sangrado. Lo primera se dificulta considerablemente por lo segundo, y el médico y enfermeras presentan los guantes de látex húmedos de cuajarones rojos. Una de ellas, muy pálida, revisa el monitor sin cesar, con los parpadeos de la frecuencia cardíaca proyectándose en su frente, dándole un aire enfermizo.

No se queja cuando el cirujano introduce la mano sin cuidado e inicia un masaje bimanual del útero para frenar su atonía y retirar posibles coágulos retenidos en su interior, apretando al mismo tiempo la parte inferior de su barriga como un fuelle. Un chorro viscoso le salpica la bata y detiene la maniobra. Retira la mano que presiona el vientre y cambia la posición de la otra, rebuscando en su interior. Con cara de sorpresa afina algo más los movimientos y las enfermeras atienden con detenimiento, esperando alguna palabra explicativa de su cambio de atención.

—¡Jesús! —y saca la mano con brusquedad, acompañada de un sonido semejante a la retirada de una ventosa ensalivada.

El médico se sujeta la muñeca con el guante de látex hecho jirones, debajo la piel cortada en tiras finas. Pero no se mira la mano, sino las dos garras finas como escalpelos que asoman entre los labios vaginales. Rozan la delicada carne sajándola con pequeños cortes, aumentando la hemorragia. Se mueven de un lado al otro, palpando a ciegas, intentando descubrir el mundo que existe más allá del cobijo donde se han criado.

Una de las enfermeras se ha tapado la boca por encima de la mascarilla y la otra sacude la cabeza presa de un escalofrío.

Las uñas se reblandecen y se repliegan convirtiéndose en suaves pétalos carnosos, volviendo al interior. La manga de la bata del médico se ha encharcado por el líquido que mana de sus heridas, pero él no parece notarlo. Tampoco repara en el pitido continuo del monitor coronario de la madre. Ha muerto y nadie se ha enterado.

3

El entierro y funeral fueron menos tristes de lo que el padre imaginaba. Familia y amigos le rodearon al finalizar, colmándole de abrazos y besos enlutados, aguantando apretones y babas de gente a la que no conocía.

Su hijo permaneció dormido en su carrito rojo chillón, olvidado de todos. En cuanto el féretro estuvo abajo, en lo profundo de ese agujero húmedo en que el cuerpo de su esposa iba a pudrirse, tuvo que contenerse para no agarrarle y lanzarle al fondo. Era la injusticia del cambio lo que le exacerbaba. La mujer a la que amó tanto y entregó toda su vida, con la que diseñó años de convivencia, tendría dentro de muy poco los pómulos carcomidos por gusanos. Y el bebé que no había escogido, que le fue impuesto por la fuerza del amor a la esposa, descansaba saludable a la sombra de un pino cuyas raíces se alimentarían con el detritus en descomposición de su cónyuge.

A medida que los operarios del cementerio manipulaban la grúa que cerraría la losa de la tumba, el dolor por la separación le aniquilaba el espíritu. Estarían alejados para siempre. Ese pedazo de granito con epitafio era una barrera que jamás franquearía. La enterraron completa por expreso deseo de su familia, que no toleraba la incineración. Tenía muy claro que él no iba a ser encerrado en ningún agujero excavado en la tierra.

Rechazó todos los ofrecimientos de ayuda que le propusieron los más allegados. Ese hijo era suyo y tenía que aprender a sobrellevarle con sus propias fuerzas. Era consciente de que ceder en ese punto supondría una dependencia perpetua que no iba a permitir.

Hoy, a pesar de todas las previsiones poco halagüeñas de obstetras y matronas, el niño crece sano como una rosa sin cortar. Nació por cesárea unos minutos después de que los médicos certificasen la defunción de la madre, extraído del vientre rajado por otros especialistas distintos de los que asistieron a la mujer en urgencias. Esos tres, el médico y las dos enfermeras, pudieron disfrutar de una baja laboral bastante extensa por motivos psicológicos. Una de ellas no se reincorporó jamás. El doctor no pudo volver a agarrar un bisturí debido a los daños sufridos en los nervios de las manos. Nadie les tomó en serio.

Mirando a su hijo mientras duerme en la cuna que tenían preparada con mucha antelación, rodeado de paredes verdes y amarillas, iluminado por la luz de apoyo que hay colocada en un enchufe cercano para guiarle en las noches de duermevela, sostiene una almohada en la mano dispuesto a plantársela en la cara y terminar con esa farsa de paternidad que se representa cada día en su casa. Pero la decisión final no es tan sencilla y siempre regresa a su dormitorio, intentando asfixiarse a sí mismo hasta que se atraganta y tose.

Aprende a cambiar pañales y preparar biberones de forma mecánica, como un operador de una cadena de montaje. No le preocupa lo más mínimo si las cintas adhesivas aprietan demasiado la carne tierna o si el preparado se queda frío y grumoso. El niño no llora nunca y tampoco le preocupa.

Le matricula en una guardería que le cobra un cuarto de su exiguo sueldo. En el trabajo intentan hacerle partícipe en conversaciones basadas en experiencias paternales y siempre rehúye confraternizar. La sala de descanso en la oficina es para él un pantano ponzoñoso.

Mes tras mes va perdiendo la energía de la pena y el odio, y se desertifica emocionalmente.

El niño aprende a caminar y nadie lo celebra, ni recubren las esquinas de los muebles bajos para evitar que se golpee la cara en sus primeros escarceos con el equilibrio bípedo. Con sus dos piernecitas estebadas recorre la casa de un lado al otro, apoyándose en paredes y patas de sillas, explorando todo lo que ese espacio puede ofrecerle, introduciendo sus deditos en enchufes y goznes de puertas con buena fortuna. La principal atención que recibe es un empujón con el pie al interrumpir la línea de visión de la televisión. Enseguida asume que ese no es un camino práctico y lo excluye de sus paseos. Si se hace tarde y el padre se ha dormido borracho en el sillón, se repliega sobre si mismo debajo de la cuna y se duerme hecho un ovillo.

Es ignorado también por las putas que entran en casa, apestando a sudor y cigarrillos, riéndose con carcajadas escandalosas y despertándole en mitad de la noche con sus gemidos de película.

Los meses pasan y no es consciente de ninguno de sus cumpleaños. Nadie le anima a soplar las velas de su primer cumpleaños, ni le regala juguetes en el segundo. El tercero lo pasa en el hospital, enfermo, con treinta y nueve de fiebre, su padre trabajando en la oficina y pasándose a recogerlo a las seis de la tarde. El cuarto transcurre viendo una película de vaqueros en la televisión, apostado en una esquina de la sala de estar, el suelo lleno de latas de cerveza vacías y colillas apagadas.

4

Hasta el séptimo año desde su nacimiento, el niño tenía nombre pero no lo había escuchado jamás en boca de su progenitor.

Transcurridas cuarenta y ocho horas desde su nacimiento, el padre acudió al Registro Civil para inscribir al recién nacido, portando una carpeta azul cerrada con gomas blancas. Esperó durante hora y media a que le tocase turno, con la mente en blanco, avanzando paso a paso; al detenerse frente al funcionario, que extendió la mano solicitando la documentación necesaria, el padre se la entregó y esperó. Revisada con minuciosidad, el funcionario le preguntó por el nombre del bebé. Se quedó en blanco. Estuvo analizando al hombre uno segundos, revisando su frente ancha de cabello ralo y oscuro en las sienes, las cejas finas, casi de mujer, y los ojos redondos de conejo.

—¿Cómo se llama usted? —le dijo.

—¿Yo? Pablo —respondió el funcionario confundido.

—Mi hijo se llama Pablo —afirmó.

Así fue inscrito.

Pablo pasaba mucho tiempo contemplando una fotografía de colores desgastados en la que aparecía su padre cogiendo de la cintura a su madre, los dos en manga corta y con sonrisas muy blancas, inmortalizando el amor que ocultaba una tragedia futura. La imagen de su madre concretaba el concepto que, para él, tan solo existía en los libros de lectura que tiene en el colegio, dando forma carnal a una presencia que no se le presentaba ni en sueños. La cara de ella estaba algo desvaída por los besos que recibía con labios infantiles, estudiando cada detalle borroso de sus rasgos antes de esconderla en su rincón secreto. Si cerraba los ojos y paseaba el dedo por encima, el tacto de su superficie un poco pegajoso, adivinaba los pómulos redondeados y brillantes, las mejillas carnosas y el contorno suave del rostro, remarcado por hebras de cabello lacio en el que asomaban las orejas, destacando por su blancura en el mar de pelo castaño. Los labios eran gruesos y prometían besos esponjosos de buenas noches.

El niño sentía un ligero cosquilleo durante la memorización de la foto, una sensación muy agradable que permanecía después de que la luz se apagase.

Esa mañana se despierta y por primera vez su padre le llama por su nombre, asomado a su cama con la mandíbula temblorosa.

—¿Pablo? —y los dientes entrechocan en un tiritar continuo— ¿Cómo te atreves?

Y le lanza una bofetada que resuena áspera, alcanzándole de pleno en la mejilla y haciéndole ver las estrellas durante unos segundos. Duele mucho, pero no se atreve a llorar, aunque los ojos se le anegan en lágrimas. Cruza los brazos delante de la cara, para evitar un segundo golpe, pero no llega. Los separa cuando el portazo de su padre saliendo de casa hace retemblar los cuadros que cuelgan de alcayatas mal clavadas.

Con la mano acariciándose el carrillo se levanta de la cama y se dirige al baño para hacer pis, mezclando el suyo con el que se fermenta en el fondo desde hace días. Baja la tapa y se sube encima para mirarse al espejo, que le devuelve sus facciones convertidas en la cara de su madre, rematada por su propio cabello rizado. Estira el brazo y acaricia la superficie del espejo con la yema de los dedos, manchándola con regueros de suciedad. Prefiere la calidez de la carne, así que eleva todos los dedos al rostro, cierra los párpados y examina con detenimiento los pómulos redondos, las mejillas exuberantes y los labios gruesos. El cosquilleo de la piel permanece mientras lloriquea con desconsuelo por la falta de amor maternal. Después se calma y la sensación desaparece. Abre los ojos y vuelve a ser Pablo, el huérfano.

5

Cambiar se vuelve más y más sencillo, como tararear la tonadilla de un spot publicitario. Aprovechando las borracheras de su padre, se acerca a él y remodela hueso, carne y tendón, consiguiendo que ambos sean iguales a dos gotas de agua. El proceso consiste en estudiar el rostro a imitar, memorizarlo y cerrar los ojos, imaginándolo con todo el detalle que sea capaz. La piel le vibra agradablemente y duele un poquito, pero se pasa enseguida. La sensación es de pequeñas orugas recolocándose en su nido.

Imitar el cabello le exige más esfuerzo, y en ocasiones no queda del todo bien, semejando una peluca carente de vida.

En cualquier caso, es extraño asomarse al espejo y desembozar la cara barbuda de su padre encima de su cuerpo de niño. El día que clona su faz a la perfección se aterroriza y deshace la formación tan rápido que los crujidos de la reorganización reverberan en el cuarto de baño, causando más dolor del habitual. Unas gotas de un líquido transparente chorrean por sus poros a medida que vuelve a ser él mismo.

También disfruta imitando las caras de los actores que desgranan sus historias de vaqueros y mafiosos en la televisión. No suelen rematarlas demasiado perfectas, generalmente más parecidas a caretas recortadas que a facciones reales, pero es divertido jugar con ellas. Muchas son casi imposibles de clonar, como la de Humphrey Bogart o James Caan, nombres que no conoce pero que revive a duras penas. Algo en sus rasgos dificulta la semejanza física y se parecen a máscaras troceadas con un picahielos. Pero otros son de una sencillez pasmosa y no necesita más de cinco o diez segundos de concentración para hacer un calco exacto. La que más le gusta es la de John Wayne, aunque imitar su sonrisa torcida no es tan fácil como parecía en un principio. En general, emular los gestos es la tarea más complicada de todo el proceso, aunque disponer de la misma estructura facial ayuda bastante. Pablo se sitúa encima de la tapa del inodoro, las manos a los lados de la cadera imitando dos pistoleras, y fingiendo una voz grave amenaza a su contrincante imaginario, provocándole para que desenfunde más rápido que él. Siempre gana, por supuesto.

Cuando las luces se han apagado, cada noche, rememora la cara de su madre y se duerme acariciándose a sí mismo, besando sus manos como haría ella de vivir todavía.

6

Una noche Pablo se desvela y no puede dejar de oír los gemidos de la puta en el cuarto con el que comparte pared. Los gruñidos de su padre se acompasan al golpeteo del cabecero, ella escupiendo obscenidades que el niño no entiende pero que aprende sin querer.

Una risa femenina interrumpe los ruidos y un palmetazo seco, como un guantazo, le hace estremecer. Después la puta corre por la casa llorando y sale sin cerrar la puerta principal.

La casa queda en calma unos minutos y el niño aguanta la respiración todo lo que puede. El tap tap de los pies descalzos de su padre es lo único que rompe el silencio, acercándose a su habitación hasta que su figura se recorta en la puerta en penumbra, iluminado por la luz que escapa del dormitorio. Pablo no sabe qué ocurrirá e intenta parecer dormido, imitando el sonido de una respiración profunda, pero sin cerrar los ojos en ningún momento.

El corazón se le desboca al percibir que se acerca a su cama y se sienta a su lado. Nunca le ha deseado buenas noches, pero no le importaría que ese fuese el primer día de muchos. Tensa los músculos de los brazos, dispuestos a lanzarlos alrededor de su cuello y aceptar los besos que tantas veces ha deseado, sentir la fuerza de su abrazo protector como ha visto hacer a otros padres con sus hijos mientras él caminaba de vuelta a casa, avivando el paso para no perder de vista al suyo que avanzaba sin prestarle atención alguna.

Pero lo único que arranca es un llanto alcohólico que hace temblar la estructura de la cama y repetir el nombre de su madre, Elena, Elena, Elena, formando una única palabra que no tiene fin. La tristeza que embarga su voz es inacabable como las sílabas que rebosan saturando el alma que se vació en su muerte.

Un poco de luz blanca desprendida por una farola entra por la ventana, y Pablo se mueve para que ilumine su cara que ya no es la suya sino la de su madre, el rostro tan amado por los dos, el pelo perfecto de tanto visualizar su imagen en la foto, los rasgos sublimados en el ideal de belleza que el niño ha ido elaborando en su reserva de amor solitario.

—¿Elena? —musita su padre y extiende la mano para posarla en la mejilla redonda y carnosa.

Pablo gira el cuello para acomodarse a esa palma caliente y suave, aprieta sintiendo como se hunde con firmeza, moviéndola despacio arriba y abajo como un gato, ronroneando de placer ante la caricia de ese hombre que nunca le tocó así, dejándose mecer en el amor que emana entre los dedos.

Su padre atrae su cabeza hacia el pecho y la apoya en el torso un día musculoso, con las dos manos cubriendo su sien y balanceándose adelante y atrás sin parar, repitiendo un te quiero continuo mientras le mesa el cabello y acerca la nariz aspirando el olor de sus raíces, cubriéndole de besos que Pablo acoge extasiado, olvidándose quién es y el papel que representa. Sin percatarse, el hueso del cráneo se dispone despacio adoptando su antiguo ser, recobrando la forma y textura de la cabeza de un niño, empequeñeciéndose y curvándose un poco más. El cabello se riza y cambia de color.

Cuando los besos se interrumpen, abre los ojos para toparse con los de su padre que le contempla horrorizado, empujándole violentamente contra el colchón y huyendo con grandes zancadas del cuarto.

El niño se recuesta y duerme recordando las caricias de un padre a su madre.

7

Al día siguiente todo es como si nada hubiese pasado. Su padre se dedica a beber con intensidad hasta desmayarse frente al televisor. Él espera a que eso suceda para reptar al cuarto de matrimonio y penetrar en ese territorio exótico en busca del material necesario para cumplir el plan que ha desarrollado su cerebro infantil.

Empuja la puerta llena de marcas de dedos adultos y se abre al paraíso del desorden y la suciedad, el hedor a pedo rancio y calcetines sudados. El piso es una alfombra de cigarrillos aplastados, algunos enrojecidos por el carmín grasiento de labios de mujer. Encima de los pocos muebles que permanecen pegados a las paredes hay ropa amontonada sobre ropa amontonada, cúmulos de camisas de aspecto apergaminado y revistas arrugadas.

La cama no tiene sábanas y el colchón desnudo y plagado de ciénagas amarillentas tiene un aspecto tan desvalido como la foto de boda que cuelga torcida encima del cabecero. En ella, dos jóvenes que a duras penas parecen sus padres, permanecen estirados frente a la cámara con sonrisa intimidada, las manos cruzadas a la altura del vientre donde relumbran las dos alianzas. Su madre luce bellísima, con un vestido blanco y el pelo recogido en un moño de fantasía que culmina su coronilla con tirabuzones imposibles. El padre está muy distinto, la cara bien afeitada y las arrugas gestuales sin marcar aún en el rostro de piel lisa, la espalda recta y desafiando la vida que se le enfrenta desde ese momento. Sin ser consciente, su propia cara se transforma en el rostro actual del hombre, tantas veces practicada, desaliñado y macilento, pero en un proceso de rejuvenecimiento mágico va cambiando, retrocediendo en el tiempo, convirtiéndose en un espejo de la que permanece en la pared, y el niño sonríe porque le agrada poseer esos rasgos alegres y juveniles.

Al continuar su búsqueda, vuelve a ser Pablo.

El cuarto se ilumina con la luz que entra del salón, donde la tele continúa gritando sus mensajes a un público que no la ve, borracho y soñando con una vida en la cual sigue amando a una mujer, corriendo por un bosque de suave césped, apretando la mano de dedos entrelazados, la risa de ella con olor a amanecer, sus pechos saltando debajo de la camiseta y el feto asesino sin posibilidad en ese plano de existencia.

Como un explorador en una selva hostil, Pablo camina de puntillas sin rozar nada, atento a cada suspiro del borracho. Se desliza sin ruido aproximándose a la mesilla de noche, coronada por un cenicero cubierto de más cigarrillos consumidos y una lámpara de lava agrietada. Tiene dos cajones y el niño piensa que allí se esconde el tesoro que busca. El de abajo está bloqueado por una pila de revistas con portadas donde mujeres con grandes senos y vaginas velludas le guiñan atrayéndole a explorar su contenido. Apoyándose en la cama empuja con ambos pies el montón de pornografía, que se tambalea a punto de desmoronarse.

En el primer cajón encuentra calzoncillos y calcetines revueltos, no todos limpios. En el segundo tiene más suerte. Sobre la cubierta de cartón desgastada hay una rosa roja seca pegada con una tira de celo blanco, y debajo impreso con letras doradas las palabras «Nuestros Recuerdos». Pablo acaricia los pétalos rígidos, que crujen a su paso, y echando valor agarra con ambas manos el álbum de fotos. Con expectación se sienta y lo apoya en sus rodillas.

El álbum que tantas veces reposaba sobre el pecho de su padre cuando dormía, abrazando una botella vacía y roncando, ahora está en su poder.

Entra en el pasado flotando entre imágenes plenas de vitalidad y alegría juvenil, con dos novios montando en una bicicleta anticuada, ella apoyada en el sillín con las piernas extendidas y los brazos en alto y él pedaleando de pie, rodeados de un grupo de amigos que aplaude y les señala. Debajo fechas y anotaciones de una grafía femenina y algo recargada. A Pablo le encantaría poder leer para descifrar su contenido y aprender más de su madre. En la página siguiente, un ticket de cine y una panorámica de una calle llena de coches y su padre elevando el índice señalando el cartel de un hombre vestido de azul con los calzoncillos por fuera, capa y sonrisita presuntuosa. Pasa una hoja más y se maravilla ante el rostro de su madre lanzando un beso al fotógrafo con los labios muy juntos. El niño cierra los ojos y acerca los suyos a la foto, imaginando que es el receptor de ese regalo inamovible para el que no pasan los años. Debajo, otra en la que su padre posa sin camiseta, haciendo fuerza y sacando bíceps con un bañador floreado que le llega por las rodillas, tan contento como nunca pensó que era capaz de estar. En la cara opuesta, descubre aquello que había ido a buscar y que no puede esperar a robar. Recoge la foto con cuidado, las manos temblándole de emoción y vuelve a guardar el álbum en su sitio, sin pensar en las consecuencias que puede tener que se descubra el hurto.

Antes de escabullirse, escoge una revista pornográfica al azar, mete la foto en sus páginas centrales y sale del cuarto con el tesoro debajo de la camiseta del pijama.

Al pasar junto a su padre, que sigue durmiendo, curiosea en la pantalla que televisa una reposición de El Planeta de los Simios, absorto en la figura de Charlton Heston que se abate cubierto por un taparrabos en la arena, forzando esa cara de sufrimiento que tan bien le salía, gritando al mundo:

—He vuelto… estoy en mi casa. ¡Durante todo este tiempo, no sabía que estaba en ella! ¡Locos! ¡Os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras! ¡OS MALDIGO!

8

Tiene la cara muy seria mientras aprende todos los detalles de la fisionomía de su madre, que le saluda de cuerpo entero en bikini desde la foto que ha robado. Imitar las caras es sencillo, pero jamás ha intentado remedar una persona completa y, pese a su determinación, tiene un poco de miedo por el resultado. Le inquieta perderse en el cuerpo de otro y no poder volver al suyo, o hacerlo de forma incorrecta. Si tuviese más edad y fuese consciente de las posibles consecuencias de una remodelación total, no daría el paso tan a la ligera. Un error y puede acabar con una costilla atravesándole el corazón, o las caderas quebrándose por la presión de los húmeros. Todo el cambio ha de realizarse de forma síncrona y no controla el proceso que seguirá para llevarlo a cabo.

Pero esos pensamientos son descartados de momento, ensimismado al inspeccionar los tendones del cuello de su madre, la forma curva que sostiene la cabeza que tan bien conoce. Los hombros y clavículas, algo prominentes, dando paso a los pechos que cuelgan firmes y pequeños, con el pezón enhiesto detrás de la tela húmeda. El brazo descubierto que se eleva pegado al lateral del cuerpo para colocarse un mechón de pelo detrás de la oreja muestra una mano de dedos largos y nervosos. Visualiza su vientre, donde el ombligo poco profundo remata una barriguita que no desentona con sus caderas anchas, con sendos lazos a cada lado cerrando la parte de abajo del bañador, que se abulta ligeramente al recubrir el monte de venus.

Ansía descifrar qué oculta el triángulo de tela, cual es su importancia para permanecer siempre tapado. Para eso ha traído la revista, que abre por su segunda página, mostrándole una mujer muy distinta a su madre, con los senos pesados y las piernas abiertas al borde de la dislocación, mostrando al mundo la vagina que aparece ampliada en un recuadro a su derecha. Al niño le parece de una complejidad inaudita, y la estudia durante varios minutos hasta que ha memorizado cada detalle.

Cuando concluye la fase de aprendizaje, cierra los ojos y se concentra.

La familiar sensación de hormigueo le invade como una plaga y pierde el equilibrio, cayendo desarticulado, quedándose tendido sobre las baldosas frías con la cabeza ladeada. Oleadas energéticas se difunden por debajo de la piel, alargando, aplastando y ensanchando músculos, tendones y vísceras. El proceso no es silencioso y a través de sus oídos en trance capta la viscosidad de una diarrea. En algún punto de la transformación gime por el dolor que le punza un muslo en crecimiento hasta que algo se libera en la zona con un crujido y el desarrollo continúa.

Todo se consuma y abre los ojos, respirando con agitación. Visualiza un cúmulo de pelusas apelotonadas en una esquina bajo el mueble del lavabo, enrolladas en torno a una horquilla rosa. El primer objeto real que ha visto de su madre. Alarga una mano de dedos largos y nervosos, arrastrándola con una serie de golpecitos logrando que salga a la superficie, recogiéndola con la adoración mística de un amuleto sagrado.

Traga saliva y siente la forma extraña de la bóveda del paladar. Con cuidado, tanteando el equilibrio de su nuevo cuerpo, se eleva y ya no le hace falta subirse a la taza del inodoro para verse en el espejo, que refleja a su madre de cuerpo completo, cubierta por una película de sustancia aceitosa.

—Hola Mamá —se dice a sí mismo. La voz suena acatarrada.

—Hola mi bebé —se responde, y estira el brazo tocando con los dedos las marcas que hizo días atrás y que nadie ha limpiado.

—Te quiero —afirma, y se acaricia entera, desde el cabello negro y lacio hasta los pies algo grandes para una mujer.

—Tienes que estar guapa para papá —se aconseja.

—Voy a ducharme —y se introduce en la bañera circunvalada de cercos oscuros de jabón y grasa. Abre el grifo de la ducha y el agua le incomoda al resbalar por la nueva piel, sensible al extremo en su virginidad. No le hace falta más que acariciarse y la película que le recubre se desliza como una tela y se escurre por el desagüe.

Termina de secarse, frotándose con suavidad para evitar la quemazón que le produce cualquier roce, y se coloca la horquilla sujetándose el cabello a un lado, emergiendo al salón rodeado de una nube de vapor para presentarse a su padre que se incorpora con la boca abierta y los ojos fuera de órbita. La luz de la lámpara le hace aparentar veinte años mayor de lo que es, una momia con cuarenta años.

Sin pronunciar palabra, Pablo se acerca a él caminando inestable y se planta enfrente con los brazos a los lados. El padre, el esposo, zarandeado por una tempestad, le abraza a la altura de las nalgas, apoyando la mejilla áspera en su vientre. Plañe como el viudo que es, expulsando fuera esa pena de siete años desde que ella murió, vomitando todas las noches de soledad, tristeza y putas baratas, buscando en ellas alguna huella de la mujer que se perdió en un hospital sin que él pudiese acompañarla para decirle todo lo que la amaba, al lado de una vieja que rezaba mientras su vida se le escapaba a chorros y él no lo sabía.

Pablo le permite desahogarse unos minutos. Luego, atrapa su cara que pincha por la barba de tantos días, se arrodilla hasta quedarse a su altura y le da un beso en la frente.

—He vuelto —le dice, y se abrazan durante una eternidad.

9

—Te he echado tanto de menos —murmura el marido de madrugada, rodeando con sus brazos el cuerpo de la esposa que debería mantenerse a dos metros bajo tierra, dentro de un ataúd de madera de cedro convertido en astillas, su carne devorada por escarabajos ciegos.

—Yo también —deja escapar la mujer con una bocanada de aire contenida, degustando cada segundo que pasa cubierta por el abrazo fuerte y protector, apretujada contra su calor. Siete años no han sido suficientes para que deje de echar de menos la ternura de un padre, sus cuidados al despertarse en mitad de la deriva de una pesadilla.

—Un día tras otro quería morirme para estar contigo —continúa recitando su poesía de amor— y no podía porque soy un cobarde.

—No eres un cobarde, eres fuerte —afirma él con mucha seguridad.

—Cuando los médicos llegaron a decirme que te habías muerto, no me lo creía —aspira con fuerza—. No concebía un mundo en el que tú no estabas presente.

—Estoy aquí.

—Y es un milagro, amor mío —un nuevo beso en la frente, sus pechos aplastándose contra las costillas—. Nunca más te separarás de mí.

—Jamás.

—No lo permitiré. Si es necesario mataré al mismísimo Dios.

—Te quiero.

—Durmamos, mi vida. El mundo es nuestro.

Pablo se durmió.

10

Se despertó una hora más tarde con una pierna más corta que la otra.

Su padre roncaba con la boca abierta y seguía estrechándole sólidamente. Pablo cerró los ojos y visualizó los muslos torneados por la bicicleta, las rodillas y las pantorrillas protuberantes cerradas alrededor de unos tobillos finos. El siseo de los gemelos dilatándose y recubriendo la tibia y el peroné en crecimiento silbó por debajo de las sábanas.

Se volvió a dormir.

11

No es caminar de noche por la ciudad lo que le asusta, sino saberse solo en el mundo, haber rozado la felicidad y perderla.

Ocultándose en las sombras, Pablo no sabe dónde ir. Es un huérfano de siete años, con una madre muerta y el cadáver de un padre del que huye aterrorizado. Con frecuencia mira por encima del hombro si confunde el eco de sus pisadas con zapatos ajenos, emitiendo un ruido de roedor alterado.

Entra en un portal que encuentra abierto y se apretuja en una esquina debajo de la escalera, junto a escobas, fregonas y un saco de yeso medio vacío que le sirve de almohada para reposar su cabeza de pelo rizado. Acostado de lado y a oscuras no le hace falta cerrar los ojos para recordar a su madre y esculpir sus rasgos para ser ella y relajarse acariciándose a sí mismo.

La última seguridad que le quedaba, esas cuatro paredes que no podía llamar hogar, queda muy lejos. El único lugar de referencia que tenía, que conocía como la palma de su mano después de años de aprenderlo sin ayuda, lleno de tesoros en huecos que había ido consiguiendo en despistes de su padre, es cosa del pasado. Nunca volverá a separar el rodapié de la esquina del salón donde escondía la foto ajada de su madre. Tampoco meterá la mano por debajo de su cama para recuperar su cajita llena de clips, botones y monedas que extraía detrás de los cojines a medianoche. Ni los caramelos de fresa que reposaban dentro del relleno de la almohada, inundando de dulzura las noches de desamparo.

Todo se ha acabado. Está fuera de su vida.

Le horroriza el recuerdo de su padre despertándose esa misma mañana, apretujándole los senos hinchados como globos, forzando su boca con la lengua, expresándole el deseo que sentía por ella, que llenaba el bulto tremendo que crecía dentro del calzoncillo y que acercaba a pesar de los esfuerzos que hacía Pablo por separarlo de su entrepierna, sin comprender el objeto del cambio de conducta.

Le hacía daño y le suplicaba apartándole las manos al intentar abrirle las piernas, él clavándole las uñas tan fuerte como podía.

¿Dónde estaba su padre? Ese animal que le acosaba entre las sábanas no podía ser el mismo que ayer se durmió abrazándole con ternura infinita, llorando el reencuentro, alcanzando el éxtasis, transfundiendo sus sentimientos mutuos. Este buscaba cubrirle de saliva lamiéndole la cara y los brazos, manoseándole sin cuidado y gruñéndole actos que no entendía pero que intuitivamente sabía erróneos.

—Nada más quiero recuperar el tiempo perdido. Te deseo —le decía al morderle la oreja.

—Tantos años deseando ser uno contigo —murmuraba apretándole las nalgas.

Era más grande y fuerte que él, así que pronto se vio desbordado y aplastado bajo su cuerpo, con las muñecas inamovibles a cada lado de su cabeza por una presa de hierro y sus muslos abiertos por las rodillas del hombre, que jadeaba con aspereza. Pablo suplicaba con su voz femenina, le rogaba que le dejase levantarse, que no le hiciese lo que fuese a hacer. El hombre se situaba más allá del remordimiento y el niño se moría de miedo.

En esa oscuridad polvorienta en que permanece acostado, aún siente el tacto del cráneo fragmentado y la masa cálida del cerebro entre sus dedos, que se convirtieron en finas lanzas de hueso afilado, matando a su padre en el acto. No quiso hacerlo y no sabe como ocurrió. Por fortuna, no sabe que también asesinó a su madre antes de nacer.

Incómodo, da vueltas y más vueltas, con la cadera clavándose en el suelo mientras la zona se va llenando de carne y músculo suficiente para sentirse más confortable. Lo mismo ocurre en el hombro y el costado. Su cuerpo reacciona por sí mismo para garantizar un descanso que necesita urgente.

Al dormirse, su rostro se transfigura en un caleidoscopio de rasgos.