1

Es un día bonito, de mucho sol, y la calidez de sus rayos alegran la piel expuesta, bañándola sin mojarte, despertando el fluir de la sangre que transita despacio por las venas cañamizas. Si cierras los ojos, ves hadas luminosas que vuelan con cabriolas en la oscuridad translúcida de tus párpados. Sacas la lengua y dejas que el calor la seque, sin importarte que algo de saliva gotee.

Eres feliz y lo celebras creando ritmos con los dedos en el reposabrazos de piel sintética que te hace sudar las muñecas. Ladeas la cabeza a un lado y otro marcando el compás que resuena solo para ti, con la lengua todavía fuera y la sonrisa estirándote la piel de la cara hacia atrás, ocultando algunas arrugas y floreciendo otras, como las olas del mar. Una orquesta de cien músicos te acompañan en la elaboración de la tonada y las hadas que pululan por tu retina bailan al compás.

Con un golpe de tus pestañas ahuyentas las lucecitas bailarinas y, sin dejar de tamborilear, invitas a los que te rodean a acompañarte en el concierto.

El señor que descansa al otro lado de la mesa, también frente a la ventana, con sus gafas de sol con montura dorada, tiene la cabeza apoyada en el regazo. Siempre duerme y parece que no respira.

Detrás de él, a sus espaldas, se sienta la señora que se empeña en morder todo lo que atrapa con sus dedos engarfiados. Saca y mete la dentadura postiza en un movimiento mecánico constante al que adaptas tu ritmo para hacerla partícipe de tu música. Tip, tap, tip, tap… un poco más lento, sincronizándoos, ella sentada entre tus músicos que desgranan la banda sonora de este día despejado y de geranios florecidos. Pulgar, índice, corazón, y de nuevo pulgar… Tip, tap, tip, tap…, danzando aunque no podéis moveros de las sillas de ruedas.

El señor que vocifera cuando le dan de comer se frota los nudillos, sonriendo también, esperando el momento en que alguna dama de traje verde le traiga su bandeja con la ración diaria para empezar a emitir ese sonido con el que celebra que el hambre que corroe constantemente su estómago va a aplacarse durante el intervalo que mastica, procurando alargarlo mucho más de lo necesario en un placer desmesurado que empieza y termina con cada deglución. Te resulta difícil acompasar la partitura al raspeo de sus nudillos, pero con un poco de esfuerzo lo consigues y continuas contratando más músicos en la sala.

Con una cinta de sujeción por la cintura y el cuello inundado de tendones tirantes, permanece adormilada la mujer sucia que aprovecha cualquier oportunidad para bajarse las bragas y defecar, llenando la habitación de pestilencia y el suelo de pasta verdosa. También le gusta mucho quitarse la ropa; has tenido que apartar la vista avergonzado de sus senos como globos de agua pasados de fecha y el vientre que colgaba tapando su pubis ralo. No, a ella no la quieres participando en tu orquesta de elegantes músicos con chaqué.

De repente, sin motivo, la música que reverbera en tu cerebro deja de tener sentido, como dirigida por un chimpancé, mezclando violines con trompetas y tirando por el aire las partituras. Eso te enfurece y la claridad que entra por los cristales ahora quema tus retinas e irrita tu piel.

—¡Pilar! —gritas llamando a tu mujer— ¡Pilar!

Te das cuenta de que no estás frente a la cristalera del salón de tu casa, rodeado por las librerías llenas de volúmenes que has leído y cuyos lomos tanto te gusta acariciar. No está presente el piar de los canarios que alegran el ambiente ni el chup chup de la olla acunando alguna de esas deliciosas comidas que ella sabe preparar tan bien, un arte pulido tras más de cuarenta años encargándose de las tareas culinarias de vuestro hogar.

El sillón te incomoda y al ladearte para mirar te percatas que no es el tuyo, ese de orejas y piel donde te gusta leer el suplemento dominical del ABC, sino una silla de ruedas a la que te sujetan con una cinta envolviendo la barriga. Tiras de ella, te quieres levantar y no puedes, consiguiendo lastimarte las uñas.

Gotas de sudor resbalan por tu frente y ruedan abajo sorteando las cejas. El palpitar de tu corazón se expande por los oídos a medida que el estrés te asalta.

—¡Pilar!

Agarras la correa con ambas manos y haces fuerza; tienes que levantarte para salir de allí. Como no lo consigues, te balanceas con violencia de un lado al otro, intentando volcar la silla en que te mantienen preso. La ansiedad te consume y te muerdes la lengua en uno de los vaivenes.

—¡Pilar!

Pero no acude. La cosa empeora en el momento en que una señora que se arrellana en una mecedora inicia un ulular grave amortiguado por la bola de ropa que se ha metido en la boca, masticándola más adentro. Te estremeces y otro viejo se levanta, aullando al aire, el tono tan animal que se te encoge el estómago de angustia.

—¡Piiiilaaaar!

Sigues balanceándote y, con un ligero vértigo, te ladeas tanto que vuelcas la silla, golpeándote el hombro con contundencia y sufriendo un impacto en el cuello que te deja mareado y con la cabeza apoyada en el suelo, que está frío y huele a lejía reciente.

No puedes evitar ponerte a llorar como un niño, aturdido porque no entiendes nada y te han dejado en un ambiente muy hostil, con gente desconocida que se comportan como animales y sin tu esposa cerca para salvarte.

Te crees abandonado y quieres morirte.

Cuatro pitidos muy agudos y una puerta, que no habías visto con anterioridad, se abre con un siseo y entra una mujer vestida de blanco, el cabello rizado pegado a la cabeza. Lo ves todo de lado, la mujer parece que camina por la pared, avanzando con pasos largos; se arrodilla poniendo la palma de su mano fresca entre tu sien y las baldosas.

—Ya está, no pasa nada —te dice cerca del oído y confías. El tacto de esas yemas acolchadas te es muy familiar y transmite seguridad, como caer en una red—. Tranquilo, ya ha pasado todo. Te vamos a levantar, no te asustes. ¡Marisela, llama a alguien que venga a ocuparse de los demás!

Marisela, una latinoamericana de piel tostada vestida de verde, sale de la estancia. Hasta que vuelve han podido transcurrir minutos u horas, no lo sabes con certeza, pero en todo ese tiempo, sea el que sea, la mujer de pelo rizado y manos mojadas por tu sudor no ha dejado de sostenerte la cabeza y de susurrarte palabras tranquilizadoras. Marisela regresa con otra mujer, que desaparece de tu ángulo de visión. Entre ella y la que te sujeta enderezan la silla de ruedas.

—¿Estás bien? —te pregunta, palpándote la cabeza, los hombros y las manos, buscando con profesionalidad señales de lesiones no aparentes—. Menudo susto nos has dado. Venga, te acompaño a la habitación —te acaricia los pómulos, retirando las señales de tu intranquilidad.

Según te va empujando hacia la salida, te percatas de que el hombre aullador ya no molesta y que la mordedora ya no muerde, relajados y atendidos por las dos mujeres de verde.

El mundo ya no es tan hostil como parece. Alguien te cuida.

¿Dónde está Pilar?

El pensamiento se escabulle en cuanto sales al pasillo.

2

No sueles recordarlo más que cuando puedes, pero te encantaban los huevos con patatas. Los huevos muy fritos, con aceite de oliva, de puntillas tostadas y crujientes, la yema cruda. El momento en que pinchabas unas patatas y con una ligera presión liberabas la yema naranja y caliente, empapándolas, era casi místico. Ninguna otra comida podía superar la mezcla de sabores salados que confluían en tu boca al cerrar los labios sobre el tenedor. Siempre entornabas los ojos en las primeras masticadas y los abrías para sonreír a tu mujer, con la comisura de los labios brillando.

Nunca fuiste un hombre de costumbres complejas. Los mayores placeres eran actividades sencillas que, generalmente, compartías con tu esposa.

Si tuvieses que elegir uno, el momento que destacarías sería aquel en que reposabais en vuestro cuarto, recostados en la cama templada, apoyados en dos almohadones y tapados con el edredón por la cintura, leyendo un buen libro mientras tu mujer cruzaba sus piernas con las tuyas. Ella también leía y, al apagar la luz antes de dormir, os contabais las impresiones que os habían producido las lecturas.

Leer era tu gran pasión, sin dudarlo. Y todo lo que rodeaba el simple hecho de pasar páginas y desentrañar poco a poco las palabras que conformaban la trama pasaba a formar parte de ese entusiasmo.

Tu santuario eran las bibliotecas. Nunca tuviste creencias cristianas, salvo la que podías mostrar por el libro que aglutinaba sus preceptos, una novela que abarcaba varios miles de años de historia de un pueblo esquizofrénico danzando siempre entre el masoquismo y la venganza, pero que mostraba trazos de tal genialidad que, según tu opinión, debían haberle otorgado el premio nobel de literatura hace muchísimos años. Aunque, pensándolo bien, ¿quién lo iba a recoger? ¿Jesucristo en persona? Esa imagen te hacía sonreír muy a menudo, y era una de las pocas que no te atrevías a compartir abiertamente con tu esposa, que se consideraba una cristiana practicante.

Tu equivalente a las iglesias de tu mujer eran las bibliotecas. Atravesabas las puertas de una de ellas, te enfrentabas a las columnas de libros etiquetados y lo que inflamaba tu pecho sí podría llamarse fe. Desde las pinturas rupestres a Kafka, el ser humano siempre tuvo compulsión por dejar constancia escrita de lo que animaba su vida, aquello que le lanzaba adelante para seguir viviendo a pesar de las dificultades y presiones que recibía de su entorno. Y en las bibliotecas estaba ese espíritu concentrado igual que un buen caldo de pollo. Cuanto más grande la biblioteca, cuantos más libros albergase, más fuerte y grandiosa era esa concentración. Tú pudiste notarla muy pequeño, la mañana que tu padre te llevó a su despacho y te dio a elegir la novela que quisieras escoger. Ya no eras un bebé y tenías que empezar a leer; se te pusieron los pelos de los brazos de punta al enfrentarte a tanta sabiduría y sentimiento, sin saber cual seleccionar primero, que patrón seguir para no perderte nada de lo que esos volúmenes tenían reservado para ti.

Ese mismo miedo reverencial lo mostrabas de adulto al decidir el siguiente libro a leer, pánico a realizar una elección incorrecta que dejase de lado uno mejor, o que aportase más a tu existencia. Por eso lo cogías y te ibas rápido a sellarlo, evitando descubrir el gesto de rechazo del edificio, las ventanas inclinándose en un ceño adusto por tu elección que siempre considerabas errónea.

En esos libros que tu padre te dejó leer sin guiarte lo más mínimo, aprendiste que era más importante saber que creer, que una vida sin amor no tenía consistencia, pero que ese amor debía basarse en unos lazos más allá del romanticismo bobo que impregnaba tantas novelas que terminabas por pura fuerza de voluntad. Te emocionaste con la Odisea y te dieron ganas de huir de tu casa con los relatos de Julio Verne. Contemplaste esperanzado las estrellas deseando ver llegar los seres que nos librarían de la estupidez que arrastramos siglo tras siglo. Te cubriste bajo las sábanas, aterrorizado por los horrores sin nombre de Lovecraft.

Hoy en día no lees. Podrías hacerlo si supieras que existe tal cosa, lo cual no es el caso salvo en contadas oportunidades. Cuando tu vista se pasea por los libros y revistas amontonados en alguna estantería de la sala donde pasas las horas, no te despiertan más pasión que las sillas agrupadas contra la pared o los cuadros de colores vistosos.

Si alguna persona vestida de verde o blanco se sienta contigo y te enseña esos cuadrados de papel con formas graciosas que por momentos te resultan familiares e insisten en tu reconocimiento consciente, te alteras un poco, intuyendo que eso que ponen delante de las narices es algo más de lo que eres capaz de intelectualizar. Ellas rápido cambian de actividad y te sientes mucho mejor.

3

Primera conexión

Es bastante normal que pasen semanas completas en las que no quieres comer. No sientes necesidad y en esos periodos de depresión te ingresan en el hospital, donde compartes espacio con otros dos o tres ancianos más, no todos tan silenciosos como tú.

Allí los días pasan más rápido todavía que en tu sala de las sillas amontonadas y los libros graciosos. A veces abres los ojos para echar un vistazo nada curioso a tu alrededor, evaluando el grado de riesgo que existe allí para tu seguridad, un instinto tan primario que te aterrorizaría de comprenderlo. Afortunadamente, no sientes las numerosas agujas y sondas que atraviesan tu piel, aunque a veces te incomodan los dos tubos que te introducen por la nariz e intentas arrancártelos. Pero te cuesta coordinar los movimientos y lo máximo que sueles conseguir son algunos arañazos en las mejillas. Si tienes suerte y enganchas alguno, no tienes la potencia necesaria para extraerlos.

En el hospital algunas personas te hablan de cerca y te acarician el pelo, aunque no sabes quienes son. Te molesta que unos desconocidos te traten con tanta confianza y sueles enfadarte; como no tienes bastante energía como para apartarlos lejos, les escupes a la cara o te cagas encima. En cuanto te dejan en paz, la pena te ahoga los pulmones, y muchas veces tienes que llorar para no asfixiarte, las lágrimas cayendo y aliviándote las molestias de los tubos en la nariz.

En esa habitación compartida, con paredes de gotelé y muebles funcionales, también eres atendido por mujeres de traje blanco, pero no son tan cariñosas como la tuya, aquella del pelo rizado recogido. Sus manos no te acarician cuando es menester y confunden tus heces y orines con necesidad, sin percatarse de que tus excreciones no significan nada y que una palma ahuecada contra tu frente cuando te asustas es más valiosa que una esponja de usar y tirar al retirarte la cuña.

Sin embargo, los líquidos que cambian cada cuatro horas de la percha a la que estás unido hacen su función con eficacia y, generalmente, bastan tres o cuatro días para que tu organismo esté nutrido e hidratado. Por lo menos lo adecuado para devolverte en una ambulancia de vaivenes bruscos a tu sala con su mujer masticadora, el hombre ululante, el durmiente y la cagona. Ni ellos ni tú hacéis una fiesta al reencontraros al otro lado de la puerta que se abre con cuatro pulsaciones a un panel de números, cada uno atareado en sus miserias.

Por las noches, la última mujer de verde se asegura que las cintas que te atrapan a la cama como una tela de araña aguanten firmes, cierra la puerta de tu cuarto desde el exterior, y la medicación a la que te someten te proyecta a un sueño plano que no descansa. Pero si las pastillas disueltas no hacen su efecto lo suficientemente rápido, lo peor de las experiencias que has sufrido a lo largo de tus setenta y ocho años te sumen en angustiosos minutos de realismo espantoso. Atado y solitario en una oscuridad absoluta, estiras el cuello intentando respirar y terminas gañendo la mayoría de las veces, gemidos de puro horror que nadie atiende. Y si los oyen, no te hacen caso. Lo más corriente es que te duermas suspirando como un bebé triste.

El terror nocturno más recurrente es uno de esos paréntesis hospitalarios por los que tienes que pasar en ocasiones.

Tuviste un instante de consciencia, único y devastador como una bomba nuclear. Bastaron seis décimas de segundo para que algunos cientos de neuronas febriles excavaran un camino alternativo generando una nueva sinapsis, un puente por el que derivó un impulso eléctrico el tiempo suficiente para alcanzar de un salto las alturas que te llevaron a reencontrarte contigo mismo después de años de deriva. Algo las excitó tanto que alargaron sus axones, congestionados por la enfermedad, y se rozaron con lujuria, transmitiéndose la información que te llevaría a abrir los ojos y reconocerte durante los cuarenta segundos más atroces que experimentaste nunca.

No te gustó nada lo que descubriste.

Te hallabas tumbado boca arriba, no sabías donde, pero no era tu cama de tacto esponjoso. Estabas sin compañía y tu esposa, la que te atraía a sus pechos al despertarte de una pesadilla, no compartía tu lecho. Elevaste las manos y acariciaste manchas voluminosas y arrugas allí donde no existían antes, las muñecas puro hueso recubierto de pellejo. Te temblaban y no podías controlarlas. Las dejaste caer muy despacio sobre tu rostro y palpaste una cubierta que al principio pensaste que era una máscara hasta que te percataste de que ese pergamino reseco era tu piel. Con los dedos estremeciéndose fuiste leyendo el paisaje que conformaba tu cara, la frente llena de surcos profundos y colinas verrugosas, las cejas enmarañadas y los párpados que caían sobre tus ojos grises, las ojeras hinchadas y los pómulos descarnados. Introdujiste las yemas, sin que te detuviera la arcada, para explorar encías peladas y duras como el mango de un martillo. Hiciste un esfuerzo para incorporarte pero algo que te apretaba la cintura lo impedía, y al removerte te atrapó el hedor de tus propias heces, escociendo tus nalgas duras y escaradas, profundizando las heridas que se habían cronificado y que quemaban como marcas de cigarrillo.

Te dejaste vencer en la almohada, distinguiendo a uno de tus compañeros de cuarto que se apagaba en un lecho igual que el tuyo, atravesado por sondas y tubos que penetraban por todos sus agujeros y que le obligaban a respirar desde que su cuerpo se rindió, con los ojos muy abiertos sin ver absolutamente nada, centrado en el sufrimiento que se alargaba para matarle muy despacio.

Gritaste, vaya si gritaste.

Tan fuerte que tu vecino dio un respingo y te acompañó en el coro de alaridos, animando al de más allá a unirse en la marcha de protesta de unos cuerpos sin mente, clamando venganza por la persona que habitó en ellos y que ya no existía. Y los ecos se propagaron a las habitaciones vecinas, saltando de una a otra como una piedra en una charca, logrando sin quererlo que el estruendo fuera suficiente para alarmar a todas las enfermeras de varias plantas y hacer sonar los teléfonos de los controles de enfermería sin cesar.

Inesperadamente, sin saber porqué, esas neuronas batalladoras que tendieron un puente sobre trincheras llenas de cadáveres como ellas, se soltaron y se dejaron perecer, cayendo al fondo y acompañando a sus compañeras en el caldo inerte del que nunca debieron salir.

En esa cama te quedaste, silencioso, con el mundo entero alterado a tú alrededor y el personal médico corriendo con los carritos a rebosar de calmantes.

4

Segunda conexión

Las semanas pasan y tu enfermedad va empeorando paulatinamente, tal y como ha venido ocurriendo desde aquellos días en que ibas a comprar pan y volvías con las manos vacías, con Pilar acariciándote la frente cuando la ansiedad te podía al perderte en las calles de tu barrio y algún vecino te acompañaba a la seguridad de tu hogar.

La tarde en que sucede el milagro hace mucho calor en la sala. El aire acondicionado se estropeó a primera hora de la mañana y expulsa chorros de calor seco. A todos os brilla la piel y empapáis la ropa, mientras el personal de verde y blanco se esfuerza en manteneros hidratados. Los últimos coletazos de la primavera están siendo más cálidos de lo común y las aceras parecen cubiertas de charcos que relumbran si te fijas en el horizonte. Las plantas con las que intentaban dotar vuestro espacio con un hálito de vida se agostan sin remisión. Mantener las ventanas abiertas es inútil, el aire es pesado como el hierro fundido.

—Acércame la jarra de limonada, por favor.

Esa frase, naciendo en los finos y delicados labios de la mujer de pelo rizado viaja hasta tu oído, que vibra y envía su mensaje cifrado a través del nervio auditivo. La puerta que siempre permanecía cerrada, contra la que se estrellaban siempre las olas de la realidad, se abre y deja pasar la señal.

—¿Qué jarra? —murmuras, todavía a medio despertar de tu sueño de años de demencia.

Y la entrada se cierra con llave.

No llegas a darte cuenta de cómo la mujer de blanco se acerca con paso lento, mirándote muy extrañada.

5

Las semanas siguientes la mujer de blanco te dedica más cuidado del usual.

Primero convenció a los responsables médicos de que pidiesen cita con tu neurólogo, un viejo amigo suyo, con el que conversó por teléfono un buen rato sacándole su compromiso verbal de realizar todas las pruebas pertinentes para evidenciar cualquier modificación física en tu cerebro.

Nada más regresar del hospital, llamó al especialista y mantuvo otra charla en la que agradecía el interés y colgó un poco desanimada.

Una mañana entra en la sala arrastrando una caja de cartón grande, repleta de paquetes más pequeños y utensilios de colores. El caldero mágico de la terapeuta, su grimorio preciado, está atrapado en una carpeta azul cerrada con gomas de rayas blancas y azules, algo despeluchadas.

Se sienta delante de ti y te coge las manos, masajeando, acariciando, pellizcando incluso. Al entrar vuestros dedos en contacto, los tuyos bastante más cálidos que los de ella, te pregunta acerca de tu pasado y tu presente. Y a todas respondes con ademán vacuno.

—Cuéntame algo de tu mujer, de Pilar. Sé que era muy guapa de joven.

—Tu hijo fue a verte al hospital y te vio fenomenal. Los niños ya son mayores y están a punto de ir a la universidad.

—Acabo de hablar con Pepi, ¿te acuerdas de ella? Me manda recuerdos para ti. Creo que le gustabas un poquito, ¿quién sabe?

—Hoy hace un día precioso, parece que el calor baja un poco. ¿Te gustaría ir a tomar un café a la Plaza Mayor?

De los masajes pasa a mostrarte fotografías que llegaron con tu equipaje, hace tantos meses que podrían ser de cualquier otra persona. En ellas aparecíais Pilar y tú, abrazados delante de un puerto de mar, en aquellas vacaciones en las que no atendiste sus consejos y te dio un corte de digestión en pleno mar Cantábrico, que te tuvo vomitando toda la noche mientras ella preparaba tisanas. En otras os retratabais con un niño pequeño, de pantalones cortos, con tu misma nariz y los ojos de tu mujer. Ese niño crecía en la siguiente para posar con una bicicleta de carretera, orgulloso sobre su sillín aunque llegaba a los pedales de puntillas. Saltando en el tiempo y espacio, los tres os tomabais una copa de helado en una cafetería de Madrid, con un vendedor de cupones de la ONCE paseando a vuestras espaldas con la boca abierta, vendiendo mudo sus boletos para toda la eternidad. Fotos de boda en las cuales Pilar era la madrina orgullosa del hijo adulto que se marchaba de casa, que sonreía rodeándote el hombro, ya más alto que tú, el muchacho convertido en un hombre. Y vuelven las fotos de niños pequeños, dos varones con tu misma nariz pero los ojos de familia ajena. En una de ellas alguien ha encaramado a los dos a tus rodillas, y muestran cara de susto, uno examinándote de reojo mientras tú miras a la cámara sin expresión. Supongo que la enfermedad había comenzado ya a contaminar las charcas de tu identidad.

Las fotos pasan y no te reconoces, como tampoco lo hacías en el peinado matutino en que las mujeres de verde te guiaban para que no perdieses habilidades básicas de tu vida diaria. Verte reflejado era como observar un maniquí en un escaparate.

A veces te pones algo violento y tiene que dejarte descansar.

Una tarde entra en la sala acarreando una televisión, a la que conecta un reproductor de vídeo.

—Mira lo que he encontrado en una bolsa en el almacén. A lo mejor la has visto ya. Si no, seguro que has oído comentarios. Te va a encantar. Es «Casablanca», de Humphrey Bogart.

Te pone la película completa, en la que Rick se pavonea frente a Sam, llenando la sala con el ambiente del café que llevaba su nombre, hasta que la escena del aeropuerto sella la hora y media de otro intento infructuoso por traerte a la vida.

Por tus manos pasan bolas que recorren laberintos sin escapatoria, pelotas de goma con rugosidades diversas, bolsas de olores que impregnan el aire de una mezcla picante a vinagre y especias.

Y entre actividad y actividad, abre la carpeta azul y anota reacciones vislumbradas, pequeños gestos faciales que para ella son pistas, te muestra tarjetas como un mago en su espectáculo y vuelve a apuntar.

Por fin, agotados todos sus recursos, se da por vencida y se zambulle en el torrente laboral de la Residencia.

Para ti no tiene la mayor importancia.

6

Tercera conexión

Estás viendo un geranio que se yergue humedeciéndose con la tormenta primaveral que moja los cristales de las ventanas.

Quieres tocarlo. El simple hecho de desear algo, de mostrar un acto de volición así, supone la primera de tus grandes conexiones.

Te levantas y caminas tranquilo, paso a paso, en dirección a la ventana, abriéndola con mano firme y acariciando las hojas de tacto aterciopelado del geranio, esparciendo las gotas que reposan en ellas y lamiéndote después los dedos. Saben a tierra y ozono. Satisfecho, vuelves a tu sitio con calma y te desconectas.

Todo el acto no ha durado más de un segundo en tiempo real.

La ventana se queda abierta y el suelo se cubre de perlas acuosas.

7

Erais casi unos niños cuando conociste a Pilar en el autobús que recorría entre socavones y parches de asfalto los diez kilómetros que separaban el centro de la ciudad del barrio en que ambos vivíais. Hoy esa distancia se puede recorrer en quince minutos, deslizándote por carreteras en perfecto estado, señalizadas con detalle y bordeadas de edificios residenciales que podrían considerarse de lujo. Pero entonces vuestro barrio no era más que un conglomerado de casas bajas y edificios de reciente construcción donde predominaba la funcionalidad. Ni una ciudad ni un pueblo, más bien un suburbio en el cual coexistían nuevos núcleos familiares en busca de una vivienda barata y generaciones de familias arrabaleras que veían la gran urbe como algo lejano, refiriéndose a ella como la ciudá, a medio camino entre la admiración y el desprecio.

La entrada al barrio se situaba en la coronación de una larga pendiente que, en los días de lluvia, se convertía en una catarata de barro que obligaba al escaso tráfico de entonces a detenerse para no resbalar y terminar estrellado contra los muros de un Palacete que se erigía en su base. No así el autobús, cuyo conductor era popular por su puntualidad compulsiva. Bajo sol o borrasca, tenía que hacer llegar el vehículo a su destino a la hora establecida en su plantilla de horarios. Afortunadamente para todos, los plazos de salida y llegada eran más que generosos y la ruta solía ser un paseo cómodo para los viajeros.

Pero los días de tormenta eran temidos por los usuarios de la ruta. A medida que el autobús se iba acercando al Palacete y, por lo tanto, al inicio de la cuesta, empezaban a asomarse por las ventanillas, empapándose del torrente que caía del cielo, para informar al resto de las condiciones del asfalto en la carretera que ascendía. Los más valientes jaleaban sacando medio cuerpo y solicitando más velocidad.

El conductor, a falta de doscientos metros, se calaba la gorra reglamentaria, reducía de marcha y apretaba el acelerador a fondo, intentando alcanzar la mayor velocidad posible y aprovechar la inercia para llegar a la cúspide sin detenerse. Era sentir el rascar de la caja de cambios bajando de cuarta a tercera y todos en su interior se agarraban a los pasamanos y cabeceros de los asientos, conteniendo la respiración, el transporte ascendiendo como un rayo los primeros metros y perdiendo esa categoría en cuanto la inclinación y el agua que borboteaba por debajo de sus ruedas lisas le hacían perder tracción.

Si la suerte acompañaba, el autobús ascendía entre deslizamientos laterales y los viajeros lanzaban vítores de alegría felicitando al conductor por su hazaña. Este se giraba un poco y hacía una inclinación de cabeza a su público, agradeciendo los aplausos.

—Es mi deber —respondía formal.

Pero en otras oportunidades, las ruedas patinaban en mitad de la subida y el chófer se veía obligado a calar el motor para evitar un accidente. Era el momento de los hombres como género, sin distinción de trabajos ni estatus. Las puertas se abrían y un grupo de ellos salía bajo la lluvia, empapándose trajes de oficinista y camisas de obrero, caminando a saltos para evitar el río de fango que caía en surcos, colocándose en la parte trasera, apoyando las espaldas y los hombros en la chapa sucia de hollín de los tubos de escape. Una vez que todos estaban en su posición, el chófer metía primera y aceleraba poco a poco, lo justo para que las ruedas comenzasen a girar pero evitando los derrapes que podrían volcar el autobús si perdía el control. Los hombres jadeaban a una según empujaban con todas sus fuerzas, el vehículo avanzando metro a metro hasta llegar a una zona donde los neumáticos recobraban su agarre, momento en que daba un salto brusco hacia delante y algunos, los menos ágiles, caían al barro terminando de arruinarse la ropa de ese día.

Después subían todos, malhumorados, y las mujeres les pasaban pañuelos con los que limpiarse la cara.

Uno de esos días de lluvia te consideraron hombre y pudiste bajar a empujar, orgulloso de formar parte del grupo de varones. Una niña, con las formas de mujer asomando con timidez en su ropa, te seguía muy pegada al cristal trasero, aplastando su frente y la nariz, convirtiendo su rostro en una mueca. No te pasó desapercibido que su pecho también se aplanaba sugiriendo más carne de la que aparentaba a simple vista. Te pareció la cosa más bonita que habías visto jamás.

La saludaste con un golpecito en la visera de tu gorra de fieltro y caminaste pavoneándote un poco, como leíste hacían los galanes en las novelas de aventuras, sin prestar atención al agua que inundaba tus zapatos. Ella te correspondió con una sonrisa que te supo a caramelo.

Empujaste con tantas ganas que el resto del grupo de hombres te felicitó en cuanto el autobús superó las trampas de barro y agua.

Acabasteis la tarea y volviste a tu asiento; ella te alargó su pañuelo blanco con bordados de colores.

—Toma, sécate. Da pena verte.

Al agarrarlo os rozasteis los dedos. Te secaste la cara y se lo devolviste, la tela un amasijo de barro y sudor. A pesar de eso, ella lo recogió y lo guardó en su bolso.

—Gracias.

—A ti por ayudarnos.

Te sentaste muy recto aunque te morías de ganas de saborear otra vez sus facciones de ángel. Solamente te volviste para verificar en qué parada se bajaba ella; te miraba a pie de carretera con la cara calada de lluvia, esperando tu atención. Pudiste leer en sus labios lo que te decía.

—Hasta mañana.

De eso hace sesenta y tres años.

8

Cuarta conexión

—¡Un aplauso para nuestros invitados especiales!

En la multitud de viejos reunidos en el salón principal de la residencia, algunos aplauden chocando las dos palmas de forma simétrica, con los codos algo elevados. Otros lo hacen en un alarde de concentración que hace más valioso aún el elogio sonoro, mirándose las manos como quien maneja una herramienta de precisión. La mayoría no se mueve, salvo los temblores de cabeza, piernas o párpados. Unos pocos dormitan.

A todos les han engalanado para la ocasión, con collares de papel de colores y gorros de cucurucho sujetos por gomas que se hunden en las papadas. En el suelo no hay confeti porque pondría en peligro la estabilidad deambulatoria de los que aún son capaces de caminar, y del techo y paredes cuelgan cadenetas con eslabones de papel de periódico recortado. Un equipo de música desgrana una melodía antigua y distorsionada, y dos mujeres vestidas de verde intentan bailar al compás del ritmo con movimientos de cadera que intentan ser insinuantes pero son vulgares.

—¡Venga, moved esos brazos! ¡Qué se note que estamos de fiesta!

De todo el grupo, unos pocos las siguen; los demás se limitan a sobrevivir.

Por la doble puerta que da acceso al salón entran cinco músicos sosteniendo sus instrumentos, un quinteto de cuerda y viento vestidos de época. En sus sombreros de paja blancos con cinta roja se puede leer «Cuarteto Melodía». Nadie se extraña de que en realidad sean cinco. Se sitúan formando una media luna y recitan una poesía de cosecha propia que no despierta ningún aplauso. Sin más, acostumbrados a públicos pasivos como ese, arrancan a tocar su repertorio.

Te maravillas de la belleza de las formas de la flauta, recreándote en su diseño intrincado, las pulsaciones que abren y cierran huecos por los que el aire expulsado es convertido en armonía.

Echas un vistazo a tu alrededor y te sorprendes al no recordar haber comprado la entrada para ese concierto, y menos con una recua de carcamales como los que están allí sentados. ¿Y quiénes son las tontas esas que se menean con tantos aspavientos? Por dios, si a una de ellas se le sale la barriga por encima de la goma del pantalón.

Te levantas de la silla de ruedas en la que te sientas, dispuesto a abandonar ese lugar. Es entonces cuando te percatas de que algo no va bien. El sonido agudo y aterciopelado de la flauta se ha convertido en un retumbar grave y áspero. Te vuelves para mirar a la flautista y es un muñeco de una perfección apabullante. De los instrumentos surgen ruidos más y más graves.

Todos en el salón son figuras de cera, detenidos en el tiempo; la barriga de la señora vestida de verde está pausada en una oleada de grasa. Das tres pasos y el bullicio de los instrumentos parece variar al pasar delante de ellos, como si fuese algo sólido que se modifica con tu contacto.

Con el dedo índice aprietas el vientre de la mujer, que se hunde con el tacto de la carne humana. La marca de tu dedo se queda señalada como si fuese arcilla, aunque no lo es porque estaba caliente y has podido distinguir el olor de su desodorante.

—Por todos los Santos.

Caminas entre los presentes y te crees formando parte de una fotografía. Agarras el sombrero de papel de un señor detenido en el vaivén imitador de un director de orquesta y tiras hacia arriba, tensando las gomas. Al soltarlo, el gorro se queda estancado en la posición en que lo dejas.

—Debo estar soñando, eso es lo que pasa. Seguro que estoy en mi cama y me voy a despertar.

Compruebas que el gorro no se queda estático, sino que recorre el camino que le marcan las gomas en tensión a una velocidad absolutamente ridícula, tanto que solo te das cuenta de que se desplaza si lo contrastas con algún punto de referencia.

—No es como una fotografía. Es como estar en una película a cámara lenta.

Al fondo de la sala hay un espejo muy grande. Te expones al reflejo y no te reconoces; tienes que mover los brazos por encima de tu cabeza para cerciorarte de que no es otra persona la que te devuelve el saludo. Aturdido, avanzando hacia tu imagen con los brazos extendidos, golpeas con la cadera a una señora con gafas oscuras y la dejas atrás, perpendicular al suelo y a punto de caer, con la silla apoyada en las dos patas del mismo lado. Tu reflejo se ve deformado con ondas que se esparcen desde su centro hasta los extremos.

Eres un viejo muy viejo. Pero que muy viejo. Pero no te sientes como tal. Tu memoria parece haberse acelerado también y te acuerdas de cosas que parecen extraídas de otra persona: un hospital y tú gritando, tu hijo acariciándote la frente, el miedo que sentías, la mujer del pelo rizado pidiéndote una jarra de limonada, los juegos de cartas que no entendías y que ahora se te muestran tan sencillos.

Das la espalda al anciano en que te has convertido y caminas despacio, sin entender nada. Todos siguen detenidos, incluso el gorro continúa todavía en el aire como si las gomas fuesen alambres que lo mantuviesen suspendido; la mujer que has empujado prolonga su caída sin fin.

El cansancio te invade de golpe y vuelves a la silla de ruedas renqueando. Las piernas te pesan como sacos de arena y arrastras las plantas de los pies.

Esquivas a un hombre que permanece en cuclillas frente a una anciana en silla de ruedas. Está colocándole la falda que se ha subido a mitad del muslo. No adviertes el móvil que tiene en la otra mano, disimulado, apuntando al interior oscuro de su entrepierna. Él es incapaz de captarte.

—Estoy agotado.

Según te vas sentando, el ruido que domina la sala se acelera agudizándose. Al cerrar los ojos, la flauta ya suena a flauta.

Captas un movimiento a tu derecha.

La mujer que se mantiene a punto de caerse de lado termina de vencerse y se desploma con estrépito de metal y carne rodando. Se le caen las gafas y descubres anonadado su rostro. El corazón se te estremece al reconocerla. Susurras su nombre.

—Pilar.

Una de las mujeres de verde se abalanza, entre gritos de desconcierto, para ayudar a la anciana que no se puede mover. La otra se aprieta la barriga con expresión de desconcierto en la tez demudada.

Está allí, tan cerca de ti.

Tratas de estirarte para socorrerla.

Te desconectas.

9

Quinta Conexión

—¡No estoy muerto!

Tu propio grito te despierta, sudando a chorros, las manos atenazando el aire entre tu cama y el techo. Es de noche y la pesadilla más recurrente en tu juventud, en la que eres enterrado vivo recibiendo paletadas de tierra en la boca abierta, ha vuelto a fecundar tu sueño.

Te has conectado, pero no sabes el tiempo que ha pasado. Podría haber sido ayer mismo, o hace meses. Tanteas tu cara y no descubres ningún cambio excepcional; sigues siendo un viejo que no se ha visto envejecer. No estás seguro de lo que ocurre, pero algo sí tienes claro: sufres una enfermedad y parece que puede estar remitiendo. Por lo menos cambia después de una laguna de años, en la que te sumergiste siendo un hombre maduro de sesenta y nueve años, casado, con un hijo, dos nietos, y un tejido social más que aceptable, y emerges con una edad que no puedes precisar, pero que se te antoja que supera en algunos años los ochenta.

—Tengo que encontrarte, mi amor —susurras.

Estás muy preocupado por la suerte de Pilar. ¿Si tú pasas por este calvario, qué le sucederá a ella?

Con un poco de maña consigues desasirte del cinturón que te ata, sorprendido de la agilidad que muestran tus articulaciones para la edad que aparentas tener. Ni en los días en que todavía pedaleabas con tu bicicleta por los caminos que rodeaban vuestro barrio te sentías tan joven, con tu cuerpo tan lubricado, como quien dice.

Animado por tu forma física, abres la puerta de tu cuarto y te asomas; en la opacidad de las luces de emergencia se vislumbra un pasillo bastante ancho con puertas a los lados, con toda seguridad las habitaciones de tus compañeros de residencia. Rebotando por sus paredes llegan ecos de lamentos y gritos, frutos venenosos de las pesadillas o los desvelos de sus ocupantes y, de fondo, una conversación animada de cuchicheos femeninos.

Con cuidado cierras la puerta a tus espaldas, sintiéndote aquel niño que se levantaba en mitad de la noche para robar un par de cucharadas de azúcar en la cocina; las plantas de tus pies descalzos resuenan con palmetazos en el silencio a medida que avanzas. Llegas al recodo del que proviene algo de luz y te asomas muy despacio.

—Te digo que la pillaron en la lavandería con el de mantenimiento.

—¡No!

Son dos mujeres con pijama verde, seguramente celadoras de la residencia haciendo guardia. Fuman delante de una ventana abierta de par en par, dejando caer la ceniza en un bote de cristal lleno de agua amarillenta.

—Resulta que tuvo que ir allí para recoger unas sábanas. La inútil del turno de mañana se olvidó de ponerlas en la cama del nuevo residente. Ella estaba con el trasero desnudo y él dándole por detrás.

Y las dos se ríen conteniendo la carcajada. Reculas para alejarte, decidir como vas a sortearlas, y golpeas con tu codo una maceta.

—¿Has oído algo?

—Parecía un ruido ahí al lado.

—Espera que me asomo.

El miedo a ser descubierto te paraliza apoyado contra la esquina sin atreverte a investigar, escuchando los pasos que se acercan, con la impresión de vergüenza que tenías las mañanas en que te despertabas en tu adolescencia con el vientre empapado de una sustancia que no conocías. El pie de la celadora asoma por la esquina y se queda detenido a punto de plantar el tacón en el suelo, con los sonidos volviéndose graves.

Como el zueco no llega a posarse, doblas la esquina, acercándote a las mujeres convertidas en muñecos hiperrealistas. Caminas a su alrededor tocando y analizando, deduciendo que la parálisis no es total sino que el mundo continúa su movimiento pero a una velocidad tan ínfima que únicamente es perceptible bajo una gran atención. Del cigarro de la otra mujer se eleva una columna de humo que parece espuma sólida.

—No son ellas las que se paran, soy yo el que se mueve muy deprisa.

Es únicamente una intuición, pero tiene más lógica que pensar que el universo entero ralentiza su traslación.

El agotamiento te cae encima como una avalancha, los sonidos tornándose más agudos, el fluir temporal acelerándose a medida que tú te adormilas. Te derrumbas en el sitio, con los ojos abiertos sin prestar atención a nada.

—¡Dios mío! ¡Ven a ayudarme! ¡Hay un residente tirado en el suelo! —son las últimas palabras de las que te enteras antes de que tu cerebro se aleje a visitar otras realidades.

10

Sexta conexión

Fuera corre el viento, arrastrando polvo y envoltorios de plástico en remolinos amplios. Las hojas de papel que se apilan en la mesita, llenas de garabatos y tics en plantillas de test Minimental, se desplazan lateralmente impulsadas por la corriente de aire que entra por las ventanas abiertas. La mujer del pelo rizado y la ropa blanca apoya la mano en el montón, mientras continúa escribiendo con la otra. Se ha vuelto a estropear el sistema de climatización del edificio, aunque por fortuna en esta ocasión se ha limitado a apagarse. Acaba de rellenar la valoración, gira la hoja y mordisquea la punta del bolígrafo, mirándote fijamente.

—Creo que estás jugando con nosotros —expresa en voz alta, una costumbre reforzada por años de terapia con ancianos.

Sigues el vuelo de una bolsa de papel que traza círculos frente al cristal, aunque la información se pierde en el laberinto de tus neuronas, conservándote en un presente eterno. Ella estira los brazos por encima de la cabeza, como un gato. Le cruje una articulación.

—Vamos a dar un paseo, estoy cansada.

Según cruzáis la puerta de la sala, el hombre que aúlla imita a un lobo detrás de vosotros y se levanta de un salto para intentar seguiros. Una de las auxiliares es más rápida que él y le coge por un brazo, llevándole de vuelta a su sitio donde le ofrece una revista para desviar su atención.

Ella te habla empujando tu silla de ruedas en dirección a los ascensores.

—¿Cómo conseguiste librarte de la cinta de sujeción? Ni que fueras Houdini.

Os detenéis frente a las puertas cromadas, esperando que se abran para poder descender a la planta baja. Una anciana que permanece apoyada en la pared, con el pelo blanco recogido en un moño, se acerca tambaleándose bajo su cojera.

—Bien hecho, muchachote —te pellizca la mejilla como a un crío—. Les ha caído un buen paquete a esas dos.

Y agachándose a la altura de tus orejas te susurra.

—Tienes que contarme ese truco. Algún día puede serme útil.

—Esperanza, no seas metomentodo mujer —replica cariñosamente tu terapeuta—. Y que te alegres de que a Marta y Chus les hayan abierto un expediente por la gamberrada de este señor me parece peor todavía.

—No te metas en conversaciones privadas —replica malhumorada.

—Mira que eres gruñona.

—¡Yo no soy gruñona!

—Un poquito sí.

Al descender en el ascensor, una vibración suave trepa por las pantorrillas a medida que el motor va aproximándoles a su destino. Ella se masajea el cuello tenso de preocupaciones. Todavía se aprieta la nuca cuando se descorren las puertas con un sonoro ding, que a tus oídos se transforma en un dooooooong sin final.

Ves su gesto detenido, el brazo elevado enseñándote un poco de su axila bajo la manga corta del pijama. Una gota de sudor le resbalaba por la piel y se queda allí brillando como un diamante bajo los fluorescentes del techo, que vierten haces de luz sobre el espejo en el que ves todo deformado, curvado a los lados en ondas desiguales, como una charca de metal líquido removida por una piedra.

—Allá vamos —te dices, y sales del ascensor caminando entre el ajetreo atascado de auxiliares, familiares y residentes que vagan por los pasillos a un ritmo muy diferente al tuyo.

Distingues los paquetes espesos de sus olores que atraviesas como si fuesen cortinas de gasa.

Con curiosidad te acercas a una doctora que lleva una carpeta debajo del brazo y bebe de una botella de plástico, con el agua formando una catarata semisólida cayendo en su boca y derramándose cubriendo su dentadura en una capa de textura gelatinosa. Alguna gota se ha escapado en el borboteo y flota en el aire como un satélite, con ese transcurrir plácido que la falta de gravedad provee a los objetos. Te sientes juguetón, así que tuerces unos centímetros la boca de la botella, curvando en un extraño ángulo la caída del líquido, un flujo torcido y antinatural.

El ruido ambiental se descuelga a una tonalidad tan baja que te produce escalofríos. Sabes que tienes poco tiempo, así que dejas las bromas a un lado y caminas con decisión hacia la recepción, esquivando gente paralizada en saludos, andares, ademanes malhumorados.

Allí esperas localizar un listado de residentes y sus números de alojamiento, ahora que en tu pecho ha anidado la certeza de que la mujer que se cayó —o más bien tiraste— el otro día podría ser Pilar. No sabes hasta cuando vas a disponer de esa extraña facultad, así que la esperanza que has depositado en esa idea tiene que resolverse pronto. La posición en que te encuentras en ese momento, tan cerca de la recepción, es un apoyo más para la consecución de tu objetivo.

La recepcionista está congelada en el acto de escribir en el ordenador, atenta a las imágenes que muestra la pantalla. Cruzas los dedos para que la lista que buscas esté impresa en alguna parte accesible de su escritorio, porque no serías capaz de enfrentarte a ese aparato del infierno. Revuelves documentos, lanzando por el aire los que no te interesan, tan abstraído que no adviertes el efecto que sufren esos papeles, arrugándose sobre sí mismos por una fuerza invisible que los estruja en el aire, la aceleración repentina, para quedarse detenidos al iniciar su proceso de caída.

—¿Dónde está?

De lo que sí te das cuenta es que el rumor profundo que te rodea cambia gradualmente de tonalidad, acelerándose lenta pero de manera muy perceptible, demasiado para tu gusto. Te asomas para vigilar a la doctora que sigue bebiendo y compruebas como el ángulo de la caída del agua se ha enderezado y salpica el borde de su mejilla, todavía en una espectacular desaceleración. Incluso su expresión cambia, la frente contrayéndose afectada por el cambio en la trayectoria del líquido. Te invade el cansancio.

—Se me acaba el tiempo. Vamos, vamos.

Por el rabillo del ojo ves como los papeles que lanzaste caen de forma apreciable y la recepcionista se vuelve poco a poco. Tu reflejo en el monitor está distorsionado en ondas que parecen irse aplanando poco a poco, un pantano de luz equilibrándose a medida que tu velocidad decrece. Y te mueres de sueño, se te cierran los ojos.

—¡Tiene que estar por aquí!

Te abofeteas la mejilla con la mano izquierda al apreciar que miras los papeles sin fijarte. Con el dolor vuelve algo de tu concentración y detectas que, cayendo a un lado, hay una lista que ruegas sea la de los residentes, y no la hoja en que esté anotada la compra de la mujer que ya levanta las manos del teclado. La cazas en el aire y corres todo lo que puedes hasta tu silla de ruedas, donde te sientas exhausto y casi sin consciencia, empujando a un par de personas que entorpecían tu camino. El papel lo apretujas debajo del asiento.

Antes de que tu personalidad desaparezca, todo se acelera de golpe y la doctora da un grito al empaparse la cara y el pecho con el agua. Una señora que viene de visita se cae inexplicablemente y su acompañante da un traspiés, precipitándose contra la pared.

Te ríes y desconectas.

11

Cuando te dejas caer en el asiento, tu terapeuta se desequilibra y solo llega a detectar un ligero movimiento en tu espalda.

—¡Me cago en la…! —es la doctora que se separa la camisa mojada de sus pechos, ojeando la botella como si estuviese envenenada.

La visita gime en el suelo agarrándose el tobillo. Una auxiliar que se acerca corriendo para socorrerla resbala en las salpicaduras de agua y se desequilibra hacia atrás, golpeándose con rotundidad la rabadilla. Se queda tendida, lamentándose.

El otro señor, con seguridad su marido, rebota contra la pared con la frente y consigue equilibrarse antes de acompañar a su mujer en el batacazo, dejándose caer de rodillas y tapándose la cara maldiciendo.

Tu terapeuta del pelo rizado mira la escena boquiabierta, con la mano todavía en su nuca. Las puertas del ascensor emprenden su cierre automático y ella apoya una mano en una de ellas para frenarla, empujándote fuera para socorrer en el desorden. La salida del ascensor tiene un ligero desnivel y la silla da un pequeño tumbo, que tú no notas en absoluto. Te deja a un lado y se dirige a asistir al señor que sigue con las manos cubriendo su semblante, con los dedos dejando escapar algo de sangre.

Se agacha a su lado y mientras le pasa un pañuelo de papel se cerciora de tu posición en la silla. No quiere más accidentes.

Entonces ve el papel.

12

Séptima conexión

El claxon de un coche te sobresalta.

Una luz blanca y fría gotea por la pared en diminutos puntos atravesando la persiana bajada a medias. El resto de la habitación está a oscuras, salvo los dos leds de emergencia situados encima del dintel de la puerta.

—¿Qué hora será?

La claridad que ilumina débil el mobiliario debe ser de una farola, a juzgar por el tono, así que aún debe ser de madrugada. La única certeza que tienes es que te habrás apagado en breve, con el interruptor en off, por lo que tienes que moverte rápido. Y eso es algo que últimamente se te da muy bien.

—Pero ¿qué narices es esto?

Parece que las auxiliares de la residencia han tomado buena nota de la sanción que recibieron aquellas dos la noche en que apareciste tirado en el pasillo, así que han extremado las medidas para evitar una circunstancia semejante. Han aparecido dos cintas de sujeción extras además de la que te comprimía la cintura; una a la altura del pecho y otra, la más incómoda, ciñéndote prieta los tobillos. Tanto que no notas los pies, convertidos en un hervidero de hormigas.

Haces fuerza, la que te permiten los tendones agarrotados, y no te mueves ni un centímetro. Estás atrapado y los minutos siguen corriendo en tu contra. En una esquina la silla de ruedas refleja en su estructura cromada el brillo artificial del exterior.

No eres muy dado a las palabrotas, pero esta vez no puedes evitar cagarte en las auxiliares, la mujer del pelo rizado y la madre que las parió a todas, que seguro eran muy putas.

Furioso, te balanceas de lado a lado, más rápido, en un vaivén en progresivo aumento de velocidad que convierte los chirridos del colchón en una desesperada canción de violín desafinado. Fuera, el claxon vuelve a romper la noche. A tus oídos llega un berrear tan profundo que te molestan los tímpanos, y la estridencia de los muelles fluye de violín a violonchelo ebrio. Si alguien te grabase con una cámara, esta no sería capaz de captar más que un borrón. La tensión que sufren las cintas excede su límite de estrés y se quiebran con un chasquido, partiéndose en dos, pero se quedan estiradas en mitad de su movimiento de apertura, detenidas.

—¡Libre! —exclamas satisfecho y te levantas buscando la silla de ruedas.

Metes la mano debajo, palpando sin encontrar el papel. ¿Te habrán cambiado de silla durante tu desconexión? Prendes la luz —tienes la sensación de que tarda un poco más de lo habitual en encenderse— y examinas la silla con cuidado, tumbándola.

Nada, no hay nada. No te va a dar tiempo a recuperar otra lista, por lo menos esa noche no. En cualquier momento empezarás a apagarte y tendrás que esperar que tu cerebro decida volver a conectarse para ver cuál va a ser tu próxima estrategia.

—Tranquilo, piensa.

Pero no te tranquilizas en absoluto. El claxon sigue sonando profundo y roto y te exaspera. Te aprietas las orejas con las palmas de las manos y caes de rodillas, con los ojos cerrados y apretando los dientes, con ganas de llorar de rabia y frustración. Parpadeas para liberarte de las lágrimas que te escuecen los ojos y lo ves.

Encima de la mesilla de noche hay un papel doblado. De un salto lo coges y lo despliegas.

—¡La lista! ¿Pero quién…?

Es una relación de habitaciones de la residencia, sus números, con la palabra «Ocupada» o «Libre» a su derecha, una sucesión de varias decenas de números en cuatro columnas. Han remarcado uno de los números en un círculo con bolígrafo.

—Cincuenta y seis —lees en voz alta, guardando ese número mágico en tu memoria—. Cincuenta y seis.

Al pie de la lista hay dos palabras escritas con pulso firme pero delicado. Pasas la yema de tu dedo por encima como si fuese Braille.

Ten cuidado.

Nada más esas dos palabras, sin firma, aunque no es necesaria porque sabes quién es su autora, esa mujer que ha sabido captar algo más allá de tu enfermedad y que vela para que consigas lo que te hayas propuesto, sea lo que sea. La vida no te da muchas oportunidades como la presente y quiere que la aproveches, un don divino que no se prodiga en exceso.

—Tendré cuidado —dices en voz alta al papel. Te lo guardas en el bolsillo del pantalón—. Cincuenta y seis.

Salir al pasillo no es problema, a pesar de que han cerrado la puerta para evitarte tentaciones de otra excursión como la que costó un buen disgusto a dos empleadas sancionadas. Tienes la llave que abrirá muchas puertas, una ganzúa universal que es un milagro. O una aberración de la naturaleza. Tu cuerpo vibrando a alta velocidad es capaz de reventar ataduras y, esperas, más objetos que se interpongan entre tu esposa y tú.

Agarras el pomo, que revienta bajo la presión de tus movimientos en torrente.

Te apresuras por el corredor, revisando la numeración de las puertas. El sonido de tus pisadas descalzas te llega amortiguado como si fueses caminando sobre cojines.

Tú duermes en la ochenta y dos. La cincuenta y seis no puede estar lejos, probablemente al fondo, pasado el cruce en que está situado el control de planta. Lo atraviesas y compruebas que está ocupado con otras dos mujeres, no las mismas que la otra vez, ambas paralizadas en una charla silenciosa y aburrida, rodeadas del fulgor de una lámpara de escritorio, emanando una sílaba inhumana en su pronunciación atrapada en un devenir muy diferente al tuyo.

No te interesan y prosigues tu exploración.

Sesenta y cuatro.

Sesenta.

Cincuenta y ocho.

Cincuenta y seis.

Temes que la puerta tenga la llave echada pero te equivocas. Traspasas el umbral y aspiras. Es Agua de Rochas, su colonia favorita.

Te acercas a la cama y la ves tendida, boca arriba, sujeta también por una cinta que presiona su vientre, ese en el que tú apoyabas la cabeza al terminar de hacerle el amor, aspirando el aroma que exudaba su bajo vientre, ella acariciándote el cabello al irse recuperando con respiraciones rápidas que te hacían subir y bajar. En esa colina reposabas ya relajado, transcribiendo los sonidos que venían de su interior, haciéndola reír con tus ocurrencias. El eco de su risa navegando por sus intestinos hasta atracar en tu oído era música celestial.

Revientas sus ataduras, los pedazos saltando bruscamente por el aire y después quedándose suspendidos, y le acaricias la frente, echando hacia atrás los mechones de cabello blanco que bordean las facciones que ocultan su verdadero rostro, no esa máscara apergaminada que reviste los pómulos redondeados, los ojos de mirada viva y los labios prontos a la sonrisa. Parecen cubiertos por una tela empapada llena de pliegues que estropean los rasgos que eran tu vida.

Coges su mano y recorres las falanges plagadas de nudos, sin reconocer su forma en las zarpas que se cierran sobre sí mismas, tan fuerte que temes que las uñas se hayan clavado en la palma y le duelan. Intentas abrírselas para aliviarla un poquito, pero te es imposible. Permanecerán cerradas entonces.

Te tiendes a su lado, a punto de caerte de la cama, y le pasas el brazo por encima de su pecho desinflado, abrazando ese cuerpo de pajarillo prieto que huele a flores frescas. Está caliente y hundes tu nariz en el hueco de su cuello, donde su perfume supera a la colonia en intensidad, llegándote bocanadas de su esencia corporal.

—Pilar —le susurras al oído—. Estoy aquí contigo.

Regresa el aletargamiento y lo acoges con agrado. Los sonidos ambientales se normalizan con rapidez y notas la respiración de tu mujer debajo del abrazo.

—Te amo —le confiesas al oído, como tantas otras veces en los años que compartisteis antes de que el desgaste neuronal os separara.

La textura de su piel cambia y los pelillos de su cuello rozan la punta de tu nariz. No te responde pero sabes que te ha comprendido.

Y te desconectas.

13

Dormíais los dos cuando la auxiliar del turno de mañana encargada de Pilar entró como un elefante en una tienda de loza, dejando que la puerta golpease la pared y encendiendo las luces sin preocuparse lo más mínimo por su ocupante. Se dirigió a la ventana tarareando una canción infame, levantó la persiana de dos tirones y abrió su armario para preparar la ropa del día.

—¡Despierta ya dormilona! Tenemos otro día asqueroso por delante.

Revolvía sin miramientos entre tus prendas, mezclando bragas con sujetadores y fajas, blusas con chaquetas, toda tu intimidad revuelta sin consideración alguna.

—¿Dónde metes las camisetas interiores? Esto es un puto desastre y yo tengo que solucionarlo, como siempre. No me pagan lo suficiente. Ah, aquí esta.

Te enfrentó con la mano mostrando su trofeo. Cinco segundos estuvo con la boca abierta hasta que se le cayó la camiseta y decidió salir a toda prisa para avisar a la Gobernanta.

Pilar y tú seguíais durmiendo como bebés, abrazados y roncando con suavidad, la pierna de ella echada encima de las tuyas. Los dos sonreíais.

14

No llegaste a enterarte nunca, pero ese mismo día la Directora del centro convocó una reunión de emergencia, solicitando a todos los profesionales y sus responsables que acudiesen sin excusa alguna a la sala de dirección.

La noticia de vuestra noche de amor corrió como la pólvora, y no había boca desdentada en la residencia que no comentase la noticia de mil formas distintas. La televisión del salón común era ese día un adorno sin uso, nadie se fijaba en las figuras que se desgañitaban dentro de la caja en llamar la atención con noticias y música. Todo eran corrillos alrededor de las mesas, jugando cartas o haciendo ganchillo, ampliando los detalles que demostraban la capacidad creativa de un montón de ancianos encerrados en un edificio, muchos en contra de su voluntad. Incluso aquellos que no podían participar ya que su estado mental era un puro déficit de atención mostraban alteraciones en su conducta ante el ambiente anómalo que se respiraba. El personal del centro no daba abasto para tanto oxazepam.

Se gestaba una rebelión.

15

Una bofetada y te conectas.

Te llevas la mano a la mejilla dolorida al percatarte que la mujer del pelo rizado es la que te ha golpeado, y por el ritmo de su respiración y el escozor de tus mejillas, te ha dado más de una bofetada.

—Ya era hora de que te espabilases. Siento haberte pegado —dice ella con voz apesadumbrada.

—¿Porqué lo has hecho? —tienes un deje infantil en la pregunta, como de niño maltratado.

—No puedes perder tiempo, se la llevan.

—¿Se la llevan? —y caes en la cuenta de golpe— ¿Dónde?

—La trasladan a otra Residencia del grupo, en Aranjuez.

—¿Aranjuez? —repites abrumado.

—Si no paras de repetir todo lo que digo no vas a llegar —y se endereza, cogiéndote de las manos para que te levantes tú también—. Corre, acaban de salir en la furgoneta del centro. ¿Sabes cómo es?

—No.

—Blanca, de muchas plazas, con el logotipo de la residencia en los laterales.

Te fijas en el dibujo bordado en la camisa de la mujer.

—Pero ¿por qué?

—Agradéceselo a nuestra directora, una de sus geniales ideas. Recuerda el código 9823.

—Gracias.

Supones que el inicio de la sonrisa que se queda petrificado en su cara se iba a convertir en un «De nada», pero no estás dispuesto desaprovechar ni un segundo. Dejas a la terapeuta con los brazos sostenidos en el gesto de aguantarte las manos, atenta a un punto más allá de la silla de ruedas, rodeado de los sonidos graves que acompañan tus aceleraciones.

Sales sin problema de la sala con el código que te facilitó y te encaminas a la calle sin esperar la llegada exasperante del ascensor, su motor rotando a una velocidad acompasada a otro ciclo distinto al tuyo. En tu camino esquivas y empujas, sin detenerte, avanzando en línea recta, sin dejar de pensar en tu mujer.

En la calle el mundo te sorprende. Los rayos de sol parecen casi físicos al reflejarse en los cristales del edificio, como algas translúcidas engarzando el aire a tu alrededor, empujados en un contoneo permanente por corrientes invisibles. Algunos gorriones vuelan suspendidos por encima de tu cabeza, las alas extendidas, creando olas de luz si algún rayo choca con su plumaje. El sonido de los motores de vehículos detenidos es un estruendo inaudito. Un motorista se inclina en un ángulo imposible tomando una curva.

Te recuperas de la impresión y corres a la carretera principal, el alivio inundándote al ver a trescientos metros el minibús que transporta a Pilar. Mantienes tu marcha, acercándote poco a poco, moviéndote entre el flujo de coches estancados. Si te apoyas en alguno para sortearlo, una vibración baja cosquillea en tus dedos.

Alcanzas por fin el vehículo y la ves sentada, ausente. Abres la puerta corredera y te desequilibras por un instante cuando hay una pequeña subida de la velocidad… es decir, que tú reduces un poco la tuya. Te muerdes la lengua para ahuyentar la modorra.

Al sostenerla en alto, te parece que pesa tan poco que puede romperse si no la manejas con cuidado. Saltas al asfalto y lo atraviesas sin parar de correr hasta llegar a la acera, tambaleándote al alcanzarla.

—¿Dónde voy ahora? —te preguntas.

La certeza de que no tienes salida te golpea dejándote sin respiración.

¿Cuál es el sitio para dos ancianos sin memoria? De nada sirve el don que te ha sido otorgado si es tan efímero. Te figuras que siendo más joven podrías soportar con más aguante la tensión, pero a tu edad es como la batería desgastada de un automóvil, sin la potencia suficiente para sobrellevarlo más allá de unos pocos minutos a pleno rendimiento.

Tal y como lo ves, tu única salida sería adentrarte en el Centro Comercial que tienes a tus espaldas y esconderte en los servicios el tiempo suficiente para que… no, no funcionaría. Tarde o temprano os encontrarían. Cualquiera de los dos podría ponerse a gimotear desorientado al recobrar cierta lucidez en un lugar extraño y apestoso. Seguro que los guardias de seguridad los revisan al cerrar el acceso y darían parte inmediato a la policía, que tendría ya el aviso de desaparición. No puedes fiarte de ti mismo mientras no estás conectado; y de Pilar menos todavía.

No hay ningún otro sitio cerca para poder esconderos a la espera de tu próxima conexión. Además, ¿y si tarda días en producirse? ¿O no se repite más? Podríais perecer de deshidratación padeciendo varios días de sufrimiento. No quieres más dolor.

Te arrodillas, no puedes mantenerte en pie con Pilar en brazos. Ella te abraza, dormida. Bendita sea.

Delante de vosotros la circulación se mueve muy lenta, pero avanza con claridad. La luz ya no tiene el efecto que observaste al salir de la residencia, y los pájaros que vuelan también mueven las alas a cámara lenta. El ruido ya no es tan molesto.

Se acaba la cuenta atrás y no sabes que hacer.

—¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! —repites en un mantra.

Intentas pensar más salidas, pero tu mente se embota y te resulta complicado seguir la cadena de los pensamientos que inicias.

Nada más capturaros, ella irá a un centro muy alejado del tuyo, al que nunca podrás llegar por mucho que aproveches tu supervelocidad. No pasarás de esa rotonda donde te desmoronas. Y posiblemente cada vez te desgastarás con más celeridad. Te imaginas un futuro de despertares en la habitación, atado, reventando las correas y volviendo a desconectarte. Una realidad en que el gasto extra en ataduras forma parte del presupuesto ordinario de la empresa, en la que nadie entiende como se rompen pero lo asumen como algo rutinario. Tu mujer morirá y no serás consciente de ello, vuestros cuerpos separados por kilómetros de ciudad, y vuestras mentes por años luz de consciencia.

Ese no es el final que imaginaste el día que le juraste amor eterno, acompañándola en la salud y en la enfermedad. Por dios, si no eres capaz ni de acompañarte a ti mismo, convertido en una persona que no eres tú, un odioso compañero de cuerpo, una desposesión degenerativa de lo que tú eres.

La idea te llega tan clara que te desborda el cuerpo de adrenalina, despejándote los miembros.

Los coches vuelven a ralentizarse y se detienen, el mundo se llena de algas de luz que se apartan al pasar tus brazos con firmeza por el cuerpo de Pilar, llevándola muy apretada, advirtiendo el palpitar de su corazón contra tu pecho, avanzando por el asfalto y depositando a tu amada en el suelo, recostándote a su lado, los dedos de las manos cruzados entre las caderas. El neumático del camión de gran tonelaje está a unos centímetros de vuestras caras. Evitas sus bajos grasientos. Miras a tu esposa, que sonríe. Tu también.

Juntos hasta el final, sea cual sea.

16

—De nada.

Y escucha la frenada del camión.

Ya no estabas delante de ella, has sido más rápido que un palpitar y desapareciste. La puerta de la sala está abierta y fuera los rayos de luz iluminan el mundo.