1

Con los papeles bajo el brazo, sorteando enfermos y acompañantes, avanzabas con zancadas amplias, humillado y deseando escapar de ese hospital. Otro más en tu cuenta de trabajos perdidos.

En este se repitió la misma escena: llamada del supervisor de planta, entrada en el despacho del director, frases groseras y papeles por triplicado encima de la mesa, ni un apretón para despedirse, como si estuvieses apestado, el vacío absoluto y el rechazo de tus compañeros desplegándose sobre ti.

Tu carrera como gerocultor se había terminado. El director prometió hacer circular los hechos entre todos los hospitales y residencias de ancianos susceptibles de contratarte en el futuro.

Te volviste descuidado en el momento del éxtasis y te sorprendieron antes de tener tiempo de subirte los pantalones.

Ni la anciana con la bata abierta y postrada en la cama ni tú encontrasteis una justificación creíble.

2

Un día te despiertas de la siesta con la saliva pastosa y las bacterias bucales haciendo de las suyas con tu aliento.

Estás en paro desde hace seis meses. Nadie ha respondido a tus solicitudes de empleo. El director que te amenazó ha sido cumplidor en su palabra y tu historia es conocida en un ámbito que es más cerrado de lo que pensabas.

Te acercas al baño, legañoso, dispuesto a orinar, y cuando te giras para verte en el espejo, no te ves. Tus calzoncillos abultados flotan en el reflejo.

Lo entiendes rápido. No en vano has pasado más horas de tu vida frente al ordenador que cualquier otra persona normal, leyendo páginas de internet plagadas de historias revelando hechos insólitos. En la red localizaste hace años tu pasión, en webs a las que no accedías más que saltando de una a otra en enlaces semiocultos, logrando el pase gracias a referencias de conocidos virtuales que te invitaron a entrar en el club del gusto por lo añejo.

Eres invisible.

El cómo no es importante. Lo esencial es el hecho en sí y sus consecuencias que ves claras.

Estornudas y vuelves a hacerte visible. Repites el aspaviento y desapareces. Parece que puedes controlar tu poder a voluntad. Con una ligera presión desde el fondo de los ojos hacia fuera, un gesto bastante cómico si pudieran observarte lo suficiente antes de desaparecer, consigues el efecto milagroso.

Así que te quitas los calzoncillos, con una manchita de humedad en el lugar en que una gota de orina ha escapado a la sacudida, y te dedicas durante un buen rato a parpadear como un intermitente delante del espejo. Ahora estás, ahora no, ahora estás, ahora no, ahora estás, ahora no.

Te emocionas tanto que se te pone dura. Con tu miembro bien lleno de sangre, dedicas un pensamiento a tu vecina madurita, esa que te pone tan cachondo los minutos que coincidís en el ascensor, o al espiarla mientras tiende sus enormes bragas en la terraza.

Has soñado más de una noche con un poder como ese y ahora que se ha hecho realidad no vas a desperdiciarlo.

Presionas un poco y desapareces, dejando tu ropa interior tirada en mitad del baño para que no te vea nadie. Esto no es una película y la ropa no se hace invisible, así que te tocará ir desnudo. Atraviesas la vivienda y sales a la terraza; plantado en tu atalaya te asomas para espiar la casa de la vecina. Allí sigue su ropa tendida, de ese color marrón tan incitante, y sin pensarlo más decides ir a robarle un par de prendas para darte un festín. Pasas un pie de una terraza a la otra, esquivando el muro de separación y, demasiado tarde, te das cuenta de que vas descalzo y que acaba de llover. El metal de las barandillas está mojado y resbala. El pie derecho se te va para delante y el izquierdo para atrás, como en un baile de verano. Las manos se agarrotan buscando a la desesperada un asidero. Clavas las uñas en el murete separatorio y te frenas los suficiente para impulsarte dentro, con la adrenalina bombeándote el corazón, más por la emoción del momento que por haber estado a punto de caer y matarte cinco pisos más abajo.

Examinas la puerta de acceso a la vivienda. Está abierta. Una oportunidad inmejorable.

Si en vez de una bragaza limpia consigues una de la cesta de ropa sucia, el homenaje que te vas a dar será épico. Incluso es posible que te las pongas, salgas a la calle con ellas y, a tu regreso, dentro del ascensor, te encuentres con la vecina, la saludes como si nada, ella a tu lado sin saber que debajo de tus pantalones llevas sus bragas usadas, mezclando tus fluidos con los suyos. Qué morbazo.

Ese pensamiento te decide. Penetras en la casa —como te gusta ese verbo— y caminas descalzo por el salón, decorado con un estilo mustio y pasado de moda. El sofá de tres plazas, de cuero rojo agrietado como los balones de fútbol de tu infancia, con tres cojines con motivos florales apoyados a la misma distancia, es perfecto en su decadencia. Te acercas para aspirar el aroma del asiento, en el que tantas veces se ha apoyado ese culazo. Consigues una vaharada de piel rancia y un par de estornudos, que te hacen aparecer y volver a desaparecer.

Como un boy scout perverso, sales del comedor dispuesto a investigar todos los oscuros secretos de esa morada del placer. La erección permanece constante, la notas punzando en tu ingle, tirando de la sensible piel del escroto y elevándolo. Te tocas sin ver y agarras un macizo de carne transparente y algo húmedo en su parte superior. Es curioso agarrártela sin verla; te recuerda a tus primeras sacudidas adolescentes, a oscuras en tu cuarto, con miedo a que tu madre te descubriera jugando con tu cosita, leyendo con las yemas de tus dedos, palpando y aprendiendo cada pliegue sensible.

Alto.

Este no es el momento.

No vas a alcanzar el orgasmo allí, invisible, sino en tu dormitorio, despanzurrado en la cama y cubierto de los tesoros que vas a desenterrar. Das un salto de alegría y te resbalas a punto de desplomarte; tienes la planta de los pies húmeda todavía del paso por la barandilla de la terraza. Los secas frotándolos contra las pantorrillas.

En tu mente revisas la configuración de la vivienda, un reflejo inverso de la tuya, analizando los lugares en que puede situarse un cubo de la ropa sucia. Dos son los más comunes: el tendedero y el cuarto de baño.

En tres pasos te sitúas delante de la puerta de este último, surcada de falsas vetas de madera. Te apoyas en un talón y en el otro, inquieto, deseando abrir la puerta pero dilatando la espera, saboreando con la imaginación ese cuarto de maravillas, anticipando las joyas que vas a revelar. El glande va a explotarte si no te decides ya, así que giras el picaporte y entras.

Un tufillo húmedo se extiende a tu alrededor, semejante a ropa de deporte sudada y olvidada en una mochila tres días.

No puede decirse que la vecina sea un ejemplo de orden. Encima del mueble del lavabo hay dos cepillos de cabello, tan llenos de pelos enredados que te impresionas, un tubo de pegamento para dentaduras postizas ha goteado unas gotas de contenido sobre el mármol y el cepillo de dientes se ahoga a su lado en un charco de agua destilada de sus cerdas. En una esquina hay una bola de papel con un rasgón de color. La tapa del inodoro, abierta como un bostezo, delata pequeñas caries marrones en la porcelana blanca y a su lado yace una toalla arrugada de tonos desvaídos por el uso. Pero de cesto de ropa nada.

Sales de allí, tu erección no tan orgullosa como antes, y caminas impaciente hacia el tendedero, al que accedes tras atravesar una cocina en la que evitas fijarte salvo para saltar alguna mancha pegajosa que se extiende en tu dirección. Empujas las puertas correderas, de aluminio gris plagado de huellas dactilares, y el aire fresco de la calle te hace tiritar. Tus testículos se remueven inquietos, retrayéndose a tu interior.

Barres la zona con los ojos y se te abren ilusionados al ver en una esquina un cubo de plástico blanco, igualito al tuyo, con su tapa floreada algo más limpia. El monopolio de la tienda de los chinos en el barrio es incuestionable. Las piernas te tiemblan y te arrodillas, extendiendo las manos, algo pálidas en esos momentos. Tardas un par de segundos en darte cuenta de que tus manos no debían estar pálidas, de que no debían estar nada porque eres invisible. Con la emoción del momento te has desconcentrado y has reaparecido, con tu carne cubierta de granitos y vello ralo, tu culo plano, tu calvicie y, por supuesto, el falo bien enhiesto y goteante mostrándose al mundo entero.

Repites tu gesto y desapareces.

No tienes que rebuscar, ya que en primera fila del cesto te esperan esos especímenes marrones con rebordes elásticos un poco desgastados. Y debajo hay más: unas medias enrolladas, sujetadores, camisas con cercos de sudor… un paraíso fetichista.

Aferras tres bragas, un par de sujetadores y unas medias. Ni tan siquiera te paras a valorar si tu vecina echará de menos tanta ropa interior, únicamente te importa una cosa, LA COSA, en tu cama, desnudo y sudoroso. Acercas el puñado de ropa sucia a tu nariz y aspiras llenando tus pulmones, degustando el olor a hembra madura, a secretos siempre ocultos que han dejado su esencia en el tejido.

Estás tan excitado que al levantarte te rozas con el antebrazo y casi llegas a un orgasmo anticipatorio; la próstata se te agranda y encoge preparando tus conductos seminales.

Vuelves al interior de la vivienda dispuesto a marcharte; otro día llegará en que seguirás investigando que otras alhajas se ocultan en cajones y cómodas al fondo del pasillo a la derecha, en el dormitorio. Hoy no; consideras la jornada un completo éxito y te dan ganas de levantar los brazos y saludar a un público que gritaría enfervorizado.

Entras en el salón, camino del exterior, y oyes un portazo a tu espalda.

Sigues la dirección del sonido y, aterrorizado, compruebas como tu vecina, esa madurita que te pone tan calentorro, ha entrado en casa y no te has dado cuenta del momento en que accedió por la puerta. Echa la llave tras cerrar, es una mujer precavida, aunque no tiene miedo de los asaltantes que entran en casa de mujeres mayores y viudas para robar, atarlas de manos y pies, quitarles la ropa y tenderlas en la alfombra, susurrarlas palabras obscenas al oído con sus manos endurecidas por el trabajo recorriendo sus mulos, oliendo a tabaco y vino, abriendo sin mucho esfuerzo el acceso húmedo y peludo para penetrarlas de todas las formas posibles.

En un impulso no muy consciente pero sí inteligente, lanzas la ropa interior sobre el sofá. Eso evita que entre en el salón y la encuentre flotando en el aire mientras tú la sostienes con tu garra invisible. Pero no impide que la contemple extrañada; no es habitual que aparezcan sus bragas, medias y sujetadores encima de los cojines. La ves temblar un segundo, un escalofrío sin duda —no sabrás que no es temor lo que poblaba su bajo vientre— y elevar la nariz unos centímetros. ¡Por dios, te olisquea! Enseguida se hace presente tu olor, una mezcla de sudor y poso de sartén, algo ácido si te detienes a analizarlo con más precisión.

La vecina se gira con los ojos cerrados, el mentón elevado, como un perro de presa. Con una mixtura de desconcierto y fogosidad notas dos bultos simétricos detrás de la chaquetita de lana, ansioso por averiguar el calibre de semejantes pezones.

No te mueves, rezando para que tu invisibilidad sea suficiente para sacarte de este atolladero. Ella sigue acercándose cauta, examinando el ambiente para delimitar la anomalía que ha detectado.

De súbito se escurre, obligándola a fijarse en el suelo… ¡No, no! Hay cuatro, cinco, seis pisadas húmedas que atraviesan la sala originándose en la terraza, que todavía tiene la puerta abierta. Caes en la cuenta de las plantas de tus pies mojadas tras pisar el exterior recién llovido y de tu descuido al no secarte después de entrar en el interior.

Ahora ella sí se excita, pero todavía no sabes valorar si es de deseo o miedo. Se ha quedado un par de minutos observando la puerta abierta, las huellas, y cuando ha reaccionado, aspira muy hondo, llenando sus pulmones a tope, a punto de reventar los botones que aprisionan esos dos globos formidables. Ha posado su vista en el espacio que ocupas, escudriñando como un halcón entre tus pies, arrodillándose a continuación a tan solo unos centímetros de tu pene que sigue duro. Después extiende el dedo índice para rebañar un goterón de fluido pegajoso que hay en el piso y que gotea desde tu falo hiperexcitado, volviéndose visible en el mismo momento en que abandona tu organismo.

Levanta la cara sin entender; abre la boca en una letra O mayúscula al surgir una nueva gotita brillante que se materializa de la nada y cae. Ese signo en su boca es una letra maravillosa para tu lujuria, una forma perfecta para acoger tu pene imperceptible y dibujar nuevas letras en el lienzo de sus labios, tantas páginas como sean necesarias para calmar tu creatividad sensual.

Necesitas escribir con tu pluma un poema a la lascivia, así que coges su nuca con fuerza, visualizándola como una hoja en blanco. Ella dibuja aún más la O con sus labios y ese es el momento en que entras en su boca con cierta violencia, sin contenerte. El empuje mueve la dentadura postiza superior con un sonido de ventosa y al sacar tu estilográfica sale despedida y arrastra por el suelo. No te percatas, muy concentrado en la escritura que ejecutas en su boca. Primero una I latina bien hermosa, continúas dibujando una J, una M, una N, recordemos cómo era la O, seguida de una U con un prodigioso movimiento para hacer la curva sin errores, caligráfica. Intentas guardar cierto orden y repasas el abecedario de principio a fin, sin hacer caso al sonido de gárgaras que expulsa su boca.

Has llegado a la Z pero aún no has acabado. Quieres dejar una firma indeleble en la poesía que arrancas a su carne.

Empujas a la mujer y te inclinas, clavándote en la rodilla derecha la dentadura, que se parte con un sonido seco. Le arrancas la falda y echas a un lado las bragas —que gloria, tan grandes y marrones— y la penetras una y otra vez, recitando una cuenta atrás, eyaculando al final sin miramientos, un grito elevándose, la señora arrebatada en temblores por un orgasmo olvidado hace mucho, mucho tiempo. Los testículos se te voltean como la funda de una almohada y escurres a fondo.

Al abrir los ojos te asustas. La vecina permanece tendida, con la cabeza a un lado y la mejilla reluciente de, no sabes bien, algún flujo tuyo o de ella; las piernas abiertas en uve y las manos arrugando la alfombra. Los labios se le han hundido, dándote cuenta del motivo al desplazarte unos centímetros, clavándote un resto plástico de la dentadura superior. Te levantas todavía invisible y analizas tu creación literaria con espíritu crítico: lo que parecía una poesía soberbia no es más que un relato pornográfico y obsceno sobre violación de ancianas. La pluma flácida con la que has escrito hiede y se te revuelven las tripas.

Te gustaría corregir lo escrito pero no sabes cómo, no tienes la goma de borrar adecuada, por lo que te retiras en busca de la terraza y su barandilla. Antes de escapar, ves como la señora te adivina atravesando tu carne transparente. Sonríe con las encías superiores como las de un bebé, pulidas y refulgentes.

3

Dejas pasar el día después de una buena ducha y una tonelada de refrescos. Has tenido que bajar al supermercado a por un colutorio potente, de los que hacen lagrimear, porque no podías quitarte el olor de su saliva. Escupes cuatro enjuagues hasta que se disuelve y te duermes respirando los vapores de la menta.

Te despiertas de noche, dolorido por la postura en el sofá y con el aliento agrio gracias al cocktail de enjuague y tónica, menos letal para las bacterias aeróbicas de lo que prometía el prospecto del brebaje verde. Te frotas la cara con ambas manos y te vuelve el olor a su cuerpo, sus bragas, su vagina, no tan desagradable en su plenitud de hembra.

Tu excitación se reinventa. No entiendes el motivo por el que te sentías tan mal esa mañana. Obviamente, se han vuelto a nivelar tus hormonas y de nuevo eres el que debes ser. Aspiras la piel que une tus dedos y la erección regresa pletórica.

Te concentras, gesticulas y ya está, eres invisible. Sales a la terraza en silencio, con cuidado de que la puerta no delate tu presencia, y te asomas estirando el cuello en dirección a su vivienda, la calle mucho más oscura, tu final del arcoíris iluminado como un regalo de navidad listo para ser abierto, un libro con una sola página escrita y del que todavía no has rubricado el final.

Ves movimiento detrás de las cortinas, sombras en un número que no habías previsto. Pasas con cuidado, acercándote a la puerta que permanece semiabierta, dispuesto a echar la cortina a un lado. Te llega el alboroto de correteo de pasos y, a continuación, silencio.

Accedes al interior, abriendo la página número dos de tu novela erótica. Más emocionante si cabe que la primera.

Tu vecina y otra señora, ambas de rodillas y con el rostro vuelto hacia ti. Corrijo, hacia la puerta que ellas observan asombradas tras su apertura por una presencia invisible, empujada por un viento divino.

Las dos vestidas de calle, con ese estilo elegante y tardío de las mujeres que en su día se supieron fuera del mercado sexual. La nueva compañera tiene un crucifijo dorado colgando entre dos tetas con forma de tipi indio, una falda azul marino que deja ver unos gemelos y unos tobillos gruesos y surcados de varices. Bellísimas las dos, anhelantes de una sesión de magia sexual que no entienden.

No dejas que las gotas preseminales caigan, sino que las recoges con cuidado entre tus dedos y las llevas flotando a unos centímetros de su rostro. Ellas las siguen hipnotizadas y tu vecina traga saliva de excitación o miedo, no sabes bien.

Una nueva hoja es escrita, otro final más con piernas abiertas, bocas profanadas y asco cuando los riñones dejan de pulsar y ves el mundo con más claridad. Te retiras de la amiga de la vecina con un sonido babeante, inaudita tamaña lubricación en una mujer tan mayor. Pero no cuentas con su ansia tantos años reprimida. Según te apartas, su mano agarra tu pene aún endurecido y tira con fuerza a su interior, en dirección a esa cueva con olor a puerto de mar y con vello jaspeado de gotas de tu propio material.

No quieres volver a meterla ahí. Te vienen a la mente sensaciones de algas enredándose en tus tobillos en tu infancia, intentando liberarte de esas cosas que se empeñaban en agarrar tu cuerpo, pegándose a los muslos, afincándose entre los dedos de los pies. Con esa visión presente, intentas apartarte pero te tiene atrapado con firmeza y no suelta la presa. Empieza a doler. Coges sus dedos con tus manos y haces fuerza, sin que cedan un milímetro. Son dedos fuertes y redondos, casi sin articulaciones, brillantes y con uñas gruesas como las de un pie. Con cierta inquietud ciñes sus muñecas acordonadas por pliegues de carne y haces palanca sin éxito, para tu pesar. Sigue tirando de tu falo hacia ese agujero increíble, un boquete por el que habrán salido dios sabe cuántos hijos y en el que podrías meter una pierna sin mucho esfuerzo. Temes que te quiera comer.

Ya asustado de verdad, aprietas su cara y ella te pega un lametazo, deslizando la lengua en tu palma en una espiral sin fin. Aumentas la presión, ella abre la boca y te muerde apasionada.

Bramas de dolor. Con un impulso brusco, te zafas y le clavas la rodilla en el abdomen, que se hunde varios centímetros obligándola a soltar tu mano, momento que aprovechas para salir corriendo de ese salón y meterte en tu casa.

Otra ducha, más colutorio, la mano untada de betadine comprado a toda prisa en el supermercado de los chinos y más refrescos por favor, da igual que estén calientes y sepan a metal.

Te duermes jurando no volver a repetirlo.

4

Te despiertas empalmado con la luz que atraviesa tus ventanas sin cortinas.

Es lunes y te cuesta asentarte en la realidad que vives. Tardas unos minutos en caer en la cuenta de que no ha sido un sueño. Puedes hacerte invisible y es emocionante. ¿Emocionante? No. Es lo mejor que te ha pasado en tu vida.

Con un relámpago se te presenta la imagen del boquete de la amiga de tu vecina y no entiendes cómo ayer podías sentirte así de mal. Ahora quieres palparlo, bucear en su oscuridad, averiguar cuán profundo es, qué aromas alberga en sus rincones. Follártelo, vamos.

El día es luminoso hasta el dolor.

De esas mañanas en que te preguntas como puede existir alguien que no crea en Dios, con ese cielo azul profundo sin rastro de nubes en el que, si te esfuerzas, puedes ver el ojo del creador mirándote. Dios existe, por supuesto, y podrías asegurar que tú eres su Profeta, al que ha otorgado este maravilloso don para fecundar de amor a todas las personas necesitadas de cariño y comprensión, de un buen polvo de esos que te curan todos los males. Ya lo tienes claro. El mundo no se muere porque no tenga fe. El mundo se muere porque no folla lo suficiente. Existe una redención y se te ha revelado que tú eres el Camino, que ya has dejado de ser una persona, un ser humano, para encarnar una idea divina, una nueva teoría teológica que va a revolucionar la cosmogonía predominante durante los últimos dos mil o tres mil años, desde aquel día en que un chalado levantó un cuchillo para matar a su hijo y de ahí nacieron todas aquellas religiones que, en el presente, intentan predominar unas por encima de otras con sangre inocente.

Ni Moisés, ni Jesús, ni Mahoma ni cristo que los parió. Tú eres el que traerás la verdadera fe a este mundo. Y todo comienza allí, al otro lado, en ese salón humilde con su sofá de cuero falso, sin José ni burro ni buey, solo una virgen madura —bueno, no tanto— dispuesta a recibir a su señor cada día.

Con ese pensamiento presionas y desapareces.

Saltas con cuidado y apoyas los dos pies en la terraza de tu vecina, el calor de las losas penetrando por los poros de tus plantas y trepándote al cuero cabelludo, las raíces enervándose con un escalofrío que acelera tu metabolismo.

De sopetón abres las cortinas. Cuatro mujeres de rodillas, los ojos cerrados pero con rápidos movimientos oculares debajo, como gusanos bajo la piel. Parecen dormidas pero no te engañan; sus tetas suben y bajan demasiado aprisa, excitadas al oírte entrar.

Crece el número de tus adeptas. Hoy son más que la anterior sesión. Tu vecina, su amiga la del cráter insondable, y dos más que reconoces del barrio. Una de ellas es fea, muy fea, pero tiene unos pechos desmesurados que prometen acoger y calentar la máxima expresión de tu don. Y la otra es de esas señoras escurridas, sin gota de carne, todo hueso y pellejo, con los labios reteniendo a duras penas los dientes, que se repegan sin cesar al contacto con el aire y los humedece cada pocos segundos con una lengua que bien pronto recorrerá tu falo y acogerá la semilla que las elevará a nuevas cúspides de felicidad.

A ellas te acercas, un espíritu de carne y hueso, una presencia que pasa a su lado y posa la mano en la coronilla de cada una. El cabello de las mujeres se queda pegado a tus palmas que sudan anticipando la pasión. Paseas a un lado y otro, acercando tu pene a unos milímetros de sus caras pero sin llegar a tocarlas, esperando que tu aroma viaje a sus fosas nasales que se expanden para acogerlo, aspirándolo y reteniéndolo, entrando en los capilares del pulmón y pasando a formar parte de su torrente sanguíneo, de su mismo ser profundo; tus discípulas, tus amantes.

—¡Tómame, Señor! —exclama sin poder contenerse la del agujero profundo, los párpados aún cerrados y dejando la boca abierta al terminar la frase.

De tu garganta no sale ninguna palabra. Te expresas con tus dedos en su boca, cogiéndole los labios y cerrándolos. Hoy no es su día, no va a ser la protagonista.

Hoy el Profeta va a comenzar por la fea, la de las tetas enormes. Seguirás por tu vecina —sigue siendo tu preferida—, continuando con la del boquete y, por último, acabarás bautizando la lengua de la seca, su boca convertida en tu pila bautismal.

A eso te dedicas lo que parecen horas.

Acabas exhausto, con las piernas flojeando y el glande amoratado.

La vieja flaca parecía una aspiradora sin el botón de apagado y ha logrado arrancarte, no sabes bien cómo, dos orgasmos seguidos. Ibas a por un tercero pero tenías miedo de eyacular algo más que semen, así que te has retirado de su boca pegajosa, con las dos manos apoyadas en las rodillas y la cabeza colgando entre los hombros, resollando como un carnero. Al recuperarte y recobrar la cordura, has visto a cuatro vejestorios cubiertas de sudor, el cuero cabelludo apareciendo aquí y allá más de lo que ellas mismas quisieran, tendidas en el sofá con una sonrisa beatifica en sus bocas de carmín corrido.

La encía superior de tu vecina ya no te parece un gel donde frotar hasta el éxtasis tu glande, ni la vagina de su amiga un espacio sagrado en el cual buscar con tu brazo el maná prometido, ni las ubres de la fea la síntesis real de las Venus que han sido o serán talladas, ni la lengua áspera y seca de la flaca una patena en que depositar tu semilla. En cambio, ves una señora sin dientes arriba, una vieja con el coño como una alcantarilla, otra mujer con dos tetas como fardos de garbanzos y una anciana con una boca tan agrietada que no puedes distinguir piel de herida.

Huyes, sin energía para pasar a tu terraza. A punto de caer.

Te haces visible en tu dormitorio, tu refugio de arrepentimiento. Te tiras en la cama sin asearte, durmiéndote apoyado en tu antebrazo, que huele a la señora de la cueva, pensando en tus pecados.

5

No sabes cuantas horas has descansado, pero todavía no ha anochecido.

Tu estómago te recuerda que llevas más de veinticuatro horas sin probar bocado. Y la punta de tu glande que has copulado demasiado en ese intervalo, más que en el resto de tu vida, si descartamos las veces que te tiraste la muñeca hinchable con tacto de piel de seda que guardas bien plegada en su caja-ataúd debajo de tu cama, esperando a ser resucitada para una nueva sesión de metesaca sin remordimientos.

Decides prepararte un bocadillo pero no tienes con qué rellenarlo. Tu nevera vacía es una muestra más de la precariedad en la que vives. Te comes medio paquete de galletas mojadas en agua para no atragantarte.

Te das una ducha larga, con abundante jabón, frotándote cada zona de tu piel para hacer desaparecer el hedor que se ha quedado atrapado en tus poros. No te sorprende notar una erección cuando te lavas entre las piernas. Menos todavía la urgencia que te lleva a terminar rápido y secarte para hacer una visita más a tus discípulas. Te arrepientes de haberte duchado. El aroma de tu fe se esfuma en un remolino por el desagüe, un sacrilegio que no piensas repetir. Tu piel es un altar que no volverá a ser lavado.

Seco, desnudo y sin perfumes artificiales, te encaminas de nuevo a la terraza, invisible. Cruzas al otro lado con gesto despreocupado, como un hábito.

Una voz de hombre resuena dentro de la vivienda de tu vecina. Disgustado, te acercas sin traspasar el umbral.

—¿Qué sarta de tonterías estáis diciendo? —un anciano discutiendo enfurecido— ¿Cómo que un ángel os visita? En mi vida he oído semejante barbaridad.

—Padre Emilio —es tu vecina, azorada sin duda—. No son invenciones nuestras. Cada día entra por la terraza, bajando del cielo, y nos llena de su presencia —un ligero temblor en el tono denota su emoción.

—Nos llena, nos llena —corean otras voces femeninas.

—Esto es absurdo. ¿Y qué notáis? ¿Os imbuye de su espíritu? ¿Habláis en lenguas?

Un silencio tirante responde a la pregunta. Si el viejo supiera lo que hacen con su lengua no sería tan escéptico.

—Bueno, pues esto se acabó. No voy a consentir que mis más antiguas y fieles feligresas desaparezcan de la noche a la mañana por una estupidez como esta.

—No puede impedirlo, es un ángel —responde otra voz, la mujer seca de lengua muy acogedora.

—¡Qué ángel ni que ocho cuartos! Sois una pandilla de viejas que chochean. A vuestra edad y con esas imaginaciones pueriles.

Otro silencio y los pasos cortos y acelerados del hombre.

—Pero Padre, no son invenciones nuestras.

El cura resopla y vuelve a caminar inquieto. Escuchas sus tacones aplastando el suelo sintético.

—Bien, hagamos una cosa. Me voy a quedar y esperaré con vosotras la llegada de vuestro ángel.

Eso sí que no, piensas. Ese cura metomentodo iba a estropear tu sesión; son tus fieles, tuyas son sus almas, sus ansias, sus flujos.

Descorres la cortina teatralmente y dejas que el viento la zarandee a tu alrededor. El anciano, vestido con una camisa negra abierta en el pecho, se vuelve y entrecierra los párpados a la caza de tu presencia. Das dos pasos silenciosos a un lado y te apartas cuando el hombre se acerca y palpa la tela de las cortinas, buscando a alguien detrás escondido. Se asoma a la terraza y permanece un rato escrutando la oscuridad.

Las mujeres, diez en total, se han arrodillado ya, cumplidoras del ritual de su Señor.

Al verlas así su cara enrojece, a punto de colapsarse una vena que cruza su frente.

—¡Levantaos! —nadie se mueve— ¡Levantaos he dicho! —ruge, y todas las mujeres se miran unas a otras, dudando de su fe.

Eso es más de lo que vas a permitir. Nadie maltrata a tu rebaño, esas ovejas tan necesitadas de un pastor que las enseñe el camino a su redil con vara firme y miembro hinchado.

Te acercas al cura y le das un empujón, no muy fuerte, pero sí lo suficiente para desequilibrarle. El hombre trastabilla, recupera el equilibrio y estudia el salón a su alrededor, el cuerpo tenso como un arco a punto de dispararse.

—No te veo pero te siento, demonio infecto —escupe retándote, sacando de su pecho una cadena con un crucifijo de plata. Lo levanta con dos dedos y lo mueve a un lado y otro, como un detector de metales.

Le rodeas con cuidado y te acercas a una de las mujeres. Coges su camisa y la desgarras para dejar al descubierto sus pechos dulces y estriados, con pezones como galletas. Ella se sobresalta y suspira ansiosa, sin atreverse a cubrírselos, plena de un temor devoto a esa ánima bendita que la ha elegido en primer lugar sobre las demás. Sus ubres, rozando la cintura, se bambolean durante unos segundos a izquierda y derecha.

La atención del cura se aparta de las tetas y te busca encolerizado, intentando adivinar tu próximo movimiento, que no es otro que dar un cachete lateral y sonoro a una de los senos, que se enrojece y vuelve a temblar chocando con el otro. La mujer tiene los ojos cerrados y prietos, sonríe y reza una plegaria con el rosario que maneja entre sus dedos.

El anciano salta bramando, ágil para un hombre de su edad; sus manos crispadas pasan a unos centímetros de tu cara, a punto de rozarte y delatar tu presencia física, se descompensa por el impulso y cae de boca contra el sofá, rebotando y cayendo de lado. Poseído por la ira de Dios, se levanta de un salto, echando salivajos por la boca.

—¡No te escondas, Satanás! —levanta su dedo índice, amenazando—. No es la primera vez que me enfrento a una criatura como tú. Y cueste lo que me cueste, saldrás de esta casa y volverás a tu mil veces maldita cueva, de donde no debiste salir.

Mientras sigue escupiendo amenazas, le rodeas de puntillas y vuelves a empujarle con todas tus fuerzas, un golpe seco entre los omóplatos con los puños cerrados. Sorprendido en mitad de su discurso, calla de golpe y cae como un fardo encima de la mujer con los senos al aire, de pleno en su cogote. Ambos ruedan en una maraña de imprecaciones.

Antes de que el sacerdote tenga tiempo de recuperarse, agarras el pescuezo de la mujer, empujándola hacia él buscando que, sin que pueda impedirlo, uno de sus pezones se aplaste contra su ojo. El cura se aparta como si le hubiese picado una serpiente venenosa, frotándose el párpado.

Respira con esfuerzo y tiene la cara abotagada. En otras circunstancias te daría pena.

Durante un buen rato se queda ahí, enfebrecido y con el ojo guiñado.

Sin pronunciar una palabra más, sale de la vivienda. No cierra la puerta a su espalda.

La de los pechos al aire ha recuperado la compostura y te espera también de rodillas, aunque ya no la ves tan excitada. Dos gruesos lagrimones corren por sus mejillas sin parar de rezar el rosario a la velocidad de un Fórmula Uno, sus dedos recorriendo cuenta tras cuenta con una experiencia de años de práctica. Tiene un aspecto tan desconsolado que te enternece.

Acercas el dorso de tu mano a su rostro y le enjugas las lágrimas. Ella siente el contacto, tiembla y más lágrimas fluyen a sus ojos, empapándote la piel, fundiéndose con el sudor que te recubre. Te agachas y apoyas ambas manos en su cara, enmarcando ese rostro resignado a la voluntad de su señor, una María Magdalena entrada en años.

Con mucha delicadeza apoyas tus labios en los suyos, la besas con suavidad y aspiras el sabor de la vejez, de saliva espesa y dióxido de carbono demasiado cargado, de pulmones cansados y vísceras exprimidas, de útero caducado. Es ella la que abre la boca, ofreciéndote la entrada a su ser, la puerta a su alma. Tú no dudas, aceptando la invitación, tu lengua recorriendo primero los incisivos centrales por su cara interior, exponiendo nuevas embocaduras nunca catadas, que te cuentan historias de panes mordidos, tostados y muy harinados, de cuchara de palo y sopa. Pasas después al canino, tan desgastado por las noches de bruxismo y preocupación, de niños llorando y maridos reclamando su porción de placer. Resbalas a los molares, aún intactos a pesar de la edad, te deleitas en sus valles y picos, en las hondonadas cubiertas de restos de comida que te comparte y tú degustas, un manjar que evoca los almuerzos en casa de tu abuela, con los pies colgando en la silla y sin zapatillas, las manos agarrando un tenedor demasiado grande y masticando carne de cocido tierna y jugosa, con hebras que se deshacen en tu paladar sin esfuerzo. Por fin, saciado, unes la punta de tu lengua con la suya y una descarga metálica fulgente llena tus papilas.

Inundado de placer místico, tardas más de lo necesario en advertir que alguien se ha acercado por tu espalda y te atrapan dos brazos de camisa negra, impidiéndote respirar.

—¡Te tengo, demonio! —vocea entusiasmado el sacerdote—. Eres mío y no vas a escapar.

Su aliento amenazador te eriza el vello de la nuca.

Forcejeas sin éxito e intentas incorporarte, pero el peso del anciano es mayor que el tuyo y su presa es un cepo de acero. Te zarandeas, pugnando por desasirte.

Las mujeres gritan y se retiran de la lucha. Te gustaría poder tranquilizarlas, pero te falta el aire. Decides concentrarte en escapar.

Contraes tu cuello, las vértebras te chascan, impulsas tu cabeza como una catapulta y golpeas con la coronilla la nariz del viejo, tan fuerte que le produces una fractura nasal de tipo tres, afectándole ambas apófisis frontales del maxilar y del hueso frontal, es decir, una rotura de nariz de libro de anatomía, hundiéndole la ternilla en las fosas, quebrándole el hueso y reventando la piel bilateralmente. Un crujido semejante al de una zanahoria partida sin cuchillo y una explosión de sangre empapándote el pelo y salpicando en reguero el suelo, la mesita, la alfombra y los hombros de las mujeres.

El anciano cae hacia atrás quejándose e intentando contener con ambas manos el flujo de sangre que se escapa entre los dedos como una presa mal construida, sin decir nada, con los ojos bizcos apuntando a la catarata roja.

Las mujeres se levantan apartándose de las manchas, a sabiendas que la sangre sale fatal de la ropa, que hay que echarle un chorretón de agua oxigenada y dejarla reposar unos minutos para frotar con un cepillo suave antes de que penetre en las fibras, como cuando se les manchaban las bragas con el flujo rebelde que desbordaba la compresa.

—Agh —murmura el viejo, y traga plasma. Extiende una mano y los dedos, apoyados en el piso, caminan simulando una pequeña araña que repta. Pero la mano no puede con el peso y el hombre se queda en su sitio, bizqueando y atragantándose.

No sabes qué hacer.

Las viejas se agolpan en un rincón, la de las tetas al aire tapándoselas con pundonor con una mano que se ve ridícula ante esa gloriosa masa de carne y grasa. El anciano caído de espaldas, intentando respirar. Y tú desnudo, recuperando la respiración que el sacerdote intentó robarte.

La imagen te viene a la mente como relámpago.

Agarras un cenicero transparente, cincelado en gruesas esquinas puntiagudas y te aproximas al anciano, que algo ha debido de olerse —con lo que le queda de nariz— y eleva la vista, manteniéndola todavía algo bizca. No sabe si creerse o no que el cenicero esté despegando de la mesa, se suspenda unos segundos en el aire y de repente avance hacia él, bamboleándose adelante y atrás. Incluso le ha parecido ver unas gotitas de líquido flotando por encima con la forma de una mano.

El cenicero le golpea en el centro de la frente y se muere al instante, con el cráneo aplastado en una hondonada que amplía su frente a cada lado.

Se derrumba y su mano deja de imitar una araña intentando escapar.

Te giras y ordenas a las mujeres:

—¡Comed!

Para todas ellas es la primera vez que perciben tu voz, más ronca de lo usual; captas un destello de reconocimiento en el rostro de tu vecina. Algo muy sutil, que desaparece según asume la misión que las has encomendado.

No se mueven. Vuelves a ordenarlas:

—¡Comeos a este pecador! —lanzas el cenicero manchado de gotas rojas sobre el pecho del cadáver— comulgad con el cuerpo del que intentó apoderarse de secretos que no han sido preparados para personas comunes.

La primera que se acerca es la flacucha, esa que hace felaciones tan excelentes. Avanza de rodillas, los ojos fijos en tu dirección con una mezcla de miedo y reverencia, y sin dejar de prestar atención el espacio que ocupas, se agacha y muerde la mejilla empapada del viejo, tira con fuerza, los tendones de su cuello tensos como las cuerdas de una guitarra, rasgando piel y carne. Traga sin masticar apenas, se agacha y vuelve a morder, más profundo, royendo hueso.

El resto de mujeres se han acercado también, en cuclillas. Desnudan al viejo, dejando la ropa ya inservible doblada en el tresillo con cuidado, sin olvidar su educación en situaciones extremas.

Se dedican a comer. Y comer. Un espectáculo primitivo que te hace dar arcadas a los pocos minutos, mucho más agradable en tu imaginación que en la realidad. Sus bocas succionando intestinos como fideos, el hedor del contenido del estómago, la masticación interminable de los pedazos de tráquea.

Una de las mujeres, una de las nuevas, limpia concentrada la suciedad, escurriendo el mocho con firmeza y lanzándolo a la taza del inodoro antes de que el cubo rebose.

El salón comienza a oler más a lejía que a sangre.

No quieres seguir viendo más. Sales a la terraza y una nueva arcada te dobla por la mitad. Vomitas en el suelo, entre tus pies, tan calentito que da gusto. Una más y te vuelves para arrojarla a la calle, ese tipo de cuidado extemporáneo que no podemos controlar. Vuelves a vaciar tu estómago sobre las jardineras del vecino de abajo, con un espasmo tan fuerte que te duele, te hace apretar los ojos e inclinarte aún más. Un vahído te sacude y al abrirlos estás cayendo en picado hacia el asfalto.

Antes de empotrarte caes en la cuenta del mareo que has sufrido y de lo inclinado que estabas en la barandilla, de lo que dejas arriba y de cómo van a continuar esas señoras sus vidas después de comerse al cura y copular con un espectro.

Te matas.