1

—No fuiste fácil de capturar. Estuvimos tres días situados en los distintos puntos donde confluían tus posibilidades. Sabíamos de la agilidad necesaria para actuar en el momento preciso en que aparecieses. Una demora, un atisbo de duda, y podíamos considerarte muerto. Pasamos tantas horas esperando, aburridos, que nos cogió por sorpresa cuando surgiste de la nada en la acera, a cuatro metros de nosotros, con tu esposa en brazos. Te dejaste caer de rodillas, exhausto, y nosotros intervenimos como teníamos planeado.

El anciano da muestras de perder la concentración. Lucha con tenacidad contra ello, pero no es una batalla que se pueda ganar con simple fuerza de voluntad. Como le gustaría ser más joven. Entonces sí podría dominarlo a placer.

—Teníamos preparado una furgoneta en las cercanías. No es fácil transportar a una persona sin sentido en una calle llena de gente y tráfico, con un generoso conductor dispuesto a ayudarnos en lo que dispusiésemos. Debía ser una escena un tanto particular. Lo pudimos solucionar, como siempre hicimos.

—¿Y Pilar?

—De vuelta en la residencia. Le pedimos al conductor que la llevase en cuanto te tuvimos en un lugar confiable. Puedo asegurarte que lo hizo.

Pero el viejo no sigue atento a sus palabras. La enfermedad vuelve a someterle y cuenta sílabas con placidez, haciendo pompas de saliva.

A la mujer amputada le hubiese gustado presentarse en esa residencia, acompañar al anciano en la lucha por abrazar a su mujer, al amor de toda una vida que no se acordaba de él. Se imaginaba saludando a la cámara que la apuntaría al llamar a la puerta, una mujer todavía bella con la manga del abrigo colgando vacía causando un efecto poco estético, con el cabello peinado como en su boda, elevando una mano para saludar a los ojos que le negarían el paso en cuanto se fijasen en los pies descalzos y llenos de mugre de tanto caminar por las aceras de una ciudad. No le importaría lo más mínimo, empujaría las dos puertas y se reventarían hacia dentro, arrastrando consigo ladrillos y yeso, cayendo al suelo y enturbiando su brillo con el polvo. Algún hombre, corpulento y con nariz afilada en su fantasía, intentaría detenerla agarrándola como hizo su marido al abusar de ella. Qué fácil sería cogerle por el antebrazo y partírselo en dos con un remolino de su muñeca. Nadie se atrevería ya a detenerla en su caminar, empujando muros, creando nuevos accesos donde no existían, construyendo senderos que no proyectó el arquitecto.

En el tiempo real agita los dedos y la mujer asiática se ha percatado del hecho, inquieta. El niño parece estar ocupado en uno de esos trances que le afectan de cuando en cuando —es el tercero desde que le conoció en el parque— y sabe que es inútil reclamarle en ese estado. El resto de crucificados no separan la vista del pequeño, arrodillado y sujetándose las sienes como si fuesen a resquebrajarse.

En el mundo de ensueño en el que camina, la mujer amputada se planta frente al cuarto del anciano y le oye sufrir en un sueño de tierra y sofoco. No han cerrado la puerta y puede entrar para verle debatiéndose con las cintas que le sujetan, moviéndose a velocidades que no es capaz de captar el ojo humano. Pero ella no es ya humana. El borrón que se remueve revienta su prisión, cayendo exhausto sobre un colchón amarillo de sudor. Ella le agarraría, un cuerpo de huesos frágiles, y correría por los pasillos en búsqueda de su amada. Le acostaría en su cama, los dos juntos sonriendo, y la levantaría como otros llevan un plato de sopa, con cuidado para que no se derrame pero sin esfuerzo. Desharía sus pasos buscando llegar a la salida, en la cual se habría congregado ya alguna patrulla de policía alertados por el personal de la residencia. Dejaría su equipaje con delicadeza y se lanzaría corriendo como una manada de bisontes aplastando los coches, llevándose por delante gente y metal.

En el momento que nos ocupa, el niño sigue arrodillado pero ya no tiembla, manteniendo su presión lateral en el cráneo.

La mujer revienta de un manotazo la cinta que aprisiona su brazo seccionado y la asiática da un respingo. Inclinándose, acerca su boca al oído de la mujer, dispuesta a impedir un desastre si se libera.

—No te preocupes —le dice el niño, apoyándose en su hombro. Se ha levantado y tiene la cara ojerosa, dándole un aspecto más infantil—. He vuelto.

Ella asiente y le deja hacer, plena de confianza. El pequeño abre la cánula que permite la entrada de la droga que sumirá a la mujer amputada en un vacío sin sueños heroicos.

La mujer relaja sus músculos.

—No puedes con ella —dice el hombre de rojo.

—Estás equivocado. Las posibilidades se han reorganizado y lo he sufrido. La reorganización de las paredes del futuro siempre duele. Esas perspectivas han mejorado. Es momento de alegrarse.

—Se soltará, tarde o temprano.

—Por supuesto. Y tú. Todos vosotros, porque si no fuera así reinaría el desastre. Voy a salir un momento, necesito algo —concluye misteriosamente.

El crío llama a la asiática y salen los dos de la sala. Vuelve el silencio.

2

—¿Qué vamos a hacer? —les pregunta el hombre de rojo.

—Jodernos y estarnos quietos —responde insolente el hombre volador.

—No sabemos que quiere hacernos. Está como una regadera. Y la china me pone los pelos de punta.

—A mí no me parece malo —comenta el vagabundo, con la cabellera rizada suelta sobre su frente.

—Podría ser una trampa. Todavía no ha dicho nada acerca de sus motivos.

—Tiene una certeza absoluta de nuestras vidas. Es espeluznante —dice la mujer obesa.

—No mucho más que un hombre invisible o una mujer superfuerte. Mierda, necesito un trago. No, mejor dos.

—Nos quiere a nosotros. Quiere que le acompañemos en algún plan que tiene en mente.

—Pues lo lleva claro. Yo no he nacido para héroe. Prefiero cobarde vivo que valiente muerto —manifiesta el invisible.

—¿Visteis cuando le dio ese ataque?

—Aquí somos algo proclives a ese tipo de cosas. Mira la gorda —dice el volador.

—No me llames así. No te lo permito.

—Es mejor que no empecemos como antes, mona.

Los seis guardan silencio, incómodos en sus ataduras, removiéndose para liberar algo de tensión. Menos la mujer corpulenta, que mira furibunda al hombre ronco. Le recuerda mucho a un tipo con el que compartió muchas mañanas en su infancia y del que no quiere volver a saber nada. Esa clase de abusadores que existen debido a que los demás se lo permiten, líderes de una manada que se deja conducir laxa en su conducta. ¿Esa actitud será alguna clase de poder también? ¿Algo que hemos ido desarrollando los seres humanos a lo largo de nuestra evolución? Sería una buena tesis doctoral. Lástima que ninguno de sus catedráticos supervisaría un estudio de ese tipo.

—¿De dónde habrá sacado tanta información?

—Alucinaríais si leyeseis lo que circula por internet del control de los gobiernos sobre la población. Uf, estas cintas me matan. Y no se por qué me mantiene desnudo. Podía vestirme. Esto es humillante.

—¿Nos estás diciendo que es un espía de la CIA? No me jodas —y prorrumpe en carcajadas afónicas, saturadas de nicotina. Posiblemente tenga un cáncer de pulmón no certificado todavía, piensa el hombre de rojo. No le importa lo más mínimo. No siente ninguna simpatía por él, tan prepotente. Se creía más que ellos porque podía volar. Gente que volaba, que agarraba coches como si fuesen de juguete, veloces como un cohete… invisibles. Cualquier película que se le presentase con ese argumento iría a la papelera de inmediato. Y sin embargo, era real.

—No estoy seguro de que yo termine muriendo si sigo volando. Se lo puede estar inventando.

—Yo sí le creo —manifiesta el vagabundo.

—Todavía no nos ha contado tu historia.

—Me cae bien.

—El niño debe tener alguna capacidad especial también o no estaría aquí —dice la obesa.

—Sí, la de jodernos la vida —responde el volador.

—La de salvártela —resuena la voz del niño desde la puerta.

3

Llevan con ellos un carro de la compra, de esos grandes de metal con el anagrama de una cadena de hipermercados. La asiática lo empuja dentro de la sala, haciendo esfuerzos por mantenerlo recto en su avance, la rueda izquierda tendiendo a su lado.

—Seguro que no sabéis porqué se tuercen los carros. ¿No os pasa que siempre que tomáis uno te queda la sensación de que has escogido justo el que está deteriorado? Estrategias de marketing de masas, ni más ni menos. Las ruedas son preparadas para obligaros a empujar el carrito con la mano izquierda y dejaros la derecha libre para comprar.

Dejan el carro en el centro del círculo de cruces y pueden ver las dos bolsas que reposan ladeadas. En el interior de una de ellas hay un artilugio que parece un gato de coche, tirado de cualquier forma en su interior. En la otra botellas de agua mineral.

—Lo más lamentable es que toda vuestra vida no es más que un recorrido interminable por los pasillos de un supermercado. Cada paso que dais, cada decisión que tomáis, está guiada por esa rueda trucada que os lleva hacia la izquierda. Alargáis la mano derecha pensando que es un acto de volición libre sin ser otra cosa que un movimiento de títere. Yo os liberaré con vuestra ayuda.

Con capacidad especial o no, el crío presenta un claro trastorno narcisista de la personalidad, especula la gorda. Un ejemplo de libro, de esos que estudió en la universidad, sentada en sillas demasiado estrechas para su trasero. Materializa punto por punto cada una de sus características. Todo lo que había visto encajaba en la definición del trastorno: aprovecharse de otros para lograr sus propias metas, arrebatos de egocentrismo, exagerar logros y tener expectativas irracionales de grandeza, por mencionar algunos. Fuera del ambiente en que se ubican, su discurso sería motivo de estudio, tratamiento y, con toda probabilidad, internamiento en algún centro psiquiátrico. Pero en esa sala, rodeado de gente con talentos que no podrían catalogarse como normales, no terminaba de desencajar. Ella misma fue tratada como un fenómeno de feria antes de ser secuestrada por él. Aquí por lo menos no desentona, piensa con sorna.

—¿Qué llevas ahí? —pregunta al vagabundo. Otro con más de un síntoma psiquiátrico. Nada fuera de lo común en ese aspecto. La mayoría de gente sin hogar que pulula por las grandes ciudades son casos sin tratar. Pero este además lleva sorpresa, por lo que han podido ver en el periodo que llevan juntos. No se imagina a nadie «normal» al que se le caiga el pelo de repente, liso, y al rato le crezca rizado.

La asiática le ayuda, sacando las bolsas del carro a las que él no llega, ni de puntillas. Las deja en el suelo y se aleja llevándoselo entre chirridos, enderezándolo en su ruta.

El niño mete las manos en una de ellas y saca lo que algunos habían creído ver. Un gato de coche, de los antiguos, de esos de manivela, con forma de rombo. El volador no se metería jamás a revisar el motor si su coche estuviese soportado por ese trasto antediluviano. ¿Para qué lo quiere?

—Voy a tumbaros —explica antes de que nadie pregunte—. La piel en las zonas donde os aprietan los cierres se os resiente. No quiero que sufráis.

—Pues entonces suéltanos.

—Ya te he dicho que no ha llegado el momento. No me hagas repetir las cosas dos veces.

Ahí está, reflexiona la obesa. La segunda vez que ha exhibido un síntoma concreto del trastorno: reaccionar a la crítica con sentimientos de rabia. ¿Y si no tenía ninguna habilidad especial más que la que le otorgaba su desorden? Quizás llegó a sus manos algún dossier en el cual figuraban sus biografías, algo secreto del gobierno como dijo el de rojo. Nunca se sabía. La teoría conspirativa no parecía tan descabellada. No más que reflexionar acerca de lo que ella sufría. Tenía que detener ese flujo de pensamiento. Se alteraba y no le convenía. Debía concentrarse en respirar despacio, por la nariz y expulsar por la boca, reteniéndolo unos segundos. Respirar, respirar.

El niño se sitúa precisamente detrás de ella, como si hubiese leído sus pensamientos. Coloca el gato detrás de la base de la cruz y arranca a mover el brazo acompañado de un sonido oxidado, inclinándose poco a poco hacia atrás. Debe estar atornillada al suelo con algo parecido a una bisagra, elucubra el ronco. El proceso dura un minuto y se detiene justo al dejar la cruz en una posición cercana a la horizontalidad. Un poco menos, lo justo para evitar que el flujo de la sangre se estanque en la cabeza y pueda marearles.

—¿Estás cómoda?

—Me es igual, como ya sabes.

—¡Es cierto! —y se ríe, rutilante como solo puede serlo la carcajada de un niño.

Sin dejar de desternillarse, se acerca a la cruz de la amputada y repite la técnica, preocupándose de ajustar bien la cánula y los tubos. En cuanto queda conforme, continúa con los demás hasta que los seis crucificados quedan tumbados. Muchos suspiran de alivio.

—Mejor así, ¿verdad?

—Si descartamos que tenemos que forzar el cuello para verte, sí —replica el hombre de rojo.

—Siempre disconforme.

—Mientras me tengas secuestrado y atado, por supuesto.

—Te repito que no es un secuestro —responde tenso.

Más agresividad contenida, constata la obesa. Espera que haya sido una casualidad que evidencie tres respuestas de ese tipo en tan poco tiempo. No obstante, puede suponer una variación en su patrón de conducta que sería peligrosa, dada la situación de incapacidad de movimientos en que se encuentran. Las consecuencias si se pusiese violento serían imprevisibles.

Se altera, su respiración agitándose y resollando con sonoridad.

—Ya estamos otra vez.

El crío se ha acercado a ella y le pasa la mano por la sien.

—Sudas mucho. No te preocupes. Concéntrate en tu respiración, todo va a salir bien.

El resto les mira ladeando la cabeza para poder seguir su conversación. Es cierto que ya no les duelen las muñecas y los tobillos. La mujer asiática se ha vuelto a sentar en el centro de las cruces, sin perder de vista a la mujer amputada, que sigue durmiendo. El crío se agacha a su lado y le cuchichea al oído.

—No te inquietes. Lo tengo controlado.

El pequeño se acerca a una de las bolsas y saca un paquete con otra jeringa. Vuelve a cortarle el flujo de la bolsa a la amputada y le inocula el contenido de la droga. La mujer tarda unos segundos en crisparse. Los demás ya saben que se ha despertado porque han vivido ese proceso hace poco. Escuchando, atrapada en su cuerpo, mortificándose en sus recuerdos.

—¿Tenéis sed? Yo mucha. Esto de contar historias te deja la boca seca. ¿Puedes alcanzarme una, por favor?

La asiática saca de una de las bolsas una botella de medio litro de agua mineral y se la pasa. El niño bebe con ansia no reprimida, dejando que escape de sus labios. Al saciarse, suspira de placer.

—Por favor, ayúdame a darles de beber.

—¡Yo primero! —reclama el vagabundo.

—Por supuesto, tenía esta reservada para ti.

Durante unos minutos el único sonido que se oye en la sala es el tragar del agua, refrescando paladares resecos por las drogas y apagando la sed que provoca el miedo en bocas abiertas.

Al colmarse todos, el niño deposita las botellas en el carro, algo intranquilo.

—No tenemos ocasión de esperar a que el abuelo se recobre. Continuaremos adelante.

Se vuelve a situar junto a la mujer obesa y la coge de la mano, pero ella no se da cuenta.

—Donde todos ven un cuerpo desagradable, alejado de los cánones de belleza que nos obligan a adoptar, yo veo una belleza sin par. Eres una princesa única. Y voy a explicaros el porqué.