—¡Era tu casa, pervertido! —acusa el volador.
—Tú eres el delincuente, no yo.
Su secreto había sido confesado y ellos lo sabían. ¿Qué problema tenía entonces? Eran unos perfectos desconocidos y no volvería a verlos cuando saliese de allí. Aun así, no podía evitar avergonzarse. Le gustaban las ancianas como a otros le agradaba salir con jovencitas a las que sacaban cuarenta años. La tersura de la carne no era un valor absoluto y él nunca hizo nada que ellas no deseasen de forma expresa. O tácita. Sus cuerpos se marchitaban más rápido que su deseo, como pudo descubrir cuando mantuvo su primera relación sexual con una mujer que podía ser su abuela. Solo tenías que ayudarlas a manifestarlo, romper los tabúes que formaban barreras aparentemente impenetrables, en ocasiones con un poco de presión que ellas rechazaban pero que siempre terminaban agradeciendo. Eran mujeres que te regalaban lo mejor de sí mismas, sabedoras de que su tiempo llegaba a término y tenían que aprovechar la oportunidad que les brindabas. En realidad todas deberían comportarse así ya que la muerte acecha sin distinción de edad, pero las más jóvenes, las que se miran en el espejo y disfrutan acariciando una piel cuyas células continúan regenerándose, se piensan inmortales; son egoístas e infantiles. Por eso prefería las otras y se veía en la obligación de hacerlas despertar a la realidad que se merecían. El don que le otorgaron, no sabe por quién, era el instrumento más poderoso que podía caer en sus manos para demostrar a las multitudes de mujeres que existía una vida más allá de la menopausia, que era posible gozar, descartar el concepto que las negaba disfrutar de los órganos que abandonaban; ese era el verdadero error al que se veían condenadas por siglos de represión cultural machista. No era justo que tuviese que sucumbir por culpa de su don.
—¿Porqué me tengo que morir si lo uso?
—Nadie escapa a la muerte. Y la tuya se adelanta si dispones del poder que no mereces.
—No eres nadie para concluir eso. Soy tan digno como cualquiera.
—Podemos preguntarle a tus compañeros.
Le basta un vistazo para darse cuenta de que no entienden su postura, que la comprensión de su realidad está tan sesgada por la educación dominante que son incapaces de asimilarlo. La población envejece a pasos agigantados. Año a año, el número de nacimientos decrece y ha leído que para el dos mil cuarenta y cinco la población de ancianos será superior a la de niños por vez primera en la historia. ¿A quién creerán entonces? Ninguno de los presentes debería juzgarle. En la sala le acompañaban, que supieran de momento, dos asesinos.
—¿Acaso he pecado por usar mi poder? Ellas disfrutaron también.
—¿Y el sacerdote? —escupe la obesa fulminándole con la mirada.
—¡No hubo ningún sacerdote! Se lo ha inventado. ¡Diles que no maté a nadie!
—Deberían castrarte, violador —dice el anciano, aunque suena «Bían tarte viodor» por la velocidad con que pronuncia la última palabra. Parece consciente de nuevo.
—¡No he violado a nadie!
El niño niega con la cabeza. Se le ve un poco triste.
—No hubo muertes en su historia. Pero si llegamos a tardar un poco más, únicamente unas horas, se hubiesen desencadenado sin remisión. Las probabilidades que exhibía su realidad convergían en ese acto.
—Lo que le convierte en un asesino —exclama la gorda.
—No podéis condenarme por un hecho que no ha llegado a existir.
—Pero existiría si no te hubiesen detenido. Habrías matado a un hombre y esas pobres ancianas tendrían que vivir con la culpa de lo que les obligaste a ejecutar. Serían cómplices de un asesinato espantoso.
—No exageres, joder —intercede el ronco.
—¡Tú eres el menos apropiado para hablar! —le responde elevando la voz.
—¡A mí no me chilles, puta!!
La mujer ahoga un grito y se le cierra la garganta. Quiere respirar pero no lo consigue y se marea, toda la estancia bailando a su alrededor, cruces por aquí y por allá. Recuerda escuchar en la cafetería de la universidad, entre risas ajenas y café, que si te tumbas borracha en la cama tienes que plantar un pie en el piso para evitar esa sensación. Lo malo es que ella no nota la planta de su pie. Los ojos le ruedan en las cuencas y, dejando caer su cabeza sobre la barbilla, pierde el conocimiento.
—Felices sueños princesa —dice el niño.
—¿Porqué se duerme siempre? —se interesa el vagabundo.
—Va a peor. Su sistema se colapsa con menos carga emocional. Si tardamos mucho en tomar la decisión no sobrevivirá.
¿Qué se había creído esa gorda?, barrunta el volador. Ninguna mujer, ni la suya, le levantaba así la voz. No podía consentirlo. Con su mujer intercambiaba expresiones mucho más duras, tanto en tono como contenido, y le seguía queriendo. Si le hubiese permitido faltarle el respeto de esa forma en algún momento de su matrimonio, sería el final de su relación. Cada uno tenía que tener muy presente cual era su puesto. Así lo mamó de su padre desde que tiene uso de razón y no daría su brazo a torcer por mucha moda que intentasen imponer.
—¿Cómo entrasteis en mi casa? Quiero respuestas —exige el invisible.
Sigue siendo un misterio. Destinó el sueldo de un mes en la instalación de una puerta blindada que le aseguraron era irrompible gracias a los anclajes que la fijaban a la pared y al sistema anticopia de sus llaves. Invirtió tal cantidad de dinero la noche que se despertó y encontró al extraño que ya conoce en su cuarto, revisando su ordenador.
Ese volador debería haber muerto escalando a su casa, desea.
Empezó a gritar y cogió lo primero que pilló cerca de su cama, blandiéndolo como una porra. No podría afirmar que fuese su juguete. No era coraje lo que le impulsó a liarse a golpes con el asaltante, sino la más pura cobardía. Fuera lo que fuese, arrinconó al hombre en la cocina. Antes de poder detenerle, se lanzó por la ventana. Se asomó y no vio a nadie. Hasta hoy pensaba que pudo ser una pesadilla. A pesar de todo, fue un dinero bien invertido. Dudaba mucho que hubiesen conseguido entrar por allí. Tampoco por la ventana de la cocina. El día siguiente al asalto contrató un cerrajero que colocó rejas.
—Tuvimos una ayuda imprescindible.
—¿Ayuda? No se me ocurre de quien. Mis llaves no pueden duplicarse en un cerrajero. Es necesario solicitar una copia por internet, con una contraseña que solo el propietario puede facilitar y es devuelta por un servicio de mensajería urgente que exige la recogida certificada e identificada con DNI o pasaporte.
—No usamos ninguna llave.
—Tampoco pudisteis derribar la puerta. Os costaría menos hacer un agujero en la pared. Demasiado ruidoso en un edificio con más de cincuenta vecinos.
—Soy una persona que busca siempre el camino necesario. Y la puerta no lo era, en efecto.
—Vivo en una sexta planta. La ventana de la cocina no es accesible tampoco.
Todas las piezas encajan entonces. Mira al hombre volador con furia.
—¡Eh! Que yo no he hecho nada.
—Qué casualidad —silabea viendo crecer su rabia—. El niño atrapa a un hombre con la increíble capacidad de volar. Después alguien entra en mi casa sin forzar la puerta. ¡Tú entraste por la ventana de mi cuarto y les abriste la puerta por dentro, cabrón! ¿Le cogiste gusto a invadir mi casa?
—Te juro que no.
—Si consigo salir de aquí no vas a saber quién te golpeó.
Sus ojos han desaparecido y puede verse a su través como una calabaza de halloween. La boca es un agujero oscuro por la que sale sonido. La pintura roja que le cubre es la que delata su presencia. El efecto es espeluznante. Asemeja una figura de cera que llevase demasiado tiempo en el almacén de un museo, recobrando la vida.
El vagabundo retrae los labios y tiembla deseando salir de allí, alejarse de ese fantasma que va a perseguirle en la oscuridad de sus miedos nocturnos. Si alguien buscase la encarnación perfecta del hombre del saco, estaría en esa sala, crucificado, abriendo y cerrando ese vacío negro que puede comerte con incisivos que no ves. Una momia de caparazón rojo.
—Por muy alto que vueles, algún día tendrás que bajar. Cualquier ruido que escuches en tu casa, en un bar, en la calle, pueden ser mis pisadas. Al dormir te asfixiaré con mis propias manos sin que seas capaz de verme.
—¿Piensas que yo iba a participar en algo así? Me raptaron y no me acuerdo de nada más. Soy una víctima como tú.
Se le nota atemorizado. No es una visión tranquilizadora, menos todavía cuando alguno de los dos ojos aparece de súbito y vuelve a ausentarse, los dientes superiores dentelleando en el aire y esfumándose.
El viejo recuerda los cuentos de su niñez, sus familiares reunidos en el salón calentado por una hoguera en invierno, en la aldea del norte donde se crio. Los mayores les asustaban con las andanzas del Sacauntos, un personaje mitológico que entraba en las casas aprovechando su invisibilidad, extraía las vísceras de los niños y se las comía en el bosque. Ya no le parecía tan fantástico.
—Sí entraste en su casa —afirma el niño—. Pero no te acuerdas.
—Mientes.
—Es una imagen que no se olvida. Tampoco la sensación que te invade el bajo vientre si alguien se queda muy cerca cuando saltas. Al elevarte, los órganos de los que te rodean parecen querer seguirte en el impulso, se sienten atraídos por esa fuerza que tergiversa la ley de la gravedad; apelmazándose, intentando acompañarte en el vuelo, su único freno los huesos y músculos que los retienen en el interior. Supongo que si saltases con fuerza cerca de alguien desprevenido podrías darle la vuelta y vaciarle por la boca. Nosotros dos, a suficiente distancia para que resultase lo menos incómodo posible, te vimos ascender en línea recta, rozando la fachada.
—No… no puede ser. No recuerdo.
—Subimos por el ascensor y esperamos a que nos abrieras. Las llaves estaban puestas por el interior de la cerradura —continúa dirigiéndose al invisible—. Dormías tumbado en la cama, rodeado de latas de refrescos vacías y comida precocinada fermentándose en sus envoltorios. No eres capaz ni de alimentarte usando platos y vasos. A los pies de la cama tenías un consolador cubierto de polvo, en desuso ahora que aprovechabas tu poder para satisfacerte en compañía.
—¡Era mi casa! No teníais derecho a entrar ni a jugar con mi intimidad.
—Es posible que tus discípulas llegasen a la misma conclusión si no permaneciesen en el engaño religioso en que las mantienes ¿Sabes que su número ha aumentado y ya son doce? Te siguen esperando, impacientes.
Nada más pensar en esa cantidad de mujeres maduras aguardando al otro lado del tabique de su vivienda se le impulsa una erección. El pene cruje audiblemente y algunas lascas de pintura roja se desprenden al emerger el glande. Su cuerpo ha vuelto a tener la consistencia de la carne.
—¿Qué quieres de mí?
—Ten un poco de paciencia. Que termines de oír los demás relatos. Después daremos el siguiente paso.
El niño, algo encorvado, camina alrededor de las cruces, en sigilo. No tiene duda ninguna, sigue avanzando con determinación hacia su objetivo y lo va a conseguir. Vuelve a entrar en el círculo, situándose frente al anciano.
—Es el momento propicio para compartir tu historia. ¿Estás preparado?
—Sí… por el momento —pronuncia con dificultad. Las arrugas que pueblan su rostro se han agudizado—. No sé cuanto aguantaré. Estoy preocupado por ella. ¿Podré volver a verla?
—No lo puedo garantizar, lo siento.
—¿Qué hago aquí entonces? ¿Para qué me quieres? Solo soy un viejo.
—Te equivocas en eso. Eres mucho más. Os lo voy a mostrar.